Los abismos: 13
Capítulo IV
Marzo se iniciaba con un temporal de frío, de vientos y de lluvias digno de lo más crudo del invierno.
Añorando los paseos al sol, no tardaron todos en hallar bizarras distracciones.
Un placer, en sentirse azotados por el vendaval y por el agua. Poníanse chanclos o botas fuertes, abrigos, impermeables; y ya recios contra la intemperie por su larga familiaridad con las encinas, iban chapoteando barro a ver en los arroyos y en el río las tremendas avenidas que ensanchaban turbias su corriente.
Obscurecía pronto, bajo el cielo anubarrado, y hasta la hora del té refugiábanse en un chozo de porqueros próximo a la casa. Allí podía Libia confirmar, aún mejor que en la del guarda, con cuán poco se puede forjar una paz feliz sobre la tierra. Tres niños, el mayor de catorce años, y el más pequeño de cinco, lo ocupaban, en compañía de un mastín. El padre, por atender a su mujer, enferma, dormía en el pueblo por las noches.
Sentábanse con ellos, alrededor de la fogata, en el ruedo de camastros lleno de mantas y pellicos. Un candil, y el reflejo de la lumbre que el muchacho mayor iba alimentando poco a poco, alumbraban la tertulia. Inés y los niños de Mari, no menos que Mari misma y Libia, encontraban extrañamente deliciosa la abrigada estrechez de aquel negro cobertizo de palos y de hierbas que por fuera azotaba el huracán.
-¿No os da miedo?
-Quia, no señora; ¿de qué?
-De los lobos.
-¡Quia, no señora; miste el perro ahí!
-O de ladrones.
-Quia, no señora. ¡A musotros no mus roban! ¿Qué mus iban a robar?
Lucio, el que hacía de padrecito, contaba que en algunos inviernos, y en noches peores todavía, ellos tres solos habían recogido y dado de comer a mendigos caminantes, durmiéndose con ellos después a pierna suelta.
-¿Sin miedo?
-Quia, sin denguno; ¿pa qué? ¿Qué mus iban a jacer? ¡Pa qué quié usté que juesen a matarnos!
El pequeñín, descalcito, recogido con la cara llena de churretes y la barba entre las manos, miraba atento. Él no tenía miedo tampoco, de noche. Si despertábale la sed, le daba a otro una patá, pidiendo agua.
Libia consideraba la tranquilidad con que, entre no importaba qué riesgos del mundo, podían vivir la pobreza y la inocencia, al amparo de la compasión fraternal que hacía buenos a los malos. Y, por otra parte, no revelaban estos niños menos satisfacción plena de la vida que los hijo de ellas, que los hijos de los ricos: sabían estarse mirando al fuego, quietos, mudos, con una calma beatífica hasta la hora de dormir, y ellos mismos, en el único caldero que servíales para todo, se freían las patatas de la cena, barrían el chozo, traían el agua, repartíanse las rebanadas de pan, dábanle su ración al perro, y subvenían, en fin, fiados en el porvenir que haríalos porqueros como al padre, sin miedo a ruinas ni sociales rebajamientos imposibles, a todas sus necesidades. Nada sabían, aparte de guardar puercos y tenderse al sol entre las flores; no habían visto nunca el tren ni ciudad alguna, y, libres de toda inquietud, debían tener de la existencia una idea de dichosa eternidad, en una sucesión de presentes dichosísimos, lo mismo que los pájaros. Durante el día, se les oía cantar hundidos por las frondas, detrás de la piara; y para realizar tal existencia, bastábanles de noche los cuatro palos de cabaña en que guardaban las pieles, las mantas, tres cucharas, tres cacharros para la sal, el vinagre y el aceite, un botijo para el agua y un gato.
Miraba Libia a los niños de María, que tenían también un poco de esta sencillez angélica, y recordando la casa de Mari en Madrid, simple, sin lujos, creíala el ideal de comodidad modesta en que debieran resolverse y encontrarse la pobreza de los pobres y los faustos de los duques... ¡y los faustos falsos de ella misma!
Encendían los porquerillos antorchas de gamones, y trayéndolas en alto, chispeando por la lluvia y las tinieblas, alumbraban la vuelta hacia la casa.
Mientras, Eliseo, ampliando ahora la labor de las mañanas, encerrado en el salón, seguía escribiendo el drama de intensa humanidad que inflamaba su entusiasmo. Faltábale apenas el final, y corregirlo. Con él obseso, había que llamarlo insistentemente para el té.
Al esplendor mismo de su obra, íbansele cegando las plácidas visiones de la campestre soledad.
Sentíase ya un poco extraño en la dehesa, en la consagración de aislamiento a los rústicos gozos familiares.
Muchas tardes, mirando caer monótona la lluvia por el cristal de una ventana o desde debajo de un árbol, invadíale el ansia de su vida habitual, de su Madrid, de sus tertulias literarias.
En vano el buen tiempo tornó a dejar como lavada y nueva la verde esplendidez de las campiñas. En el cazador de perdices resucitaba el hombre de ciudad, el literato que, según su trabajo se acercaba al término, advertíase más y más desarraigado de la calma de estos montes.
Entristecía a todos anunciándoles la próxima partida, y él mismo, dentro de los puestos, se olvidaba de la caza.
Cantaba el reclamo, los bandos acudían, y él, abstraído, inquieto, espantábalos con una tos o con cualquier movimiento inoportuno.
Era que día tras día abrumábale el dilema de su Libia y de su drama. Reclamado éste y el autor por el teatro, no lo estaba menos aquí, por la salud de su mujer, el marido tierno y bondadoso. El padre amantísimo, también, puesto que igualmente Inesina íbase poniendo dura y fuerte como nunca.
¡Ah, permanecer en la dehesa seis meses aún, un año, dos, siempre..., según tal vez quisiera Luis, temiéndole a la no total seguridad de los nervios de la enferma! Analizaba él su sorda protesta interior a semejante plan, y el padre, el amante marido afectuoso, vencidos por el artista, tenían que encontrarse un poco miserables.
Seríale en verdad posible enviar la obra, dejar que la leyesen y ensayasen, y sólo asistir, o no asistir, en la noche del estreno. Mas, ¡oh! amaba a la esposa o hija del alma, tanto o más que a la hija de su sangre o a la esposa de su vida. Esto le amargaba, con rubor inconfesable, y sin embargo imponíasele como evidente. Confiada al correo, podría perderse; abandonada a una extraña dirección, pudiera malograrse...; ¡la obra, la obra, el drama de maravilla que hubiera de levantarle al fin a las cimas más altas de renombre! Y todavía, por otra parte, su vida espiritual necesitaba respirar el amor del triunfo, embriagarse de él, lo mismo que su plástica existencia necesitaba respirar los efluvios del inmenso amor cerca de su mujer, cerca de su hija, recogiendo con el corazón y con los ojos las veneraciones que despertábanles sus bondades y bellezas a las gentes.
¡Artista! ¡artista!... Sí, se veía un poco grandiosamente miserable. En él había dos: el hombre y el artista, e igual de falsos ambos, tal vez. Pasada la efímera compasión con que allá en Madrid hubo el dolor de convertirle en heroico enfermero junto a Libia, al riesgo de perderla, y pasada aquí (tan pronto como le pasó el egoísmo del trabajo) la mentida abnegación de vivir en ella y su cuidado eternamente, la especie de necia bailarina que dentro del artista se guardaba volvía en su vanidad a soñar con los amigos..., con el ambiente odioso y seductor de su vida, de sus luchas de la gloria.
Estaba entre las jaras, en el puesto. Se movió en el puesto, y espantó cinco perdices y asustó a la de la jaula. La escopeta yacía a sus pies.
Por la mirilla, valle abajo, no veía hierbas, ni encinas, ni perdices... sino nada más la gloria, como un hueco y casi espantoso abismo rosado, sin términos, sin fondo.
La gloria, cuya atracción de abismo le hacía romper las encantadas calmas saludables de Libia, de Inesina..., de Mari..., niños y mujeres solos a quienes él tendría que acompañar volviendo de Madrid..., renunciando a la infinita satisfacción perversa y vana de humillar a los enemigos con el triunfo, despreciando el constante placer inmenso de las gentes que volvíanse a contemplarle con envidia por las calles...
Libia, afortunadamente, estaba bien; pero si no lo estuviese y él hallárase forzado a elegir entre la eterna vida de destierro por los campos o la vida de su gloria... ¡No, no osó, ni en pensamiento, resolver cuál le decidiese!... ¡considerar, al menos, con qué horrendas muertes de su alma pudiera arrastrarle el sacrificio hacia su Libia!
¡Oh, artista, artista! ¡Oh, gloria, gloria, rosado y casi espantoso abismo sin término y sin fondo!
Luis había llegado. Terminado el drama de ilusión y maravilla, esta noche el autor iba a leerlo. Ya antes de empezar, produjo en el íntimo auditorio la más dramática sorpresa, la más profunda y dramática emoción que nunca en nadie habría de producir.
Eliseo, mientras Luis y Mari y él acomodábanse alrededor de la mesita, mientras Libia transportaba de la cocina a la sala el reverbero para colgarlo en la pared, a modo de única advertencia previa anunció con sencillez que su obra se fundaba «en el suceso aquel, de que hizo la Prensa tiempo atrás público escándalo, sobre las deudas de una dama y una célebre modista».
Con el yerto y repentino estupor, un centellazo de nieve se le tendió a Mari y a Luis por las entrañas. El reverbero, alzado hacia el clavo en tal instante, osciló en las manos de Libia y estuvo a punto de caer.
-No, mira, no alcanzas. Tráelo encima de la mesa. Tendré más cerca la luz.
Obedeció la autómata. Quedaba a un lado la pantalla de latón, y situó la silla protegiéndose en su sombra..., la que no podría escapar, la maldita mártir que nunca había creído que tuviese que morir aquí de una tan imprevista e ingenua y terrible e inocente puñalada...
Luis y Mari, mudos, lívidos, la observaban de reojo.
Trémulo el lector, sin más posible atención en torno a él mismo que la que concentrábale en este primer augurio de su triunfo, empezó alucinadamente la lectura.
La cuarta escena era ya una adivinada reproducción casi fiel de una de aquellas realidades espantosas en que la «dama» de los lujos le escuchaba a la modista sus dilemas del abismo negro de la ruina o del abismo de deshonra de un amante...