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Los azahares de Juanita

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esmeraldas: Cuentos mundanos (1921)
de Fray Mocho
Los azahares de Juanita

LOS AZAHARES DE JUANITA

Mirar los blancos azahares con que se coronan las novias en tren de matrimonio, y sentir una carcajada cosquillearme en la garganta, es todo uno.

Y esto me sucede, no porque sea un cotorrón canalla y descreido, sino porque me acuerdo de Juanita la hija de nuestra vecina doña Antonia, que se casó con mi tío Juan Alberto.

¡Qué impresión sentí cuando la ví coronada de blancas flores de naranjo, emblema de la pureza, a aquella pícara y graciosa muchacha con quien había trincado tanto en el jardín de mi casa!

Vino a mi mente, con toda claridad, la tarde aquella en que por vez primera nos dimos un beso, que fué el incubador de los millones en gérmen que Juanita escondía en las extremidades de su boquita rosada.

Según costumbre, Juanita y yo —dos muchachos de 13 años— habíamos ido al jardín en busca de violetas, durante una templada tarde de Agosto.

Allí, sentados a la sombra de los grandes árboles, escudriñábamos entre las hojas verdes, buscando las pequeñas flores fragantes.

Examinábamos la misma mata y de repente nuestras manos se encontraron sobre el tallo de una gran violeta nacida al reparo de una piedra, que yo me apresuré a cortar.

—¡Qué linda... —dijo ella,— dámela!

—¡No!... es para mi ramo!

—¡Dámela, me repitió, pero esta vez con un tono tal, que me obligó a mirarla a la cara... ¡no seas malo!

Y sus ojos negros fijándose en los míos me hicieron experimentar algo de que aún no me doy cuenta.

—¿No me la dás?... —volvió a preguntarme.

Y como yo al mirarla me sonriera, se rió ella, mostrándome sus pequeños dientes blancos, mientras exclamaba con un tono de reproche... ¡Malo!

—Y si te la doy, ¿qué me dás a mí? —le pregunté mirándola fijamente.

— Dámela volvió a decirme, queriendo arrebatarme la codiciada flor y sin responder a mi pregunta.

— Bueno... ¿qué me dás?

— ¡Si no tengo nada que darte!

Y se puso encendida

— ¡Dame un beso!... ¿Quiéres?

— ¡Gran cosa!... ¿Y me dás la violeta esa?

— ¡Sí...! ¡no!... ¡Dame dos besos y te la doy!

— No... no quiero... ¡nos van a ver!

— ¡No nos ven... nos vamos allá... a la glorieta! Y me acuerdo que sin saber como, me encontré teniendo una de sus manecitas lindas, entre las mías.

— No... no...

— ¡Vamos... te la doy!

Y al decirle esto la tomé por la cintura para hacerla levantarse.

Se puso de pié y como yo le hubiera hecho cosquillas, se reía.

Riéndose me siguió.

Nos sentamos en un banco perdido entre el follaje, uno al lado del otro.

— Bueno... dame la violeta primero, —me dijo.

— ¡Qué esperanza!... Primero los besos...

— No, no..., me vas a hacer trampa.

— Bueno... ¡los dos a un tiempo entonces!

— ¡Oh! ¿Y cómo?

— Vos tomas la violeta del tronquito y cuando me dés los besos, la largo.

Así lo hicimos, pero yo recibí los besos y no largué el tronquito.

— ¡Tramposo!

Y se dejó caer a mi lado haciéndose la que lloraba.

— Si me los has dado. ¡Yo fuí el que te los dí...!

— ¡Pues no!... Es lo mismo después de todo...!

Y yo pasé mi brazo al rededor de su talle aún no bien formado, yendo a poner mi mano sobre su corazoncito que sentí latía tan ligero como el mío, sintiendo a la vez otra cosa que me deleitó tocar.

— Bah!... mano larga!... — me dijo y riéndose porque le hacía cosquillas... —déjame!

Como yo continuara se echó para atrás descubriendo su cuello terso y se rió con toda franqueza, entrecerrando sus ojos negros.

Yo me levanté sin retirar mi mano de sobre su corazoncito que seguía latiendo apresurado y estirándome hasta alcanzar su boca entreabierta traté de juntar con los míos sus labios rojos y húmedos.

Sentí que me pasaba la mano por el cuello y reteniendo su cabeza junto a la mía, me besaba sin contar cuantas veces lo hacía.

No se lo que pasó por nosotros, sólo recuerdo que cuando adquirimos conciencia de nuestra situación, nos hallábamos fuera del banco, envueltos entre las madreselvas de la glorieta, que nos embriagaban con la fragancia de las flores.

Y olvidamos la gran violeta crecida al reparo de la piedra, pero no la escena de la glorieta.

Todas las tardes íbamos a ella con pretexto de hacer nuestros ramos y la abandonábamos tras largo rato, llevando las flores tal como las habíamos traído.

Después, hombre yo y mujer ella, muchas veces nos hallamos en la glorieta querida con el mismo pretexto que cuando niños!

El destino nos separó y volví a verla recién la noche de su casamiento con mi tío Juan Alberto, coronada de blancos azahares.

Al verlos, recordé la glorieta verde del jardín de mi casa y por eso me impresioné tanto; por eso exclamé lo que siempre repito cuando veo una novia con su corona blanca.

— ¡Ah... los azahares!... representan la pureza.


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