Los bandos de Castilla: 18

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Capítulo XVII[editar]

Continuación del precedente.


Desaliñado y confusó llegó don Pelayo de Luna, después de haber tenido con Matilde la escena de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, al salón del castillo de Arlanza, donde lo aguardaban otros caballeros de tan ruines y relajadas costumbres como las suyas.

-¡Bravo!, gritaron al verle, parece que la batalla ha sido larga, y si hemos de juzgar por el desaliño en que venís, bastante reñida. Vive Dios, que las bellezas de Aragón se resisten, según trazas, con más brío que las de Castilla.

-Vedme aquí, respondió, retirándome en desorden, sin haber podido conseguir la más ligera ventaja.

-¿Os burláis?, replicaron admirados sus compañeros.

-Por Santiago que no me burlo, y cuando sepáis el ardid de que se ha valido la rapaza, os inspirará tal vez más respeto.

¡Disparate! Repuso uno de ellos: me afirmo más que nunca en que si me llega mi turno, conocerá don Pelayo que me ha de ceder la palma en este género de contiendas.

-Allá lo veredes, exclamó el hijo de don Álvaro, a menos que consintáis verla morir, lo que os será mucho más fácil que gozar de su belleza.

-Me basta con el rescate que atraparé al perro de su hermano, dijo a la sazón el señor de Arlanza, y me pertenece de derecho como dueño que soy de este castillo.

Siempre fuisteis vos más codicioso de oro que de halagos, replicó el de Luna; y tal es, sin embargo, la impresión que me han hecho los desdenes de Matilde, que me parecen no lo cobraréis de otra mano que de la mía.

-Ahora digo que al sugerirnos la idea de robar la hermana del conde Arnaldo, no tanto os movía la aversión que tenéis a este guerrero, como la fama de la hermosura de Matilde.

-Y cuando fuese verdad lo que habéis dicho, atajóle bruscamente don Pelayo, no creo que su rapto y mis amores dejen de contribuir a los fines que entonces me supusisteis. Lo que os recomiendo es que veléis por su seguridad sin que nada le falte de cuanto pueda suavizar la aspereza de su situación, y dejéis lo demás a mi cargo.

Pasmáronse Rodrigo de Arlanza, Ramiro de Astorga y los demás caballeros allí presentes del tono sombrío y agitado en que profirió estas últimas palabras, tan opuesto a la petulante ferocidad de que siempre hiciera alarde en medio de su vida criminal y borrascosa.

-Ocupados en preguntarme de mis amores, dijo sonriéndose don Pelayo, habéis olvidado darme cuenta de lo que ocurre. Si mal no me acuerdo he percibido los ecos de una corneta guerrera.

-En efecto, respondió el de Arlanza; un caballero leonés nos ha venido a anunciar de parte de don Álvaro de Luna que ya el ejército ha salido a campaña, y que nos demos priesa a juntarnos con los adalides que van siguiendo sus banderas.

-¡Con que es fuerza partir! Exclamó con torvo gesto don Pelayo.

-So pena de pasar por desleales y cobardes, añadió don Ramiro.

-Por lo que a mi toca, dijo el de Arlanza, no veo el instante de acometer y desbaratar esos jabalíes del Pirineo. Vamos por el pronto a celebrar con repetidos brindis la próxima ocasión de poner vergonzosamente en fuga a nuestros naturales enemigos.

Pero el primogénito del condestable de Castilla no tuvo valor para salir de aquel alcázar sin hablar otra vez a la hermosa hija de Armengol. Ni un instante se separaba su imagen de su imaginación ardiente, desde que la viera resistir con tanta bizarría a sus deseos; y así es que llegó de todo punto a olvidarse de Blanca de Castromerín, cuyos halagos habían causado en su pecho una momentánea herida. Cual si fuese, empero, tan ligera que únicamente desflorase la superficie de su corazón endurecido por larga serie de crímenes, sólo de tiempo en tiempo se acordaba de sus gracias, y aun podía asegurarse que más que su hermosura le movieran su crédito y tesoros. No era de este carácter el efecto producido en su ánimo por los encantos de Matilde: la dulzura de aquellos rasgos, el melancólico brillo de sus ojos, y la calma heroica de sus acciones y sus palabras, trastornaron enteramente el juicio del impetuoso barón, que sentía desde aquel instante el desasosiego e inquieta turbulencia de un hombre que se enamora y tropieza con inesperados obstáculos, cuando hasta entonces todo se ha rendido a sus voluntades y caprichos.

Aguardó pues a que estuviesen sus compañeros frenéticamente entregados al calor de las bebidas y a la algazara de los brindis, y echándose una capa en los hombros se encaminó al aposento de Matilde. A pesar de su arrogancia flaqueaba su valor al acordarse de que se iba a presentar a lo único que amaba, mientras iba subiendo la escalera de la torre donde estaba la cárcel de su víctima. Después de correr con mano trémula los cerrojos, descubrió a la noble descendiente de los soberanos condes de Urgel, puesta en pie debajo del arco que conducía a la azotea. Ocultábase el sol en las montañas que terminaban aquel despejado horizonte, y la blanda luz de sus últimos reflejos derramaba un brillo sumamente apacible en torno de aquella delicada hermosura. Encubría el caballero con el manto una parte de sus propias facciones, y manteníase siempre en el umbral de la puerta temiendo que Matilde no cometiese algún arrojo. Por esto al creerla en disposición de verificarlo se apresuró a tranquilizarla.

-Ya sabéis, la dijo con apagado acento, que no hay para qué temer los impulsos de un carácter que vuestro heroísmo ha sabido refrenar: sentaos y oídme tranquilamente.

-¿Era poco a vuestra tiranía el sacrificio de la libertad para que exijáis también el de mi inocencia? ¡Desalmado! Sacia mi sangre el bárbaro rencor que profesan los barones de Castilla a la casa de Armengol, y alábate luego de haber conseguido una victoria.

-¿Por qué me habláis con tanta aspereza?, respondióle el caballero: olvidad las demasías que quise cometer con vos, olvidad el odio que divide nuestras familias, y sólo tened presente que si hay algo en el mundo capaz de reconciliarlas, es el cariño que me inspira vuestra alma resuelta y sublime. Escuchad, Matilde; encerrada en este castillo, en medio de caballeros sin hidalguía ni pundonor, segura tenéis la perdición o la muerte: en vano será llamar para que os socorran; todos estarán sordos a vuestras súplicas, pues Arnaldo y el Cisne, ignorantes del aciago destino que os condujo a este desierto, marchan tranquilamente entre las filas del infante de Aragón. Sin embargo, yo os defendería con tanta pujanza como ellos si no desdeñaseis el cariño del hijo de don Álvaro de Luna.

-¡Gran Dios!, exclamó Matilde, ¡en manos de los asesinos de mi padre! ¡Bien me vaticinó Arnaldo que mis palabras indiscretas me acarrearían la venganza de su exasperada sombra!

-Verdad es que nuestra casa, continuó el caballero, ha sido constantemente enemiga de la de Urgel, mas no por eso desconoce mi corazón el mérito de vuestros encantos, ni deja de saber despreciar esas rivalidades mezquinas.

Huye de mí, miserable, respondió Matilde; y puesto que no me des libertad, tampoco me aflijas con el suplicio de tener continuamente en mi presencia al hombre más impío y brutal de nuestro siglo.

-Sella ese labio y no insultes al que puede reducirte a polvo, dijo don Pelayo dejándose arrebatar de su carácter colérico y arrojándola una mirada penetrante como el dardo de la muerte; mas reprimiéndose luego arrepentido de su indiscreta vehemencia, prosiguió hablándola en tono blando y afectuoso. -Perdonad ese movimiento de enojo que me causaron vuestros últimos dicterios: yo os amo, Matilde, y no entiendo por qué capricho desprecias las ofertas de un hombre que os puede elevar sobre las más nobles damas de Aragón y de Castilla. ¿Es acaso un trono lo que desea vuestra alma verdaderamente grande y heroica? ¡Ah!, no hay infanzón castellano que no quisiese conquistarlo mientras le llevase don Pelayo a la pelea. Yo os colocaré si os place en los voluptuosos alcázares de Granada, donde respiréis bajo pabellones de lilas y de plata los aromas más suaves de Oriente, donde recibáis de manos de cien esclavas en copas de fragante nardo las deliciosas bebidas de la dulce Vélez y la jovial Almería. ¡Ah!, honradme con una ligera sonrisa, enardeced mi pecho con una amorosa mirada, y el trono del mundo me parecerá cosa fácil si se trata de ponerlo a vuestros pies.

-Os engañáis suponiéndome capaz de ceder a las ilusiones de una vana grandeza y a los falaces sueños de la ambición insensata. Cuando al atravesar un valle solitario, o al caminar por las orillas de un río sin nombre he visto la humilde cabaña de un pastor confundida entre los árboles del desierto, he pensado interiormente que ella bastaría a mi felicidad con tal que la habitasen conmigo aquellos a quienes debo amar como a mis parientes, amigos y bienhechores. Si tanto me halagasen las pompas y la opulencia, no reprendiera por cierto el espíritu de gloria que anima al conde de Urgel, antes hubiese procurado verle subir al solio de sus mayores. Un trono fue la desgracia del valeroso Armengol, y acaso un día me haga verter nuevas lágrimas sobre la tumba de mi hermano.

Mientras hablaba de esta suerte la resignada Matilde, permanecía don Pelayo con los brazos cruzados delante de ella, enternecido al eco de aquel lenguaje lleno a la vez de dignidad y de dulzura. No podía comprender como una joven de afectos tan blandos y tan bien sentidos, tuviese valor para darse la muerte antes que verse obligada a obrar contra sus inclinaciones y principios.

-Pues bien, Matilde, díjola después de haber callado un instante; si la púrpura y el imperio no son nada para ti, indícame que he de hacer para agradarte: todo te lo sacrificaré. ¿Te place el sosiego de la selva, o el solitario murmullo de una incógnita ribera? Iré a sepultarme contigo en la soledad más remota, en el más ignorado ángulo de la tierra, y haré que se borre mi nombre de la lista de los héroes. Impetuosos, arrebatado, turbulento, no he conocido freno en mis pasiones, y apuré frenética y rápidamente la copa de los placeres; pero tú me transformas en otro ser, y ya suspiro con ardor por una felicidad que me era desconocida.

Matilde olvidó por un momento el carácter feroz del guerrero que tenía delante: veíale agitado, convulsivo y creyó descubrir en sus animadas facciones algunas señales de sincero arrepentimiento. Enternecióse porque su hidalgo pecho era toda blandura, persuasión y amor: a pesar de verse cautiva y oprimida levantó los ojos con angélica mansedumbre, y penetrada de tristeza soltó la voz a semejantes razones:

-Yo deseo en beneficio de esa misma calma, que tan ardientemente anheláis, que os sea posible disfrutarla con persona más dispuesta que Matilde a haceros sentir sus delicias. No es decir que una vida sosegada al lado de un ser capaz de hacerla feliz no sea alguna vez el objeto de mis ilusiones, y que no haya envidiado con dulce llanto la historia de aquel patriarca peregrino, que después de largas fatigas gozó de pacífica ancianidad, y fue visitado por los ángeles bajo las sonoras palmas de Idumea; pero nací en mal hado, y aspiraría en balde a tanta dicha: mi juventud se consume lentamente como una flor solitaria cuando no la acaricia el céfiro, ni la baña el benéfico rocío. -Por lo demás la privanza de don Álvaro de Luna, vuestra fama en los combates, las riquezas, los poderosos amigos os harán encontrar, si moderáis la desenvoltura de vuestras acciones, una virgen angelical que os haga amar la suspirada templanza del ánimo, y la secreta paz del corazón. Tan tímida como sencilla, ignorante de los pasados extravíos, sensible al eco de vuestras hazañas, os podrá halagar sin rubor, y nadie tendrá derecho de achacarle como un crimen sus inocentes amores. Por lo que a mí toca, el destino lo ha dispuesto de otra manera, y es en vano que os forméis ilusiones absolutamente imposibles de realizar.

Oyendo el caballero estas últimas palabras pronunciadas con toda la entereza de un sano juicio y la frialdad de la indiferencia, revolvió los ojos fieramente por la estancia, y mordiéndose los labios de cólera sacudió el brazo derecho cual si descargase una tremenda cuchillada.

-¡Ingrata mujer!, exclamó con voz desentonada y bronca, quieres vengarte del encarnizamiento con que cortara mi padre el atrevido vuelo de Armengol: te aprovechas para ello esa pasión desesperada que me inspiras, y abusas inconsideradamente de un hombre que puede abandonarte ahora mismo a impúdicos y desalmados caballeros. Yo te juro por la diadema de barón que ciñe mi frente altiva, que innumerables víctimas serán sacrificadas al despecho que me infunde tu bárbara ingratitud, como no accedas más cuerda a conjurar con tus caricias el abrasador aliento de mi cólera. ¡Ay de ti si desoyes mis últimos acentos!, en vez del solio que te hubiera conquistado, de las naves cargadas de aromas y de sedas que hiciera venir para tu recreo desde las índicas riberas, verásme entrar en este mismo aposento, y arrojar a tus pies un funesto presente... la lívida y ensangrentada cabeza de tu hermano.

Matilde lanzó un horroroso grito, y arrastrada de no sé qué secreto impulso, corrió de nuevo al muro de la barbacana: viola don Pelayo al último reflejo del día deslizándose hacia el ángulo del torreón, y tembló de pies a cabeza con la idea de lo que podía suceder si continuaba hablándola en el mismo tono. Hizo por serenarse algún tanto, y sin nunca moverse del sitio que ocupaba, apresuróse a gritarle:

¿A do corréis, insensata? Excitáis las bárbaras pasiones de mi pecho, y os estremecéis luego como el inexperto discípulo de un mago, que llama por primera vez al demonio, y se horroriza al verlo aparecer por el fondo de la cueva. Creí hallar en vos un querubín bajado del cielo para suavizar la ira de mi corazón, y guiarme por la senda de los grandes varones, y os veo removiendo con placer la ponzoña que se oculta en el fondo de mis entrañas. ¡Oh Matilde!, os ruego que no me abandonéis; vedme inclinado ante vos una rodilla que desdeñara doblarse al más poderoso de los reyes; vedme tendiéndoos los brazos con el mismo fervor que el sediento caminante al alto cielo, pidiéndole el alivio de una lluvia benéfica: hoy ha brillado para mi espíritu el primer rayo de luz que lo iluminó desde la cuna, y convertiráse en las más opacas tinieblas, si vos, virgen encantadora, me abandonáis a mí mismo, so la bárbara coyunda de la desesperación que me causen esos injustos desdenes.

-Vuélvete a tus impuras guaridas, gritóle Matilde desde la barbacana de la torre, y no seduzcas con lengua artificiosa a las que tienen la dicha de conocer tus maldades. Hay en tus palabras la suavidad de almibarada ponzoña, en tu sonrisa la astucia de la serpiente y en tus lágrimas rabiosas la falsa compasión del cocodrilo. Bien reconozco en esas señales a los verdugos de Armengol, a los raptores de su hija, y a los que aguzarán el puñal para herir traidoramente el noble pecho de Arnaldo. Huye, miserable monstruo, de quien conserva aún una conciencia tranquila, y corre a revolcarte en el cieno de tus vicios con las malhadadas víctimas de tus furores.

Levantóse el caballero de la humillante postura que hasta entonces conservara, y dijo a Matilde con voz hueca y bronca, medio sofocada por la cólera:

-¡Infeliz!, no puedo dejar de amarte a pesar de tus injurias: si yo no te defiendo me horroriza el destino que te aguarda; pues la muerte misma no podrá librar a tu cuerpo de criminales impurezas y vituperables sonrojos.

Echó hacia atrás el manto que lo cubría, recorrió con ojos de fuego los ángulos del aposento, y en tono trémulo y misteriosos prosiguió de esta manera:

-En el seno de las rocas que sirven de base a este lúgubre castillo hay una cueva vastísima, en cuyas cóncavas revueltas se celebran los más horrorosos misterios. Arde en su centro la llama impía que alumbrara en otros tiempos las aras de Baal y de Moloc, y elévase en vagarosas nubes el incienso que humeaba en la deliciosa Chipre al celebrarse allí los impuros sacrificios del gentilismo. ¿Qué sería de vos, amiga mía, si a ella os arrastrasen esos bárbaros codiciosos de vuestras gracias virginales? ¡Ah!, no: yo os serviré de escudo para que tal no suceda, y acaso de esta manera daréis a mis palabras el crédito que les negáis actualmente. He de partir por mi desgracia adonde me llaman el deber y la gloria: en mi ausencia haré que seáis respetada como mi propia persona: todo os será concedido, y amenizará vuestra soledad la doncella misma que arrebataron también de San Servando. Perdonadme, empero, que no sea bastante generoso para daros una libertad que me costaría la vida, y si algo merece la violenta pasión que me avasalla, acordaos de don Pelayo cual le habéis conocido hoy, y no cual la fama lo pinta.

Dijo; y saliendo de la estancia cerró nuevamente la puerta dejando a Matilde con la amarga agitación que no pudo menos de causarle este diálogo violento. Triste y silenciosa levantó los ojos al cielo, y cruzando los brazos sobre el pecho permaneció un minuto en esta postura, dando gracias al ángel que protege la inocencia, de haberla custodiado contra las asechanzas de aquel bárbaro guerrero. En la efusión de su gratitud cayó sobre las rodillas y cantó el himno siguiente con blanda unción y ternura, mientras humedecían sus ojos algunas lágrimas vertidas en medio del entusiasmo puro que elevaba su ardoroso corazón al pie del trono Eterno.

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Cuando salieron los hijos de Jacob de la tierra de esclavitud hacia la de promisión, guiábales el Dios de sus padres por las fragosas revueltas del desierto. Una columna de fuego brillando con los peregrinos colores del arco iris, deslizábase durante el día al frente de aquellas asombradas naciones, y al tender la noche el misterioso manto veían reflejar su limpia llama en las arenas purpúreas de la Arabia.

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Elevábanse hasta el cielo los sagrados cánticos entre el sonoro estruendo de los salterios y de las trompas. Las hijas de Israel mezclaban sus dulcísimos acentos con la majestuosa voz del sacerdote y el clamor entusiasta del guerrero. ¡Ay de mí!, ningún prodigio espanta a los enemigos del pueblo escogido mientra anda errante y fugitivo por incógnitas riberas.

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¡Adónde huyeron aquellos días de triunfo en que los mares se abrían ante los hijos de Jacob, dándole libre paso por sus profundos senos! ¡Adónde huyeron aquellos días de triunfo en que la ira del Altísimo sumergía en ellos al bárbaro Faraón con sus espléndidas falanges y la multitud de sus carros! ¡Oh Dios! Haz que brillen otra vez tan benéficas auroras, y que en las altas rocas de Judá resuene el victorioso canto que entonaron nuestros padres en las riberas del Mar Rojo.

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Tu celeste cólera nos ha traído a los viciosos campos de Babilonia: aquí colgamos nuestras arpas de los desmayados sauces que sombrean las orillas del Eufrates: aquí aumentamos su majestuosa corriente con las lágrimas que nos hace verter la tristísima memoria de nuestra patria. Siempre víctimas del odio de los reyes, y menospreciado siempre de los gentiles e idólatras, en balde suspiramos por la mítica Jerusalén. ¡Ay de mí!, el aromático incienso ya no humea en nuestras aras; arrojamos las trompas; rompimos las cítaras y los salterios; rasgamos las vestiduras; todo anuncia en fin al desgraciado pueblo de Israel el brazo de la divina justicia. Pero tú has dicho, ¡oh Señor de los ejércitos!, que la sangre de los bueyes y corderos no tiene precio alguno ante tus ojos: si no hollamos nuevamente tu ley divina, tan propicia nos será nuestra pobreza, como la pompa que ostentó Salomón al consagrar tu santo templo. Una virtud modesta, un corazón humilde... he aquí, ¡oh eterno Dios! He aquí el holocausto que más te agrada.

Aún permaneció de rodillas después de haber cantado este himno, cuyo místico sentido inspirara a su pecho virginal cierta melancolía deliciosa muy digna de su alma pura. Desde entonces su cautividad fue en efecto más suave y llevadera: dejábanla pasear por una parte del castillo, y acompañábala siempre la joven ya destinada a su servicio en el palacio de San Servando.

Entretanto púsose al frente de sus compañeros el hijo del condestable de Castilla, y tardó muy poco en alcanzar las haces del rey don Juan. Los grandes y los hidalgos del ejército observaron unos con satisfacción, otros con desplacer y todos con el mayor asombro, que guardaba constantemente don Pelayo un aspecto sombrío y taciturno. A nadie era fácil atinar en la verdadera causa de esta mudanza súbita, y aún podía decirse que tampoco sabía él mismo lo que le pasaba. A medida que iba devorando su corazón la llama que encendieran en él los encantos de Matilde, avergonzábase de ser esclavo de una débil mujer: hacía por distraerse corriendo en busca de sus amigos y proponiéndoles nuevos placeres y violencias; pero al llegar la hora de verificarlas no le hallaban en parte alguna, en razón de haber salido a recorrer algún sitio solitario donde entregarse pudiera al borrascoso vaivén de sus negras reflexiones. Unirse a Matilde era difícil, atendiendo el odio que mediaba entre Arnaldo de Urgel y don Álvaro de Luna: espinoso seducirla en razón de la idea que ella formó de sus raptores; y a causa de los delicados principios que resplandecían en su carácter, imposible el violentarla. Perdíase el soberbio barón en este laberinto de pensamientos, sin hallar ninguno que calmase su frenético despecho. Luchaba de continuo con el seductor fantasma que le hacía olvidar sus propios deberes; maldecía la misma guerra que antes provocó con impaciencia y ardor, y sólo suspiraba por el momento de arrojarse a las plantas de su ídolo, y nuevamente ofrecerle el sacrificio de su fiereza, de su enemistad y de su gloria.