Los abismos: 11

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Los abismos
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo II

Capítulo II

Con una cobarde energía incapaz de todo cambio que pudiera delatarla, con una estática inquietud de inicua descubierta que ya sólo esperase al primero que quisiera señalarla con el dedo a la pública vergüenza, Libia había intentado resignarse a continuar por Madrid su vida de esplendor.

En los teatros, adonde se obstinó en llevarla su marido, el cándido insensato, el autor gozoso de sus ganancias nuevas y su triunfo, luciendo ella los primores de los trajes y las joyas con que él mismo agasajábala, causaba una insana expectación; la asestaban insolentes los gemelos, y esperábanla los hombres a la puerta, mirándola como a una fácil presa de lujuria. Cruzaba con los ojos bajos, al brazo de Eliseo, y éste, creyéndola así gloriosamente envuelta en los prestigios de su nombre, comentaba aquello dedicándola gentilezas al oído...

En los tés, en los salones de amigas que bajo la advocación del buen tono acogían con iguales deferencias a la equívoca de galantes aureolas que a la honrada irreprochable, ella advertíase alrededor una hostilidad de curiosidades insidiosas, de desvíos, de frías y aún más molestas compasiones. No eran tales tertulias como los palcos del teatro, abiertos a todo el que quisiera concurrir, y Libia, así que fue advirtiendo con espanto la menor correspondencia de las amigas a su casa, dudó si no volver. Sin embargo, significaría ello la derrota, el reconocimiento pleno de la justicia con que sabríase rechazarla, y el recuerdo de Ernestina, que asistía también, por una parte, y el recurso, por otra, de prevenir las demudaciones de su faz ante los bochornos posibles con máscaras de albayalde y de carmín, que, llorando, en las secretas torturas de su tocador, tendíase por las mejillas, diéronle a su tenacidad desesperada la hipócrita impudencia.

Siguió yendo con la mujer de Astor, como iba con ella y en el automóvil verde a los paseos, única que en su despreocupación insigne ni habíala retirado un ápice de estimas, ni habíala importunado con la insinuación más ligera acerca del escándalo que a las demás obsesionaba.

Pronto acabó de persuadirse de la ineficacia de este pabellón, para ella, que no pedía sino el olvido, la transigencia con una sola falta quizá trágicamente disculpable, y del distinto e injusto criterio con que las juzgaba la extraña sociedad de pecadoras y de honestas. Ernestina, consideradísima, como siempre, aunque en la noche anterior, acaso, las mismas que la festejaban la hubiesen visto cruzar con un amante. Libia, en cambio, cada vez más siendo objeto de mal disimulados escarnios y repulsas.

Suspendíanse las conversaciones al verla aparecer. Algunas damas, menos obligadas a la piedad por amistad, cortaban agresivamente el violentísimo silencio para admirarla, arteras, sus vestidos: «¡Oh, sí, precioso! De Mme. Georgette, ¿no?»... Y la perfidia de fustigarla con el nombre de la cómplice, desgranábase en comentarios más pérfidos aún: -«Perdía su antigua clientela la francesa; contábanse infamias y vergüenzas que hablaban poco en honra de su casa...» Libia sonreía, sonreía detrás de la máscara inmutable de albayalde y de carmín.

Una vieja vizcondesa, célebre por sus descaros y repulsiva con su arrugada y blanda carátula de reumas y de vicios, la increpó una tarde, como volviéndola a la cortesanía de su atención en el depresivo aislamiento en que la charla de todas la dejaban, preguntándola «si el condesito de Albear seguía en el extranjero». Libia se estremeció. «No le conozco» -repuso. Se admiró la vieja malignamente, se lo hizo recordar, de casa de las de Bulney, y añadió «que el padre, el conde, curaba al inexperto chico, con bálsamos de ausencia, de no se sabía cuál pasión en que trataron de estafarle el corazón y los bolsillos...»

¡Ah, sí! Partió al fin la desdichada sin ánimos para volver a las reuniones.

Quince, veinte días más, bastaron a dejarla abandonada de las últimas tímidas visitas que fueron a su casa.

Ernestina y tantas otras podrían ser las impúdicas amantes por agrado, por placer, y perdonábalas el mundo; pero ella era la ladrona, la inmunda amante de estafas y chantages. ¡Quién supiese si las bonísimas amigas temerían no tener con ella seguras, en los tés, ni las áureas cucharillas!...

Lloró mucho, por aquellos días en que también lloró sus tristezas el invierno. Llovió, nevó, y sobre los pelados bosques del Retiro el viento arrebataba densas nubes.

Las calles desiertas, alfombradas de nieve, y el frío, tenían como en suspenso la vida de Madrid.

A ser eterno esto, ¡cuánto lo hubiese el corazón de Libia agradecido! Morir, acabar con el mundo entero su deshonra. Temió los encuentros con Javier, y seguía temiendo a cada instante el nuevo anónimo o la nueva impertinencia que hubiesen de romper la ignorancia de Eliseo. Evitarlo era ya la única y loca ansia de la esposa, de la madre, que al menos querría extinguirse sin dejarles a los queridos seres un recuerdo de maldita...

Pero tornó el sol a repartir la animación por la ciudad y tornó Libia a obstinarse en mentirles a las gentes un heroico valor de confiada. Fue con Ernestina, en el auto, a los paseos.

Los hombres, las damas, desde los otros coches, a codazos señalábanse el paso de la indigna en regueros de cruel expectación para sus lujos... en malignos cuchicheos que buscaban tal vez, tras de ella, al que ahora los pagase..., Y en su imaginación de aterrada o en la propia realidad iba viendo la infeliz cómo se tendía más cada vez por todas partes la marea de su ignominia. Lucha estéril, pues, y aun contraproducente, agravada en lo que tomaríanle por alardes de impudor, ésta a que se aferraba queriendo defenderse con la impavidez un resto de decoros...; lucha, además, que la agotó, que la hizo sentirse vencida de un modo absoluto, fatal, irremisible.

Le estalló en los nervios la tempestad mal contenida, libres ya de todo esfuerzo de dominio, y como una mimosa enferma, como una débil delicada que no necesitase sino un poco de paz y las caricias de su hija y su marido, en ellos trató de refugiarse.

Inés salía con la institutriz inglesa; la madre las acompañaba, vestida con sencillez. Iban a la Moncloa o a las zonas del Retiro donde los niños jugaban entre flores y entre pájaros, no frecuentadas por las gentes de frívola elegancia que pudiesen conocer a la triste pecadora, y aun el ruido no lejano de estas gentes, de sus coches, sumíala en profundos desalientos.

El espectáculo de su propia hija corriendo y saltando confiada con otras lindas amiguitas no menos bien adornadas de sedas y de encajes, y que también tenían institutrices, llevábala dolorosamente a meditar su falsa situación. Ricas las otras, quizá, estos lujos, al menos, no habían de constituirles el abismo en que ella velase hundida y, que aguardaba a la pobre Inés con las mismas peligrosas seducciones.

Lujos que reveláronle muy tarde su estúpido sentido a la esposa dulce, a la madre tierna que era toda corazón. Miraba los palacios, que antes admiraba, y no comprendía que sus nobles moradores necesitasen tanta amplitud para aburrirse excelsamente. Cruzábanla los automóviles, raudos, revolando pieles y plumas de sombreros, y no acertaba a entender por qué fueran tan de prisa en ellos sus lindas ocupantes. ¿Adónde dirigíanse?... A lo monótono, a lo de siempre, a los teatros que las hacían bostezar con la obra vista veinte veces, a aquellas tertulias distinguidas de los hoteles o los restoráns o las casas elegantes en que se hablaban sin cesar las mismas cosas idiotas o terribles de honras desgarradas, en una exposición de trajes de muñecas. Y para emular a las que podían siquiera con su riqueza sostenerse el tedio de semejante fatuidad, las que no podían arruinábanse y corrían al deshonor en tanto que seguían preparándoselo a sus hijas...

¡Oh, sí, cómo la vergüenza de verse repudiada de aquellas tertulias compensábala al fin con el mísero consuelo de no tener que soportarlas!

Deseó huirlas, alejarse aún más de ellas hasta en el recuerdo de absurdo y de dolor que despertábanla en los parques las niñas que cuando llegasen a mujeres las habrían de secundar, trocando sus inocencias de ángeles por la vanidad de las muñecas, y, sin advertir de qué modo se iba encarcelando en sus pesares mismos al apartarse de la vida, en las siguientes tardes fue con Inés y con la institutriz inglesa a tomar el sol por los barrios pobres y alejados, por las sucias carreteras de las Delicias, de las Ventas, del Puente de Toledo.

El cuadro varió; mas no el martirio de una desolación inversa, de una miseria que era cruda, material, desarrapada, en estos sitios, si era en los otros moral y encubierta por los faustos. El sufrimiento le excitaba a Libia una aguda y como morbosa percepción de las desgracias, y en ella y en todo, fuera de ella, veía aspectos inmensos de tristeza que antes habíanle pasado inadvertidos.

¡Qué pena, qué contraste el de la hija suya adornada tal que una princesita, junto a aquellas criaturitas haraposas que no tenían para comer y que sin que nadie las cuidara y con riesgo de matarse trepaban por las empalizadas del tren y los desmontes!

Una tarde, al regresar, vio una familia entera de mendigos disponiéndose a dormir bajo los pilares de un puente. Lloró, tembló del frío que ellos fuesen a pasar en la yerta noche, y les dio limosna y tuvo la tentación de arrancarse y arrancarle a Inés las ropas, los abrigos para dárselos también.

¡Inútil!... A los pocos pasos vio otro campamento de mendigos en un estercolero, y luego a otros... antes de llegar a la incomprensible sucesión de casas negras, sin puertas en los huecos, de una calle inmunda y llena de sórdidos escombros, como si un incendio hubiérala asolado. No obstante, en aquellas casas se amontonaban con sus humos de sartén y sus guiñapos gentes que se podrían considerar dichosas frente a los pordioseros recogidos sin lumbre bajo el cielo.

Y seguían, seguían cruzando como princesas Inés y ella y la rubia institutriz, y no comprendía Libia que ella y las princesas pudieran dormir tranquilas en sus lechos, después de haber visto una vez siquiera tales espectáculos.

El horror a volver a contemplarlos y a que los contemplase Inés, la pobre hija que en estos paseos poníase triste recordando las plácidas bellezas del Retiro, y el mayor horror, sobre todo, de no saber si a su hija misma, en la tragedia de angustia y de muerte que por culpa de la madre ruin sin cesar la amenazaba, veríase condenada alguna vez a los mismos abandonos, la hicieron renunciar a acompañarla.

¡No; ella, la arrojada de la sociedad, no tenía derecho, con sus tétricas visiones y sus ansias de destierro, a amargarle al bello ángel las horas de cándido placer que aun guardárale la suerte!

Enferma que poco a poco se iba extenuando, que poco a poco iba siendo acorralada por la vida, fueron sus nervios, siempre sus nervios, en otra explosión de tempestad, los que recluyéronla al refugio de su casa como en un último reducto. A las insistencias de Eliseo por volver a llamar a Luis, al médico, se resistía sin fuerzas para afrontar con sus sonrojos a aquel que había tenido una inútil cuestión de honor por defender a la que tan vilmente hubo de perderlo.

Quiso buscarse algún consuelo en los trabajos del hogar, en los cuidados familiares. Atareadas las sirvientes, ayudábalas solícita. Sin embargo, cada lujo de sus salas, cada adorno de las mesas y los muebles heríala con el perenne y doble espanto de la instabilidad en que asentábanse y de un quizá no lejano porvenir de cambio a la fatídica tragedia, así que el marido que ahora la colmaba de atenciones, sabiendo su deshonra, no la pudiera tolerar y tuviera que matarla y que matarse. Del despacho de él echábanla la confiada serenidad de sus tareas y el retrato de ella hecho por Astor; del tocador, el cerrado armario de sus trajes, de su crimen. Y corría a ampararse en las purezas blancas del cuarto de la niña, y las gasas y las sedas también de los pequeños vestidos seguían hablándola del lujo, del lujo horrendo a que ya el ángel hallábase asimismo por el bárbaro destino condenado, sin que la madre, en su infame y muda desventura, pudiera apartarla de ellos y gritarle los consejos de su roto corazón. ¡Ah!, ¿qué iba a ser de esta casa, qué iba a ser de aquella Inés a quien ella no podía besar siquiera sin mancharla?... Entonces, huía, huía Libia de la hija y del cuarto, del templo de inocencias de la ángel, como había huido y seguía huyendo sin cesar de tantas cosas; huía, huía como en fuga desesperadamente loca de sí misma, y por no dejar salir a su vez de la garganta un grito de ¡Madre! ¡Madre!... clamando el socorro de la suya, que no pudiese prestárselo tan lejos, sepultábase en su alcoba y arrojábase de bruces a la cama para ahogarse en el pecho destrozado los sollozos...



-¡Oh, no! -protestó al fin Elíseo-. ¡Vendrá Luis! ¡Vendrá a verte! ¡Te pondrá de nuevo un plan!

Y desoyéndole las protestas, fue, lo trajo.

-¡Vaya, Libia! ¡Aquí lo tienes! ¡Al buen amigo olvidadizo que así nos abandona, sin perjuicio de echárselas incluso de andante caballero con sólo que oiga opinar mal acerca de mis dramas!

En la sonrisa de Luis, en el rápido mirar que se cruzaron el médico y la enferma, ella de confusión mortal, él de odioso asombro, como quien torna a ver a una santa trocada en hipócrita demonio, Libia confirmó que Luis conocía sobradamente su indecencia.

¡Sí, sobradamente! Cuando Luis se retiró a un gabinete próximo con Eliseo, y éste (admirado de que no hubiese puesto en la receta sino un poco de bromuro) le preguntó qué enfermedad fuese la de Libia, y le consultó, además, si parecíale que debiesen verla especialistas, el amigo fraternal, el bravo cirujano que entendía apenas de los nervios, tuvo otra sonrisa de piedad que lo era también de penosa persuasión sobre que el bromuro no sirviese menos ni más que otras drogas para combatirle su mal moral a la paciente.

-¡Déjala! ¡No tengas cuidado! ¡Un poco de histerismo! ¡Es el tiempo el que la irá curando, y nada más!

Ya en la calle, recordaba la sorpresa que en la misma noche aquella del lance le produjo su mujer, su bonísima María. Le aguardaba alarmadísima, y al saber lo que habíale retenido hasta el amanecer fuera de casa, dobló la frente, y confirmó: «¡Pues sí, Luis, no había querido decírtelo, porque sé cuánto los quieres, pero he oído también, se dice por ahí que fue Libia la heroína de ese escándalo que rodó por los periódicos...!» Lloraron, los dos. La honradísima María, más aún que por sus aversiones de honradez, por la amargura de volver a contemplar a Libia en su indecoro, deseó no verla más.

Y él, Luis, que visitó a Eliseo en la siguiente mañana, al tiempo que éste disponíase a visitarle para agradecerle y reñirle su impulsividad caballeresca, «por una tontería», en el horror de Libia al oírlos a ellos comentar el incidente, íntegra recogió la autodelación de la perversa.

Mas tampoco él había dejado de verlos en un mes por tal motivo, aunque guardase en el alma su dolor, sino por los hábitos de trabajador infatigable y por la distancia a que vivían unos y otros, de extremo a extremo de Madrid, que, aparte el paternal descuido de su trato, exento de etiquetas, en la vida tan diversa de ambos matrimonios, hacíale raras las visitas, aunque no menos entrañables.

Continuó, pues, asistiendo asiduo a la infeliz que arrastraba sus dolientes agonías por los divanes. En largas miradas y en frases de piedad procurábala consuelos.

-¿Y Mari? ¿Y Mari? -no cesaba Libia de preguntarle, ansiosa de una sombra de bondad junto al lecho de martirio.

Aunque ahora supiese sus miserias, sólo aquella santa pudiera recogérselas como una madre capaz de todos los perdones a través del angustiosísimo silencio.

-¿Y Mari? ¿Y Mari? ¿Por qué no viene?

Invadió a Luis una congoja. Le habló a María.

-¡Ve, mujer! ¡Ve algún rato a acompañarla! ¡Clama por ti! ¡Si fue mala, harto con el arrepentimiento y el sincerísimo pesar lo está pagando!

Anochecía, la tarde en que llegó la honrada, la infinitamente honrada y buena al lado de la vil. Tronchada por la angustia y por la falta de energías, no pudo ésta siquiera incorporarse bajo el peso de las ropas de la cama, que antes que al cuerpo procurábanle calor al alma desgarrada y aterida. Estaban solas. Fue un cruel encuentro de hermanas que el mutuo horror paralizó, y sin besarse, sin decirse una palabra, cogidas solamente en avidez por una mano, la recién llegada se sentó a la cabecera. Por unos instantes, en lo semiobscuro de la estancia, trataron de ocultarse el llanto de los ojos; pero en el silencio gimieron luego las gargantas..., y a un impulso giraron ambas y se abrazaron fuertemente. Las lágrimas se confundieron largo rato, igual que se fundían en inversa emoción de vergüenza y caridad los corazones. Para reanudarse el pacto fraternal, más firme que nunca, no necesitó sincerarse de otro modo.

Hablaron en seguida de sus niños, de sus casas, de las cosas humildes y sencillas.

Hablaban de estas mismas inocencias siempre, siempre, en las sucesivas tardes, y la hora que pasaba Mari allí iba siendo para Libia un inefable bien que aliviaba y hacíala olvidar sus desventuras...

Pudo permanecer más tiempo levantada, paseando por la tibia galería al brazo de Eliseo o al brazo de María, o reclinada en el diván bajo unas pieles. Sin embargo, comía poco, dormía mal, con pesadillas que evitábanle al sueño leve los descansos, y la demacración de su faz, que asustaba a todos, asustábala a ella también en los espejos.

Si a la íntima melancolía de la tertulia llegaba Ernestina alguna vez en la eterna prisa de sus tés y de su auto, dejaba tras de ella un mundano efluvio de lujos perfumados que ponían a la enferma más nerviosa. María, Ambroa, Luis, Astor, que también fumaba despreocupadamente en su butaca, tenían para la superficial Ernestina la misma condescendencia de desdén, y las mismas miradas de dolor caritativo para la pobre Libia, a quien la loca gentil evocábala el Madrid de sus tormentos.

¡Era nada más Eliseo el que no sabía, el que no podía interpretarle sino al revés aquellas súbitas tristezas!

-¡Oh, mujer! -le decía, besándola las manos-. ¡La niña mía! ¿No estás mejor? ¡Pronto volverás con ella, a tu vida, a los paseos, a los teatros!

Mas no; no estaba mejor Libia.

Estaba siempre igual, y hasta el ruido de las calles que subía por los balcones crispábala los nervios y le anegaba el ser entero de un afán de lejanías, de soledad, de una definitiva e imposible fuga en el olvido de las gentes.

-Y bien -planteó una tarde Luis, el médico que no quería la intervención de especialistas, y del cual eran, no obstante, las técnicas responsabilidades de la larga enfermedad-. ¡El campo! ¡el campo! ¡Hémoslo resuelto anoche Mari y yo!... Los padres de Mari tienen en Extremadura una hermosa finca, y a ella iremos todos por dos meses, por tres meses: Libia, Inés, Mari, mis hijos, tú, Eliseo, a escribir cuanto te plazca; es decir, todos, menos yo, por mis enfermos, que sólo me permitirán ir a veros los domingos.

Discutida la proposición, que era, además, una orden, quedó aceptada.

Y desde el nuevo día empezaron los preparativos para el campo, comprando Mari las toscas botas y los abrigos y los impermeables de hule, baratísimos, de marinero, que Libia y ella, y los niños, especialmente, en el mal tiempo, habían de necesitar contra el barro y contra el agua.

-Porque, no creas tú, ¡oh mimada señorita! -decíale a Libia, al verla sorprenderse de la tosquedad, de la rudeza de todo aquello que traía de los comercios-; la dehesa de mi padre no es el Retiro, aunque sea más hermosa que el Retiro, con sus vacas y sus cerdos, ni la casa es un palacio. Prepárate a vivir en la pobreza, como una simple campesina. ¡A lo bruto, a lo salvaje!

Libia sonreía.

Eliseo se sublevaba al ver que, por los consejos de Mari, el baúl de Inés íbase llenando de trajes viejos de lana, de baberos nuevos de percal... Él, porque Luis habíale dicho que abundaba la caza en Los Mimbrales, y aunque no había visto una perdiz viva jamás, acababa de comprarse una excelentísima escopeta y unos arreos de elegante cazador que le costaron tres mil reales...