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Los bandos de Castilla: 19

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Capítulo XVIII

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La revista.


No intentaremos la difícil pintura del pesar que cupo al famoso caballero del Cisne y el valiente conde de Urgel con la inesperada desgracia sobrevenida a Matilde. Habiendo salido el primero del castillo de su padre al frente de trescientas lanzas, iba marchando en dirección a la villa de Ampurias cuando llegó a su noticia, y bien que tuvo tentaciones de revolver en el mismo punto para ir en busca de la robada doncella, prevaleció en su pecho el deseo de cumplir lo prometido al impaciente Arnaldo, no haciendo falta en los reales del infante don Enrique antes de expirar el término que le habían señalado para ello. A medida que se aproximaba al campo aragonés, hallaba señores feudales de conocido linaje marchando también a la guerra con razonable número de lanzas; veía muchos soldados corriendo a alistarse para ganar el sustento, y no pocos caballeros, sin más séquito que la lanza que empuñaban y la espada que ceñían, deseosos de combatir bajo las órdenes de don Enrique, y conquistar nuevo renombre y vengar los ultrajes de la corona de Castilla.

Iba al lado de Ramiro de Linares otro guerrero de más edad. Echábase de ver en su frente despejada y serena, en la marcial desenvoltura de sus ademanes y en el gentil denuedo con que se gallardeaba en la silla, un hombre petulante y quimerista, rebosando franca satisfacción por la idea de su propia valentía y de su mérito. A semejante señas habrán ya conocido los lectores a nuestro amigo Roldán, que había estado aguardando muchos días al caballero del Cisne en el castillo de Pimentel para acompañarle a la campaña de Castilla. Ufano de poder desplegar ante su discípulo los conocimientos que se preciaba tener en el arte de la guerra, andaba con mesurado talante a la cabeza de los vasallos de Ramiro, hablando a este al mismo tiempo no sin cierto espíritu de jactancia y vanagloria.

-¡Caiga sobre el rey de León y de Castilla la maldición de San Jorge! Exclamó al divisar al principio de una tarde los pabellones del campamento aragonés, formando vasto círculo en derredor de la villa de Ampurias y de su antiguo alcázar. ¡Caiga sobre el rey de León y de Castilla la maldición de San Jorge! Como no se despierte ahora al aspecto de tantos valientes reunidos para atacarle, digo que aún es más tímido e indolente de lo que la fama lo pinta. Por San Andrés, señor discípulo, que si no le acantonamos en las torres de Segovia, ni somos hombres de pro, ni merecemos un tan bravo capitán como el infante don Enrique. No dejaré de echar esta misma noche un par de tragos valientes a la salud de la primera lanzada que se dé entre los buenos caballeros de ambos ejércitos.

-Con perdón del caro maestro, respondió Ramiro, yo sé que los echaría en obsequio de todas las lanzadas del mundo.

-Eso bien podrá ser en tiempo de paz, repuso Roldán; pero has de saber, señor barbilindo, que cuando me hallo en campaña puedo disputar la sobriedad en la comida y bebida al más rígido ermitaño.

-¿Al de Arlanza por ejemplo? Preguntó irónicamente su discípulo.

-Si mal no me acuerdo, satisfízole Roldán algo mohíno, ya te dije antes de salir del Aragón que aún no sabías lo que valía Roberto cuando se trataba de hacer la guerra en debida forma. Bien tuve lugar de admirar tu destreza en los torneos, ahora veremos que tal lo luces en las batallas. Espero que así como aprovechaste para el arte de justar las lecciones que te diera en otros tiempos, no dejarás de sacar buen partido de las que me veas practicar actualmente en los combates. La ciencia de la guerra, señor discípulo, se conoce harto mejor en Italia que en Aragón y Castilla, y supuesto que pude darte tal cual idea del manejo de las armas antes de romperme los cascos en Sicilia y en Nápoles, calcula si va fuera de propósito el jactarme ahora de conocer razonablemente aqueste oficio.

-No lo dudo, no lo dudo, replicó el del Cisne; y si he de decir verdad más temo las emboscadas de la corte de Castilla, que las sangrientas lides donde nos lleva el infante.

-¡Válgame Dios!, gritó Roldán, ¡y no se avergüenza de decirlo! ¡Un soldado de pro tener miedo a las emboscadas! ¡Por San Cristóbal mártir puedo jurar haber dado en más de ciento, saliendo casi de todas con lucimiento y honor!

-Advertid que no se trata ahora de tales lances, y que según vuestra respuesta veo que no me comprendisteis.

-¡Cómo que no te comprendí!, replicó Roberto; ¿con qué no sabré yo lo que son las emboscadas, cautiva criatura? ¡Calla, calla por tu vida, discípulo, que me estás dando con cada una de tus palabras dos mil tragos de tormento! Yo te aseguro que no han de pasar muchos días sin que sepas el modo de averiguarte con ellas, porque ese era el ardid de guerra favorito del rey don Alfonso.

-Eso sí, caro maestro, dijo riéndose el Cisne; echad por el atajo, y más que estéis hablando despropósitos toda la tarde, puesto que nadie os va a la mano loado sea Dios, nome deis tiempo de decir si quiera, como sólo se trata de las perfidias y asechanzas que urdirme en la corte pueden los secuaces de don Álvaro, y en manera alguna de esos ardides guerreros que tan inoportunamente celebrasteis.

-Será lo que tú quieras, señor risueño; pero te repito otra vez, y te repetiré otras mil, que si no aprendes a salir con gallardía de una emboscada, en mal hora espada ciñes y calzas luciente espuela. Y por lo que toca a esotras tramas y badulaques y enredos, allá te las avengas con los pícaros cobardes que tienen la malicia de tenderlos; bien que mi consejo fuera que sólo los desenredares con la punta de la lanza.

-¡Oh! Sí: con ella castigaré de un golpe los raptores de Matilde y vil que tanto persigue a Blanca de Castromerín.

-¿La remilgada reina del torneo, señor galán? ¡Tenga el cielo piedad de nosotros! Ya veo que no aprenderás las emboscadas en toda tu vida, ni aprovecharte sabrás de mis avisos en la próxima campaña. En hora aciaga rompiste un par de lanzas por aquella melindrosa hermosura; más te cumpliera haberlas corrido por las barbas del moro Gazul. ¿No es bueno que vayas distraído en esos devaneos y amoríos cuando te manda el deber tomar por asalto sus castillos y acuchillar su parentela? En nombre de San Cervantes, discípulo, que vuelvas en ti, y que no eches a rodar por no sé que briznas de enamorado y babieca la ocasión de aprender a distinguirte entre los adalides de la fama. Pero alto: ha aquí las murallas de Ampurias; deja a mi vigilancia esos soldados, y corre, si te place, al castillo a presentarle al infante y a pedirle alojamiento.

Así lo hizo el del Cisne; y habiendo entrado en el alcázar atravesó por magníficas estancias, cuyas altas paredes estaban adornadas con retratos de los condes de Barcelona y reyes de Aragón. Caballeros y barones, jefes de todas clases y graduación, pajes, reyes de armas y multitud de ministros iban y venían por aquellas salas y corredores con cierta precipitación y aire de importancia, que daba a conocer a tiro de ballesta la urgencia y la gravedad de sus negocios. Distinguíase también algunos jefes y generales que habían ganado honrosa reputación en las campañas de Italia, y otros muchos cuyos nombres, ya célebres en los anales caballerescos, recordaban a la imaginación una ascendencia ilustre y proezas dignas de eterna nombradía. El carácter militar de aquella especie de corte parecía alejar de ella la envidia, la reserva y la tortuosa política tan comunes en los regios alcázares: todo anunciaba el deseo de distinguirse por la carrera del honor y de la lealtad en fuerza de noble emulación y de belicosos prodigios.

El caballero del Cisne, a quien nadie dirigía la palabra, se asomó a una de las ventanas góticas que adornaban la sala, con ánimo de aguardar tranquilamente a que el infante saliese para recibir sus órdenes. Mientras contemplaba desde ella la célebre villa de Ampurias y el país donde se eleva, grato a la imaginación por haber sido en muchas épocas el teatro de famosas guerras, distrajéronle dos palmadas que le dieron en la espalda. Volvióse rápidamente para ver quién fuese, y con notable satisfacción suya se halló en los brazos de Arnaldo.

-Bienvenido seáis entre los valientes que ya tienen nuevo ultraje que vengar, díjole tristemente el conde. Os juro a fe de caballero, prosiguió apretándole la mano y fijando en su rostro unos ojos encendidos en cólera, que apenas ha podido el príncipe detenerme en sus reales, desde que esos salteadores de Castilla sorprendieran indefensas las torres de San Servando.

-Pues por lo que a mí toca, respondió su amigo, sólo la promesa que me arrancasteis hame conducido aquí sin primero arrojarme a socorrerla. Pero no me ganaréis en entusiasmo y rencor cuando tratemos de combatir a la vez por su libertad y venganza.

-¡Fementidos!, exclamó el señor de Urgel; ¡no en balde les he jurado un odio eterno, y lavar en su sangre impura las afrentas de la casa de Armengol! Venid, venid, amigo mío, que tiempo sobrará para que hablemos en orden a esto: -y tomándole de la mano lo condujo por medio de las guardias a la presencia del príncipe.

Al entrar en el salón donde se hallaba, salió de un brillante grupo de caballeros un mozo lleno de nobleza y majestad, adelantándose hacia los dos amigos. En su gallardo aspecto, en su culta y militar desenvoltura fácilmente reconoció el del Cisne al infante don Enrique de Aragón.

-Permitid, díjole Arnaldo, que os presente uno de los paladines más distinguidos de nuestra edad, único vástago de principal familia aragonesa...

-Y que más gloria ha ganado contra las falanges de Castilla, dijo el príncipe interrumpiéndole. Perdonad, querido conde; pero me parece que no había necesidad de ceremonial para presentar un Pimentel al más acérrimo defensor de la casa de Aragón.

Al decir esto tendió la mano a don Ramiro con marcial y amistosa franqueza, quien por su parte no pudo dejar de manifestar el debido respeto a sus heroicas prendas y elevada jerarquía.

-Caballero del Cisne, prosiguió el infante, no podéis figuraros el dolor que me cabe por la pérdida de la hermosísima Matilde; pero me lisonjeo de que sin necesidad de separarnos, como pretendía el conde, rescatar podremos a la amable huérfana persiguiendo de muerte a sus bárbaros opresores.

-Por lo menos, respondió Arnaldo, me sirve de algún consuelo el que pondréis en su punto un sacrificio de tanto peso. La misma Matilde me lo ha de agradecer cuando llegue a su noticia, puesto que es muy natural a la familia de Urgel el olvidarse de sí misma para acudir a la voz de sus reyes y manifestarse agradecida a sus bienhechores. Por lo demás yo la arrancaré aunque sea de las entrañas de la tierra; ¡tan fácil fuera a mi brazo enarbolar el lábaro en la Meca, o la oriflama en las altas torres de Sión!

-De mejor gana emprendería tal hazaña, respondió el príncipe, que la guerra contra gentes que hablan nuestro idioma y profesan la misma creencia. ¿No es un dolor que se derrame tanta sangre por el orgullo y manejo criminal de un despreciable favorito?

-¡Caiga sobre su cabeza el fulminante rayo que le preparan tantos héroes!, respondió Arnaldo.

La hermosa presencia del príncipe unida a su carácter abierto, al propio tiempo que decoroso y cortesano, le daba cierto ascendiente que no podía dejar de cobrar fuerza con el recuerdo de que recaían tan bellas cualidades en un joven ya cubierto de laureles, y descendiente de la más gloriosa estirpe de Europa. Sobre todo don Ramiro quedó como encantado de aquel afectuoso acogimiento, y resolvió en lo más íntimo de su corazón hacerse digno de pelear bajo sus gloriosas banderas.

-Dignaos, díjole doblando la rodilla, recibir el juramento de vengar las afrentas que ha recibido de don Álvaro de Luna la real casa aragonesa.

Sin permitir el príncipe que llegase a colocarse en tan humilde postura, recibióle en sus brazos, y estrechándole amistosamente en ellos: -¡Cuánto no os debo, dijo volviéndose al conde de Urgel, en haberme adquirido un amigo de semejante mérito!- Y presentándolo en seguida a los jefes y capitanes que se hallaban presentes: -Caballeros, continuó, la adquisición que acabamos de hacer en este gentil guerrero es un presagio feliz de la victoria: las falanges de Castilla temblarán ante las nuestras al saber que marcha en ellas el caballero del Cisne.

Arnaldo amaba sinceramente a Ramiro, ya por hallar cierta conformidad e hidalguía en sus ideas, ya por su reputación entre las buenas lanzas de que se jactaba la corte aragonesa. Teniendo además tanta ambición como bizarría, y fiero de la augusta amistad que le ligaba al infante dándole un lugar muy distinguido entre los jefes del ejército. Sentía la mayor complacencia en haberle proporcionado un joven de tal celebridad y linaje. Su satisfacción interior era tanto más bien fundada, cuanto que el príncipe, encantado con la presencia y marcialidad del nuevo campeón, le daba las mayores pruebas de consideración y afecto.

-Hace ya tantos días, le decía, que os halláis como separado del teatro de la guerra, que no miro fuera de propósito instruiros en los últimos acaecimientos. Detenido en este castillo de Asturias para reunir los escuadrones de Navarra y Aragón, no me ha sido posible sorprender al enemigo en el reposo de sus madrigueras. Confiaba, para decir la verdad, en el carácter indolente del monarca castellano; pero he sabido que pudieron tanto con él las hostigaciones de don Álvaro de Luna y el duque de Castromerín, que a banderas desplegadas le han hecho tomar la vuelta de Pamplona, habiendo ya reunido sus huestes a las del príncipe de Viana. Tal es el ímpetu de los enemigos, que hasta se vanaglorian de apoderarse de aquella célebre ciudad. Sin embargo, mi ejército ya reunido y perfectamente equipado debe marchar dentro de dos días a su encuentro. El consejo está dividido en bandos: defienden unos que dejemos internar al enemigo; que cuanto más se aleje de sus lares más segura y completa alcanzaremos la victoria. Otros piensan al contrario; que semejante lentitud, al paso que entibiará el fervor de nuestros amigos y partidarios, animará a los de Castilla, creyendo que no nos atrevemos a presentarles la batalla. Entre los jefes que mantienen esta última opinión encuéntrase vuestro amigo el bravo conde de Urgel.

-Cierto, dijo Arnaldo; pues aunque seamos inferiores en número, les superamos en disciplina y valor.

Sea como fuere, continuó el príncipe, una vez sacado el acero arrojaremos la vaina y pondremos toda la esperanza en el Dios de los ejércitos, que es el que ve la pureza de nuestras intenciones y la justicia de la causa que defendemos. ¿Tendríais ahora, señor caballero, la condescendencia de decirnos vuestra opinión sobre estos puntos?...

Un vivo y modesto carmín sonroseó las mejillas de Ramiro antes de contestar a tal pregunta. -Príncipe, dijo, me guardaré muy bien de decidir sobre materias concernientes a una situación que sólo conozco muy superficialmente; pero puedo asegurar que aquel parecer me será más grato, que me proporcione con mayor prontitud la ocasión de manifestaros mi sincero agradecimiento.

-He aquí lo que se llama responder como un digno descendiente de los Pimenteles de Aragón. Para que ocupéis, empero, un puesto digno de la sangre que os ilustra y del espléndido renombre que os distingue, permitidme confiaros una de las alas del ejército que tengo el orgullo de mandar.

-Os suplico no atribuyáis a poco celo el que no acepte tan generosas ofertas. Veo en esta misma sala guerreros llenos de canas y cicatrices más dignos de estos favores: por mi parte, harto feliz si puedo llegar a imitarles, sólo os suplico me sea permitido combatir en la vanguardia mandando los fieles vasallos del conde de Pimentel.

-Por lo menos, repuso el príncipe encantado de oír contestación tan modesta, no me quitaréis el placer de veros pelear con mi propia espada. Sabed que la hoja es del más sobresaliente artífice de Milán, añadió presentándola al caballero; y que no os será posible hallar amigo que tan fielmente os sirva... Conde de Urgel, hagome cargo de que tendréis mil cosas que decir a vuestro hermano de armas, y no quiero abusar más tiempo de vuestra condescendencia. Ea, amigos míos, mañana al salir el sol desfilaremos en buen orden, y al día siguiente empezaremos a marchar hacia el enemigo bajo los felices auspicios del triunfo y de la gloria.

-Vaya ¿qué tal os parece? Preguntó Arnaldo a Ramiro bajando las escaleras del palacio de Ampurias.

-Que si mil vidas tuviera las sacrificaría gustoso por un príncipe tan bizarro.

-Harto sabía yo que no podríais menos de pensar así en cuanto le vieseis y hablaseis. No es esto decir que deje de tener sus flaquezas, bien que tal vez dimanadas de la crítica posición en que se encuentra. ¿Reparasteis en el enjambre de napolitanos que le rodea?, pues sabed que le meten en la cabeza los más extraordinarios proyectos sin que sean menos descabelladas sus orgullosas pretensiones. La envidia no duerme, amigo mío: tan lista anda por este campamento como por los alcázares de Burgos y Pamplona. Os doy la enhorabuena de que hayáis rehusado el mando del ala del ejército: Fabrique de Trastámara, López - Dávalos y otros muchos aspiran a tal honor, y como lo hubieseis admitido a pesar de la limpia cuna y de la celebridad que os ennoblecen, verían en vos un estorbo a sus adelantos, y os trataran de advenedizo y aventurero. Por lo mismo no hay más que aguantar la tormenta; paciencia y barajar: como me interne yo con la vanguardia por tierras del rey castellano, ya les enseñaré lo que va de ellos a mí.

Bajaron a la villa, donde habiéndose reunido con Roldán, dispusiéronse para la revista general que había de tener lugar a la salida del sol. Después de dar el debido tiempo a indispensables preparativos, y proporcionar algún descanso a los soldados, retiráronse a descansar también, y no se levantaron hasta que el eco marcial de cien clarines les anunció la hora de presentarse.

-¡Cuerpo de mí!, exclamó Roldán: hace ya tiempo que no me despertaba el son de tan agradable música. Paréceme haber vuelto a los floridos años de mi juventud primera, según me remozan los aires de esos instrumentos bélicos. Mucho tardo en ver desplegada la antigua bandera ostentando las barras del Aragón al frente de brillantes escuadrones, y ondeando al soplo de los airados vientos que vienen de Castilla.

-Hola, maese Roldán, dijo Arnaldo entrando en el aposento: según trazas aún no habéis olvidado la costumbre de madrugar que nos hicieron aprender en las campañas de Italia.

-¿Pareceos, señor conde, respondió Roldán, que estéis hablando con algún soldado bisoño? Nunca me halló el toque de los clarines sin haber alegrado ya mi cuerpo con dos cuartillos de lo caro.

-Eso sí, dijo reuniéndoseles el del Cisne, y aún se puede dudar si son los cuartillos o el eco de las cornetas los que tienen la virtud de despabilar a cuantos siguen la honrada profesión de las armas. Pero ya es hora de que nos pongamos al frente de nuestras lanzas, y marchemos adonde se reúnen los escuadrones del ejército.

Aún no asombraba el sol por el horizonte cuando el infante don Enrique, con algunos de los principales caballeros más inmediatos a su servicio, estaba aguardando en la cumbre de una colina muy poco elevada que desfilase delante de él el ejército destinado a la guerra de Castilla. Al estrepitoso estruendo de músicas militares marchaba a la cabeza de la vanguardia el conde de Urgel con el acero en la mano, levantada la visera y moviendo airosamente el penachudo yelmo que resplandecía en su cabeza. En sus ojos centellantes, en sus animadas facciones, y en la confianza con que le seguían los robustos montañeses descubríase un campeón arrogante y ambicioso, capaz de hacer temblar a los reyes en el solio, y de trastornar el mundo con su espada. Llevaban sus soldados gabán de grosero paño sujeto en derredor del cuerpo con apretado cinto de baqueta por el que salía agudo puñal con empuñadura de asta. Los botines de piel de búfalo subíanles más arriba de la mitad de la pierna, y encajábales hasta los ojos gorra graciosa y velluda, coronada de plumas, por debajo la cual asomaban pobladísimas cejas sombreando el torvo gesto de sus facciones. Por lo demás recios y fornidos, anchos de hombros, de elevada estatura y descompasados ademanes, daban idea de una robustez y fiereza las más a propósito para luchar a la vez con las inclemencias del cielo y con la pujanza de impetuosos enemigos.

Pasado este escuadrón que seguía al jefe de toda la vanguardia, divisábase el hijo de don Íñigo llevando en la cimera del yelmo un Cisne con las alas desplegadas, que arqueaba el blanco cuello por entre las móviles plumas del penacho. Era la coraza de color azul con realces y perfiles de plata, y en medio del broquel triangular limpio de acero brillaban en campo de oro ilustres timbres de los Pimenteles de Aragón. Iba al lado de mancebo tan gentil Roberto de Maristán y con manso y reposado continente, luciendo una espléndida armadura que le regalara el ilustre conde don Íñigo.

Su rostro prolongado y desabrido, el aire, aunque intrépido y marcial, poco afable y cortesano, y cierta chispa de presunción nada graciosa, que se echaba de ver al través de su gravedad solemne y afectada, hacían singular contraste con los modales llenos de afectuosidad y finura, que recomendaban a tiro de ballesta el carácter de su discípulo. Seguían detrás de ellos las trescientas lanzas con que auxiliaba al príncipe el conde Pimentel: era agradable espectáculo el ver cual tascaban los caballos el duro freno, dando saltos y corbetas como en jactancia de su reprimida energía; y cual centelleaban con los rayos del sol las tersas armaduras de los jinetes, agitándose en lo alto de sus yelmos livianas plumas de caprichosos matices. Correspondió el príncipe con galán saludo a los honores de esos primeros escuadrones de la vanguardia, que iban al parecer a la guerra más briosos y confiados en razón de llevar a su frente los dos héroes del ejército, el conde Arnaldo de Urgel y el caballero del Cisne.

Numerosas huestes se sucedieron tras de aquestas, igualmente conducidas por belicosos barones y esclarecidos capitanes. Los soldados se presentaban erguidos en las marfiladas sillas tributando pleito homenaje al príncipe que iba a mandarles, y procurando hacer honor a sus respectivas insignias y militares banderas. Brillaban en larga perspectiva los que se muestran ufanos de haber nacido en la inmortal Sagunto, y los que danzan en las riberas fértiles del Ebro: aquellos pueblos zafios y salvajes que apacentan numerosísimos ganados y luchan con el oso en las enriscadas cumbres del Moncayo; los que beben las aguas del venerable Turia y los que respiran el aire puro de la gentil Valencia, iban sucesivamente desfilando animados de aquel espíritu marcial, infalible precursor de la victoria.

Notábanse después las milicias que seguían a los señores de Moncada, con las que habían levantado los condes de Benavente y del Ruisellón; y también, aunque más temibles por su astucia y ligereza que por la robustez de sus formas y sólida resistencia de las armaduras, los escuadrones de tropas sicilianas acostumbradas a la guerra, y ardiendo en deseos de señalarse. En vez de dobles corazas y anchos broqueles cubrían sus ágiles miembros flexibles mallas de acero que se prestaban fácilmente a las inflexiones del cuerpo, y resguardaba sus frentes un limpio capacete coronado de penacho azul que dejaba descubierto su semblante juvenil, ojialegre y travieso. Mandábalos Belisario Claramonti, famoso adalid de aquellos tiempos, el primero que había escalado los castillos de Nápoles, cuando los tomó por asalto el bravo rey don Alonso.

Sonrióse el príncipe al pasar este caudillo que le recordaba el esplendor de sus primeras campañas, y no dejó de mostrarse igualmente afable con el resto de falanges, que marchaban en buen orden y acompasado silencio en seguimiento de las ya nombradas. Los Aznares de Mondéjar, los señores de Albarracín y los Cominges de Francia se distinguían entre ellos no menos que el joven marqués de Montereal, quien volara a los campos del honor, a pesar de las lágrimas de una madre anciana que había visto perecer todos sus hijos en las guerras de Castilla.

Quedó el infante en gran manera complacido al ver la varonil disposición y el aguerrido carácter de las tropas que obedecían sus órdenes, y señaló el siguiente día para marchar a reunirse con los agramonteses que mandaba el rey de Navarra, y salir al encuentro de las tropas que defender pretendían a don Álvaro de Luna.