Los alambradores: II
Lunes de mañana.
No estaba bien claro aún.
Al llegar al campamento. Arturo se admiró de encontrar ya al Capincho, quien nunca venía antes de la salida del sol. Estaba sentado en el suelo; al costado, la latita de aceite que usaban a guisa de caldera. El dócil sombrero le cubría los ojos y buena parte de la nariz. Miraba el suelo, al parecer. Arturo se apeó a espaldas del Capincho y se puso a desensillar. El Capincho ni siquiera se volvió a mirarlo.
—¿Hace mucho que viniste? —preguntó Arturo.
—No, arricién.
Aquella respuesta no lo satisfizo. Espoleado por la curiosidad y sabiendo que el Capincho no le aclararía nada, empezó a hacerle preguntas indirectas:
—Ta lavadote el mate. ¿Diste güelta?
—Sí, chale yerba si queré.
Arturo pensó que si el Capincho ya había tomado cebadura, no podía haber regresado recién. Y siguió sondeándolo con preguntas lejanas, pero todo fue vano: el Capincho, lacónico, monosilábico, le cortaba todas las combinaciones con una palabra o con una frase seca. Acabó por comprender que con preguntas na saciaría su enorme curiosidad.
Poco después vio un animal esquino en el potrero en que estaban alambrando. Como allí no había ningún caballo, Arturo dedujo que era el de su compañero.
—El mancarrón flaco, que no puede con la osamenta, no s'iba a dir al fondo 'el potrero, de gusto nomá, en seguida que lo largaron. No hay que hacerle que ha vuelto a media noche, lo meno —se dijo.
Notó que el Capincho estaba muy demacrado. Había una gran tristeza en aquellos ojos claros. Al rato la astucia de Arturo olfateó otro rastro: la cincha y el cinchón estaban lejos del recado. Pensó:
—Si hubiera desensillau hoy, estarían junta todas las garra. Tiene que haber tendido cama con el recau. Con toda siguridça que ha vuelto anoche.
Pero, desaparecido este enigma, otro se le presentó: ¿por qué el Capincho había vuelto la noche anterior y por qué se lo ocultaba?
El fuerte viento traía oleadas de aire más calientes, más abrasadoras, que aquel amortiguado sol de enero y las sierras se esfumaban en esa suerte de niebla de ciertos días tormentosos y sin nubes.
Los alambradores soportaban las torturas del calor y del trabajo con estoicismo, con insensibilidad, casi. Arturo le alcanzó la botella de caña:
-Che, capivara, tomá un trago pa despuntar el vicio.
-No quiero.
-¡Tas refugau! Sos pa la caña como güérfano pa la teta ¿y ahura? ¿Tash enfermo?
-No, no tengo gana -y el Capincho se fue a "ingerir" un hilo de alambre.
Aquella negativa dio a Arturo combustible para nuevas dudas.
Unas semanas después, se habían trasladado a otra estancia. Ahora el trabajo era en unas sierras escabrosísimas. Una noche, al despertar, Arturo vio que el recado del Capincho estaba vacío. Manoteó el puñal y salió agazapándose entre las malezas. Tuvo un impulso de volver. "¿No se habrá güelto lobizón?" -se dijo.
Anduvo un poco y lo encontró al fin. El Capincho estaba sentado en el suelo, con las espaldas reclinadas en una piedra grande. La oscuridad de la noche y las piedras, los romerillos y los árboles silvestres, le permitieron acercarse sin ser visto. Su compañero parecía un muerto. Tristes, fijos, hundidos, los ojos de gato. Arturo volvió a acostarse y cuando vino el Capincho fingió dormir. Le miró la cara a hustadillas: su compañero espantaba.
El Capincho comía muy poco y no hablaba nada. Arturo tuvo la convicción de que algo horrible, espantoso, le pasaba a su compañero. El Capincho enmagrecía rápidamente. Los huesos de la cara surgían con más fuerte relieve, al par que las mejillas se le querían meter para adentro. Ahora su fealdad repugnaba. Y los ojos de gato, cada día más hundidos, cada vez más apagados.
Un día, a la caíad de la tarde, el Capincho fue al monte a buscar agua. Se apagó el sol, se fue el crepúsculo, avanzó la noche y el Capincho no retornaba. Arturo salió a buscarlo. Entró al monte. La noche era oscuro y el viento daba a los árboles rumor de olas. Grito varias veces:
-¡¡Capincho, Capincho!!
Al cabo de dos o tres horas de búsqueda, vio un bulto en el suelo, al pie de un árbol. Desconfió que fuera su compañero y volvió a gritar con fuerza, para vencer el viento:
-¡¡Capincho!! ¡¡Cheee!!
Se acercó: era él. Le levantó la moribunda cabeza al tiempo que le preguntaba:
-Che hermano ¿qué tené?
El Capincho abrió los ojos de gato y contestó por última vez:
-Nada.
Y el Capincho moría llevándose el secreto atroz de algo que, al parecer, le aconteciera en la noche de aquel sábado.