Los abismos: 14

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Los abismos
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo V

Capítulo V

Se detuvo el automóvil, y todavía, antes de bajar, volvió a encarecerle a Astor el preocupadísimo Eliseo:

-Sí, mira, te lo ruego. Atiende bien a la lectura. Tu juicio me importa más que nunca.

Astor le sonrió:

-¡Oh, artista, artista! ¡Cobarde!

Veíale la perplejidad que eternamente le acosaba al pasar sus obras a la escena.

Entraron. Eran las tres de la tarde y les chocó hallar el Teatro Español en espléndida iluminación de fiesta.

Por el vestíbulo paseaba arisco y solo el empresario, con las manos a la espalda.

-¿Qué, función? -le abordó Eliseo.

-Ca, hombre -respondió seco el gordo señor Mir-; pues, ¿no va usted a leer? Ensayo general. ¡Se está acabando!

Y sin más cumplidos, de un impulso repentino tomó del brazo al insigne pastelista y le apartó a un rincón. Quería que le hiciese el retrato de su amante, la Méndez, segunda dama de la compañía. Rico, sin pizca de inteligencia literaria y sin una gentileza para nadie, el célebre empresario concentraba toda su atención en el negocio, en la taquilla, con respecto a los autores, y en la compra de caricias, a cuenta de agasajos y cartel, con respecto a las actrices.

Así abandonado Eliseo, en su pesimista desaliento tuvo que recordar el carácter de aquel tosco asturianote, que, no obstante, guardaba un noble fondo, para no creerse en trance de desaire. Alargábase la conferencia, y prefirió esperar dentro de la sala.

Abrió un palco, pasó. El teatro estaba lleno de luces y de gente, el escenario puesto de jardín, y vestidos con los trajes de la representación los cómicos. Se recogió en la sombra, y no supo si celebrar o deplorar la concurrencia que este ensayo fuese a darle a su lectura. Tardó poco en divisar a muchos conocidos, a muchos enemigos, acá y allá, por las butacas. Especialmente, le enojó López Carmona, un joven pálido y audaz, de estirada y dura faz sacristanesca, rotundo en las frases y en los fallos que emitía siempre pontificando en algún corro, y que, a pesar de no haber escrito nunca nada, ni en periódicos ni en libros, gozaba de un crédito actual de certero maldiciente no menos que de una presunta fama de genio del porvenir... así que él hubiera de dignarse aplastar al público con la altiva flor de sus talentos.

«¡Ah, cuando escriba un drama! ¡Cuando escriba una novela!» -se decía. La novela o el drama no acababan de llegar, año tras año, y al futuro coloso, embrión perpetuo de sí mismo, seguía acreciéndosele la omnipotente autoridad que le hacía con devoción ser escuchado, incluso por los críticos, acerca de los dramas y novelas de los otros.

Le temía Eliseo; le temía desde el fondo de su alma y principalmente hoy, abrumado como hallábase por la más desorientada y negra incertidumbre. Quiso distraerse escuchando el ensayo y no lo consiguió.

Tornaba a sus desfallecimientos.

Aquella primera prueba hecha en el campo con la obra a que, mientras hubo de escribirla, le fió tanta ilusión, tanta esperanza, y ante un reducido auditorio que cordialmente érale propicio, no pudo resultar más desastrosa. Libia y Mari callaron, sin atreverse a mirarle ni apenas a contestar, con la misma tétrica emoción, con igual triste indulgencia espantada que si, en vez de un escénico poema, peor o mejor, hubiesen estado oyéndole los desatinos de un loco. Ni las supo arrancar un juicio, fuera de sus vaguedades y evasivas, fuera de aquellas sonrisas como de dolor por él, por algo así como la muerte irremisible de la inteligencia de él, que aun seguían oponiéndole las dos cuando hablábalas del drama, ni del propio Luis, pálido asimismo de emoción incomprensible, logró otra cosa que idénticas reservas.

No olvidaría jamás la única fría respuesta en que quiso encastillarse el buen amigo, el incondicional fanático que cien veces, y aun con motivo de la cosa más trivial, habíale rendido admiraciones excesivas:

«No sé, no sé... ¡vamos!, me gusta, me parece bien escrito..., y, sin embargo..., ¡no sé! ¡no sé!... Déjame pensar. Ya sabes que no entiendo. ¡Hablaremos otro día!»

Se levantaron, tétricos. Fueron a cenar, cena de un entierro, y valiese más que no hubiesen llegado nunca el «otro día», los «otros días» del viaje y del regreso a Madrid, en que ya Luis volvió a hablarle tercamente. El amigo franco, fiel; el hombre de claro instinto para todo, seguía envuelto en nebulosas. Sin acertar a formularle la razón, o sin querer manifestársela, primero se le mostró desconfiadísimo de que la índole folletinesca del drama hubiera de placerle al público, y luego, ayer, hoy mismo, esforzóse testarudo en disuadirle de que ni debía leerlo en el teatro.

«¡No, no es lo tuyo, Luis! ¡No es lo de tu cuerda!»

Y siempre la piedad, siempre la mal oculta condescendencia dolorosa para el niño o para el loco.

¡Ah! ¿Qué conjunto de dislates indignos de su fama literaria, capaces de desbaratársela quizá, hubiese él escrito sin saberlo, y tan enormes que con tal pena mortal los percibiesen hasta las personas de cuya artística aptitud pudiérase dudar mejor que de su afecto? ¿Qué rara demencia o qué insensata obcecación sería la suya, que al repasar severo el manuscrito, una y otra vez, ya advertido, ya puesto en censor duro de sí propio, una y otra vez tornó a encontrarle bellezas y grandezas indudables?

Cortáronse sus cavilaciones de pronto.

Se removía y se levantaba la gente, con un discreto aplauso al ensayo terminado.

Eléctrico, se levantó Eliseo y se fue al escenario por lóbregos pasillos.

Cuando llegó, apagaban el teatro y alzaban los telones. Dos hombres instalaban una mesa con tapete y dos bujías delante de la cancha. Brillaban solamente unas bombillas en las bambalinas del proscenio, y a su muerto resplandor veíanse como fantasmas los actores, las actrices..., los periodistas y críticos y compañeros del autor que, según hubo éste de temer, quedábanse a conocer la nueva obra.

Sí, sí, lo hubo de temer; le contrariaba, al confirmarlo, por mucho que tal curiosidad, al mismo tiempo, le halagase.

Habló con varios.

Estaba inquieto. Buscaba a Astor, inútilmente, y apenas si le tranquilizó encontrar seis o siete leales camaradas entre los tantos que a pesar de sus sonrisas de bondad le eran hostiles.

Unos minutos después, traído por el archivero el original y sentado el autor en el sillón amplio de la mesa, comenzaba la lectura. En otros sillones y sillas, formando semicírculo, habíase instalado la concurrencia numerosa; cerca los actores y las damas que esperaban papeles del reparto.

No fue muy callada la atención al lector, por un rato. Llegaban algunos rezagados, Astor y el empresario entre ellos, y la voz de Eliseo, además, surgía poco segura. Sus ojos iban en lo escrito, pero su corazón y su pensamiento vagaban en sus íntimos temores; y en las manos le temblaban las cuartillas con sólo recordar que hay formas de locura, que hay monomaníacas perturbaciones de la razón, absoluta y únicamente inadvertibles por aquellos que las sufren. La evocación del pequeño auditorio que le escuchó en el campo, y al cual hubo de causarle decepciones tan amargas, presentábasele ante este otro gran auditorio esquivo, extraño, heterogéneo. ¿Iba, estaba ya él realmente haciéndoles oír una obra genial, ininteligible para un pobre doctor y unas pobres mujeres, o el engendro de un monomaníaco que, sin serlo para todos los demás, lo fuese constantemente al recaer en la ridícula insensatez que le hubiese vuelto el juicio con quiméricas y gloriosas obsesiones?

Sin embargo, arrancó pronto un rumor profundo de sorpresas, y su voz vibró más firme sobre las ágiles intensidades del estilo que se ceñían como serpientes vivas a la acción de creciente y trágico interés. Despierto el de todos, quedaba esclavizado. Ávidos los ojos del lector, revolaban de rato en rato por el concurso, queriendo recoger las emociones que causaba. López Carmona, que antes le había estado mirando con distraída impertinencia desde enfrente, situado bien visible en un claro de las luces, como quien no ignora que sus gestos van a dar la pauta general de la aprobación o el desagrado, atendíale al fin de un modo absorto; Astor, no lejos, había dejado de juguetear y susurrarle bromas a una actriz, y hasta el empresario, el despreocupado y tosco señor Mir, cuya cara de cerdo blanco con tres barbas solía conmoverse poco de literaturas, tenía muy abiertos los ojos para atenderle fijamente.

Tras una presentación plácida de hogar, en gozos familiares y en triunfos de salones, este primer acto lo constituía el calvario de una bella dama que, siguiendo la insensible cuesta abajo del lujo y de las deudas, imposibles de saldar por el marido, un conde de Argelez, con menos caudal que altezas de corazón y falsos faustos, caía en las garras de una célebre modista.

-¡Qué barbaridad! ¡Diríase su mujer! -les comentó a los de su alrededor, Carmona, al llegar aquí, no sin la misma asombrada admiración y quizá las palabras mismas que recorrían de punta a punta al auditorio.

Y cuando en la sucesión de escenas el acto terminaba con las indignaciones de la dama honradísima ante la infame mujer que proponíala entregarse a un amante y explotarlo, como única manera de salvarla del escándalo y de la ruina judicial, ya no hubo duda... ¡el autor, ciego o audaz, con ceguedad o audacia insignes, traía al teatro un pedazo, al menos, del propio drama de su casa!

Un silencio de estupor y de impaciencia reinó durante la breve pausa que marcó Eliseo. Mas no se hallaba fatigado; y puesto que nadie hablaba, y aquella enorme y crispada expectación bastaba a compensarle, siguió inmediatamente la lectura. Gentes nuevas, cómicos y cómicas jóvenes, empleados de la contaduría, sirvientes subalternos del teatro, asomándose a los bastidores y avisados no se supiese por quién, iban aumentando el concurso, cuya maligna curiosidad creyó verse defraudada unos momentos. El acto segundo comenzaba entre la dama y la modista con un diálogo en que aquélla, triste, tiernamente, espantábase de la enormidad y la inutilidad del sacrificio de su honor... Llegó a temerse que el autor, acaso conociendo y torciendo a sabiendas los sucesos que inspirábanle, con la compasión de la modista aspirase a dejar en salvo la virtud de la heroína, habiendo escrito, pues, el drama, sin otro fin que la inoportuna y necia pretensión de sincerar a su mujer públicamente...; y la impresión de general desasosiego sólo volvió a trocarse en admiraciones a lo insensato o a lo heroico al revelar el transcurso de la escena que estaba consumado el sacrificio de la honra.

-¡Bravo! -lanzó Carmona.

El ardoroso y seco aplauso, nacido de sus malevolencias, y acabado de arrancar por la dramática situación, de hermosuras indudables, extendióse a los demás con un murmullo:

-¡Bravo! ¡Bravo!

De todos, muy pocos callaban apesadumbradamente, con los ojos en el suelo; y Astor, de un modo singular, habíale dirigido a Carmona una mirada rápida, de lumbre.

El drama, en este acto, e intensificándose sin cesar por vigorosa inspiración, seguía reconstituyendo con un arte horriblemente bello y formidable el gran escándalo que no hacía un año atrajo la burlona piedad del público hacia el hombre infeliz, hacia el extraño autor de inconsciencia inverosímil o de estupendas osadías que aquí tan serenamente iba leyéndolo. La sucesión de escenas, a través del intento de chantage y entre el siempre tenso estupor de los oyentes, que no cesaban unos a otros de mirarse, llegó con máxima emoción a la visita del jefe policíaco. Entonces, Mir, el empresario, no pudo reprimirse; se levantó, se deslizó sin ruido y por las semitinieblas y por detrás de las sillas, y haciéndoles señas a dos o tres críticos amigos, se los llevó a un cuartito del foro. Carmona los siguió.

-¡Señores! ¡Esto es inaudito!

-¡Qué barbaridad!

-¡Qué barbaridad!

Poníase en la cabeza las manos.

-¡Qué barbaridad!

-Incomprensible ¡Estupendo!

-Ese hombre ¡por Dios! ¿Qué es lo que hace?

-¿Sabe lo que ha escrito?

-¡Oh, no! ¡yo no pongo, yo no puedo poner eso en mi teatro!

-¡Qué barbaridad!

-¡Escándalo de escándalo!

-¡El caso es que está bien, que llega, que toca al corazón profundamente! -sentenció Carmona, sin que esta vez tuviese que valer su autoridad en el general convencimiento-. ¡Es lo más fuerte que ha hecho ni puede hacer ese pobre de Eliseo, jamás, y acaso lo más artísticamente fuerte que yo he oído desde muchos años hace! ¡Lo que puede la verdad!

-Y... ¡qué verdad!... ¡No, yo no lo pongo en escena!

-¡Claro!

-¡Claro!

-¡Claro! -opinaron otros tres.

-¿Por qué no? -protestó enérgico Carmona-. ¡Vale, y basta! Usted, querido Mir, no tiene para qué administrarle a nadie la conciencia. ¡Un éxito brutal! ¡Un éxito sin precedentes!

-Pero..., ¡de escándalo, de escándalo que haría hundirse la sala en el estreno! ¡De ridículo infinito para el autor y para mí!

-¿Para usted? ¿Por qué razón?

-¡Oh, vaya! ¡El público se indignaría!... Fíjese: o sabe el autor lo que ha hecho, o no lo sabe; y en el segundo caso, sobre todo, no se me perdonaría el haberle dejado ponerse en evidencia.

-¡Ah, bah! ¡El público, el público, sin tener que meterse a justiciero, no se inquietará más que de si el drama le interesa y le divierte! Un éxito colosal, repito, de arte, de taquilla. Además, no cabe duda que el autor sabe para qué y por qué ha escrito lo que ha escrito. ¿Quizá no se ve claro la defensa de su heroína, de su mujer, como víctima ingenua de candor y de bondad?

Discutióse esto. Era lo importante. Carmona creía que el drama excelentísimo, al tiempo que ocultaba una hábil súplica de disculpas para Libia, no podía tener otro propósito que una pública sinceración del marido ladino y apocado: incapaz de ahogarla cuando supo su conducta, querría hacerse pasar por ignorante de ella en el mismo hecho de su confiada inocencia al pasarla a un teatral poema como asunto. Otros, al fin, tocados también de sutileza, creían, por el contrario, que tal vez la obra no fuese sino una dura y valerosa acusación que tuviese detrás y en la propia realidad una tragedia: iría Eliseo a matar a la adúltera, a castigarla, a separarse de ella de violento modo, y anticiparía así la explicación. Pero algunos más, y el señor Mir, no tan complicados, se inclinaban, sencillamente, a suponer que sólo una fatal casualidad hubiese hecho caer al infeliz autor en la elección de aquel escándalo sin sospecha ni remota de que fuese el de su honra. En suma, había que conocer el final del drama, para mejor juicio, y la nerviosa rapidez de la discusión quedó rota por la ansiosa vuelta de todos a sus sillas.

El lector empezaba el tercer acto. Sobre el ávido silencio, la voz clara fue desgranando las ternuras infinitas y las escenas dolorosamente delicadas de un proceso de perdón. «El conde», aterrado al conocer la infidelidad y el modo de la traición de la adorada esposa, dominaba sus primeros impulsos de matarla en llantos purísimos del alma, que un amigo recogía. Vivos altercados, luego, con la adúltera, de odio y compasión, hasta hacerla confesar, y la magnanimidad generosa, finalmente, girando en dulces llamas de bellezas impecables, hasta arribar a la solemne majestad del triunfo y del abrazo de las almas por esta compleja y sutil psicología: «Si ella, inconscientemente arrastrada por el lujo, y ya dolorida por los sacrificios pecuniarios que habríale impuesto al marido, se espantó y no quiso hablarle de la nueva y más grande deuda contraída, que no podían pagar, que llevaríalos al descrédito y a la cárcel..., era porque ella le estimaba; si ella, después, tratando de salvarse y de salvarle y de salvar a sus hijos, de una infame mujer aceptó el medio de salvación en otra secreta deshonra con un amante, a quien engañó y quiso estafar, era porque ella no quería al amante aquel... al amante tomado como recurso vil, pero forzoso..., por impulso que no había podido resistirla desdichada al empuje de su educación en la frívola insensatez ambiente...; y la víctima, la mártir, bien merecía ser recogida de su abismo de dolor por la seria y grande alma moderna y comprensiva del esposo, que sabíala noble y buena como un ángel»...

Tal era el desenlace, de melancólica y eterna fusión de dos vidas de infortunio, y en los ojos de las damas, en los ojos de muchos de aquellos histriónicos oyentes había lágrimas de humanidad intensamente removida con soberano arte cuando a la última frase se agotó la doliente voz del lector como un suspiro.

Cerrado el manuscrito y puesto Eliseo de pie, se vio inmediatamente rodeado de manos que tendíansele efusivas, de plácemes, de aplausos. «¡Bravo!» «¡Bravo!» «¡Magnífico!» «¡Ideal!» «¡Un poema de dolor y de hermosura!» «¡Un soberbio drama de emoción insuperable!» «¡Un triunfo! ¡un triunfo!»...

Eran los enemigos y los conocidos indiferentes del autor, sin que ellos mismos pudieran determinar bien qué hubiera de perversidad o de estética fruición en su entusiasmo. Le acosaban. Desfilaban rindiendo parabienes. Le había estrechado, Carmona, el primero, pecho contra pecho, y mientras, los verdaderos y buenos camaradas, consternados, conmovidos también, no obstante, por el mérito innegable de la obra, huyendo el delicadísimo problema de alentar o no al enigmático, infeliz, habían aprovechado el tumulto para hurtarse por las sombras del teatro hacia la calle.

Al encontrarse Eliseo, por fin, libre del torbellino de secuestro victorioso, en mitad del escenario; al esperar con más ansia la felicitación de aquellos compasivos y leales fugitivos, advirtió con sorpresa helada que no estaban..., que no estaban, que habíanle huido, que habíanle abandonado a la angustia, tal que Luis, tales que Mari y su mujer en la noche horrenda, a pesar de haberle seguido en la lectura con la misma enorme atención indescifrable...

¿Qué significaba esto?

Vagó un momento por las desiertas tablas, y partió, solo, tambaleándose como un borracho.

Astor, también solo, paseaba preocupadamente en el foyer.

-¿Qué? -le abordó el desorientado.

El pintor trató de sonreir y recobrarse a la aturdida jovialidad de su bohemia.

-¿Qué? ¿Cómo qué?.. ¡Nada, que te espero!

-¡Bien, sí, digo mi drama!

-¡Tu drama!

-¡Claro! ¡Tu opinión! ¡Dímela, Guillermo! ¡Y franca!

-¿No tienes ya la de los otros?

-¡No importa! ¡Quiero la tuya!

Recogióse Astor en sí mismo, un segundo. Como a todos, aunque con más dolor, atormentábale la duda de si el pobre amigo hubiera escrito aquel magnífico alegato para justificar públicamente el perdón a su mujer. Volvió a levantar los ojos, e inquirió, mirándole muy fijo:

-¿Qué te propones tú, con ese drama?

-¿Qué me propongo?

-Sí... Dilo, y dímelo con igual franqueza que me pides.

-Pues... ¡qué he de proponerme!... ¡Ya ves!

No le comprendía, siquiera. Evidentemente no tenía ni la sospecha más remota de la fatalidad que habíale hecho recoger en las magnas maravillas de su ingenio el horror de su desdicha.

Callaba Astor, e intimó torvo Eliseo:

-En suma, ¿te place? ¿no te place?

-Sí, me place. Sin embargo, lo has calcado en un tan reciente y ruidoso escándalo de la vida de Madrid..., que ¡vamos! yo no sé, yo no sé hasta qué punto haya derecho a remover...

Hubo de callarse. Llegaban la Méndez y su madre, puestas de acuerdo con él por el impacientísimo empresario para ir a elegir esta tarde misma, en casa de ella, el vestido con que el retrato hubiera de empezarse a la siguiente..., y se alegró de la oportunidad que le cortaba reflexiones escabrosas.

Las damas reiteráronle sus norabuenas al autor. Hablaron ruidosas en seguida del retrato, del vestido; empujaron a Guillermo hacia la puerta, al automóvil..., y Eliseo, frío, muerto, no quiso acompañarlos.