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Los bandos de Castilla: 21

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Capítulo XX

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Los dos astrólogos.


Mientras se detenía el ejército de Aragón en poner sitio a la ciudad de Burgos, había llegado a Segovia el monarca de Castilla con don Álvaro de Luna, gran número de grandes y las reliquias del ejército derrotado por el infante don Enrique. No es fácil pintar el desaliento del rey don Juan, ni lo crítico de su situación. Por una parte las desavenencias domésticas; por otra los bandos que asolaban las Castillas. Los portugueses andaban como en busca de nuevos mundos, y navegando por mares desconocidos, ensanchaban maravillosamente los límites de su poder: el rey don Alonso practicando otro tanto hacia levante, encadenaba las más fértiles provincias de Europa al orgulloso carro de sus triunfos, y mientras se hacían célebres estos estados con belicosos laureles y espléndidas conquistas, huía el monarca de Castilla de un infante de Aragón, por no sacudir resuelto el dominante carácter de don Álvaro de Luna.

También este célebre favorito sufría amargas angustias con el recuerdo de la derrota, y con el temor de que el rey, viéndose al fin apurado y en vergonzosos aprietos, no se ladease a los consejos de sus particulares enemigos. Sacudió, sin embargo, obligado de la necesidad aquella especie de abatimiento; y, animando a unos, adulando a otros, y recompensando a todos, pudo juntar algún dinero, ordenar nuevas haces y persuadir al rey don Juan de que tentase por segunda vez la suerte de una batalla. Hallábase la cosa adelantada para recibir el ejército aragonés con bastante fuerza y ahínco, si tan atrevido fuera que intentase penetrar hacia Segovia, y, sin embargo, el corazón del condestable ardía en presa de inexplicables tormentos, nacidos de las desgracias que amenazaban su privanza y su persona.

Empezaba una de las breves tardes del mes de diciembre, y las noticias recibidas acerca de la marcha de los enemigos habían alarmado la Corte y echo que sé todo se dispusiese para salir animosamente a resistirlos, cuando se paseaba el condestable por uno de los aposentos de su gótico alcázar, resolviendo en su mente los más arriesgados proyectos para ver de acabar con todos sus émulos, o desviar a lo menos el temporal que tan turbio y revuelto corría. A veces daba vueltas a la estancia con veloces y descompasados pasos; a veces se detenía de repente en medio de ella juntando las manos, cruzándolas sobre el pecho o comprimiéndose las sienes. Parase al fin ante una ventana profunda practicada en el espeso muro del palacio, desde la cual se veían los floridos alrededores de aquella famosa ciudad. De pronto le ocurrió la idea del sosiego con que vive el labrador en su cabaña, y estuvo por envidiar la suerte de un zagal, que descubrió a lo lejos contemplando, apoyado en su bastón desde las riberas de un arroyo, cómo bebían tranquilamente sus ovejas. Pero estas reflexiones muy naturales al hombre ambicioso y turbulento cuando se ve amagado de alguna próxima desdicha, desaparecieron en breve de su imaginación ardiente para hacer lugar otra vez a mal concebidos planes de engrandecimiento y venganza.

-¡Y qué!, exclamó al fin, ¿desarme abatir de la fortuna mientras hay tantos que conspiran a la par para eclipsar mi nombre y oscurecer los timbres que esclarecen mi familia? Antes que tal suceda preciso será que corra la sangre de los Arnaldo y Pimenteles; Preciso será que se agite un dogal o brille un hacha en cada esquina para acabar con esta raza de perros que siguen las banderas del infante de Aragón. Voto a brios que les he de acechar los pasos como un viejo lebrel, y si no bastan los escuadrones que les hicieron correr tanta tierra en la batalla de Olmedo, las yerbas ha de bastar y los agudos puñales. ¿Qué se me da a mí verles expirar en el combate o sacudiendo las piernas al compás de lenta agonía, mientras el cuerpo les cuelgue del extremo de una soga?- Aquí soltó ruidosa carcajada cual si saborease el placer de semejante espectáculo; movió los ojos alegremente por la estancia, y un vivo calor animó sus tétricas facciones, después continuó su discurso: -Está resuelto, sea en dorada copa, en argentado plato, con el hierro de una lanza, o respirando el aire fétido de un calabozo, mis enemigos han de perecer. Años hace que los cuervos de estos campos no han envainado sus picos en tan robustos cadáveres: ¡con qué ansia espero ver los de esos mozalbetes de Aragón tendidos panza arriba en derredor de mis alcázares y castillos! Y si es verdad lo que me envía a decir el Arlanza por medio de su gitano, yo aseguro al fatuo señor de Urgel que no ha de morir sino en la plaza pública. ¡Habráse visto insolente más descarado que ese barón aventurero!, ¡destronar al rey don Juan! ¡Y de cuándo acá un miserable conde de aragón, un oso del Pirineo quita y pone reyes al solio de Castilla! El padre con ser tan bravo debió a mi conmiseración el no haber muerto como un perro pagano y descreído, danzado bajo el peso de maese Diego, el más listo de nuestros verdugos; y el hijo me lo agradece tan bien que trata de destronar a mi protector, para más a su salvo divertirse con mi cuerpo. Casi no lo creo... ese rodrigo es un toro indómito y brutal, una hiena sedienta de sangre que se complace en enconar mi espíritu para recrearse después con las víctimas de mi cólera. Yo preguntaré a ese gitano, moro o lo que fuere, que le sirve de espía en el campo aragonés, y mucho será que no le arranque la verdad. ¡Hola!-

Abrióse la puerta y se presentó un paje que aguardaba en la antesala las órdenes del condestable de Castilla.

-¿Por dónde anda ese racimo de la horca que acaba de llegar de Burgos?, ¿el gitano, quiero decir, que me envía el señor de Alanza?, preguntóle don Álvaro de Luna.

Por la galería del Cid diciendo la buenaventura a los criados y flecheros del alcázar.

-¡Ah! Sí: los tales vagamundos hacen gala de profesar la quiromancia y las ciencias ocultas; no importa, traelo inmediatamente a mi presencia.

A poco rato volvió a entrar el criado en el aposento con el extraño personaje de que le habló don Álvaro de Luna. Era de mediana estatura, y se notaba en sus menudas facciones cierto aire de independencia indómita y salvaje. Llevaba en la cabeza un turbante colorado sobre el que flotaban dos plumas desmayadas y marchitas, y ceñía su flexible cuerpo una túnica verde, orillada de mugrientos galones de oro, de hechura igual a las de los estradiotes, tropas que levantaban entonces los venecianos en las provincias situadas al oriente de su golfo. Cubríanle los muslos anchos calzones blancos sujetos con un lazo debajo de las rodillas, por lo que sus piernas enjutas, descarnadas y casi negras hubieran estado del todo desnudas, a no cruzar por ellas multitud de cintas con el objeto de acomodar a los pies un par de leves sandalias. Recogía la túnica en sutiles pliegues hacia la espalda un cinturón carmesí del que colgaba cierto alfanje morisco de hoja estrecha y afilada, a imitación de los que se fabrican en Damasco. En cuanto al rostro, era muy tostado de los rayos del sol, rematando en negra barba sucia, puntiaguda y revuelta. Con todo no dejaban de llamar la atención un par de ojos vivarachos y penetrantes, nariz aunque pequeña graciosa, y dientas blancos como el marfil, menudos y bien colocados. En resolución: toda su persona despojada de una carnosidad superflua, pero llena de nervios y músculos, dotados de extraordinaria flexibilidad y vigor, hubiera hecho pasar al gitano por un mozo bastante agraciado, a no ser el cabello áspero y cerdoso que sombreaba sus facciones, y cierto aire feroz que le asemejaba más a un gato montés que a un hombre civilizado.

-Acércate, bribón, díjole bruscamente el condestable, y ten cuenta con lo que te voy a preguntar, porque si titubeas en la respuesta, juro por el bienaventurado San Martín que echarás bendiciones con los pies desde la rama más alta de una encina. ¿Eres tú el pícaro que ha escogido por mensajero don Rodrigo de Alcalá?

-El propio soy, respondió gitano.

-¿Y te mantienes en lo mismo que le dijiste acerca de los altercados habidos entre los capitanes del campo aragonés?

-Y sin temor de ser desmentido, replicó osadamente el espía.

¿Y añades, señor barbinegro, que después del consejo de guerra no parecían tan amigos como antes Arnaldo el conde de Urgel y el caballero del Cisne?

-Y añado, satisfizo el africano, eso mismo que habéis dicho.

-¿Pues de quién hubiste semejantes noticias?

-Ese secreto es mío: cumplí con mi obligación revelandoos el de vuestros enemigos.

¡Perro infiel!, ¿ignoras que estás en mi poder?

-¿Y qué me importa estar en poder?... hiere y verás cuán poco temo la muerte.

-¿es decir, repuso con maligna sonrisa el condestable, que desempeñando el arriesgado oficio de espía, ya se te alcanza que ese cuerpo es carne para el verdugo?

-Lo que se me alcanza, respondió el mulato, es que nos tratan los cristianos como el mastín del pastor a los carneros y ovejas que defiende. Protégelos por algún tiempo, los lleva donde mejor parece, y acaba por conducirlos al matadero.

También muchas veces hacen lo mismo los reyes con sus favoritos, pensó interiormente el condestable, y cual si le hubiese mordido una víbora, púsose a dar veloces pasos por el aposento mientras los movimientos convulsivos de los labios y la barba, hacían patente la secreta inquietud que le oprimía. Calmóse algún tanto, y como si de repente le ocurriera otra idea, volvió a interrogar al gitano, bien que en tono áspero y desabrido.

-¿Es verdad que tu pueblo, aunque grosero e ignorante, tenga conocimiento de lo futuro, ciencia que no poseen los sabios y doctores de la Europa?

-No cabe duda, respondió, y es aún más natural ese talento entre nosotros que el furor de las disputas en los cristianos.

-¿Y cómo es posible, interrumpió don Álvaro, que el don celestial del vaticinio se haya concedido a linaje tan ruin y pordiosero como el vuestro?

-Yo no puedo decir porque así sea, replicó el gitano, por la razón misma que no me es posible explicar por qué el perro sigue las huellas del hombre por el olfato, mientras no puede el hombre olfatear las pisadas del perro. Esta facultad maravillosamente admirada de los europeos la posee nuestro pueblo por instinto; al través de las facciones del rostro y de las líneas de la mano vaticinamos tan fácil y positivamente la suerte de los demás como al ver un árbol en la primavera anunciáramos por la flor el fruto que debería producir a su tiempo.

-¿Y si te obligara a que me diese ahora mismo una prueba de tu decantado saber?

-Os diría, respondió sin titubear el africano, que cuando volvéis la cabeza tropiezan vuestros ojos con una horca más alta que la de Amán, o ven brillar en el arremangado brazo de un ministro el terrible instrumento de la venganza de los reyes sobre...

-Calla, calla, insolente, gritó atajándole don Álvaro entre colérico y atónito: no sé cómo no hago cumplir en tu malvada cabeza esa sangrienta profecía, a fin de enseñarte a elegir personas más a propósito para tus nigrománticos embelecos.

Don Álvaro volvió a dar vueltas por el aposento notablemente agitado, y mirábale el espía con insultante sonrisa y descarado aire de triunfo. Sus ojos montaraces y sombríos chispeaban de placer siguiendo los violentos ademanes del magnate, como los del cazador cuando se recrea en contemplar al oso luchando en balde para arrancarse la enarbolada saeta.

No era nada extraño se olvidara el condestable de tal suerte de sí mismo que hasta depusiese la serenidad y la grave arrogancia de sus maneras; pues acababa de acertar el espía con el hueco de su armadura, adivinando unos recelos que había días atormentaban su espíritu, cual si tuviese un vago presentimiento del aciago fin que había de probar en el mundo. Siempre procuró encerrarlos en lo más hondo de su pecho, y su rabia fue igual a su asombro cuando con tanta prontitud y desenfado se los echó en cara el insolente extranjero.

Difícil sería buscar en otra parte que en la preocupación de su siglo el origen de aquellos temores que derramaron como un sombrío vapor sobre el último periodo de su vida. Lo cierto es que aquel cortesano sagaz y astuto, aquel flexible y diestro favorito, aquel hombre en fin que tantos obstáculos venciera para remontarse con el vuelo rápido del águila experimentaba como otros muchos varones de osado ingenio, los embates de un humor tétrico y melancólico, siempre temible a la verdad, pero mucho más cuando empiezan a lucir las áridas auroras de la vejez, sin que tengamos el consuelo de una conciencia tranquila. A esta frenética disposición de su ánimo debe atribuirse el ansia de que dio muestras para que le profetizasen el fin de su vida, consultando a este efecto el más famoso astrólogo de aquellos tiempos. Habíale hecho venir a fuerza de regalos de las cortes de Hungría y de Viena, donde últimamente se fijara, a fin de pedirle parecer en las ocasiones arduas, y valido de su amistad con Rodrigo de Alcalá, señalóle una parte del castillo de Alanza, donde pudiera dedicarse libremente a sus sombríos estudios y horribles experimentos. Aterrado en el momento de que hablamos con la atrevida predicción del extraño personaje que tenía ante los ojos, y no sabiendo si dar crédito a su ciencia o atribuirlo todo a su impúdica osadía, detúvose otra vez delante de él, y siguióle interrogando en esta forma:

-¿De qué país eres?

-De ninguno.

-¿Qué quiere decir de ninguno?

-Que no soy de ningún país. Seré si os parece un cíngaro, un egipcio, un gitano, según nos llaman los europeos en sus diversas lenguas; pero no tengo patria.

-¿Eres cristiano?

Aquí hizo el extranjero con la cabeza un movimiento negativo.

¡Perro! Gritó don Álvaro, ¿adoras al falso profeta?

-Tampoco, repuso sin detenerse con tanta indiferencia como laconismo.

¿Eres pagano pues?, en una palabra, ¿cuál es tu secta?

¡Mi secta!, repitió el gitano; no soy de ninguna secta.

Horrorizóse don Álvaro de Luna, pues aunque había oído hablar de sarracenos e idólatras, jamás le pasó por las mientes que pudiese haber tal casta de hombres que no profesase ningún culto. No le impidió la sorpresa preguntar al africano donde tenía su domicilio.

-En los bosques, en las ciudades, en la ribera del mar, en la orilla de los ríos, y para acabar de una vez, en el sitio donde me encuentro.

-¿Y de qué manera conservas lo que posees?

-No teniendo más bienes que el caballo en que monto y la túnica con que me cubro.

-¿Cuáles son tus medios de subsistencia?

-Los que el azar pone en mis manos: como si me aguijonea el hambre y bebo cuando tengo sed; he aquí mi modo de vivir.

-¿Pero bajo qué ley?, ¿a quién conoces por señor?

-Al padre de la tribu cuando me da gana de obedecerle.

-¡Luego, exclamó don Álvaro admirado y confundido, vives sin los dulces lazos que unen en sociedad a los demás hombres; vives sin rey que te mande, sin leyes que te protejan, sin medios de subsistencia, sin domicilio ni hogar; vives, desgraciado de ti, sin el cariño que la patria nos inspira, y sin el consuelo de un Dios que nos ama y nos perdona! ¿Qué te resta pues? ¿A qué dicha aspiras privado de la religión, destituido de amor patrio y de toda doméstica felicidad?

-A la de una verdadera independencia, yo no me arrastro a los pies de los magnates; a nadie tengo obediencia ni temor, voy a donde me parece; vivo según mi capricho, y moriré con la indiferencia misma que he vivido.

-Puedes, no obstante, verte preso y condenado cuando menos te cates de ello.

-Enhorabuena, respondió el gitano; todo se reduce a morir algo más pronto.

-¡Infeliz!, te sepultarán en lóbrega e inmunda mazmorra, y entonces ¿dónde existe la libertad de que blasonas?

-En mis ideas: sujetas están las vuestras so la coyunda de las leyes, de la religión y de la patria, mientras vuela libre mi espíritu, aun cuando yazca mi cuerpo descoyuntándose en un potro.

Todo sería muy bueno, repuso el condestable, si con tan sabias reflexiones se rompiesen los grillos de los pies, o el dogal que acomoda el verdugo a la garganta.

-No creáis que por eso fuese menos idólatra de mis principios, acostúmbrase uno al peso de las argollas, y a no ver en la muerte sino un accidente inevitable.

-¿Y de dónde trae su origen tu pueblo errante y feroz?

-No lo sé, respondió el gitano.

-¿Cuándo desocupará estos reinos para volver al país de que ha salido?

-Cuando se cumpla el tiempo de su peregrinación.

-Pues qué, exclamó don Álvaro, ¿no desciende de las tribus de Israel que fueron llevadas cautivas más allá del río Éufrates?

Si tal hubiese, conservaríamos su fe, practicaríamos sus ritos.

-Pronto y agudo es tu juicio, repuso mirándole de hito en hito el condestable; muy suelta tienes la lengua..., ¿cómo te llamas?

-Sólo mis hermanos saben mi verdadero nombre, los que no viven en nuestras tiendas me conocen por el de Merlín.

-Paréceme que te explicas demasiado bien para un pícaro de tus miserables hordas.

-Es que siendo niño me cautivaron los de Francia y me vendieron a un sacerdote de Castilla, que se le metió en la cabeza instruirme en las ciencias europeas. Travieso y antojadizo no aproveché como él quería, pero algo se me pegó de aquel torbellino de necedades.

-¿Y cómo le dejaste?

-Robéle toda la plata, dijo Merlín con el mayor descaro, hasta la imagen de un Dios que él adoraba hecha del mismo metal. Descubriólo y me zurró; entonces para vengarme le atravesé de un navajazo, y eché a correr a los bosques.

-¡Aleve!, gritó don Álvaro echando involuntariamente mano a la daga, ¿te atreviste a asesinar a tu bienhechor?

-¿Y qué necesidad tenía yo de sus beneficios? ¿Por ventura era el joven cíngaro un perro acostumbrado a lamer la mano del que le oprime, y a alcanzar meneando la cola un pan mugriento en medio de puntapiés y de porrazos? No señor, era un tigre sujeto a la cadena, que la rompe enfurecido en la primera ocasión, bebe la sangre de su amo y huye otra vez al desierto.

Es probable que a no haber sido por la protección del señor de Alanza y los ventajosos servicios que les prometía la astucia e intrepidez de Merlín, no hubiese salido de aquel alcázar sin probar los efectos del enojo que su crueldad e impudencia habían inspirado a don Álvaro de Luna. Lo que dijo además a ese poderoso valido con respecto a las inquietudes de su pecho, habíale dado cierta importancia a sus ojos; importancia que, si de un lado estremecía al condestable, inspirábale por otro el deseo de aprovecharse de su diabólica ciencia. Por tanto, es igualmente presumible que el respeto supersticioso profesado por don Álvaro de Luna a cuantos hacían gala de estar iniciados en los horribles misterios de la magia y hechicería, fue una especie de broquel diamantino para el gitano Merlín, o si se quiere un salvoconducto que le permitió hablar ante aquel célebre magnate con alguna parte de la cínica osadía que atemorizaba a sus prosélitos. Encargóle don Álvaro que volviese al campo aragonés, espiase todas las acciones del conde de Urgel, objetivo particular de su aborrecimiento, y le diese parte de ellas. Regalóle después de esto, y lo despidió prometiéndole, si era capaz de guardar fidelidad, recompensas de más alto precio.

Volvióse aquedar solo el condestable de Castilla, y dar libre curso a sus ideas, aguijoneado más que nunca por supersticiosos temores. Habían éstos tomado tal incremento en su pecho, que la perspicacia y no la ciencia de Merlín los leyera en su semblante. Durante la noche las más lúgubres imágenes exaltaban su fantasía, por lo que veía acercarse con temor la hora en que gozan los mortales del suspirado reposo. La luz del sol sorprendíale en su lecho aterrado con lo que había creído ver, y anunciando con la alteración de sus facciones la lucha sangrienta en que se agitaba su espíritu. Y como estos fúnebres presagios acababan de cobrar nueva fuerza con las palabras de Merlín, para hallar remedio a su desesperación frenética, determinó consultarlos al astrólogo, que, según hemos dicho más arriba, hizo venir a fuerza de recompensas de muy remotas regiones. Llamábase Ben-Samuel, judío de nación, célebre por su tratado De rebus incognitis, y por la fama que tenía de leer los decretos del destino en el curso y combinaciones de los astros. Nunca se había atrevido el condestable a exigirle el terrible vaticinio de cuál sería el fin de sus grandezas; pero en la ocasión en que más encarnizados se mostraban sus enemigos, cuando llegaban al colmo de las zozobras que despedazaban sus entrañas, y hasta un miserable gitano, en medio de su vida errante y de sus andrajos, tenía el derecho de recrearse en su amargura, y de creerse más dichoso que el privado de don Juan el II; parecióle el único remedio la resolución de arrostrar aquella consulta criminal y arriesgada. Algo tranquilo con la esperanza de hallar la certidumbre de su futura suerte en las predicciones de aquel mago, envolvióse en su capa el condestable de Castilla, y haciéndose ensillar un caballo, salió por una puerta falsa y tomó la vuelta del castillo de Alanza, a pesar de que la noche cubría ya la ancha tierra con su tenebroso manto.

Soplaba el viento del norte mientras don Álvaro de Luna atravesaba corriendo aquellos campos en una situación la más incierta y aflictiva. La sola idea de que iba a saber cuál sería su fin, si análogo a la prosperidad de que gozaba, si conforme a los presentimientos que tuviera, infundía pánico terror a su atormentado pecho, sin que el aspecto de una noche húmeda y borrascosa dejase de contribuir a sus mortales angustias. ¡Cuántas veces los prolongados silbos del viento se le figuraron alaridos del demonio, y creyó distinguir en las nubes, que corrían rápidamente por el cielo, misteriosos caracteres o siniestras figuras! Llamó, sin embargo, en su ayuda aquel valor que nunca le abandonara en el discurso de su vida, sólo así pudo luchar con las congojas que oprimieron su espíritu durante el largo camino.

Doraban los primeros rayos del sol las altas cumbres de la sierra cuando llegó el favorito al fuerte alcázar de Alanza. Apeóse demudado y macilento, y se encaminó en el mismo instante a la estancia que ocupaba Ben-Samuel en una de las alas del vasto edificio. Si bien no era sobradamente espaciosa, la magnificencia de las tapicerías, las delicadas labores de las sillas de ébano y el prolijo adorno de los estantes donde tenía sus libros, manifestaban el buen gusto de aquel famoso judío. Dos puertas colaterales en una y otra parte de la biblioteca conducían la de la izquierda a un estrecho gabinete donde dormía aquel sabio, y la de la derecha a cierta escalerilla de ojo para subir al elevado torreón, que les servía de observatorio en sus cálculos astronómicos. Admirábase sobre la sólida mesa de cedro colocada en medio del aposento un bello tapiz de Turquía, parte de los despojos recogidos en la tienda de un Pachá después del reñido combate ganado contra los turcos por el monarca húngaro Matías Corvino, gran campeón de la cristiandad, y antiguo protector de nuestro mago. Campeaban en ella varios instrumentos de matemáticas y astrología tan preciosos por la delicadeza del trabajo, como por el valor de la materia: el astrolabio de plata era presente del emperador de Alemania, y la curiosa esfera cubierta con planchas del mismo metal, el espléndido regalo de otro monarca de Europa.

Alhajas, máquinas y utensilios de raras y caprichosas formas resplandecían colocados en los muros de la estancia. Chocaban en medio de tantos objetos dos armaduras completas, una de mallas y otra de acero, la obra maestra entrambas de artífice milanés, cierta espada toledana entre un sable de Escocia y una cimitarra turca, arcos y aljabas, multitud de armas guerreras, instrumentos de música, vasos sepulcrales de los tiempos antiguos, penates de bronce, y otras muchísimas cosas difíciles de describir, muchas de las cuales parecían destinadas al uso del arte mágica, según la supersticiosa opinión que de ella se tenía en aquel remoto siglo.

No menos extraña y variada era su copiosa biblioteca: manuscritos de autores clásicos con otros de filósofos árabes, algunos poetas persas, las máximas de Zoroastro, los cantos de los antiguos profetas, y los trabajos de aquellos sabios laboriosos, que cultivaban en absoluto retiro las ciencias químicas pretendiendo descubrir a sus prosélitos los misterios más ocultos de la naturaleza por medio de sutil filosofía, se hallaban confundidos o entremezclados sin orden en los pulidos estantes. Algunas de tales obras estaban escritas en orientales caracteres, obras en hebreo y en latín, y no pocas ocultaban su sentido místico, o los absurdos que aspiraban a enseñar, bajo el simbólico velo de figuras jeroglíficas y de signos cabalísticos.

Por lo demás todos los muebles y curiosidades del aposento ofrecían a los que entraban en él un extraordinario golpe de vista, calculado de antemano para herir la imaginación, a lo que contribuían mucho para formar cierta armonía con todo lo restante, el aire y los modales de nuestro astrólogo. No presentaba en su figura uno de aquellos descarnados profesores de las ciencias ocultas, cuyos rasgos lívidos y marchitos, cuyos ojos hondos y cadavéricos no sólo indican los meses que han pasado estudiando los misterios del arte en subterráneas cuevas, sino las muchas noches también contemplando la incierta luz de los cuerpos que figuran en el sistema planetario. Veíase muy al revés en el judío un hombre de alta talla, majestuoso y corpulento, frisando como en los cincuenta de la edad, sin estar por eso destituido de cierta lozanía y vigor. El turbante blanco como la leche sujeto con ardiente rubí en torno de su cabeza, la bala de seda forrada de armiños con presillas de oro, la túnica talar algo oscura, sembrada de lucientes estrellas, y el ancho cinturón carmesí donde brillaban sutilmente recamados los doce signos del zodiaco, daban a sus facciones, naturalmente severas un carácter de importancia muy conforme a la fama de su ciencia. Medio recostado entonces en ancho sillón de damasco, examinaba uno de los primeros ensayos hechos por Gutenberg con la máquina de la imprenta, que acaba de inventar. Recorríalo, pues, lleno de pasmo y placer cuando entró repentinamente en el aposento al condestable de Castilla. Levantóse el reverendo rabino, y lo saludó cortés con el ademán de un hombre harto acostumbrado a tratar con personas de alta jerarquía para turbarse en su presencia.

-Paréceme que os halláis ocupado, dijo el magnate; y a no engañarme, en contemplar ese nuevo modo de multiplicar los manuscritos por medio de una máquina. ¿Cómo es posible, padre mío, que objetos tan fútiles y terrestres interesen a un hombre a quien revelan los astros los arcanos del destino?

-Porque reflexionando en las consecuencias de esta invención, leo con tanta certidumbre en ellas, como en las combinaciones de los cuerpos celestes, las más terribles y prodigiosas mudanzas. Cuando pienso con qué lentitud y escasez nos ha traído sus aguas el manantial de las ciencias, las dificultades en que tropiezan los que andan sedientos de beberlas, y lo muy expuestas que las veo a tener que trazarse de nuevo vías ocultas y subterráneas para librarse del furor de la barbarie, no puedo dejar de exaltarme al considerar la dicha de las generaciones futuras, recibiendo a manos llenas el tesoro de la sabiduría, tesoro que civilizará los pueblos, suavizará las pasiones y elevará monumentos donde la estudiosa juventud aprenda a rectificar los abusos, que escaparon a la perspicacia de sus padres.

-Un momento, si os place, un momento, preguntó algo inquieto el favorito; ¿Todas esas revueltas que decís han de verificarse en nuestro siglo?

-No, hermano mío, respondió el filósofo, esta invención puede compararse al arbolillo que acaba de nacer. No es tiempo aún de que produzca el fruto que de ella se espera, fruto dulce y amargo a la vez, tan precioso y tan funesto como el del árbol de la vida, pues que dará a la especie humana el peligroso conocimiento del bien y del mal. Ilustrarán se las gentes, pero correrá la sangre de los pueblos, adelantarán las ciencias, pero descubriránse con su auxilio nuevos medios de destrucción... es harto cierto que es medio de ese vaivén de innovaciones será el hombre más rico, más cortes, más civilizado... no sabré, empero, deciros si se podrá alabar de más dichoso.

-Allá se las campaneen, padre mío, respondió don Álvaro, sobrado tenemos que hacer en el siglo en que vivimos para ocuparnos de los negocios del venidero. Cada día que luce me trae una nueva calamidad, y temo que arrastrado por una cadena de desgracias no me guarde la fortuna en el último eslabón un precipicio. Vos me habéis servido en diversas ocasiones con la prudencia de un sabio y el cariño de un hermano; a vuestros vaticinios debí la esperanza que me sostuvo en el último destierro, sin la cual no hubiera visto la muerte de mi más fiero enemigo. A ellos, padre mío, la certidumbre de recobrar la gracia del rey don Juan y nadar nuevamente en la opulencia. Hace tiempo, es verdad, que no he venido a consultaros, porque si es dulce al desdichado el anuncio de la felicidad, ¡cuán amarga ha de ser al que es dichoso la predicción de su desgracia! No obstante, prosiguió el condestable adelgazando la voz, vuelven como os decía a tomar mal aspecto los negocios, y hasta llego a recelar no sacuda el rey don Juan el yugo de mi tutela. Entonces, ¡ay!, entonces ¿qué fuera de nosotros?... ¡oh!, separaríame ahora mismo de ese monarca pueril, si supiese que mis contrarios me dejasen vivir tranquilamente en mis castillos...

Interrumpióse el condestable al decir estas palabras cubriéndose el rostro con ambas manos, cual si el peso de sus angustias le quitase hasta la fuerza de proseguir el discurso. Mirábale entre tanto Ben-Samuel, apoyada la mejilla sobre su brazo derecho, recreándose en el hervor de las pasiones que devoraban el corazón de aquel magnate, que, a pesar del orgullo con que trataba a los demás, venía como a humillarse y a confesar sus recelos a las plantas de un judío. Animóse después de un rato don Álvaro de Luna, y continuó su interrumpida relación de esta manera.

-No extrañéis, docto Samuel, la opresión que me agobia. Otras veces he venido a hablaros con la cabeza erguida y el semblante más alegre, pero no veía entonces en mis sueños como ahora los preparativos de un suplicio, ni tropezaban mis ojos donde quiera con un sangriento cadalso. Por esto, padre mío, deseo saber cuál será el fin de mis días: ¿las visiones con que lucho durante la noche son anuncios positivos de que he de morir como los traidores, o he de considerarlas solamente como delirios de una fantasía exaltada en fuerza del enojo que inspiran esos bandos, rivalidades y encuentros? Tal es la cuestión que someto a vuestra divina ciencia para que me decidáis, si os place, sin la más leve tardanza.

Levantóse el astrólogo al oír esto, y echando mano a varios de los instrumentos que había en aquella estancia, preparóse como para leer en las páginas de lo futuro. Fijando después en don Álvaro sus negros y vivaces ojos, contemplólo largo espacio cual si pretendiese analizar las muchas líneas que cruzaban por su rostro. Tomóle la mano diestra y examinó escrupuloso todas sus rayas sin hablar palabra alguna, observando con inalterable gravedad las prácticas y ceremonias prevenidas por las artes cabalísticas. Así que dio fin a estos preliminares, animó leve sonrisa sus majestuosos rasgos, y clavando otra vez la vista en la cara de don Álvaro de Luna, soltó reposadamente la voz a semejantes razones:

-Extraño mucho que agitado como estáis por ilusiones fantásticas, no hayáis venido más presto a buscar en este humilde aposento la tranquilidad de vuestro espíritu. Aunque émulo indigno de Galeotti y Nostradamus, no dejo de leer el destino de los hombres en las revoluciones de los astros, y, a menos que tuvieseis poca confianza en la lealtad o sabiduría de vuestro intérprete, no acierto por qué razón habéis descuidado hasta ahora mis consejos. No por eso dejaré de deciros lo que mi débil juicio alcance, puesto que el término adonde os ha de llevar vuestra opulencia ha sido no pocas veces el objeto de mis observaciones profundas. Sabed, por lo tanto, don Álvaro de Luna, que por la parte de Asturias leo el nombre de cadalso, y alejaros debéis de aquellos ángulos, si es que deseáis evitar el fin de vuestras grandezas.

-¿El hombre decís de cadalso, padre mío?, preguntó tranquilamente el condestable.

-He aquí las efemérides prosiguió el astrólogo: ved la posición de la Luna con respecto a Saturno, y el ascendiente de Júpiter sobre entrambos. Esta combinación es de feliz augurio para el que ha nacido debajo de su influencia; pero hallándose Saturno al propio tiempo en directa oposición, amenázale súbita y violenta muerte en edad algo avanzada y en determinado punto; no sabré decir de fijo si en un infame cadalso, aunque aseguraros puedo que veo indicado tan espantoso nombre hacia las regiones septentrionales de estos reinos. Por esto debéis rehusar el ir, o el que os lleven, hijo mío, a tan peligrosos sitios. Repasad ahora en vuestra mente la analogía que pueden tener tales indicaciones con los lances y particularidades de vuestra vida, y vendréis a conocer, al efecto de calmaros y alejarlo, el fin próspero o desastrado que os aguarda.

Es de pensar que nada comprendió don Álvaro de la explicación científica del filósofo; pero llevó en la imaginación muy impreso aquello de que moriría en cadalso. Cabalmente llamábase así uno de los muchos pueblos de sus dominios, y como por su posición inclinábase hacia el norte, dedujo de todo ello el condestable, que en él había de morir y no en la plaza pública, según creyó por sus sueños. La singular coincidencia que veía entre el nombre de este pueblo y el del objeto de sus continuos terrores, hízole dar mayor crédito a la predicción del astrólogo, a lo que se añadía la certidumbre en que estaba de no haber comunicado a persona alguna sus desesperadas visiones. Disimuló con todo la secreta alegría de su ánimo, metió la mano en el pecho, y sacando una bolsa púsola en las del judío en prueba de veneración y agradecimiento. Despidióse enseguida, y repitiéndole que no dejase de considerarle como su mejor amigo, salió del aposento y tomó sin más tardanza el camino de Segovia.

Violo partir el astrólogo desde una de las ventanas de su estancia, y seguro de que estaba harto lejos para volver hacia atrás, abrió la puerta por donde se subía al observatorio, e hizo salir de debajo las revueltas que formaba la escalera al gitanillo Merlín, ya bastante conocido de nuestros lectores.

-¿Veis cómo no os engañaba, dijo al judío Ben-Samuel dando un brinco desde su madriguera al aposento, cuando os aseguré ayer noche que vendría muy presto a consultaros?, ¿y qué decís de mi caletre y perspicacia para adivinar donde le pica la mosca?

-Que tienes excelente olfato, y una vez puesto en vereda no pierdes la buena pista. Por la descendencia de Abraham nunca hubiera creído que fuese tan simple ese orgulloso nazareno.

-Pues si hubierais visto ayer tarde cuando yo me divertía en irritarlo, diciéndole a sus mismas barbas el miedo que le consume, no podríais concebir cómo un hombre que hace largos años despotiza en estos reinos; un hombre, cuya audacia y valor han sido célebres, sucumba tan fácilmente a imaginarios terrores. Bien sospeché algo de lo que pasaba por la charlatanería de los criados; pero nunca me lo figuré con tal extremo hasta haberlo averiguado por mí mismo.

-¿Y dices que has de seguir las pisadas de aquel terrible nazareno llamado Arnaldo de Urgel?

-Así me lo encargó anoche el condestable de Castilla. También el señor de Alanza alimenta odio implacable contra tan fiero barón, y paréceme que ha de ser rica además la recompensa de ese valiente espionaje. Ya las huestes del infante marchan, según pública voz, con gentil compás de pies en dirección a la corte, y como tengo carta blanca para uno y otro ejércitos, no temo andar barajando entre los israelitas y los filisteos. Ello es harto positivo que un arcabuz disparado por inadvertencia, una flecha extraviada por azar, podrían darme recelo a tener menos viveza en los ojos y agilidad en las piernas..., pero quiero enseñar a mi tribu la manera de vengar la opresión que sufrimos, chupando el oro y la sangre de nuestros implacables verdugos.

-Veamos entretanto, dijo interrumpiéndole el astrólogo, que recompensa ha dejado aquel soberbio, pues es justo que también participes de ella. ¡Miserable avaro!, exclamó echando mano a la bolsa: estoy seguro de que cualquiera mujercilla me la diera más repleta para que le vaticinase la vuelta de su galán o la muerte del marido. ¡Miserable avaro!, ¿y no se había puesto en la cabeza adquirir algunas luces en esta ciencia sublime? Sí por cierto; cuando el hocicudo lobo, cuando el montaraz jabalí tendrán gusto por la música. ¡Miserable avaro!, ¡aspirar a leer en el glorioso blasón del firmamento!... más fácil sería al mochuelo mirar con ojos de lince... ¿y son tales sus presentes después de haberme tentado con tan pomposas ofertas para arrancarme de la corte del magnífico Matías, donde el huno y el turco, el nazareno y el idólatra, el Zar de Moscovia y el Kan de la Tartaria se esmeraban a porfía en ganar mi voluntad con espléndidos regalos? ¿Juzga en mal hora que soy hombre para vivir sepultado por indecente pensión en este viejo castillo, y que me ha de tratar como el jilguero que meten en jaula ruin y le hacen cantar cuando le silban? ¡No, por las aguas del Jordán!, primero pierdan los descendientes de Jacob la esperanza que les sostiene si...

Interrumpióse de repente Ben-Samuel, y volvió a tomar la bolsa que arrojara sobre el tapiz en los primeros impulsos de su cólera. -Quizás, murmuró entre dientes, se halle en el fondo algún diamante de alto precio; pues he oído decir que llega a ser generoso hasta la prodigalidad cuando lo exige su interés o le mueve su capricho.

Vacióla al ofrecérsele esta idea con curiosidad codiciosa, y no cayendo más ni menos que unas veinte medallas, irritóse nuevamente aquel avaro filósofo.

-Mira, mira, hijo Merlín, dijo al gitano, hasta donde llega su desvergüenza. ¿Piensa el viejo miserable que ha de gozar por salario vil de los frutos de la ciencia celestial que estudié con aquel armenio llamado Istrahoff, que no había visto el sol en más de cuarenta años; con el griego Dubravins, que tiene fama de haber resucitado los muertos, y con el hebreo Eba-Alí, a quien hube de buscar entre las grutas de la Tebaida? ¡No, por las torres de Sión! El bárbaro que desprecia la ciencia, perezca por su propia ignorancia. ¡Veinte medallas!, rubor me daría ofrecerlas a Raquel para comprarse un turbante.

Mientras de esta suerte hablaba, echó algunas a Merlín, y metió las restantes en un bolsillo de cuero pendiente de su cintura; bolsillo que la muchacha Raquel y otras de su errante tribu, hallaban con más facilidad el secreto de vaciarlo, que de proveerlo el filósofo, a pesar de su decantada ciencia.