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Los alambradores: I

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—Chate los caballos
—Güeno —constestó Arturo. Luego agregó, al tiempo que miraba el cielo:
—Va'star clarita la noche ¿no hallás? Linda pa marchar.
—Talvé —asintió entre diente el Capincho, sin mirar a su compañero.


El sol se enterraba cuando cesaron de trabajar. ¡Al fin se podía respirar un poco! ¡Verano implacable, aquél! Las nubes no se ordeñaban desde setiembre y era a fines de enero. Los campos estaban en tierra: negreaba el bosterío sobre el fondo bayo de las cuchillas; y los ganados, tristes y esqueléticos, mugían de hambre. Arturo y el Capincho alambraban en el potrero de la costa y allí era un poco más llevadera la sequía. Las vacas, bambaleando de debilidad, pellizcaban algo en los grande cañadones y en los árboles silvestres de la ribera izquierda el Pescado. Pero allí, si algunas salvaban la vida, muchas encontraban la muerte. Incontenibles ante una fugitiva matita de pasto, las vacas se metían en los sitios pantanosos y se quedaban clavadas para siempre. Otras veces, las bombas aspirantes de los templaderales les deparaban un descender terrible, espantosamente suave. En los arroyos, la muerte era menos trágica. El cadáver, gordo de agua, quedaba flotando en alguna laguna: piojo muerto en la calva del monte.


A la puesta del sol de aquel sábado, el Capincho salió a pie en dirección a una cañada. Como era dun terreno en brusco declive, debía caminar con precaución para que sus viejas alpargatas no se resbalaran en los troncos de los pastos. Después de andar unas cuadras, llegó a una cañada de altas barrancas. En el borde el Capincho se detuvo. No vió nada, pero un olor desagradable le indicó el camino. Asentó en el suelo una manaza de dedos cortos de tan gruesos y descendió. A poco andar, encontró la presa buscada: una vaca muerta de preñez y a la que los peones habían cuereado unas horas antes. Le sacó la manta del pecho y la colgó del brazo. De lejos, parecía un poncho rojo. Limpió el cuchillo en la lona de la sucia alpargata y emprendió el regreso al campamento. Sólo se detenía a matar los tábanos que le picaban las desnudas canillas. Los achataba de una palmada sin ocuparse en limpiar la sangre ni en quitarse los restos deshechos que le quedaban adheridos a la piel. Otras veces, los dejaba que le chuparan la sangre con toda tranquilidad. Cuando llegó al campamento, ya Arturo tenía los caballos agarrados. Tiró la carne sobre las estacas del carrito que les servía de mansión en inviernos y veranos, y se puso a cortar las presas para la cena.
Mientras se cocía el puchero, Arturo dirigió varias veces la palabra al Capincho:
—¡Qué sequita llevamos! ¡La maula! ¡Y qué día bravo ha hech'hoy! ¡Es como pa redetirse!
—Mesmo...
—Ta lindo pa pescar. Podríamos dir al Yi una noche d'ésta -insinuó Arturo.
—Podríamos...
—¡Muertito hereje el que abrimos hoy!
—...
—Duro l'alambre.
—Es durito —contestó el Capincho.
Arturo era un mulato alto y rollizo, de unos treinta años. Sin ser un charlatán, le gustaba "prosiar". Era inútil que protestara:
—Sos callau qui'hay que echarle güeno pa ganarte! ¡Y má seco que parto¡e gallina!
—¿Y de qué vi' a hablar? —contestaba, sonriendo, el Capincho.
Aquella impenetrabilidad de granito terminaba por doblegar a Arturo. Al fin parecía contagiado del laconismo de su compañero. Así pasaban los días enteros sin cambiar más que cinco o seis palabras.
Arturo se aprontó con relativo esmero. El Capincho, gracias si se puso un saco raído y remendado y un poncho viejo. El chiripá de arpillera, de un amarillo igual al de los pastos resecos, parecía hecho una lonja sacada del campo. El Capincho puso el resto de la carne debajo de los cojinillos y los dos alambradores montaron en sus caballos, pequeños y flacos. Iban a Nico Pérez, a seis leguas del campamento.


Alambradores profesionales, el Capincho y Arturo pasaban la vida trabajando continuamente. Esta, una de las más rudas de las tareas rurales, es, en desquite, de las mejor remuneradas. Por eso se dedicaban a ella aquellos dos hombres duros y animosos: el Capincho, para sostener a su abundante prole; Arturo, para tener qué jugar y beber. Trabajaban por obra hecha y "seco". En consecuencia, comían carne de animales que se habían muerto por su propia cuenta o de vacas entecadas o cancerosas que les regalaban en las estancias. La tumba flaca era todo el la alimentación de aquellos seres bestializados. Aunque socios, el Capincho, por razones de edad y de saber, era quien dirigía los trabajos.


El viaje al trote y durante la noche, era monótono, interminable. Después de haber andado un par de leguas sin oirse más que el quejido de los bastos y el repique de los cascos de sus desvencijados caballejos, Arturo alcanzó la tabaquera y las hojas de chala a su compañero:
—¿Querés hacer, che?
—Trai —dijo el Capincho, mientras se arrollaba el poncho a los hombros. Después añadió, un poco más comunicativo:
—Vamos a llegar tarde al poblau, ¿eh?
—Pa las doce, en cuanto se descuide.
—Lo meno —rubricó el Capincho.


El cielo, poncho de pobre, estaba acribillado de agujeritos y la luna en creciente era una tajada de sandía rielando sobre los campos.
En las primeras leguas todo marchaba más o menos bien, ya que, atravesando campos "abiertos", tenían libertad de apartarse de las sendas del camino. Pero, estrechados en las calles, la marcha se hacía cada vez más penosa. Los desgarbados rocines caminaban como sobre clavos, los pescuezos agachados y erxtendidos, y saludaban con una reverencia fransiscana cuando sus lisos y adoloridos talones pisaban una piedrita cualquiera. Se diría que no deseaban hacer ruido. En lo alto, los bólidos jugaban a las esquinitas, indiferentes a las miserias de abajo.
—Ta espiau que da lástima mi mancarrón. Lo vi' hacer herrar pa la güelta. ¿No herrás al tuyo? -preguntó Arturo.
—No
—¡Ta fiero el camino pa viajar!
—¡Ta fierazo! —dijo el Capincho.


El capincho frisaba los cuarenta años. Sería alto si las piernas guardaran relación con el tórax, atlético y largo; ero eran cortas y hasta arqueadas. De una color gateada, la tez; renegrido, el pelo; ralos, los bigotes. En la barbilla y al lado de las cuevas de los oídos, pastaban unos pocos pelos y entre el corral de pestañas dormitaban dos ojos de gato, de mansedumbres ovinas.
Los dos alambradores se separaron al llegar al puente de Nico Pérez.
—Hast'al lunes 'e madrugada.
—Hast'al lunes.