Los bandos de Castilla: 13

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Capítulo XII[editar]

El convento de San Servando.


Continuaba triunfando el la corte de Castilla el partido de don Álvaro de Luna: la voluntad de este magnate era una ley: el reino todo temía con más fundamento excitar el enojo del valido, que incurrir en el desagrado del monarca. Deslumbrado el duque de Castromerín a la vista de tan ilimitado poder, deseaba con vehemencia el ver enlazada su familia a la del espléndido y absoluto cortesano. Dejóse al fin arrastrar de este proyecto en tales términos, que sin poder retardar más tiempo el verlo realizado, encaminóse cierta mañana a su castillo de Asturias, y anunció a su hija Blanca que se preparase para seguirle a Valladolid a jurar fidelidad eterna al hijo del condestable castellano. Helóse la sangre en las venas de la doncella al oír este mandato de su padre, y desesperada, congojosa cayó de rodillas a sus plantas, regándolas en silencio con tierno y abundoso llanto.

-¿Qué es esto?, exclamó el barón arrojándola de sí; ¿pensáis seducirme con lágrimas artificiosas?, dentro de muy pocos días habéis de ser la esposa del valiente don Pelayo, pese a vuestra ingratitud y desobediencia.

Viendo Leonor a su discípula tendida casi sin sentido sobre la alfombra, llegóse a acariciarla con amorosa ternura, lo que aumentando la cólera del duque hízolo volver sañudo a la compasiva dueña, y gravemente reprenderla de esta forma.

-Vos sola tenéis la culpa de todo lo que sucede; en vez de inspirar a esa mal aconsejada joven ideas de amor a su padre y de ciega sumisión a sus mandatos, veo con harto pesar que halagasteis lisonjera su contumacia y caprichos. ¡Ciego de mí! La gloria de mi nombre, la dicha de mi vejez, el esplendor de mi familia... todo lo cifraba en la obediencia de esa hija desagradecida y criminal. ¡Insensato! ¿por qué me habré dejado arrastrar de tan halagüeñas esperanzas?

-¡Ah señor!, exclamó Blanca echándose de nuevo a sus pies: perdonad mi repugnancia en gracia de las discretas causas que la motivan. Si me conducís al pie del ara como una víctima al sacrificio; si me entregáis débil y sin amparo al hijo del condestable, para siempre perdéis a la que únicamente aspira a ser el báculo de vuestra ancianidad, y endulzar con su cariño las amarguras que acibaran los últimos años de la vida.

-¿Y es posible, exclamó el duque cruzando las manos y mirándola tiernamente, es posible que me hable con tanto halago aquella misma cuya resistencia me ha de envilecer ante la corte, y ajar para siempre el lustre de mi grandeza? ¡Blanca! ¡querida Blanca! Puesto que deseas que tu viejo padre vea lucir prósperas y bonancibles auroras en los postreros años de su vida; obedécele y lo consigues.

-No dudéis, señor, que el sacrificio de mi felicidad y mi existencia sería muy poca cosa para probaros mi cariño si hubieseis de conseguir con ello el consuelo de exhalar un día plácidamente el último suspiro en brazos de vuestros nietos; pero sé de cierto, oh padre, que mi desgracia sólo acarrearía la vuestra. Ya que muera, sea a lo menos por el gusto de serviros, y no exijáis que me sacrifique con la desesperada idea de que el premio de mi obediencia haya de ser vuestra propia desdicha.

-Está bien; respondió con sequedad el duque de Castromerín frunciendo las cejas y dando desconcertados pasos por la estancia. Calló algunos momentos, y deteniéndose después bruscamente delante de su hija, fijó en ella los airados ojos, y hablóle con severa calma en estos términos. -Hacia las montañas de Burgos se encuentra un valle sombrío y silencioso donde se eleva un antiguo convento de monjas cistercienses. Supongo que habréis oído hablar de que su abadesa actual era cercana pariente de vuestra difunta madre, lo que le da derecho a enseñaros los deberes de doncella y corregir esa loca pertinacia: tal vez su ejemplo, sus cuerdas amonestaciones volverán a mi cariño la hija que ya perdí y el tesoro en ella de mis cansados años con la esperanza de una familia ilustre. Hoy mismo partiremos para el monasterio de San Bernardo: ojalá movida por el cuadro de la ciega sumisión que allí se observa, os resolváis a prestaros a mi paternal deseo. De lo contrario os juro que no volveréis a verme, y el velo de aquellas vírgenes cubrirá esa frente indócil, que desdeña doblegarse al eco de mi autoridad sagrada -dijo, y arrojándole una iracunda mirada salió del aposento.

Un rayo que hubiese caído a las plantas de su hija no le sorprendiera tanto. Levantóse, y echándose sobre la más próxima de las sillas, que adornaban la sala, se cubrió el rostro con las manos y empezó a dar rienda a su amargura. Tan incapaz estuvo en los primeros momentos de su angustia de recibir consuelo alguno, que las tiernas caricias de su aya no hicieron en ella la impresión más leve. Apenas daba muestras de percibirlas, y sólo después de haber ahogado el pecho con bien sentidas quejas, prestó alguna atención a las voces de Leonor que no menos apesadumbrada le decía:

-¿A qué viene desesperarse de esa manera? El tiempo y la mansedumbre disiparán el enojo del duque de Castromerín. Verdad es que se descubre un fuerte empeño de parte de la corte para que os caséis con don Pelayo de Luna, mas si no me engaño no tardará en haber mudanzas imprevistas traídas por la oscilación y borrascoso vaivén de tan ásperas revueltas. Pero mientras aguardamos aurora más propicia, haced de modo que vean todos en mi discípula una desgraciada doncella, no una joven voluntariosa; una víctima de la ambición y del orgullo, y ni una niña contumaz resistiendo a la cólera del duque por juveniles devaneos. Ea, enjugad ese llanto, reprimid esos suspiros, y mostraos más resignada a semejantes contratiempos. ¡Blanca!... ¿pues qué sería en balde dolerme con vos de tales cuitas, y ayudaros a plañirlas? ¡Ved, hija mía que desorden este! ¡que sollozos! ¡que lágrimas!... ¿Tan sensible se os hace pasar esa desastrada época en el retiro de un claustro, aunque sin pajes que os sirvan, sin doncellas que os honren, sin dueñas que os autoricen, sin esclavas en fin que os toquen el cabello, os atavíen y perfumen bajo doseles de brocados y pisando ricas alfombras? ¡Ah!, no por cierto: yo he enseñado a Blanca de Castromerín a ser feliz con menor ostentación y grandeza.

-Y por mi parte, respondió la doncella, he adoptado con tanto gusto vuestros principios, que sólo calma la pena de dejar mi única amiga el saber que me encierran en un monasterio solitario. A lo menos podré abandonarme a mis ideas, acordarme de vos y suspirar en lo íntimo de mi corazón por los felices días que he pasado en este alcázar.

-Pero no seáis fácil en lisonjearos con ilusiones siempre engañosas y perjudiciales. Lo que ahora importa, hija mía, es que os detengáis a meditar el partido que debéis elegir de los dos que os han propuesto.

-Pues dadlo por elegido, amada señora.

¿Y por elegido con sensatez, con juiciosa cordura?

-Juzgad vos misma si acierto en la idea de que para la felicidad de mi padre, primero que para mi propia dicha, conviene no cometer el desacuerdo que inocentemente me aconseja.

-Bien preveo que el mal trato que os daría don Pelayo, y la caída que habrá un día de sufrir el condestable, serían pesares algo más sólidos para el duque, que esa respetuosa resistencia; pero con todo, a fin de que conozca él mismo la pureza de vuestras intenciones, vuelvo a mi tema de que si es necesario, es indispensable desterrar de vuestro pecho...

¡Perdón!, amada Leonor, dijo Blanca interrumpiendo; pero ya sabéis que es imposible: os juro sin embargo, en nombra de mi virtuosa madre, que no será suya mi mano sin que lo autorice el consentimiento del duque de Castromerín.

-Pues descanso en determinación tan discreta.

-Por lo demás, continuó Blanca, ¡quién puede ya decir lo que habrá sido de aquel joven ardiente y generoso! Os acordaréis, supongo, de lo que contaba el otro día el abad venerable de San Mauro... deseado por los ejércitos más aguerridos de la España recibido con entusiasmo por los famosos varones que marchan a su frente, habráse distinguido en mil encuentros y acaso al golpe de enemiga lanza...

-¡Por los divinos cielos! ¿a qué os afligís con imaginarias desgracias? Puesto que no os sea posible borrar del corazón la memoria de aquel héroe, sed prudente, querida Blanca, y no olvidéis que el medio más a propósito para templar el enojo del duque mi señor ha de ser la pureza de vuestra propia conducta.

-¡Ah!, no amancillará vuestra discípula las virtudes que supisteis

inspirarla: idólatra de esas máximas, fiel a vuestras doctrinas os rendirá en la nobleza de sus acciones el homenaje más digno del maternal amor que os ha merecido siempre. No obstante, continuó algo trémula y ruborosa, ya veis como me separan de vos sin saber que destino será el mío, sin poder vaticinar, señora, el término de tantas desdichas... por lo mismo quisiera demandaros una gracia: si por casualidad vierais pasear por esos alrededores un paladín aventurero contemplando el castillo, decidle, amada Leonor, que por quererle bien me encerraron en un claustro, y que nunca olvidará la pobre Blanca el generoso aliento con que supo defenderla.

No podemos manifestar cual habría sido la respuesta de la dueña a semejante súplica, pues atajóla la entrada de un paje en el aposento, diciendo que todo estaba pronto para la marcha. Abrazáronse de nuevo las damas y repitiendo la una sus consejos y la otra sus protestas, hubieron de separarse aunque con las señales de la más penosa angustia.

Pensativa además quedó Leonor mientras su discípula acompañada de Beatriz iba perdiendo de vista las montañas que le recordaban el techo paternal. El viaje no fue muy agradable para ella, pues si bien el duque seguía a caballo la litera en que marchaba, apenas en todo el camino le dirigió palabra alguna. Hacía Blanca por distraerse contemplando en silencio las leves nubes que vagaban por un cielo azul ya brillando con la dorada lumbre del sol naciente, ya con los purpurinos cambiantes de sus últimos reflejos. Siguiendo entrambos su camino por sendas agrestes y solitarias hubiera sido de temer algún peligroso encuentro, a no llevar el duque suficiente escolta para rechazar aun en aquella época de revueltas cualquier insulto. Tropezaban de cuando en cuando con hombres de gesto montaraz y sombrío anunciado en su traje y sus miradas maliciosas intenciones, pero descubrieron por último sin el menor contratiempo al anochecer de un hermoso día las torres de San Bernardo, descollando sobre los árboles al pie de frondosas montañas, cuyas cimas puntiagudas indicaban al viajero bravos torrentes y mortales precipicios.

Distinguíanse a medida que se iban acercando las líneas góticas que caracterizaban aquel monasterio, construido, según se podía juzgar del tosco cincel y la ponderosa mole, en la antigüedad más remota. Las encinas y otros árboles del mismo jaez, que ostentaban su áspera cabellera y gruesos troncos en torno de los enrojecidos muros, no parecían menos añejos que el vasto edificio en cierta manera protegido por su deliciosa sombra.

En esta antigua y venerable casa entró con su hija el noble señor de Castromerín, y después de haber hablado largo rato a la abadesa en el locutorio dejóla encargada a su prudencia y dulzura. A pesar de las lágrimas que derramaba la doncella, recordóle la amenaza de que bien podía despedirse del mundo si permanecía en la terquedad de resistir a sus deseos. Violo Blanca partir traspasada de dolor, y apenas pudo repetirle que la felicidad de su padre era la más poderosa causa de aquella aparente desobediencia. Rodeáronla empero las monjas de San Bernardo y llevándola a la huerta, que se extendía dentro de los mismos muros del monasterio, enjugaron su llanto con cariñosos halagos, e hiciéronla esperar días sino enteramente dichosos, a lo menos plácidos y bonancibles. La abadesa se unió también a ellas, y estrechando a la tierna joven en sus brazos: -¡cuánto os parecéis, la dijo, a mi desgraciada sobrina! Plegue a Dios que vuestro fin no sea an misterioso y prematuro. Por lo demás sólo aspira vuestro padre a que viváis tranquila en este santuario mientras duren las borrascas que agitan las dos Castillas: el sagrado recinto de un claustro es en tiempos de guerras civiles el asilo más a propósito para la inocencia y la hermosura: todas las hermanas se esmerarán en suavizar vuestros pesares, y hallaréis siempre en mi pecho la ternura de aquella madre infeliz, que apenas existió para vos.

La afectuosa calma con que profirió la abadesa estas palabras, y su presencia grave, sin dejar de ser algo blanda y amorosa, derramaron un bálsamo tan consolador en el corazón de la heredera de Castromerín, que empezaron desde entonces para ella los días de paz y bonanza, únicamente turbados por algún melancólico recuerdo.

Acostumbrada por otra parte a una vida uniforme y solitaria, no se le hizo de nuevo la regularidad del claustro, por lo que con singular satisfacción de sus jóvenes compañeras recobró fácilmente su risueño semblante y su carácter jovial. Pero cuando la influencia de sabrosas memorias disipaba algún tanto el festivo humor de su alma placentera; huía de las demás, daba vueltas pensativa por el huerto, o encerrábase meditabunda en su estancia. También a veces subía a la más alta torre de San Bernardo desde donde se divisaba a lo lejos un camino real, y contemplábalo en silencio cual si esperase ver algún aventurero paladín que le recordase el héroe que reinaba en su corazón.

En uno de estos arrebatos de tristeza sorprendióla la noche paseándose distraída y melancólica por los espaciosos claustros del monasterio. El cielo se mostraba despejado y purísimo, y el astro de la noche, colgando en medio de su bóveda azul, argentaba con misteriosa luz las hojas de los álamos y las piramidales copas de los cipreses plantados sin orden por el inmenso patio, en rededor del cual hacía Blanca su solitario paseo. Descubríase por entre las lisas cortezas de estos árboles un tazón de mármol blanco que se elevaba en el centro, y recibía las aguas de un enroscado delfín, las cuales formaban cayendo manso y sonoro ruido. Las monjas se hallaban en el coro, y su canto algo distante, unido al silbo de los céfiros y al murmullo de las ondas en medio de la calma tan imponente y majestuosa, daba pábulo al dolor de la doncella y a las lúgubres ideas que en aquel momento la ocupaban. Tal es sin embargo el atractivo que hallan en la soledad los que se complacen en vagas y lisonjeras ilusiones, que las horas hubieran sido minutos para Blanca mientras andaba a paso lento por debajo de gallardía y delicados primores.

Cuando se abandonaba más absorta al rápido vaivén de sus pensamientos oyó pasos a sus espaldas, y observó volviendo la cabeza que se adelantaba hacia ella una monja de alta estatura, pálida y descarnada, cuyos ojos hundidos, lívidas facciones y ásperos contornos más bien que una figura humana, podían hacerla creer un cadáver que escapase de su féretro. Asustóse de pronto la doncella y sólo recobró la serenidad pensando en que sería Brígida, religiosa, que según oyera, pasaba mucho tiempo encerrada en su celda, a causa de cierta enfermedad mental que le quitaba la razón, sólo dejándola de cuando en cuando algún lúcido intervalo. Detúvose la monja junto a ella, y después de haberla mirado de pies a cabeza como extrañando su presencia, con voz hueca y sepulcral, empezóle a hablar en estos términos:

-¿A qué venís tan a deshora por esos claustros? ¡Joven de edad, linda de aspecto, y sin embargo pensativa y taciturna!... ¡Válgame Dios! ¿Sería posible que tuvieseis ya pesares que vencer, o remordimientos que calmar?

-Momentos hay, respondió Blanca, en que por no creerme muy feliz gusto de abandonarme a mis ideas paseándome en silencio por estos sitios.

-¡Con qué os persigue la desgracia!, exclamó sor Brígida: ¿y para aliviar vuestras cuitas venís a pasear por entre el polvo frío de otras vírgenes hermosas y desgraciadas como vos misma?... tiende la vista por esas paredes, contempla esa multitud de nichos que encierran otras tantas urnas sepulcrales, recorre, infeliz, las pomposas letras de sus medallones y escudos, y verás como fallecieron casi todas en la primavera de sus días.

El tono de la monja y la vehemencia de sus ademanes sorprendieron no poco a la heredera de Castromerín. El aspecto cadavérico de sor Brígida daba desconocido valor a sus palabras hablando de muertos y sepulcros en medio de los vasos fúnebres ingeniosamente labrados, que adornaban los muros de aquel sagrado recinto. Pasó entonces la luna por entre las dos columnas que formaban el arco ante el cual se había detenido Blanca de Castromerín, y un apacible rayo descendiendo de su plateado disco iluminó las facciones de la ilustre heredera.

Miróla sor Brígida al vislumbre de aquella luz macilenta, e inclinando la cabeza sobre el pecho, pronunció con solemne y melancólico acento estas palabras:

-Esos rasgos recuerdan a mi afligido espíritu los de otra persona más delicada, más infeliz que vos... su dulzura, su resignación la hacían digna de los ángeles, y no pudo sin embargo librarse de la cólera de los hombres: ¡perdone el cielo a sus verdugos! A veces paréceme divisarla por entre esa multitud de columnas que se prolongan hasta muy lejos formando caprichosas revueltas. -Calló un momento, y con la voz lánguida y poco firme prosiguió después de esta manera: -Acuérdome que una noche oía también desde este claustro los himnos de mis hermanas, sin atreverme a elevar mi voz para acompañarlas en sus divinos cantos: hallábame reclinada y pensativa sobre ese mismo sepulcro cuando creí verla pasar por debajo de aquel crucifijo, cuya lámpara refleja en la pared de enfrente. Temblé; quise llamarla, me estremecí, y la palabra espiró en mis labios... ¡cuánto no diera en aquel momento para cambiar mi suerte con la del insecto más inmundo que se arrastra al pie de las húmedas murallas de un calabazo! Intenté levantarme y volví a caer sobre la urna sepulcral, cual si el brazo del cadáver que encierra me tuviese agarrada por la orla de mi manto. Era tal mi congoja que una sola lágrima de mis ojos habría sido un bálsamo para mi agobiado espíritu; un bálsamo que tal vez le permitiera lanzar trémulos ayes, suspirar, gemir: pero ¡ay de mí! Hasta que las religiosas salieron del coro no me fue posible moverme del pie de esa tumba, siempre viendo en la parte opuesta la pálida imagen de aquella que ya murió y tanto se os parecía. Lleváronme a cierta celda solitaria donde concilié un sueño interrumpido por espantosas visiones. Al dispertar halleme sola, y las angustias más crueles, los más emponzoñados tormentos hubieran sido placeres comparados con aquel absoluto abandono. ¡Triste situación la del que se encuentra en el mundo sin amigos, sin amores, luchando con aciagas memorias, con agudos remordimientos! ¿Habría alguno capaz de resistir el suplicio de vivir eternamente bajo un cielo sin nubes, o errando por los inmensos arenales de la Libia? La idea de no poder lanzarse ya a combatir otra vez con las embravecidas ondas del Océano, es más terrible que la tempestad misma para el náufrago arrojado como un mástil en incógnitas riberas, donde tiene que sufrir la prolongada agonía de una vida errante y solitaria, en medio de áridas peñas eternamente silenciosas. ¡Ah!, más vale que una oleada nos arrebate y estrelle contra la punta del peñasco, que haber de aguardar una muerte lenta en lo alto de su descarnada superficie.

La impetuosidad de sor Brígida y el desarreglo de sus ideas, hicieron en el pecho de Blanca fuerte y desagradable impresión. Trémula y compasiva probó consolarla, más quedóse suspensa al ver que la monja fijaba en ella los ardientes ojos temblando de pies a cabeza cual si la recordase su semblante una vida de agonías y sanguinarias pasiones. La imaginación de los que se hallan afligidos por una conciencia poco tranquila repasa en un instante de amargos recuerdos los azares y contratiempos de largos años sembrados de crímenes y de horrores: vuela aquel instante para el mundo entero, pero cual si se detuviese para ellos, sufren, se agitan, y paréceles una eternidad de penas. En esta situación desesperada seguía contemplando sor Brígida la heredera de Castromerín, que también la miraba por su parte no sin algunos temores en razón de notar en la violencia de sus movimientos cierta furia interior, muy distinta del melancólico abatimiento que hasta entonces echara de ver en ella. Levantábasele el pecho, corría por su lívido rostro un sudor frío, y murmuraba entre dientes palabras cuyo sentido era difícil penetrar. Al fin extendió hacia Blanca los descarnados brazos, y volviendo al otro la cabeza retrocedió frenética exclamando: -¡terrible visión! ¿es fuerza que me hayas de seguir hasta el sepulcro?

Despavorida y agitada llamó Blanca a las monjas que ya salían del coro: cuando las vio acudir volvióse hacia sor Brígida para darle auxilio, pero había desaparecido de junto a ella, y sólo divisóla deslizándose como una visión misteriosa por entre las delgadas columnas del ala opuesta del claustro. Llena aún de asombro refirió a las religiosas este lance singular, las que la oyeron sin manifestarse sorprendidas, y aseguráronla luego que nada tenía que temer de sor Brígida, pues si bien afligían sus intervalos de locura por dar idea de lo que sufría su espíritu, no dañaban a persona alguna ni eran de carácter furioso.

Hablóse cierta noche en el convento de San Bernardo de las horrorosas escenas que según pública voz tenían lugar en el castillo de Arlanza, y de los rumores últimamente esparcidos por gran parte de las Castillas acerca de que era ya inhabitable el ala que correspondía al norte, a causa del rumor de las cadenas y horrorosos alaridos que se oían en ella.

-Esperemos, dijo una religiosa llamada sor Francisca, que algún día ilumine el cielo a su posesor actual para que borre con esclarecidas virtudes los errores que actualmente le suponen.

-¿Y qué errores son esos?, preguntó sor Águeda, monja de pocos años, desde corto tiempo profesa.

-Mejor es que roguéis por su alma, hermana mía, respondió una voz a las espaldas de la hija de Castromerín.

Volvió ésta el semblante por haberle parecido notar cierta aspereza en el tono de aquella palabras, y reconoció a sor Brígida. Manteníase en pie detrás del grupo que formaban las religiosas, y la lámpara que alumbraba el aposento hería como al soslayo sus facciones cadavéricas. Tembló Blanca involuntariamente al contemplarla, y parecióle haber visto ya otras veces aquella desagradable figura.

-No me atreverá a indicar cuales han sido, dijo sor Margarita respondiendo a la hermana que había hecho la pregunta, pero sí diré que han corrido extraordinarias opiniones acerca de esto. Andaba muy válida por ejemplo la voz de que habiendo causado la muerte de una principal señora, casó con cierta joven voluntariosa y antojadiza, atormentada por negros remordimientos, la cual desapareció un día del alcázar de Arlanza, sin que se haya sabido desde entonces de su suerte. Bien es verdad que esos vagos rumores parecen tener más de falso que de positivo, puesto que difícilmente encontraréis quien os suministre otras nociones sobre tan incomprensible asunto.

-Sólo yo pudiera hacerlo, exclamó sor Brígida levantando al cielo los ojos.

-¿Con qué vos sola sabéis, preguntóle azorada una de las hermanas, si el barón de aquel castillo es inocente o criminal?

-En efecto sola yo sé, replicó gravemente la misteriosa Brígida; pero ¿quién se atreverá a leer en mi corazón ni a querer penetrar sus recónditos secretos?, únicamente aquel que ha de juzgarnos un día.

Miró Blanca llena de asombro a sor Francisca, de la que recibió igualmente una expresiva ojeada.

-Nuestra hermana, dijo esta última a sor Brígida, deseaba saber vuestra opinión acerca de un objeto que despierta la curiosidad de todos, pero no hablaremos más de ello si tiene algo de desagradable para vos.

-¡Desagradable!, repitió con aire desdeñoso, dando vueltas con extraordinaria viveza; ¡desagradable!... sí por cierto, como al reo condenado a muerte la imagen de su suplicio.

Mientras la seguían con los ojos enmudecidas y asombradas cuantas religiosas había en el aposento, hirió de repente sus oídos la campana del monasterio recordándolas la hora de la meditación. A su eco lúgubre detúvose sor Brígida en medio de la estancia, haciendo como para orar, y luchando con alguna secreta fuerza que se oponía a que lo verificase. Fuese insensiblemente enajenado, y quedóse inmóvil en el mismo sitio con la cabeza algo inclinada hacia el hombro derecho, los brazos cruzados, medio cerrados los ojos, y dibujándose en las piedras del muro la sombra de su alto y descarnado cuerpo. Aun en medio de tan místico embeleso se podían marcar en aquella figura las huellas de borrascosas pasiones. Por lo demás, aunque se notase cierto orgullo en sus palabras, ya no resplandecía el fuego de la juventud en sus ideas: advertíase tal vez en su frío aspecto absoluta indiferencia a los vituperios y a las alabanzas; pero de repente en su arrogante andar la memoria de lisonjeros triunfos, y en su penetrante ojeada el orgulloso ascendiente del que manda.

También en sus momentos de calma solía valerse de aquel lenguaje punzante y satírico que vierte hiel oculta en el corazón, al que acompaña sardónica sonrisa capaz de desesperar la persona más flemática y prudente. Entonces excitaba el enojo y no la compasión: huían de ella las religiosas como se evita el encuentro de una ave de siniestro augurio, advirtiéndose secretamente los tránsitos y corredores por donde se paseaba, a fin de que ninguna tropezase con tan desagradable objeto. Temiendo acaso esta malignidad de su espíritu, aprovecháronse del toque que acababan de oír para alejarse de aquel sitio, dejando a la exaltada Brígida bajo la vigilancia de una de las hermanas legas del monasterio.