Los bandos de Castilla: 03

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Capítulo II[editar]

El torneo.

Pero el agudo son de los clarines puso fin a tan públicas demostraciones. Viéronse entrar en la liza tres caballeros vistosamente armados adelantándose con gentil denuedo hacia la galería donde estaban los reyes: inclináronse ante ella, y dirigieron luego los caballos a las magníficas tiendas de los valientes mantenedores.

Hirieron al llegar con el cuento de las lanzas los escudos de los combatientes, y oyéronse en el mismo instante los ecos de una música militar, compuesta de trompas, clarines, añafiles y roncos atambores. Salieron los que sostenían las justas al bélico son dirigiéndose hacia el circo, en donde ya les aguardaban sus contrarios. Era por demás la gala y la riqueza que ostentaban aquellos paladines en los trajes y armaduras: descollaba entre ellos don Pelayo, montado en fogoso alazán, llevando un peto y espaldar que deslumbraban con el oro y las piedras preciosas. Tremolábanle en el alto crestón de la celada pomposos plumeros, y veíanse en su pesado escudo los Titanes escalando el Olimpo, con este jactancioso mote: en nada les cedo. Pero el caballero Monfort, más modesto y no menos esforzado, llevaba una armadura azul llena de dibujos y perfiles de oro, y por cimera en el casco un águila imperial, tendiendo las alas en medio de un gracioso grupo de plumas blancas y amarillas. Parecía el escudo de luciente acero: se levantaba en medio el pastor París, en ademán de entregar la manzana a una de las tres diosas, y a sus plantas se leía no a la más hermosa, a la más modesta. No menos arrogante que sus dos compañeros ostentaba el agigantado don Rodrigo de Alcalá la más lúcida armadura y bien dispuesta gallardía. Manejaba con suma destreza un caballo cordobés, y la pesadísima adarga que en su brazo parecía muy ligera, reflejaba los rayos del sol ya marchando puro y resplandeciente desde el contrapuesto horizonte. Notábase en su centro a un corpulento león profundamente dormido, y este letrero en torno: ¡ay de ti cuando despierte! La arrogancia y el ceño de estos guerreros, singularmente del hijo del condestable y don Rodrigo de Alcalá, a causa de ser primogénito el primero, y grande amigo el segundo de don Álvaro de Luna, les había hecho odiosos al pueblo, que los temía como a los tiranos de su país. Abroquelados con el favor de que gozaba en la corte este poderoso valido, despreciando siempre por inclinación y por jactancia todo principio de humanidad, y tratando a cautivos y a vasallos con una aspereza de que hay pocos ejemplares; habíanse atraído con harta razón el odio de los cristianos y el aborrecimiento vengativo de los moros.

Y mientras el rey don Juan iba a dar la señal de que se empezasen las justas:

-¿No observáis, Rodrigo, decía don Pelayo, el desaliño y flojedad de los primeros que se atreven a combatirnos? Vive Dios que estoy por retar a los tres a un tiempo para no degradarme con tan fácil triunfo.

-Pues a fe, respondió el señor de Arlanza, que no deja de haber altivez en sus motes y divisas. Advertid sino en el escudo del que se ha colocado en el centro a un guerrero, venciendo a un oso, con la letra debajo: tal será tu suerte. Y no le va en zaga el de la derecha: volveos un poco, por vida de Santiago, y veréis a un águila volando en campo azul, con las palabras aún más me elevo.

-Y si no me engaño, interrumpió Monfort, el que contra mí viene lleva el Ave Fénix por divisa.

-Ea pues, amigos míos, replicó el hijo de don Álvaro, yo me encargo de vencer al vencedor del oso, y os suplico que no dejéis de hacer otro tanto con el Fénix inmortal y el águila que se eleva. Poca gloria adquiriremos si no se presentan campeones más gallardos, y al parecer valerosos que los que vamos a arrancar de la silla.

Arrojó en esto el rey don Juan el bastón de mando en la arena, y al mismo tiempo alzó alegres alaridos el impaciente concurso, ansiosos de presenciar las altas proezas y los prodigios de valor que se prometía de tan gloriosa jornada. Rompieron en seguida los clarines, y arrancando de una y otra parte los combatientes, vinieron a encontrarse con no vista furia en medio del palenque. Nada pudo distinguirse de pronto a causa de la nube de polvo que levantaron los caballos; pero viose al momento que la lanza de don Pelayo había derribado a su competidor, y Rodrigo de Alcalá hecho perder los estribos a su rival. Sólo el que combatió con el esforzado Monfort sostuvo el honor de su partido por haber corrido contra su antagonista sin probar uno ni otro la más ligera desventaja. Aplaudió el pueblo la pujanza de los mantenedores, y no dejó sin recompensa la destreza o la fortuna del único competidor, que salió con bizarría de aquel primero y horroroso encuentro. Veíanse las damas tremolando millares de pañuelos y bandas de diferentes colores: los caballeros disponiéndose a tomar la defensa y ocupar el lugar de sus amigos, y el concurso en general dando las mayores muestras de complacencia, de interés y de entusiasmo.

Diversas comparsas de valientes caballeros se presentaron después de esta, con la esperanza de derribar a los mantenedores, pero sea que fuesen en realidad más diestros y esforzados, o que peleasen con más encono y bravura, ello es que en cuantos encuentros hubo llevaron constantemente la ventaja. En balde animaba el pueblo con altas aclamaciones y otros indicios de interés a sus contrarios, deseoso de ver por tierra el orgullo de Pelayo de Luna y Rodrigo de Alcalá; y en balde un melancólico abatimiento marchitaba la belleza de la noble heredera de Castromerín: la lanza del primero había derribado en la arena a los héroes de Castilla, de Francia, de Alemania y de Inglaterra, y a varios jóvenes guerreros de la célebre Granada. Yacía como postrada a sus soberbias plantas la flor de la caballería, y cuando se alzaba la visera, traslucíase en su insultante sonrisa la ferocidad y el desprecio.

Tales muestras de pujanza y gallardía arredraron a varios de los que se habían propuesto entrar en la lid, por lo cual había ya un buen espacio de tiempo que ningún guerrero se presentaba en la arena. Ufanos en sus tiendas don Pelayo y sus compañeros, provocaban con ojos airados a la descontenta muchedumbre: el duque de Castromerín ardía en deseos de abrazar a su triunfante yerno: miraba de cuando en cuando a la desconsolada Blanca como para felicitarse del esposo que tan cuerda y acertadamente le eligiera, y daba la enhorabuena al orgulloso condestable por los nuevos lauros que coronaban las sienes de su primogénito. Íbase pasando en la inacción y el desaliento un día tan gloriosamente comenzado, y empezaba a correr la voz por entre el despechado concurso de que la generación presente era débil y afeminada, faltando ya las buenas lanzas que años antes aterraron a los moros en las Navas, y arrebataron el santo sepulcro de manos de los sarracenos.

Pero todos estos movimientos de angustia y de impaciencia fueron a deshora interrumpidos por los ecos de un clarín anunciando un caballero por la puerta del Oriente. Animose con esto aquella inmensa muchedumbre cual si repentinamente dispertara de un letargo, y todos clavaron los ojos en la entrada del palenque por donde iba a comparecer el guerrero que se atrevía a querer arrebatar de manos de los mantenedores de las justas un triunfo que ya parecía indisputable, atendida su fortuna, habilidad y pujanza.

En esto se ve tremolar en la puerta del circo un hermoso penacho blanco, y levántase al mismo tiempo un grito de sorpresa y de alegría al reconocer en el nuevo paladín al famoso caballero del Cisne. Montado en arrogante caballo, luciendo a la vez la riqueza de sus armas, la soltura y la gallardía de su gentil persona, ostentando en su brillante escudo aquel terrible Cisne que tanto temían encontrar en la lid sus enemigos, y cubierto de la honrosa reputación que se había granjeado en batallas y torneos; presentose ante aquella entusiasmada asamblea con todo el prestigio del heroísmo, de la juventud y de la gloria. Llevaba como siempre calada la visera, aunque ya en secreto había declarado su nombre a los maestros del campo, puesto que era una condición a la que debían sujetarse cuantos entrar quisiesen a pretender la mano de Blanca de Castromerín.

El pueblo empezó a aplaudirle por la esperanza de hallar en el caballero del Cisne el único que sostuviera el honor de la jornada, y humillase la jactancia de los que se llevaban la palma del torneo, si bien gran parte del concurso por interesarse en su suerte temía verle justar con el intrépido don Pelayo. Los mantenedores se prepararon contra un enemigo más temible que cuantos se habían presentado hasta entonces, y la desconsolada hija de Castromerín lloraba de ternura y de complacencia al ver brillar este último rayo de esperanza en medio de los azares que la llenaban de angustia. En tanto el caballero del Cisne dio la vuelta en rededor del palenque, y al llegar ante la galería de los reyes hizo poner al caballo de rodillas inclinando la cabeza hasta la arena. Aplaudiose esta muestra de habilidad en el arte de la equitación, como igualmente otras muchas no menos diestras e inesperadas, de que hizo alarde antes de dirigirse a las tiendas de los mantenedores para herir el escudo del campeón con quien desease medirse.

«Hiere el broquel del caballero Monfort, gritábanle desde la arena, es el más humano y menos temible de los mantenedores;» pero el noble aventurero, sin hacer caso de semejantes avisos, encaminábase con gentil denuedo hacia la tienda que ocupaba don Pelayo, y llenó de admiración a los concurrentes dando tan recio golpe en el cóncavo escudo de este guerrero con el hierro de la lanza, que resonó por los cuatro ángulos del palenque.

Pasmado don Pelayo de la audacia del joven incógnito salió a la puerta del pabellón, y como mofándose le dijo: ¿no sabes que acabas de retar al que ha derribado veinte campeones más capaces que tú de mantenerse en la silla? ¿O estimas en tan poco la vida que así te empeñas en perderla?

-Monta a caballo y sígueme, respondió el del Cisne.

-A seguirte voy, afeminado mancebo, pero será para castigar tu orgullo con la muerte, replicó enfurecido don Pelayo.

Y en esto montando en su brioso alazán bajó al circo donde ya le esperaba colocado en uno de sus extremos su atrevido y acaso imprudente rival. Detúvose en el opuesto, y aguardaron ambos en medio del silencio universal de los espectadores que los clarines diesen la señal de acometer. Óyense de repente sus terribles ecos, y avanzan los dos paladines con polvoroso ímpetu, puestas las lanzas en ristre, y se encuentran con sin igual violencia en medio de su velocísima carrera. La lanza de don Pelayo dio en el escudo del caballero del Cisne, que era el blanco a donde se dirigía, y rompiéndose con la fuerza del golpe, hízole bambolear un momento sobre la silla, mientras la del incógnito, haciéndose también astillas al dar en medio de la adarga de su contrario, obligó al caballo de este a sentar las ancas en la arena, bien que lo levantó al punto la habilidad y el esfuerzo del paladín que lo montaba. Ambos guerreros volvieron las riendas para correr segundas lanzas, no habiendo probado uno ni otro conocida ventaja en las primeras, y no dejaron de arrojarse en el breve momento de su choque una mirada, al parecer de fuego, por entre las barras de la visera.

Entusiasmados aplausos resonaron en toda la extensión del palenque al presenciar este singular encuentro, reputado por el más diestro, el más sagaz y bien sostenido de toda la jornada. El pueblo, los caballeros, las damas, la corte misma dieron muestras nada equívocas del júbilo e interés que les inspiraba el joven guerrero, que había venido a disputar al valeroso don Pelayo una corona, que nadie se atrevía a arrebatarle. Sólo el ver a los dos caballeros en disposición de embestirse por segunda vez, puso fin a tan bulliciosos enajenamientos. En efecto, uno y otro volvían a ocupar los extremos de la plaza donde habiendo tomado nuevas lanzas de manos de los escuderos, aguardaban con la mayor impaciencia el bélico son de los clarines. Parten nuevamente a sus ecos el rápido impulso de los caballos, y vuelven a chocar en medio de la ensangrentada arena con igual ímpetu y bravura, aunque no con la misma fortuna o destreza. La lanza de don Pelayo se había roto con tanta fuerza contra el broquel de su antagonista, que le hizo perder de todo punto los estribos; pero el incógnito, que desde el principio de la carrera amenazaba también con la suya al escudo de su rival, cuando lo tuvo a poca distancia cambió de repente la dirección, y eligiendo al yelmo por blanco, lo acertó diestramente de medio a medio, derribando con tan inesperado bote al caballo y al caballero que rodaron por la arena envueltos en una nube de polvo.

Aquí llegaron a su colmo los aplausos y aclamaciones de todo el concurso, que no se cansaba de celebrar una lanzada tan a tiempo, tenida por la más difícil en el arte de justar, en razón del tino que requería el clavar la punta de la pica en medio de la frente del contrario.

Desembarazarse de los estribos, ponerse en pie y empuñar la espada, fue obra de un momento para el aburrido y furibundo don Pelayo. Salta de su bridón al notarlo el caballero del Cisne, y dirigiéndose a su enemigo con el acero desnudo, trábase un combate más sangriento, sagaz y peligroso. Los dos héroes se acercan, se observan, se embisten: los golpes responden a los golpes; el eco los repite tal vez a un mismo tiempo. Crúzanse los aceros, tíñense en sangre, chispean; la vista más perspicaz y diligente no puede distinguir todos sus movimientos. Los petos y espaldares ofrecen ya una resistencia débil a las terribles diestras; saltan ensangrentados a sus golpes pedazos de las brillantes armaduras. Un silencio el más profundo reina en los concurrentes: píntase en los semblantes la agitación y el temor: las damas no tremolan sus cintas, bandas, ni pañuelos; los caballeros contemplan atónitos aquel combate singular, y hasta el pueblo se estremece al ver los recios y denodados golpes que se descargan los dos encarnizados combatientes. Pero ¿quién será capaz de decir lo que pasaba en el corazón de la Reina del torneo? Pálida y sin aliento seguía con alterada vista los movimientos del caballero del Cisne: a veces iba a lanzar una exclamación de dolor, a veces se cubría el rostro con las manos: no le era posible ocultar el interés que tomaba en un combate que iba a decidir de su suerte.

Entretanto los paladines seguían combatiendo con el mismo furor: suelto y ligero el caballero del Cisne, fatigaba sin cesar a su membrudo contrario, débil por una parte a causa de la sangre que había vertido, y algo trastornado por otra con el golpe de caída. De repente se ve la espada del incógnito brillar como un relámpago por encima del alto penacho de don Pelayo, caer después ruidosamente sobre el yelmo, y dividirlo en mil partes de una cuchillada que hace estremecer la barrera, dejando la cabeza del enfurecido caballero desarmada e indefensa.

Álzanse en aquel vasto recinto nuevos y tumultuosos clamores celebrando la victoria del caballero del Cisne, mientras este al ver a su enemigo sin casco, iba sólo parando los golpes, que le tiraba con el mayor furor, pero sin dirigirle ninguno.

-No seas tan soberbio en desdeñar combate, díjole el hijo de don Álvaro echando espuma por la boca: ninguna falta me hace el yelmo para vencerte.

-Más caso hago de mi honor que de tus bravatas, le respondió el incógnito: cubre esa cabeza que tan mal has defendido, y prometo descubrírtela otra vez.

-¡Villano! replicó don Pelayo, mil vidas que tuvieras no me podrían pagar tus insolencias.

Así diciendo corre hacia él con la espada levantada, pero llegando los maestres del campo a todo escape, se pusieron en medio de los combatientes, diciendo al ciego y embravecido paladín, que según las leyes del torneo debía confesarse vencido.

-¡Vencido! ¿y por quién?

-Por el caballero del Cisne.

-¿Y él ha de lograr la mano de la hija de Castromerín? exclamó rechinando los dientes don Pelayo. Antes que tal suceda yo sabré castigar su arrogancia y osadía.

-Pero no en este lugar, añadieron los maestres del torneo.

Con esto retirose a su pabellón para descansar en él y devorar la rabia que le causaba el vencimiento, y el caballero del Cisne montando en su arrogante caballo, se encaminó a la tienda del impetuoso don Rodrigo, en cuyo escudo golpeó también con el hierro de la lanza. Ufano el señor de Arlanza de su estatura colosal, y de las prodigiosas fuerzas que alcanzaba, corrió al encuentro de su enemigo como anhelando vengar el ultraje que recibiera don Pelayo; mas derribole el incógnito tan mal parado de la caída, que los escuderos hubieron de llevarle en brazos a su tienda.

Más cortés el terrible incógnito con el caballero Monfort hirió su escudo con el cuento de la pica, y combatió, al parecer, sólo para dar muestras de una brillante destreza, como las diera anteriormente de serenidad y pujanza. Sin empeñarse en derribar a su contrario lo dejaba sin aliento por medio de varias suertes ingeniosas y difíciles. Rechazábalas Monfort lleno de cólera y bravura, siempre amenazando al escudo de su rival y aplicando a cada lanzada todos sus brios con la esperanza de hacerlo rodar por la arena; pero el caballero del Cisne no sólo burlaba diestra y ligeramente sus esfuerzos, sino que hacía que redundasen en perjuicio de su mismo enemigo por lo mucho que lo fatigaba y enfurecía. Al fin, en una de las varias carreras que dieron perdió Monfort los estribos sin nunca haber podido mover de la silla a su contrario y los maestres del torneo lo declararon por vencido, puesto que el combate no era a todo trance, sino con armas embotadas o corteses.

Dueño ya del campo el caballero del Cisne, y cubierto de gloria y de lauros, bajó del fatigado bridón y dirigiose, conducido por los maestres del torneo, a las gradas del trono real. Hincó en ellas la rodilla, y pidió permiso a los reyes para ir a poner sus triunfos a las plantas de la hija de Castromerín.

-Es muy justo, respondiole el monarca, y ella tiene únicamente el privilegio de mandaros que os levantéis la visera.

-También la alzaré ahora mismo, dijo el del Cisne, si tal es la voluntad de V. A.

-Ningún poder tiene nuestro cetro, repuso generosamente el monarca, donde se halla la Reina de la hermosura y de los amores. Corred a sus plantas, afortunado guerrero, y sabed que nos complacemos de que le haya concedido el cielo un esposo tan digno de su belleza, nacimiento y virtudes.

Al decir esto besole el incógnito la mano, y encaminose al pie del solio ocupado por Blanca de Castromerín. Allí postrado ante aquella beldad celestial se levantó la visera, quitose el yelmo, y enseñó a todo el concurso un semblante el más amable, gracioso y varonil. Caíanle sobre la espalda los ensortijados cabellos, y un hermoso carmín cubría sus nobles facciones. Miró un momento a la Reina del torneo, y quedose como en éxtasis al aspecto de aquella delicada hermosura. Blanca, dando gracias al Altísimo por verse libre de don Pelayo, y teniendo elevados al cielo sus dulcísimos ojos, radiantes con la expresión de un divino arrebato, parecía uno de los ángeles de Milton escuchando en las delicias de un santo entusiasmo la sublime armonía de las harpas celestiales. Entretanto besábale la mano el triunfante don Rodrigo, y la impresión ardorosa de sus labios hizo volver en su acuerdo a la enajenada doncella. Baja modestamente los ojos hacia su valiente libertador, y aquella tierna mirada decide desde aquel instante de la suerte de su vida.

-¡Cuánto no os debo! le dijo con un acento que llegaba al corazón.

-¡Ah! bien poco tardaréis en aborrecerme, respondiole tristemente el hijo de Pimentel.

-¡Aborreceros!... la sangre que habéis derramado en mi defensa...

-Es la sangre de un hombre que os adora, de un hombre que derramaría gustoso la que le queda para poder hablaros un solo momento con libertad. ¡Ah! no os olvidéis jamás del caballero del Cisne.

En esto llegaba apresurado el duque de Castromerín deseoso de abrazar al famoso adalid que había tan brillantemente combatido para alcanzar a su hija. No en balde, decía, me hablaba el corazón en su favor: ceda a tan valiente guerrero la flor de la caballería: el esposo de Blanca es un héroe. Publiquen al momento los heraldos el esclarecido linaje de este bello joven tantas veces vencedor.

Ratifica Blanca a los maestres del torneo este mandato de su padre, y dirígele Ramiro una mirada melancólica: lee la hermosa doncella lo que pasa en el corazón de su caballero; quisiera entonces que no se publicase su nombre... pero era tarde: el concurso lo pedía con impaciencia, y ya se escapaban de la boca de los heraldos las funestas palabras: Ramiro de Linares, hijo del conde de Pimentel.

-¡Infame! gritó al oírlo el duque de Castromerín, a quien con tan inesperado lance se habían vuelto los ojos de toda aquella concurrencia: ¿y así has abusado de los privilegios de un torneo para venir a insultar en su corte misma al soberano de Castilla? ¿Y mi hija había de ser la esposa del odioso Pimentel? Yo castigaré esa soberbia que te ha traído a combatir contra los que justamente aspiraban a poseerla. ¡Ola! ¡vengan mis armas y caballo! Monta también en el tuyo, orgulloso paladín: acaso reprimiré tus brios, y escarmentarán en tu muerte los demás vasallos del ambicioso monarca de Aragón.

Dice, y blandiendo la lanza reta públicamente al caballero del Cisne. Pero ¿qué había sido de este célebre guerrero? En vano los heraldos pronuncian por tres veces su nombre en alta voz: el hijo de Pimentel no se presenta; ha desaparecido; nadie puede dar la menor luz sobre su suerte.

En tanto pálida y sin aliento permanecía Blanca lánguidamente postrada a los pies del rey don Juan de Castilla.

-Señor, ¿qué delito, le decía, ha cometido aquel valiente caballero en lucir su gallardía y su destreza? Vasallo es del rey de Aragón, siempre contrario al monarca castellano, pero las leyes del torneo permiten que peleen en ellos hasta nuestros más encarnizados enemigos. Cede el rencor y la cólera al ver a un paladín que se lanza animosamente en la arena sin quebrantar los nobles usos de la caballería. ¿Y una ley tan sagrada no había de valer al valiente que lleva la divisa del Cisne, sólo porque es vasallo de la corte de Zaragoza e hijo de Pimentel?

-Le vale, respondiola el rey don Juan, para que no le mande perseguir, no quite a los infantes su más valeroso partidario, y libre a nuestras huestes de su más terrible enemigo. No debe sin embargo considerarse como vencedor del torneo, puesto que no ha contestado al último reto, y mucho menos con derecho de aspirar a vuestra mano.

-¡Señor!... exclamó Blanca, y avergonzada de lo que iba a decir, inclinose profundamente y guardó melancólico silencio.

-Duque de Castromerín, dijo a la sazón el condestable, vos solo debéis ser proclamado vencedor.

-Con eso recupera todos los derechos sobre su hija, replicó otro cortesano.

-Y puede recompensar con ella al que ha derribado más valientes en esta gloriosa jornada, añadió don Álvaro de Luna.

-Os entiendo, respondió Castromerín, y juro que sólo será esposo de Blanca el que ha acreditado en este circo ser la mejor lanza de que se jacta Castilla.

La indicación del condestable fue más que suficiente para que el rey don Juan se apresurase a cumplir los deseos de su orgulloso favorito, y así publicaron por orden suya los heraldos vencedor del torneo al duque de Castromerín, en atención a haber sido el último que permaneció en la liza; y héroe de la jornada a don Pelayo de Luna que hizo morder la arena a mayor número de competidores. El pueblo, sin embargo, entusiasta siempre por lo grande y extraordinario, y no interesándose en los partidos que dividían las principales familias de la corte, hizo justicia al verdadero vencedor, y apenas vitoreó al hijo de don Álvaro, cuando tan numerosos y festivos habían sido las vivas que prodigara al caballero del Cisne.

Levantose en seguida el rey y salió del circo, acompañado de lo más noble y espléndido de su corte, y marcháronse también los innumerables espectadores que habían asistido a tan célebre torneo. Veíanse partir en diferentes grupos: oíase en alguno de ellos el canto de los poetas que ya celebraban las proezas de aquella inmortal jornada; y en otros a varios caballeros armados de punta en blanco disputando acerca del valor, serenidad o destreza de los que habían combatido. Unos se disculpaban a sí mismos por no haber entrado en la lid, otros por haber sido desgraciados en ella; aunque todos generalmente convenían en que el caballero del Cisne se había llevado el honor y la gloria de aquel día, no menos valiente en el acometer, que diestro y atinado en el arte de justar. No faltaba quien lo comparase a las más famosas lanzas de la cristiandad, que años antes fueran el terror de los infieles del Oriente, y de los árabes intrépidos que habitaban la Andalucía. También hubo quien le juzgase inferior a don Pelayo, atribuyendo la desgracia de este aplaudido paladín a circunstancias accidentales; pero de todas maneras hablose durante mucho tiempo del torneo de Segovia, y fueron sus grandes hechos de armas el objeto universal de la admiración de los pueblos, del respeto de los guerreros, y de la musa de los trovadores.