Los bandos de Castilla: 12
TOMO 2º
[editar]Capítulo XI
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Salió un lebrel jadeando de lo más espeso del bosque, y dirigiéndose a Matilde interrumpió su enajenamiento acariciándola con mil demostraciones de alegría, hasta que un agudo silbido lo hizo volver a la selva con la misma velocidad que había venido de ella.
-He aquí el leal compañero de mi hermano, quien sin duda no tardará a llegar, dijo Matilde.
-Efectivamente, respondió Arnaldo bajando por lo alto de una roca, aquí me tenéis, y por cierto que no necesitaba del instinto de mi fiel Berganza para encontraros. Por lo demás confieso francamente que prefiero las magníficas fuentes de Napolés a esa mezquina cascada a pesar de la situación romántica que le encuentra la carissima sorella; pero todo lo he de llevar con paciencia porque esos montes son su Parnaso, y ese limpio arroyo, amado Ramiro, es su Hipocrene. Por cierto, añadió llegando a ellos, que haría gran servicio a mi bodega si pudiera encasquetar a Cabestany la virtud de sus cristalinas ondas: bueno será no obstante que probemos primero si tienen efectivamente la divina influencia de las de Castalia para mejor persuadírselo; y diciendo y haciendo recogió las que pudo en la palma de la mano y empezó a recitar con aire teatral los siguientes versos:
¡Astre benigne de la nit callada,
de más tristesas consolant figura,
de más velladas única templansa,
pallida Lluna!
Paréceme que con la lengua provenzal no acierto a pintar las bellezas de este silvestre Helicón; vamos a ver si el castellano se prestará de mejor grado a mis nuevas inspiraciones.
¿Y es cierto, es cierto, suspirada fuente,
que al fin bañar y deleitarme pueda
en tus cristales? ¿y en tu fresca orilla
tendido blandamente
de esos móviles mirtos al abrigo,
me será dado recordar mis penas,
y querellarme, y sollozar contigo?
¡Ay que no en balde el ánimo enajenas
y a tu agradable soledad le llamas!
¡Ay que no en balde el corazón inflamas
y a delicioso meditar le incitas!
¿Do te escondías?... De sudor cubierto
desde la aurora que hacia ti camino,
de ese feliz desierto,
consuelo del sediento peregrino
que en tu onda limpia solazar se pudo,
¡purísimo raudal! yo te saludo.
-Os suplico, dijo Matilde, que no nos hagáis contraer conocimiento con los pastores de vuestra insípida Arcadia: nada tenemos que hacer con los Tirsis, Coridones ni Lindoros.
-Puesto que no gustáis del cayado ni del zurrón, replicó el conde, empuñaré la trompa heroica y acaso logre suavizar vuestro descontentadizo humor.
-Siempre lo gastáis muy jovial, querido Arnaldo, y las musas de este desierto gustan de más recogimiento en sus neófitos.
-Y sin embargo, respondió el conde, os puedo asegurar que mi corazón no está siempre placentero:
Nessun maggior dolore,
che ricordarsi del tempo felice
nella miseria...
-Dejad eso, hermano mío, interrumpió Matilde, y creed que las divinidades de estos bosques no dejan de velar por la bienandanza de sus antiguos señores. Ahora, si os parece, tomemos alegremente la vuelta de San Servando, a fin de que descanse nuestro ilustre huésped.
-Habéis apuntado muy bien, bella ciarlerina; y tomándola de la mano dirigiéronse los tres seguidos de las doncellas de Matilde hacia el castillo que les servía de morada.
Andaba taciturno nuestro héroe porque no le era posible desvanecer el sublime embeleso que le causara el canto de la hija de Armengol. Todavía sonaba en sus oídos el eco de aquella voz divina mezclada con los suspiros del arpa y el sonoro murmullo de las aguas, y parecíale escuchar aquellos versos llenos de robustez, ricos de imágenes y ataviados con los adornos de fluida y vigorosa pompa.
Muchos días se pasaron sin que hubiese variación en la suerte del caballero del Cisne. Veía llegar sucesivamente a San Servando conduciendo los vasallos del conde de Urgel, quien sólo aguardaba su reunión total para irse a juntar con el infante don Enrique de Aragón. Bien es verdad que nuestro héroe quería llegarse al castillo de su padre situado en el corazón de este reino, tanto para recibir su bendición como para ponerse al frente de sus vasallos del conde de Pimentel; pero era tan agradable la sociedad de que gozaba en San Servando, y se pasaban allí los días tan fácil y deliciosamente, que retardaba sin advertirlo el de su partida. La impresión que Matilde hiciera en su pecho era tanto más grata, cuanto hallaba en ella todo lo que puede desear un joven entusiasta por la belleza y la gloria. En el decoro de sus ademanes, en sus talentos por la poesía y la música, y en el sabor de culta cortesanía que adornaba su conversación; había cierto atractivo candoroso y angelical, capaz de conmover el alma del hombre más bárbaro. Aun cuando se reía conservaba en su misma jovialidad tal decoro, moderación y nobleza, que parecía elevarla sobre las demás mujeres; bien que se echaba de ver que sólo por complacer a los otros tomaba parte en los pasatiempos y escenas de brillante galantería que hacen la principal felicidad de las personas de su sexo. En resolución, dedicando sucesivamente las horas con esta amable hechicera a caprichosos paseos, a la agilidad del baile, o al cultivo de las artes; únicamente existía para seguirla y admirarla. Acaso hacía en su interior la comparación de sus gracias con las de Blanca de Castromerín, y arrebatado por esta idea abandonaba de pronto la sociedad de San Servando, e íbase a pensar en sus amores sentado en lo alto de una roca, o paseando por la margen de un arroyo.
Días había que se hablaba entre los capitanes reunidos en el alcázar del conde de Urgel de divertirse mientras esperaban a sus compañeros en una grande cacería dispuesta hacia lo más fragoso y desierto de la montaña. Arnaldo había detenido a su nuevo amigo ponderándole los placeres de aquella diversión, y el caballero apenas se hiciera de rogar sobre todo sabiendo que la joven Matilde había de concurrir a la fiesta. Amaneció el día destinado para tan guerrero pasatiempo y desde la madrugada se reunieron en el patio grande de San Servando los guerreros que se hallaban en el castillo, varios feudatarios de la casa de Urgel, algunos barones de las cercanías, y multitud de flecheros, pajes, palafreneros y criados inferiores, sujetando ágiles caballos acostumbrados a trepar por aquellas sierras, y sueltos alanos de afilados dientes sedientos de agarrarse a las orejas del cerdoso jabalí, o acosar al velocísimo ciervo. Allí aguardaron al conde que no tardó en reunirse a ellos acompañado de su elegante hermana montada en gentil bridón, cuyas riendas, a fuer de galán caballero, momentáneamente tomara desde el suyo el hijo de Pimentel. Leíase en los ojos de este último cierta complacencia interior al contemplar aquellos ruidosos preparativos, tan semejantes a los de la guerra, figurándose tal vez halagado por su marcial bullicio, el gozo que tendría dentro de muy poco tiempo al romper con el acero en la mano por medio de los escuadrones de don Álvaro de Luna, a cuya frente no dejaría de hallarse su orgulloso primogénito.
Pusiéronse entonces en marcha y el áspero son de las bocinas, el ladrido de los perros, los lelilíes de los pajes, gritos de los palafreneros y relincho de los caballos producían en el ánimo una emoción tan enérgica y belicosa, que se sentía superior a sí mismo y dispuesto a tomar parte en los mayores peligros. Cuando llegaron a larga distancia del castillo en un espacioso valle cercado de altas peñas y de enmarañados bosques, hicieron alto; y bien pesadas las noticias de los que habían salido al ojeo, colocóse en círculo la flor de aquellos ilustres cazadores ante las dilatadas selvas, a los que enviaron flecheros y muchedumbre de vasallos, a fin de que hostigando las fieras y aguijoneándolas hacia el valle, tuviesen sus señores ocasión de distinguirse luchando cuerpo a cuerpo con ellas.
Habían ya pasado algunas horas desde que asomara el sol por el horizonte, y guardaban aún los cazadores el más profundo silencio apostados, según el juicio de los más viejos, enfrente de las gargantas y desfiladeros de aquellos montes. Coronaban los altos peñascos sendos grupos de flecheros con la saeta encajada en el arco, la cuerda tirante y el cuerpo algo inclinado hacia atrás en ademán de dispararla, tan inmóviles al parecer, que se podía dudar desde abajo si eran estatuas colocadas a propósito en aquellas cumbres para recuerdo de memorables hazañas. Oyéronse de repente grandes gritos, acompañados de silbos y destempladas bocinas, saliendo de lo más recóndito de las montañas, y anunciando a los cazadores del valle la impetuosa avenida de las fieras. En el mismo momento viéronse muchos de los montañeses que las acosaban trepando por las rocas, abriéndose paso entre los matorrales y vadeando los arroyos, siempre con el hostil objeto de cortar la retirada a los más tímidos habitantes del desierto, y envolverlos también en la celada que les habían tendido. Hubo un movimiento universal en toda línea: enristráronse las lanzas, armáronse las ballestas, colocáronse los grupos y se volvieron todas las miradas hacia el bosque en razón de que ya se oían más cercanos los aullidos de los perros que venían luchando con los animales más feroces. Apareció en fin la vanguardia de los ciervos formando con sus astas enramadas y puntiagudas, una especie de selva ambulante, no menos temible a veces que los colmillos del jabalí o los retorcidos cuernos del toro de Jarama. Vinieron tras de aquestos otros muchos, y al verse cercados de todas partes, reuniéronse hacia el centro del valle donde tomaron cierta actitud amenazadora formando una especie de falange, capaz de poner espanto a cazadores menos diestros y aguerridos.
Al contemplar sus ojos fulminantes de cólera, y la terrible calma con que los ciervos más viejos los fijaban en sus sitiadores, gritaron alerta los que más entendían en aquella lucha, y anunciaron que había de estar todos prevenidos para alguna vigorosa acometida. Empezaron no obstante a lanzarles flechas acompañadas de todo género de armas arrojadizas, en vista de lo cual hallándose reducidos al último extremo, arremetieron en diversas direcciones contra los cazadores, que con bulliciosa algazara dieron principio a un combate que exige de suyo bastante serenidad y destreza. En caso de que se arrojaran a la par muchos ciervos a un mismo punto, los que lo defendían tendíanse boca abajo; pero si se desbandaban en medio del alboroto, ya carecían de su mayor recurso y eran fácilmente inmolados al encono de sus astutos perseguidores.
También salieron del bosque hocicudos lobos y espumosos jabalíes abriéndose ancho sendero por entre la más revuelta maleza, al paso que procurando defenderse de los robustos montañeses y desasirse de los canes cebados en aquel combate, más fáciles por cierto en dejarse matar, que en soltar la presa. Ya entonces habiéndose disuelto la línea presentaba aquel circo un espectáculo variado con infinitos incidentes de sagacidad peligro o valentía, los cuales sostenían el interés y animaban la tumultuosa escena. En primer lugar un hermoso escuadrón de caballeros corriendo por distintos lados alanceaba con gentil vigor a toda suerte de animales: mas allá los flecheros descendiendo de las cumbres asaeteaban a los que revolvían para guarecerse al monte, y al mismo tiempo los demás criados llamaban a los perros por sus nombres ya para reprimir su ardor, ya para inspirarles audacia. A esta confusión general de carreras, encuentros y revueltas, debe añadirse las voces de los cazadores, el ladrido de los alanos y mastines, el eco de las bocinas y el trémulo son de las trompetas, de todo lo cual resultaba un acalorado tumulto, una discordante algarabía, veraz y desoladora imagen del modo con que se hacía la guerra en aquellos tiempos semi-bárbaros. Alzábase el grito a una recia lanzada y aplaudíase la flecha que abatía de golpe la víctima; algunas espiraban al recibir la herida, pero otras menos felices lucharon largo rato con las bascas de la muerte, o huyeron a los bosques llevando enarbolada en el pecho la agudísima saeta. Cuando caía algunos de los animales más corpulentos, presentábanlo como un triunfo a Matilde de Urgel, que desde una verde colina, custodiada de unos cuantos caballeros, contemplaba tristemente aquel sangriento combate. No pocas veces volvió el rostro al otro lado más pálida que los rayos de la luna, pero muy pronto los fijaba nuevamente en la pelea, arrastrada de no sé qué secreto impulso de curiosidad, sin que por otra parte hallase placer en presenciarla.
Pero así que la huida de algunos animales y el destrozo de otros muchos despejó algún tanto aquel inmenso campo de batalla, llamó la atención de los cazadores un hermoso y arrogante ciervo que desde el medio del circo luchaba contra los que le acometieran con tal astucia y vigor, que a no haber sido por la multitud de sus enemigos, mil veces lograra escaparse rompiendo por en medio de ellos.
En vista de aquel noble denuedo rogó Matilde a su hermano que perdonase la vida a un animal tan digno por su esfuerzo y gallardía de ser el rey de las selvas. Alzóse al punto un grito de perdón, y el bravo ciervo halló el camino para correr libremente a la montaña. Al verificar no obstante su gloriosa retirada, desde lo alto de una roca hendió una flecha los aires y clavóse silbando en el corazón de la fiera. Volvió el ciervo la gallarda cabeza, y echó una ojeada a su enemigo con orgulloso desdén, cual si lo despreciase por tan cobarde victoria. Quiso seguir su carrera pero flaqueáronle las piernas; animóse de nuevo, vaciló un momento, y conociendo sin duda su próximo fin, despidióse de la vida mirando tiernamente al bosque, y cayó por último cubierto de laureles en la arena, cual caen los héroes en el campo del honor como sepultados bajo de su propio triunfo. Hubo una exclamación general de angustia con tan lamentable espectáculo y el conde Arnaldo juró castigar al bárbaro que no había respetado sus órdenes, ni sabido apreciar la bravura de tan peregrino animal.
-No podéis figuraros, dijo Matilde a Ramiro, el dolor que me causa este último lance: hame primero parecido ver en tan desastrada muerte el mismo fin que cabrá a alguno de los bravos paladines que desenvainan el acero para defender los derechos de nuestra familia. Mucho me interesa la suerte de mi hermano, mucho me halaga el proyecto que ha formado en favor del infante don Enrique; pero mejor quisiera verlo pacífico y feliz en San Servando, aunque no tuviese más vasallos que los que encierra aquel grosero edificio.
-¿Y es posible, respondió el caballero, que hable de esa suerte una joven de tan altos y pundonorosos principios? Aunque espire el guerrero en el campo de batalla, ¿no haya por dicha una larga recompensa en los laureles que sombrean su sepulcro? De mí sé decir que no encuentro música tan grata como los clarines que anuncian la refriega, momento tan feliz como aquel en que hirviendo en bélico entusiasmo se pelea por la patria y por la gloria, ni placer tan dulce como el que se goza después cuando se triunfa.
-Confieso, respondió Matilde, que hubo un tiempo en que hacia alarde de esas mismas ideas; pero inclínome ahora a pensamientos más tranquilos: tras de la borrascosa edad en que nos deslumbra la fantasía, viene otra más pacífica y templada en la que buscamos el tibio calor del hogar doméstico, y el modesto atractivo de placeres constantes y apacibles. Razón es que se mitiguen esos ímpetus de audacia para hacer lugar a mas sociales afectos.
-Si tal decís, replicó el caballero del Cisne, ¿qué pensáis de la pura llama que anima a los campeones de la caballería? ¿Qué del heroico impulso que les hace correr toda la tierra en busca de la inocencia perseguida para salir noblemente en su defensa? ¡Ah!, no condenéis por Dios el objeto de institución de tan sagrada, antes bien, amable Matilde, conservad en nuestros pechos el blando y benéfico calor que al principio nos inspira; pero que sólo está reservado el hacer que no se extinga a la virtud y a la hermosura.
Aquí llegaban de su diálogo cuando se junto a ellos el hermano de Matilde, ocupado hasta entonces en mandar recoger los venados, jabalíes y demás animales que habían caído: rodeáronles en el mismo instante los más distinguidos caballeros de la concurrencia, que oyeron llenos de júbilo y satisfacción como el conde daba la orden de tomar la vuelta de San Servando. Para los que iban a caballo no dejaba de ser muy caprichoso el cuadro que les ofrecía aquella triunfante retirada. Los vasallos del conde rompían la marcha llevando sujetos los canes por medio de las cadenas de bronce pendientes de sus collares: seguíanlos los pajes y palafreneros cantando canciones báquicas en torno de rústica andas hechas de troncos de árboles y llevadas por membrudos montañeses, sobre los cuales iban las víctimas de la sangrienta cacería cubiertas de verdes ramas de encina y pino, en las que aún brillaba el rocío de la noche. Ocultábanse a veces a la vista del espectador y volvían a salir de repente marchando a lo lejos por las cimas de las alturas que describía aquel montuoso sendero. Venían después hablando familiarmente los feudatarios, capitanes y barones que habían tomado parte en el bélico pasatiempo: y en medio de ellos querido y acatado de todos el joven conde de Urgel y su hermana Matilde, objeto universal de las atenciones, y particularmente servida por el obsequioso Ramiro de Linares. El coraje y pertinacia de los animales que lucharon, la habilidad y denuedo de los que les acometieron, la templanza deliciosa de la mañana, y los ricos despojos recogidos en la batida, fue constantemente el sabroso argumento de sus pláticas y agradables altercados.
-Vive Dios, exclamó Arnaldo, que al ver al más fiero jabalí, arrojándose furioso contra el barón de Oliana no dejé de temer por su vida.
-Y si no acude tan a tiempo, respondió el barón, el caballero del Cisne, os juro que no saliera bien librado de la lucha.
-Pues la lanzada que os salvó, repuso uno de los capitanes interrumpiéndole, es acaso la mejor que se haya dado en esta singular refriega.
-De buena gana, replicó el hijo de Pimentel, la cedería por la que dio principio a la acción, derribando en tierra el ciervo que hacía punta queriendo romper la línea.
-No digáis tal, respondió Arnaldo; yo tuve el tiempo necesario para prepararme contra un enemigo que vi venir; pero vos os arrojásteis entre la fiera y su víctima, sin otra esperanza para salir bien de tanta intrepidez que la de vuestra osadía o destreza.
Aplaudieron todos como de justicia estas palabras del conde, y el caballero del Cisne recibió los elogios a los que se hizo acreedor por su generosa valentía.
-No dejo de admirar, díjole a la sazón Matilde, mientras continuaban hablando los demás con mayor algazara que nunca, la brillante audacia que habéis desplegado en esta ocasión; pero lo que me plugo hasta hacerme verter lágrimas de ternura fue el nobilísimo impulso de arriesgar vuestra vida para socorrer a un hombre que os era desconocido.
-No veo en ello la virtud que vuestra generosidad le presta: otro tanto hubiera hecho cualquiera de esos caballeros iniciados como están en los principios del honor, y hallándose en la presencia de aquella a quien tanto aman y reverencian.
-Yo no digo, respondió Matilde, que no brille en esos barones y guerreros algo del entusiasmo que vigoriza los héroes; pero hay ciertas acciones rápidas e involuntarias, que más que de las cualidades del cuerpo nos dan idea de las prendas del ánimo. Tal ha sido por ejemplo la que os ha hecho alancear con peligro de vuestros días el rabioso jabalí que embistió al barón de Oliana.
-No me supongáis por Dios, replicó don Ramiro, méritos de que desgraciadamente carezco. Criado entre los peligros y deseoso siempre de igualarme a los demás, no pude ver sin noble emulación las diestras cuchilladas y recios botes que dieron principio a la cacería. Determiné pues no quedarme en zaga y probar a esos valientes que no era enteramente indigno de acompañarles en más considerables empresas: vi un momento de peligro y arrojóme a él por un impulso natural, cual me sucede en un combate o en la brillante lucha de un torneo. Ahora si hay en eso alguna virtud estriba tan solamente en los principios que la infunden, y no son otros, Matilde, que los de la esclarecida orden de que os hablaba esta misma mañana.
Sólo respira fiereza y ardimiento, pensó Matilde interiormente, y es en vano hablar a ese corazón de más blandas y afectuosas impresiones: un funesto deseo de fama lo domina, deseo que acaso algún día hará derramar lágrimas amargas a mi anciano bienhechor, y cubrirá de luto nuestras desventuradas familias. ¡Ah! Su más brioso caballo, su más luciente armadura tendrán más parte en sus afectos que los tiernos aunque modestos consejos de una miserable huérfana: ¡plegue a Dios que nunca haya de arrepentirse de haberlos desatendido!
Llegaron en esto al castillo de San Servando donde celebraron los triunfos de aquella jornada con abundante comida, y los himnos de Cabestany cantados por la misma Matilde, a ruegos de aquellos valientes, que no se cansaban de bendecirla y admirarla.
Observaron algunos que su canto era menos firme que otras veces, y había en las inflexiones de su voz cierta lánguida dulzura que dispertando suaves memorias enternecía el espíritu; lo cual atribuyeron a la agitación de aquella mañana, o a que habiéndole recordado los azares de la caza las escenas y peligros de la guerra, temblaba ya por los días de su muy amado hermano.
Disponiéndose éste a partir todo lo más pronto posible en razón de las últimas noticias recibidas en San Servando, por las que supo entre otras cosas que le aguardaba impaciente don Enrique de Aragón; ya el caballero del Cisne no pudo diferir la marcha, y aun aquellos preparativos de guerra le hubieran determinado a darse prisa, haciéndolo sonrojar por los muchos días que había pasado en la ociosidad y la holganza. No hubo remedio: despidióse de Arnaldo y de los demás caudillos y guerreros allí reunidos, quienes le amaban por su carácter franco y leal, su distinguido nacimiento, y más aún por sus ideas, celebridad y victorias. Abrazáronle con las mayores muestras de cariño, y el caballero después de haber dado al conde el último ósculo de paz, les prometió hallarse cuanto antes con los más escogidos vasallos de su padre en el castillo de Ampurias.
-Sí, díjole Arnaldo apretándole la mano, diligencia y actividad porque estamos resueltos a no partir sin vos. En caso de que vuestro padre os quiera detener más de lo justo, decidle que se acuerde de que habéis de pelear contra don Álvaro de Luna, y reprimir los bríos del soberbio Castromerín.
Ramiro cambió de color al oír unas palabras que trajeron a su memoria la promesa hecha a la tierra Blanca de evitar el encuentro de su padre en los combates. Hizo por serenarse algún tanto, y subió a los aposentos de Matilde también con el objeto de darle el último adiós.
-Vengo, le dijo, a manifestaros mi reconocimiento por la amable hospitalidad que he recibido en San Servando. Siempre llevaré grabada en mi pecho la memoria de tan dulces beneficios.
Ajóse el leve carmín que coloreaba las mejillas de Matilde, y respondió al caballero del Cisne con voz al principio vacilante y trémula.
-¡Partís, Señor! Perdonad... pero creía que los habitantes de este castillo aun gozarían de algún tiempo de vuestra presencia.
-Imposible, Matilde: todos se disponen para correr a los muros de Segovia, y no sería justo que pudieran acusarme de indolencia o cobardía.
-¡Siempre es la guerra lo que domina en su alma!, dijo para sí la hermosa hija de Armengol.
-No obstante, continuó el caballero, me ha dicho vuestro hermano que tal vez le seguiríais a Ampurias quedándoos en el palacio del infante hasta nuestro regreso. En tal caso no tardaremos mucho en vernos.
-¡Que vaya yo a Ampurias!, respondió Matilde después de algunos instantes de silencio, ¿y para qué?... No, señor caballero, me parece que seré más feliz en este retiro cultivando la poesía y las artes. También llegará a mis oídos el eco de vuestras hazañas, y mi corazón palpitará de agradecimiento. Temo sin embargo por los valientes que van a combatir con tan generosa bizarría en favor de la casa de Armengol... temo la impetuosidad de mi querido hermano, único sostén de mi vida...
-¡Necios temores!, interrumpió el caballero... ¡infundados! Matilde, todo lo hace en los torneos la agilidad y la destreza, y todo lo puede en las batallas el valor y la justicia... nuestra causa es justa, nuestra decisión conocida: no hay más que desear vencer, y el Tajo nos verá triunfantes en sus fértiles riberas.
-Admiro esa fogosidad de imaginación que todo lo atropella y facilita cuando se habla del objeto que la avasalla: ¡ah!, no os dejéis dominar por ella en los combates.
-Gracias por tan generoso deseo; adiós otra vez, amable Matilde: corro a los brazos del hombre que más tiernamente os ama, a quien hablaré con frecuencia de vuestra filial ternura.
-¡Oh!, le dijo la doncella, os suplico que abracéis las rodillas de mi bienhechor, asegurándole que sólo deseo dulcificar las penalidades de su ancianidad. Por lo demás, añadió mirando melancólicamente al caballero, acordaos alguna vez de esta huérfana solitaria; y puesto que sólo aspiráis a las mágicas ilusiones de la gloria, defended por amor mío en las batallas los días del conde Arnaldo, con la misma eficacia que encargaré a mi hermano la defensa de los vuestros.
Conmovióse don Ramiro al oír estas últimas palabras pronunciadas por Matilde con un acento que penetraba el corazón. Mantúvose un instante en pie delante de ella como embelesado al aspecto de tanta belleza y dulzura; pero haciendo una inclinación profunda, marchóse de pronto cual si se sonrojase de su propia terneza. Montó después en un soberbio bridón, dijo un triste adiós a las torres de San Servando, y encaminóse seguido de su escudero al castillo de su ilustre familia, habitado a la sazón por el conde de Pimentel.