Los abismos: 21
Capítulo III
Las doce.
El exprés llegaba a las doce y cinco.
Paseaba Eliseo por un extremo del andén, al sol, lejos de las gentes, y miraba el reloj, en la urgencia de estos últimos minutos, sin saber si aun debiese aprovecharlos para correr, para escapar y perderse donde no pudiesen encontrarle.
«Tu buena Libia.»
La frase del telegrama seguía siendo su martirio.
No eran costumbre los adjetivos en el lenguaje telegráfico. Aquel que se le aplicaba a Libia, que no se le anteponía a quien merecíalo mejor, a Inés, constituía, pues, lo más torvamente intencionado del despacho.
¿Qué quería decir?... Lo ignoraba. No había logrado descifrarlo en tantas horas. O lo más horrendo, dentro de lo horrible, o lo más inesperado... y que justamente por serlo debiéselo esperar su ceguedad ante los enigmas. Así, el que se le apareció preñado de horror en el teatro, estalló sobre su nombre en pública y persistente lluvia de lauros y respetos.
«Tu buena Libia.»
La duda, el misterio nuevamente, alzando entre brumas de esperanza a la hundida en perdición. El calificativo cuadrábale a la dulce imagen lejana y bella que todavía le perduraba en la memoria compuesta de angélicos trazos de bondad; mas no a la inicua a quien él dejó en Madrid abrumada y muda por la culpa.
Éste era el razonamiento que habíale vuelto siempre a la sombría desesperación en el largo insomnio de la noche, y también volvíale ahora.
A la desesperación y a la rabia contra todo.
¡Oh, Astor!
¿Por qué permitíase jugar con sus dolores y por qué osaba a inmiscuirse así en su intimidad?... A la carta en que él cuidó tanto de esquivárselos, en que debió entenderle la sagrada voluntad de reservárselos, contestaba con semejante telegrama y con viaje semejante.
Un intolerable afán de regentarle el honor y el corazón, tal que a un niño o tal que a un loco. Además, había recordado largamente la otra intromisión de Astor cuando el estreno, tan llena de vaguedad hostil como falta de lealtades, de franqueza... y a pesar de los arrepentimientos hacia el amigo, a quien sus sospechas agraviaran, tornaba a verle desleal.
La duda de una complicidad suya con Libia ofrecíasele otra vez al pensamiento. Requerido por ella, que no querría acabar de perder sus prestigios de señora y que escudábase, igual que aquella noche, en los candores de la niña, Astor vendría quizá a imponérsela al marido como un tenorio rufianesco.
Dura, dolorosa para el hombre león de las bohemias arrogantes, parecíale la imputación; pero tenía que admitirla en la más dura y dolorosa imposibilidad de comprender la honrada fe de aquel «tu buena Libia» aplicado a una mujer confesa de su infamia.
En la espantosa ofuscación, veía grata, siquiera, una evidencia: traíanle a su hija, y el fugitivo a luengas tierras podría llevársela con él a los olvidos...
Se estremeció de pronto, paralizado en ansiosa expectación.
Por entre los vagones y ruidos de maniobras de otras vías, surgió el exprés con su estruendo apoteósico de tormenta formidable que, buena o mala, le aportaba la verdad; cruzó raudo, mostrándole fugaz, en una ventanilla, el grupo que formaban Astor y Libia a uno y otro lado de Inés. Ellos, mirando hacia el tumulto del andén, no le vieron.
Perdidos asimismo de Eliseo en la confusión de tren que se paraba asaltado por las gentes y de las portezuelas que se abrían, acercábase buscándolos. Los encontró ya en tierra. Clotilde venía también. Seguida por ella, Inés, con un grito de alborozo, partió el camino hacia aquellos brazos que se le tendían y que la estrecharon en muda y larguísima avidez de lágrimas y besos...
Cuan o se irguió de sobre el tesoro de inocencias de la niña, que traía una gran muñeca rubia y enseñábasela riendo y ponderándola el lindo traje rosa hecho «por mamá», ésta, Libia, se le apareció en rígida espera cerca de Clotilde. La contempló. Miráronse, inmóviles ambos, un instante. Ella, gentil siempre, vestida de obscuro, velaba el enigma de sus ojos en el tul de la capota...
Un respeto a la presencia de la niña y la criada hízole a Eliseo tenderle la mano fría a la esfinge impenetrable.
Pero hiriéronle rápidos el lívido temblor de aquella boca, el mayor frío de aquellas manos que, trémulas, prendiéronse a la suya, y con el otro brazo, en un impulso de estéril y nimia compasión, rodeó la espalda de la que se le había acercado en la vacilación de un paso y como muerta por su crimen. Entonces... ¡oh!, la mísera cuya conciencia había temido tanto verse rechazada sufriendo tal sombra de caricia, se le acogió perdidamente al hombro en convulsiva y rota gratitud; contuvo humilde allí el llanto y el dolor de sus sollozos; quiso apartarla él, al fin, tenaz, suave, y no pudo evitar que, más suave, más tenaz, ella, deslizándole por el pecho la cabeza, fuese a depositar la unción penosa de los besos mudos de su boca sobre la mano que era ahora de piedad y que habría sido de justicia, la noche inolvidable, ahogándola, arrancándola la vida, en vez de arrancarla una sola gota de sangre por el cuello.
¡Ah! ¡Hola, mujer, Clotilde! -exclamó efusivo el últimamente libertado, por disimular su emoción y por corresponder al saludo de la simpática muchacha, mientras Liba se esquivaba semivuelta-. ¿Y don Guillermo?
Le descubrió, todavía al pie del coche, vigilando a los mozos que bajaban las maletas, y fue en su busca, hendiendo la ola de viajeros. Su alma llevaba una extraña tranquilidad por el sincero recibimiento de pesar que habíale visto a la culpable, sin ficciones, sin hipócritas e inútiles comedias; pero su desorientación aumentaba. ¿Cómo explicarse, pues, aquel «tu buena Libia» del despacho, ni a qué pudiese traerla Astor?
Fumaba éste una enorme breva, espatarrado de espaldas al andén, junto al montón del equipaje, gritándole improperios al torpe mozo que no acertaba a sacar una caja por la ventana del sleeping, y eran bien aquellos su aire y su descuido nobles de bohemio.
Abrazó a Eliseo, tan pronto como le advirtió serio a su lado.
-¡Chico, tú, caramba, hombre! ¡Ya creíamos que no estabas!... ¿Has visto a Libia, a Inés?... ¡Un poco de sorpresa, ¿eh?... con este viaje!
-Un poco, sí; ¿a qué obedece?
-¡Toma! a la inquietud de Libia por no saber en dónde estabas.
-¡A la inquietud de...!
-Sí, claro... ¡Bárbaro -se interrumpió para dirigirse a un mozo-, que vas a romper ese cristal!
Se acercó a auxiliarle, y volvió renegando pestes todavía.
-Y tú -le increpó seco Eliseo-, ¿por qué vienes, por qué vienes también?
-¿Yo?... ¡bah! Por ver la Alhambra y por acompañar a tu mujer. ¿Te parece poco?
Difícil hablar más. Llegaba la niña, llamándole, y Guillermo estaba preocupadísimo con el mal trato de las cajas en que traía su arsenal de anteojos y gemelos, su máquina fotográfica, sus pinturas.
Pocos momentos después hallábanse todos en el ómnibus desfilando hacia el hotel. Silenciosa en un rincón, Libia seguía esquivando su semblante tras el tul de la capota; Inés, arrodillada contra su padre en el asiento, y atenta a no chafar a la muñeca, charlaba y miraba por el vidrio; Guillermo, niño también, comentaba los cambios del paisaje.
No había estado nunca en Granada, el pintor. Iban por las afueras. Al subir la empinadísima cuesta de una calle y cruzar una especie de arco de muralla, trataba de explicarse por qué volvían a salir de la ciudad. ¿Dónde estaba el hotel? ¿Era la Alhambra aquello?... Una montaña, una montaña de jardines, de fuentes, de fresca sombra deliciosa, de bosques cuyos seculares árboles entrelazados de lianas parecían tocar el cielo.
-¡Un paraíso!
-Sí, un paraíso, no hay otra palabra -le confirmó Eliseo, forzado por las preguntas-. Y éstas son las montañas de la Alhambra; pero vamos al hotel.
En uno de los zis-zas de la pendiente, tuvieron que pararse a dejarle paso a una caravana de turistas. Eran alemanes. Sería una de esas comitivas organizadas por las agencias, en rebaño, y detrás de un landó aparecía otro landó, y luego otro, y otro... y más, y siempre más, cuando creyérase que fueran a acabarse..., veinte, treinta, cincuenta, en lenta fila siempre, ocupados cada uno por cuatro pasajeros... damas y señores, todos gordos, de la misma edad de medio siglo y de la misma fealdad caricaturescamente roja y rozagante, harta de cerveza y de biftec.
Pudo, al cabo, proseguir el ómnibus su ascensión entre jardines. Astor, español y viajero contumaz, asombrábase de que en su propia patria hubiese para él un ignorado edén que nunca visitó porque no lo anunciaban con el merecido bombo periódicos ni guías, y cuya fama conocerían mejor los extranjeros. En efecto, cruzáronse al poco con otra caravana de franceses, y más arriba con una familia inglesa que hacíase retratar rodeada de gitanos.
En una revuelta de las frondas, que daba a una meseta, le sorprendieron los pórticos y torreones del hotel con su aspecto de alcazaba. El atrio ocupábase con una especie de tenderetes moros, bajo baldaquines de tapices, donde exponíanse a la venta sedas, gumías, retratos y damasquinadas joyas.
Bajaron. Entraron.
Siguió el encanto de Astor en el vestíbulo y en los anchos corredores larguísimos de bajas bóvedas, pavimentados de mármol. Los zócalos eran de azulejos, los asientos taburetes y divanes árabes, ojivas las ventanas, y las eléctricas bombillas disimulábanse por todas partes, en la limpia amplitud oliente a azahar, entre dorados manojos de candiles.
Pero les abordó arcaico, con su frac, el mayordomo, inquiriendo qué habitaciones deseaban, y el infantil gozo de Guillermo se cortó para apresurarse a responder, antes que hiciéralo Eliseo:
-La del señor, para la señora, que es su mujer; otra contigua para la niña y la criada, y otra para mí.
Pasaron al ascensor. Subieron al tercer piso. El mayordomo les condujo primeramente a un departamento formado por dos alcobas a uno y otro lado de un cuarto de baño y tocador. Creíalo preferible al del antiguo huésped, por ser de matrimonio una de las estancias, y el «antiguo huésped», aturdido siempre y administrado así por Astor en su voluntad, no se atrevió a protestar delante del mayordomo y de Clotilde y de la niña.
Algo le tranquilizó la moda adoptada por las elegantes costumbres del hotel, con respecto a los lechos conyugales; eran dos, unidos por el borde. Él en modo alguno hubiera podido resignarse a compartir el mismo con la falsa. Además, esperaba y observaba. Seguía sin lograr comprender, en absoluto, el objeto de este viaje, y aparentando sumisiones al amigo imprudentísimo, espiaba su conducta y la de Libia.
Guillermo, Inés y aun Clotilde, atraídos por el soberbio cosmorama hundido bajo el balcón, estaban contemplándolo. La sorpresa de Guillermo, a la vista de aquella extensión enorme de profundidad vertiginosa, era la misma que si, por magia, en estas traseras del hotel, hubieran podido transportarle a la barquilla de un globo perdido por las nubes. Apenas hablaban los tres. Sufrían la emoción de maravilla; sufrían la repentina hipnotización del éxtasis.
Iban, mientras, los sirvientes entrando el equipaje, y Libia, oculta por el velo sin cesar, permanecía inmóvil en el fondo. Por no verla, por librarla, quizá, si no, piadoso, de la tortura de su vista, Eliseo se aproximó también a la ventana.
Miró el reloj. La una. Hora del almuerzo. Meditó si fuese preferible hacérselo servir aquí, evitándose la violencia con Libia ante las gentes, y le hizo desistir la idea de que no los acompañase Astor, a menos de invitarlo en esta intimidad de una alcoba.
-¿Señor?
Tornaba el mayordomo. Quería mostrarle a Astor su cuarto.
-¡Sí, vamos! ¡Con un balcón igual! ¿eh? ¡En esta misma ala!
Salía Guillermo.
Eliseo, ansioso por hablarle, e incapaz de continuar cerca de Libia, le siguió, encargándole a ella, al paso:
-Es tarde. Hay que bajar al comedor. Arréglate y arregla a la niña un poco.
-Sí -le contestó la desdichada, con una instintiva reverencia como de culto de humildad, y diciéndole con el dulzor del monosílabo la primera palabra a que se atrevían las gratitudes de su boca.
Cuando Guillermo, satisfecho de su instalación, despojado de la americana, disponíase a buscar en la maleta jabón y cepillos para asearse un poco, Eliseo, que en vano hubo de esperar sus espontáneas explicaciones en la soledad con él, tuvo que intimarle:
-Ven. Siéntate. Tenemos que hablar, Guillermo.
-Qué.
-Siéntate. Haz el favor.
Le indicaba la butaca próxima a la suya. Fue obedecido.
-¿Qué hay?
-Hay -prorrumpió Eliseo, tras una pausa de enojo-, que yo necesito que me hagas conocer la razón de esto que pasa; los motivos que hayan podido inducirte a proceder como lo has hecho, y a la temeridad de este viaje absurdo sin siquiera consultar mi voluntad.
-¿Tu voluntad?
-O contrariándola, mejor dicho, y faltando a todas las confianzas que deposité con mi carta en tus lealtades. ¿A qué venís?
-¡Ah, Eliseo! ¡A qué venimos! -repuso Astor, correspondiendo en cariñosa severidad a lo acerbo del reproche-. Pues... es bien claro: venimos a sacarte de la angustia tenebrosa en que te has puesto con una fuga inverosímil, de chiquillo; a estorbar ese otro largo viaje de locura que proyectas, y a obligarte a realizarlo hacia Madrid..., hacia el Madrid de tus triunfos y tus glorias..., hacia tu casa, hacia el hogar de tu dicha y tus amores, con tu hija, con tu Libia.
-¡Con... mi Libia!
-Sí, con tu mujer.
-¡Con... mi buena Libia! ¿No te atreves ahora a repetirlo?
-¡Con tu buena Libia! ¡Con tu Libia buena y mártir!... ¿Por qué no?
Volvió la cara Eliseo, como a un fustazo insufrible de descaro. Repentina, fulminante, como nunca, le mordió en el corazón la celosa duda de aquella desdichada que había vuelto a presentársele abrumada por el crimen, y de este expedito amigo que, no obstante, la exaltaba en excelsos adjetivos, de paso pretendiendo arreglar idas y venidas, alojamientos en el mismo cuarto y en el mismo lecho sin protestas de él, con igual cinismo confiado que, sin protestas de ella, cuando la retrató, arreglábala las ropas y tocábala las piernas...
-Oye, Guillermo -exigió, desentendiéndose de lo que parecíale farsa detestable-, ¿qué móviles te han podido resolver a mezclarte así en la delicada condición de mis asuntos?
A la cruda acusación, Guillermo respondió, resumiendo breve su defensa:
-¡Tu amistad!
-¿Mi amistad, o... la de Libia?
-¡La de ambos!
-Bien, sí...; pero, dime: por ella... ¿sólo la amistad, o alguna otra razón de secreta gratitud, más honda, más fuerte...; alguna otra obligación más íntima... y vedada para mí?
Tardó el noble en comprenderle; le comprendió, al cabo, más en la amenazadora expresión de la mirada que en el sentido de la frase, y el asombro y la indignación le levantaron:
-¡Oh, Eliseo! -profirió con infinita repugnancia-. ¡No te hubiese creído jamás tan... miserable!
Y le vio aplastado de tal manera instantánea por el rigor del apóstrofe, que suavizó:
-¡Tan ciego, tan idiota!
Seguía envolviéndole desde su altivez en el desprecio.
Era aquello la majestuosa radiación de todas las grandezas diáfanas de un alma, la penosísima sorpresa de todas las irritadas dignidades de un hombre de corazón, del amigo alevosamente injuriado por el pobre idiota y ciego que en su charco de indecoros se moría de ansia de grandezas, de noblezas, de lealtad y de dignidad, y... ¡oh, sí!, el pobre ciego, reducido a su miseria, sufría un deslumbramiento feliz y doloroso. Avergonzado, recogido en sí mismo, fue a Astor y le cogió la mano para estrechársela al pecho y para posar en ella las consternadas humildades de sus besos, de su boca...
-¡Perdón! ¡Perdón! -pidió, recordando las idénticas humildades de Libia para él.
Y una explosión de llanto le hizo apartarse a un rincón a llorar contra el pañuelo, Libia sería lo que fuese, pero Guillermo era quien era..., el generoso, el entrañable camarada. Sus confusiones seguían..., pero orientadas esta vez a la esperanza y al bien, bajo el amparo de bondad de aquel hombre incapaz de nada inicuo...
Le sintió acercarse. Él lloraba, lloraba, libre de todo rubor con el hermano.
-Eliseo -le oyó decir, casi al oído, con acento de ternuras y en congoja casi de lágrimas también-, perdóname tú si hube de faltar a tus deseos; pero has sufrido, sufres tanto, que te enloquece la quimera del dolor y no hubieras sabido escuchar mis consejos si yo hubiese querido previamente consultarte. Tu casa, en una situación de tristeza peor que el luto de una muerte, era la angustia de dos almas que extinguíanse sin consuelo. Libia, sobrepuesta a su tortura, por la niña, en el abandono de las dos, trataba en vano de seguir pidiéndole sonrisas al heroísmo de sus fuerzas agotadas. Ya en edad de ir comprendiendo un poco las durezas de la vida, la niña preguntábala por ti y lloraba, lloraba sobre las sonrisas del llanto de su madre. No tuve el valor, no pude tener la crueldad, al recibir tu carta, de dejarlas continuar en tal martirio. Corrí a llevársela a Libia, y en la alegría de su espanto resolvió venir para estorbar tu nuevo insensato viaje con las mártires ternuras de su amor y con las ternuras de ángel de tu hija. Y no tiene ni necesita nuestro arribo más explicación.
-¡Oh, con las... ternuras de su amor! -recogió el incrédulo, apartándose leve el pañuelo de los ojos.
-¡Sí, Eliseo; con las ternuras inmensas de su amor! ¿Qué pudiera, si no, haberla hecho querer volar al lado tuyo?
-Pero... ¡ah, Guillermo! En ese amor... de Libia, de Libia, ¿no existen sombras negras de tragedia que...?
-¡No me preguntes! -le interrumpió dulce y decisivo el piadoso-. Ni yo sabría contestarte bien a lo que pertenece al sagrado de su alma, ni aunque supiese, pudiera hacerlo como ella misma, que ha venido para eso. ¡Ahí está!, la huyes, y te busca. No es buscar a su verdugo o a su juez propio de culpables. La plena explicación la corresponde de derecho. Por mi parte, sólo esto te debo afirmar, jurado por mi honor: ¡Libia es buena! ¡Libia es una mártir de candor y de bondad como pocas en el mundo, y una esclava del único hombre a quien adora, que eres tú, que siempre has sido tú y que lo serás eternamente!...
Se retiró. Le vio Eliseo doblarse al tocador y chapuzarse abundantemente con el agua, y fue él ahora quien se acercó al abierto balcón para tender sobre la inmensidad gloriosa del paisaje la inmensidad de su zozobra en que palpitaba la esperanza. Por lo pronto, la desolación de su abandono, de su yerto desamparo de tantos días, poblábase de afectuosas inquietudes, de cariños que le prestaban un poco de calor. Una larga y difícil conferencia imponíasele con Libia en las soledades de la noche, cuando durmiesen todos y sobre el silencio absoluto pudieran las almas de los dos sentirse hasta eu sus estremecimientos más sutiles...
Terminó Astor de peinarse, de cepillarse, y salieron. Bajaron al comedor. Profundamente reconciliados, hablaban con pueril admiración del decorado árabe que por todas partes se advertía. Columnas, arcos de herradura, esteras y pequeños tapices por el suelo, una música de cítaras oculta en las ojivas de un alto corredor..., los platos, las alcarrazas, las cubetas de la nieve... Llena, sin embargo, la blanca y vasta estancia abovedada, de extranjeros que nada tenían de moros...
Por entre las mesas vieron acercarse a Inés seguida de Clotilde. Abrazó y besó a su padre. Éste le temía al momento de afrontarle a Libia la mirada libre de velos, que habría de ser el anticipo decisivo de las mostraciones de su alma, y espiaba hacia la puerta.
-¿Y mamá? -preguntó al advertir que no llegaba.
-Viene ahora. Acabando de arreglarse.
Sentóse Inés. Charlaba de sus muñecas y sus cosas. Saciaba su glotonería de niña sana comiendo pepinillos y anchoas, de las conchas de entremeses, y así le recordaba al embeleso de Eliseo aquel tiempo en que devoraba un pastel en cada mano, mimada y sonreída por él y por la madre..., por la Libia bella y dulce. Pero recordó pronto también la horrible duda con que había contenplado días atrás el retrato de esta niña, recordó a la Libia de aquella última noche feroz, inolvidable..., y la sombra que tornaba a envolverle el corazón, en un ímpetu le hizo levantarse.
-Voy por mamá. Espérame -le dijo a Inés.
La angustia le hacía imposible toda espera para escucharle la verdad, fuese como fuese, en una sola frase de sus labios. ¡Oh, no; no podría aguantar hasta la noche en tal tormento!
Había olvidado el número del cuarto, y el chiquillo del ascensor tuvo que decírselo.
Llegó. Estaba cerrado.
-¿Quién? -demandó una voz de música, de miel, al sonar el picaporte.
Contestó Eliseo con una informe guturación de miedo, de impaciencia, y abrió la que no pudo conocerle.
Soltó en seguida la llave, Libia, como delante de un fantasma.
Él iba a pasar y le detuvo entre las hojas de la puerta.
-¿Te importuno? -preguntó en acento vago que no tenía afecto ni rencores.
-¡Oh, Eliseo! ¡Entra!
Entró. Cerró tras sí.
Dio unos pasos, y de pie los dos quedaron frente a frente. Ella, con los brazos caídos y las manos juntas, entrecruzados los dedos de una y otra como en un instintivo ademán pronto a la demanda de perdón, inclinaba al suelo la cabeza. Se había alisado el pelo, habíase puesto sobre una obscura falda gris una blusilla de sedas heliotropo, y embellecíala más que nunca el vivísimo rubor tendido por la angustia de su cara en la sorpresa.
Era, aquí con su sencillez, como en otro tiempo con sus lujos, la ingrávida beldad de niebla que parecía flotar sobre las tangibles realidades, superior a ellas en maldad o excelsitud; era, volvía a ser, aquí, sin amparos en los ojos, la misma humilde de sumisiones infinitas que habíale recibido en la estación.
-Libia -imploró Eliseo, cierto de que no llegaría su contemplación a la profundidad de aquella alma-; hay entre nosotros una sima de dolor, un problema de misterio que no acierto a penetrar en la tupida y absurda malla de sus contradicciones, y sólo tú, que pareces haber venido para eso, puedes deshacerlas y mostrarme su clave de verdad, sea ella la que fuere. ¡Habla! ¡Yo te escucho!
Se estremeció ella, se recogió, esquivando aún más hacia el suelo la inmutación del semblante, y guardó silencio.
-¿Por qué has venido?
-He venido -contestó al fin, sin mirarle, como hablándose a sí misma-, porque me moría; porque no podía soportar tu odio, tu aborrecimiento; porque antes prefiero mil veces que me mates.
-¿Tanto crees tú misma merecerlo?
Vaciló Libia un segundo, y dijo:
-¡No lo sé!
Él la había visto cerrar los ojos, para decirle aquella vaguedad como a traición de la conciencia.
-¿No lo sabes? ¿Quién, entonces, sino tú? ¿Quién saberlo mejor que tu memoria? ¿No guarda tu vida, di, el recuerdo de la infame serie de aventuras a que en olvido y desprecio de mí estuvo siempre consagrada?... ¡Ah, esa pobre vida tuya, despojo de otros, que tantos...
-¡De otros!
-... que tantos tuvieron que mancillar para resolverte a ofrecérmela tan tarde!
-¡Oh, no, Eliseo! ¡Qué horror! -protestó la infeliz encarándole esta vez con toda su sorpresa dolorosa.
Y herida, tronchada por la amplitud de la acusación, cuya injusticia no podría, sin embargo, demostrar, alzó ambas manos y ocultó el súbito llanto de amarguras en que el ser entero deshacíasele. Estaba viendo su espanto cómo Eliseo creíala una perdida. Lloraba, sollozaba ante el cruel mutismo del inmóvil, y a un violento esfuerzo contuvo repentina aquel llorar inútil, que él juzgaría, quizá, amaño de la débil despreciable.
Irguió la frente, y expresó mirándole de nuevo con la dolida dignidad que podía quedarle en su miseria:
-¡Oh, no, no, Eliseo! ¡Qué horror!... ¡Tú te engañas!... ¡Mi vida fue siempre un fuego de fe inmensa para ti! ¡Mi alma no ha dejado de estar arrodillada en la veneración tuya un solo instante!
-¡¡Libia!! -clamó él sobrecogido en su vehemencia.
Mirábanse. Ella le sostenía la aguda vibración de la ansiedad con todo su amor y toda su alma puestos en los ojos, en los claros ojos diáfanos que las lágrimas perlaban.
-¡Libia! -repitió él, conminándola severo- ¿Me estás diciendo la verdad?
-¡Sí!
-¡La verdad, Libia, la verdad..., sin temor a ninguna suerte de reparos?... ¡Por ejemplo, al de la invocación que yo te hago de una triste historia escandalosa..., de la historia inicua de una célebre modista y de una malvada mujer de lujos, de placer?... ¿No fuiste tú, di, Libia, la mujer de aquel escándalo?
Tembló él. Había roto la entereza de la pobre voluntad. Había vuelto a caer al suelo la mirada de los ojos claros, y las manos de la lívida infeliz cruzábanse otra vez retorciendo los dedos en lucha penosísima.
Sin embargo, la oyó expresar sordamente:
-¡No, no fui..., no soy yo aquella mujer!
Hubo una pausa.
Por entre los dos pasó la inculpación de los recuerdos.
-Entonces -arguyó él, recogiéndolos en tropel, como del aire, para arrojárselos, para aplastarla-, ¿por qué te atacó el gravísimo accidente en casa de Mme. Georgette? ¿Por qué enfermaste ni cuál fue la inexplicable índole de tu enfermedad? ¿Por qué odiaste la vida de Madrid y habrías querido permanecer eternamente en el campo? ¿Por qué, en fin, a ti y a todos os aterró el asombro al descubrir que yo hacía de la historia escandalosa el argumento de mi drama...; de ese drama que hubo de valerme en la noche del estreno el anónimo brutal, y que os tuvo desde luego por enemigos implacables?
Calló, abandonándola a los rigores del silencio, y aun tornó a verla debatirse en la íntima y desesperada lucha que crispábala las manos, que clavábala la barba contra el pecho y que hacíala rodear los ojos sombríamente.
Pero los fijó al fin en sus pies, se quedó rígida en un retorcimiento de horror y de frialdad, y respondió lenta y ahogada:
-Porque sí..., porque sin ser yo, la calumnia me señaló a la multitud como la heroína del escándalo, y Madrid entero creyó y sigue creyendo que lo fui.
Inesperada revelación. Eliseo quedóse envuelto en ella como un fuego que alumbrara no sabía qué cosas negras de su ser.
Rápido el diálogo, a partir de aquí, como entre lumbres, como entre llamas.
-¡La calumnia! -repitió-, ¿de quién?
-Lo ignoro.
-¿Cuándo, cómo lo supiste?
-Cuando me rodeó por todas partes.
-¿Quién te la dijo?
-Mme. Georgette, y el desprecio y el vacío que en las gentes advertí.
-¿Y en qué pudo fundarse?
-En el accidente que había sufrido en el hotel de Mme. Georgette... de «una célebre modista»... y nada más.
-¡¡Oh!!
Cerró los ojos él, Eliseo, esta vez, horrorizado. La lógica explicación de aquel «tu buena Libia», de Astor, se le ofrecía plena, y en la forma que hubiera podido menos esperarse. Pero los abrió, para preguntar en la rebelde fulminación de otro recuerdo.
-Y tú, Libia, ¿por qué me callaste a mí siempre el dolor de esa calumnia, y por qué, sobre todo, desde el fondo de tu alma no me gritaste que lo era, que lo era... en aquella noche horrenda de Madrid?
-Porque no tenía pruebas que hubiesen podido convencerte.
Otra lógica respuesta. Con ella, con las demás también en el pensamiento, en el corazón, giró Eliseo y dio un paso que le permitió descansar el agobio de su ser, más lejos de la juzgada víctima, de la inocente maltratada por él y por el mundo, sobre el dorado respaldar de uno de los lechos. Meditaba, y sólo acertaba a ver el martirio de la, efectivamente, como mártir calificada por Astor. No obstante, había creído advertirle a la sencillísima y clara explicación una discordancia entre las palabras y los gestos; no acababa tampoco de entender por qué la mártir seguía sin acercársele a darle en entregas y efusiones de su alma desgarrada las pruebas de amor y de honradez que le faltaran contra la calumnia miserable, y esto, escondido acaso en psicologías abstrusas, que necesitaban más larga reflexión, dejábale la fe en una última expectación de resistencia. Se volvió y vio que Libia también había ido a abrumarse en una silla para llorar sus emociones. Torcida de bruces al respaldo, no le sintió avanzar. Doblóse a ella, le dio un beso de respetuosa paz en la mejilla, y la alzó de un brazo.
-Vamos, Libia. Nos aguardan.
Esperó un punto a que la dócil enjugárase las lágrimas, y partieron silenciosos.
Abajo, en el comedor, todo fue pronto jovialidad sostenida por la niña y por Guillermo.
Libia manteníase afable y dulce, cuidando de su hija y sonriendo a las ocurrencias de ella y a las frases del pintor, como una convaleciente triste que quisiera renacer a la alegría.
Comía poco, y excitábala Eliseo. En cambio, atenta a él, adivinaba lo que iría a necesitar y ofrecíale la sal, el vino, la mostaza..., desde el otro lado de la mesa.
-¡Gracias! -decíanse siempre mutuamente.
Estaban cerca las dos alemanitas, las dos hermanas de candor de arcángeles, y ellas, que no miraban nunca a nadie, miraban a la Libia bella, a la Libia insuperablemente bella y delicada, que parecía rendirlas en la sorpresa de un encanto de candores más grande todavía.
Sí, sí; Eliseo comparábalas, triunfalmente para Libia, en sus expresiones inefables.
Debía creerla, sin más explicaciones que esta tan breve a que se hubiera reducido la que esperaba sin fin para la noche. Una mujer así no podía ser, no podía haber sido la infame desalmada, perdida en desvergüenzas, que él imaginó.
Recordadas por Guillermo, ella le hablaba ahora con modesto agrado de las cartas que traíale al famoso autor de Los abismos: gentes que le felicitaban, a montones; empresarios y directores de compañías que pedían la exclusiva de la representación a toda urgencia...
Acabado el almuerzo, fuéronse a tomar el café, y a fumar ellos, en el salón contiguo.
Luego, a la Alhambra, entre jardines, y delante de los tres, que, según iban ascendiendo, no dejaban de mirar las lejanías con los gemelos de Astor, corría y jugaba Inés con la niñera.
Los mirlos cantaban.
Las fuentes corrían bajo las frondas.
Todo era vida, paraíso...
Y Eliseo, mirando la melancolía feliz de su mujer como una grata paradoja más del gran misterio de horror que se le iba deshaciendo, sorprendíase de volverla a encontrar más bella, más fuerte, más dueña de sus nervios y de sí misma, a pesar y a través del agudo sufrimiento que habríala atormentado tantos días desde la fatal noche memorable...
¿Era que el auge del sufrir en la noche aquella, en la cima misma del martirio, habríale mostrado los horizontes de salvación a su esperanza?