Los bandos de Castilla: 02

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TOMO 1º[editar]

Capítulo primero[editar]

Introducción.

¿Por qué se niega a mis esfuerzos la armónica medida de la poesía? He de expresar mis ideas en sencillo y desaliñado idioma, y ni la llama del amor, ni el fuego de la juventud son bastantes a inspirarme el lenguaje del Olimpo. ¡Yo te invoco, oh musa de la sencillez y de la verdad! Abandona por un momento la deliciosa montaña donde moras, y haz que fluyan de mis labios aquellas voces que enternecen el espíritu y elevan la imaginación, blandas como los céfiros del abril, penetrantes y ruborosas como los ojos de las Gracias. Venid, oh jóvenes, que ocultáis bajo el casco vuestros rizados cabellos: llegaos a escuchar las proezas de los antiguos paladines. ¡Ah! Tal vez en ellos debierais estudiar aquella mezcla de fiereza y de dulzura, de cortesanía y de valor, que les hacía tan amables en el campo de batalla. Sometíales el blando acento de una voz querida, y enardecíales el eco de la trompa guerrera: la patria les inspiraba valiente energía, el amor pura y constante ternura: los aplaudían los pueblos, recompensábalos la belleza, y los respetaban sus enemigos.

Ninguno hubo entre ellos tan gallardo y esforzado como el joven don Ramiro de Linares: hijo único del conde de Pimentel, vasallo del Rey de Aragón, ha jurado desde su más tierna infancia odio eterno a los duques de Castromerín, casa del reino de Castilla, desde muchos años enemiga de la suya. Ocupado empero en las continuas guerras que suscitan a su país los moros y los castellanos, pasa la vida entre el estrépito de las armas, con nuevas hazañas, la brillante reputación que ya le han adquirido su temeridad y sus victorias.

Pero al mismo tiempo tenía Ramiro un corazón sobradamente tierno, lleno de pundonor y de generosidad. ¡Qué de veces no suspiró en su interior por un verdadero amigo! Después de haber vuelto de la guerra ceñido de honrosos laureles, se le veía huir de los hombres, y abandonarse en paseos solitarios a serias y peligrosas cavilaciones. La autoridad de su padre y las persuasivas instancias de sus compañeros de armas, apenas podían distraerle de aquella inclinación desabrida y melancólica. Gustaba perderse por antiquísimas selvas, o montar a caballo vestido de sus lucientes arneses para correr en busca de extraordinarias empresas.

¡No pocas veces admiraron su pujanza, su fogosidad e intrepidez los monarcas de Aragón y los príncipes de Castilla! Conocido únicamente en sus justas y torneos por el caballero del Cisne, se atrajo los aplausos de ambas cortes, y gozó en secreto de que le admirasen sin conocerle hasta los más encarnizados enemigos de la casa de Pimentel.

El más temible de ellos, el orgulloso duque de Castromerín, era uno de los que constantemente ensalzaban la audacia y la destreza del incógnito. Al contemplarle derribando a cuantos competidores se presentaban en la arena creía verse a sí mismo en los floridos años de su juventud, y se acordaba enternecido del hijo que desgraciadamente perdiera en la célebre batalla de Olmedo. Ahora sólo le quedaba una hija para consuelo de la vejez y esperanza de su esclarecida familia: en ella cifraba su felicidad, y hacíala educar con el mayor esmero en el mejor de sus castillos, llamado de Castromerín, como a la heredera de tan ilustre casa, y a la que había de ser algún día la gala de la corte castellana. Elevábase hacia las montañas de Asturias aquel robusto edificio, célebre por los ataques que en otro tiempo había resistido, y por encerrar ahora tan amable depósito. Nada en efecto era comparable a la hermosura de Blanca: talle suelto y airoso, suaves y graciosas facciones, ojos penetrantes, tímidos, a veces algo melancólicos, anunciaban una de las bellezas más seductoras de aquella edad. Una señora de ilustre origen, llena de luces y de virtudes, cuidaba de perfeccionar su juventud: cada día iba descubriendo en ella nuevas gracias, y llevada de la irresistible magia de tan raras cualidades, vino a profesarla un cariño verdaderamente maternal; por manera que se juzgaba dichosa en adornar con algunas flores el blando carácter de tan querida discípula.

Sin embargo, cierta desazón secreta turbaba el sosiego de la hija de Castromerín. Su padre la destinaba para esposa de don Pelayo de Luna, hijo del condestable de Castilla, y el carácter algo áspero y turbulento de este guerrero, no podía gustar a una joven de genio flexible y suaves inclinaciones. A menudo depositaba sus temores en el pecho de su respetable aya, y aún se esforzaba a serenarse o a fingirlo tal vez, al oír los saludables consejos de su cariñosa amiga.

-Ya habéis oído a mi padre, Leonor, decíale una tarde mientras se paseaban por los vastos jardines del solitario castillo: quiere que vuelva a presentarme en la corte, y reciba en ella los obsequios del hijo de don Álvaro de Luna. Me separa de vos, amiga mía, cuya amistad me es tan agradable para unirme a una persona que excita mi temor, si no mi aborrecimiento.

-Sin embargo, respondió su aya, don Pelayo tiene fama de esforzado y de prudente.

-No cabe duda, replicó su pupila: quisiérale empero menos valeroso y más templado, menos sagaz y más ingenuo, en una palabra, mejor esposo y no tan célebre guerrero.

-¡Feliz no obstante la joven que disfruta de un legítimo cariño entre los brazos de un héroe!

-¿Y podéis dar este noble dictado al hijo del condestable? Yo sería la primera en concedérselo si bastase para ello poner en fuga a las huestes granadinas, señalarse en los torneos, y hacerse admirar de los reyes de Castilla y de los monarcas de Aragón. Pero es preciso añadir a un esfuerzo y destreza poco comunes, aquellas prendas de amor a la humanidad, de protección al desvalido, que tanto ensalzan la noble institución de la caballería. Perdonadme, amada Leonor, si os digo que cuando oigo contar las bellas acciones del caballero del Cisne, llego hasta derramar lágrimas por tan humano, valiente y pundonoroso aventurero. Al ver tremolar a lo lejos su penacho blanco en los torneos, ya sabemos quien ha de ser el vencedor, y sin embargo no admiramos tanto su pujanza y gallardía, como su comedimiento y generosidad.

-Buena lanza es el del Cisne, mas no temiera su encuentro el valiente don Pelayo.

-¿Y no me diréis, interrumpió Blanca, quien pueda ser aquel valeroso incógnito?

-Sólo haciendo mérito de conjeturas, hija mía, respondió Leonor; bien que me parece fundada la que en razón del penacho blanco y del color de la armadura que viste, me lo hace creer muy amigo de la casa de Pimentel.

Esta indicación hizo temblar involuntariamente a Blanca, que bajó los ojos y guardó silencio. Su aya que la quería en extremo se apresuró, notando su abatimiento, a distraerla.

-Si tanta repugnancia os causa, le dijo, el recibir por esposo a don Pelayo, aún podéis hacer que recaiga en otro la elección. Bien os es conocida la pasión con que ama el duque vuestro padre cuanto pertenece a los usos de la caballería, y el respeto, poco menos que religioso, que profesa hasta a sus más insignificantes prácticas, instituciones y leyes. Una lanzada recia, un sacrificio heroico entusiasman al noble señor de Castromerín y le arrancan aplausos. Prueba es de ello el calor con que habla de las proezas del caballero del Cisne, y la ternura con que lo contempla en las justas cual si viese en él al hijo que tiernamente amaba. Pues bien, querida mía, decidle que la heredera de Castromerín no debe ser sino la recompensa de quien sepa merecerla; que gustaríais de que se publicase un torneo en que sólo justasen los que por su cuna aspirar a tan alta alianza, y fuese vuestra hermosura la prez del último mantenedor. Y no temáis que el duque deje de acceder a semejante deseo, y de conformarse a una usanza general en la cristiandad, por cuyo medio se disputan en el día nobles paladines las más esclarecidas de la Europa.

-Seguiré vuestro aviso, amada señora, pues mi suerte, como suele decirse, está pendiente de un cabello. Difícil será que se presente alguno que haga perder la silla al soberbio don Pelayo: si tal es mi destino, lloraré, noble amiga mía, sufriré en silencio, pero mi padre será obedecido.

Pocos días se pasaron hasta que la linda Blanca propusiera al duque lo que su aya le había sugerido para dulcificar su pena. Oyola, aunque grave, secretamente satisfecho, y no hallándose ligado con promesa alguna, se propuso no dar a su hija sino al héroe que supiese merecerla, sobremanera lisonjeado del medio que le había propuesto, y de que se manifestase tan digna del espíritu de heroicidad y energía que hiciera célebres a sus ascendientes. A lo menos, exclamaba, el esposo de Blanca será un héroe: ¡ah! Él sabrá vengarme de los matadores de mi hijo, y humillar el desenfrenado orgullo del odioso Pimentel.

Obtuvo el permiso del monarca para celebrar el torneo en la misma ciudad de Segovia, y a presencia de toda la corte que a la sazón se hallaba en ella. Invitose desde entonces a los que quisieran dar pruebas de su pujanza en tan noble concurrencia, y el clarín de la fama resonó por los ángulos de España y aún fuera de sus límites con la agradable noticia. De las cortes de Carlos de Francia y de Eduardo de Inglaterra, salió la flor de los más ilustres caballeros para hallarse en la reñida contienda, y hasta los aguerridos árabes de la península se propusieron acudir a un espectáculo célebre por la belleza de la hija de Castromerín, y la nombradía de los campeones que se disponían a disputársela. Iban sucesivamente llegando a la corte de los sucesores de Pelayo, los Multon, los d'Erlach y los Montmorency, al mismo tiempo que los Moncadas, Paredes, Figueroas y Pizarros. Oíase por todas partes el sonido de clarines y el tropel de los caballos: veíase multitud de escuderos con las ricas armaduras de sus señores, y atravesar por donde quiera pajes, heraldos y palafreneros. Resultaba cierta confusión belicosa de la reunión tantos héroes de extrañas y diversas naciones, llenos de lauros e hirviendo en sentimientos de pura y acrisolada hidalguía. Y al considerar al propio tiempo los laudables motivos que les habían hecho emprender el viaje a la corte de Castilla, esto es, el deseo de dar nuevas pruebas de valor y de respetuosa admiración a la virtud y a la hermosura; no podía negárseles un justo elogio, ni dejar de tributárseles el merecido aplauso.

Todos aguardaban con notoria impaciencia que llegase el día de las justas, y el pueblo, entonces entusiasmado admirador de aquellos terribles espectáculos, anunciaba ya en un sinnúmero de romances y canciones vulgares, los famosos hechos de armas que preparaba a los reyes de Castilla la flor ilustre de la caballería.

Por último lució la deseada aurora, y una muchedumbre inmensa ocupaba desde el amanecer todos los sitios de donde podía verse la contienda. En un frondoso valle contiguo a las murallas de Segovia, habían construido un vasto palenque rodeado de inmensa gradería, a fin de que el pueblo se acomodase en ella. Elevábanse de trecho en trecho diferentes galerías para las clases distinguidas, entre las que sobresaliera la que habían de ocupar los monarcas de aquel reino con lo más espléndido de su corte. Un trono de marfil cubierto de rico velo de púrpura se veía brillar al pie del magnífico solio del soberano para que se sentara en él la heredera de Castromerín, cuya hermosura había de animar a los que iban a combatir por su causa, y desempeñar por lo tanto en aquel famoso día la Reina de la belleza y de los amores. Rodeábanlo algunos pajes y doncellas de talle gentil y agradables facciones, vestidos con primor y aliño, como destinados a realzar las gracias de la Reina del torneo.

Tres tiendas de campaña colocadas en el extremo opuesto, frente por frente de esta magnífica galería, encerraban a los campeones que habían de sostener la lid contra cuantos se adelantasen a combatirles. La de en medio era ocupada por el principal de ellos, el valiente don Pelayo, y las colaterales por dos de sus amigos que habían querido sostenerle en tan audaz y honroso empeño, participando de sus riesgos, y del lauro que no dudaban coronaría sus sienes. Llamábase el uno el caballero Monfort, quien se hiciera célebre en las guerras del Ampurdán contra lo Francia, y el otro don Rodrigo de Alcalá, señor del castillo de Arlanza, no menos famoso que el primero. Tres picas clavadas en el suelo sostenían ante las tiendas sus argentados escudos, a los cuáles debía dirigirse el caballero que aspirara a medirse con estos combatientes, hiriendo con su lanza el de aquel a quien eligiese por competidor.

Íbanse poco a poco llenando las galerías, y colgaban ya de sus barandas orientales tapices y soberbias alfombras, en las que se veían relucir ingeniosos motes, en torno de bien bordados emblemas, timbres o divisas. No se vieron ocupadas por los nobles espectadores que habían de presenciar la fiesta desde ellas, hasta mucho después que las gradas del anfiteatro estaban cubiertas de gentes de todas clases y condiciones. Más allá del palenque habían formado una segunda plaza donde debiesen estar los guerreros competidores, llena rato había de caballeros armados de punta en blanco, cubiertos de ricos arneses, y ostentando en lo alto de sus yelmos plumas de diversos matices. Guardaba la puerta que conducía a la liza una tropa de armados, ya con el objeto de mantener el buen orden entre los espectadores de las graderías, ya para dar más aparato y formalidad al marcial alarde que iba a hacerse. Sus picas, cascos y corazas de limpio acero, en que reflejaban los rayos del sol naciente, la magnificencia de los más ilustres cortesanos, entre quienes se distinguía el duque de Castromerín; y la gala, ostentación y riqueza de las damas que coronaban las prolongadas galerías, presentaban a la vista un cuadro tan esplendoroso e imponente, que llegaba casi a deslumbrarla.

En esto ya empezaba el sol a elevarse majestuosamente anunciando un día despejado y apacible, y el numeroso concurso daba muestras de la impaciencia y curiosidad que le aguijoneaba. Llegaron entonces los monarcas de Castilla acompañados de don Álvaro de Luna, llevando tras de sí la más lúcida comitiva y precedidos de soberbia escolta: aparecieron en el circo, por orden suya, los dos maestres del campo encargados de examinar los títulos de los combatientes, y de que se guardasen escrupulosamente las leyes de la caballería; después de lo cual adelantáronse los heraldos a publicar las reglas del torneo.

«¡Nobles y valientes caballeros! decían, sabed que los tres mantenedores aceptan el combate de cuantos salgan a retarles.

»El que quiera medirse con alguno de ellos hiera el escudo del que elija por rival: si lo hace con el cuento de la lanza, será el combate con armas embotadas o corteses, mas si con el acero, con armas afiladas y a todo trance.

»La que acataréis como a Reina de la hermosura y de los amores, Blanca de Castromerín, será la noble prez del más firme mantenedor. ¡Vedla, nobles y esforzados caballeros! y entusiásmese vuestro alto valor a la vista de tan precioso galardón.»

Óyese al decir esto una música suave, y aparece la Reina de la hermosura como una brillante deidad ante la numerosa concurrencia. Elévase de todas partes un murmullo de admiración: el pueblo la aplaude, acátanla los nobles, y con la lanza golpean su propio escudo los caballeros en ademán de la osadía que a sus bizarros pechos inspira tan esclarecido premio. Brillaba el pudor en la frente virginal de la doncella, adornada con olorosa guirnalda de flores, la modestia resplandecía en sus ojos, y en su rico aderezo el oro y las piedras preciosas. Tal era la religiosidad con que se cumplían entonces las leyes de la caballería, tal el respeto que inspiraba la Reina del torneo, que al verla al pie del trono real, el mismo soberano bajó de él, y dándole la mano mientras hincaba la rodilla, la acompañó y colocó en el magnífico asiento preparado para recibirla. No se hizo empero demostración tan generosa sin que la aplaudiesen con entusiasmo los concurrentes, ensalzando a la par que las gracias de Blanca, el espíritu caballeresco del rey don Juan de Castilla.