Los borceguíes de Enrique II
Riñeron los dos hermanos, |
(Romancero general.)
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- I -
Después de la cruel tragedia
en que murió el rey don Pedro
a manos de una traición
de serviles extranjeros,
su matador don Enrique
gozó en calma largo tiempo
la corona de su hermano
por la fuerza o por derecho.
Aunque de sangre bastarda,
cuentan de él famosos hechos,
liberalidades grandes,
de Real corazón ejemplos.
Dicen que a Castilla dio
gran prez y engrandecimiento,
en paz viviendo con todos
por la fuerza o el ingenio.
Y Aragón, Francia y Navarra
y Portugal, le temieron,
y lo temblaron los moros
aun teniéndole tan lejos.
¡De la voluntad de Dios
incomprensibles secretos,
mas donde van siempre juntos
los castigos y los premios!
Vivió dichoso este Rey
tras el fratricidio horrendo,
fama conquistando y nombre
de liberal y de recto.
Lo cual celebran los malos
y desespera a los buenos,
que no hay más ley que la fuerza,
ni más justicia creyendo.
Mas bien se ve en don Enrique
por la muerte que le dieron,
de Dios la recta justicia
y la igualdad de los cielos.
Con hierro mató a su hermano,
y él acabó con veneno;
por extranjeros matóle,
y a él matáronle extranjeros.
Veía el Rey de Granada,
ayudador de don Pedro,
del reino de don Enrique
la prez y acrecentamiento.
Veíalo, recelando
que la memoria de aquello,
y el rencor que produjera
de don Enrique en el pecho,
aún en él se alimentaran,
fermentando en el silencio;
y el moro pensó en sí mismo
y pensó con mucho acierto.
Veló, inquirió con astucia,
de sus espías por medio,
el grande apresto de guerra
que el de Castilla iba haciendo.
Y al ver la paz asentada
con los inmediatos pueblos,
y a los monarcas cristianos
en amistad y sosiego,
penetró del rey Enrique
el oculto pensamiento,
y otro pensamiento oculto
pensó oponerle resuelto.
«Amigo fui de su hermano
(dijo el moro); él es soberbio,
y el ultraje no ha olvidado,
y está a volvérmele atento.
Ganémosle por la mano;
y astutos al defendernos,
venguemos con sangre suya
la sangre del rey don Pedro.»
Dijo esto el moro una tarde
por los jardines amenos
del alto Generalife
en solitario paseo.
Y enderezando los pasos
al alcázar opulento
de la Alhambra, mandó al punto
que llamaran en secreto
a un moro de grande ciencia
y en medicinas muy diestro,
el mejor de sus amigos
y el más leal de sus deudos.
Vino el moro, y encerrándose
con él en un aposento,
en larga plática oculta
hasta el alba se estuvieron.
Nadie lo que hablaron supo,
nadie jamás cayó en ello;
los hechos lo revelaron
y lo aclaró sólo el tiempo.
Sólo se dijo en Granada
con recatado misterio,
que el sabio huía del Rey,
y el Rey le echaba del reino.
- II -
En Santo Domingo estaba
don Enrique, y muy ufano
celebraba con festejos
sus paces con el navarro.
Todo era gozo en la corte,
todo en la ciudad saraos,
y luminarias y músicas,
cañas, toros y caballos.
Andaban los caballeros
con las bandas y penachos
de los colores del gusto
de ambos a dos soberanos.
Y andaban los trovadores
con cantares regalados
las grandezas de ambos reyes
en sus rimas encomiando.
Y andaba el rey don Enrique
con largueza Real premiándolos,
ya elogiándoles los versos,
y ya con oro pagándoselos.
Y andaba Villa Sandino,
poeta el más afamado,
entre la gente de corte
vestido a lo cortesano.
Y andaba Pero Ferrús
sus dulces trovas cantando
desde el alba hasta la noche,
desde la choza al palacio.
Y en una tarde serena
del mes de Abril, a caballo
con su corte el rey Enrique
quiso salir por el campo.
Ya comenzaban entonces
las florecillas del prado
a salpicar de los céspedes
el verde y tendido manto;
ya iba el tomillo oloroso
sobre los juncos brotando,
llenando el aura de aromas
cuanto más puros más gratos;
—ya empezaban a vestirse
de frescas hojas los álamos,
y las rojas amapolas
a crecer en los Sembrados.
Y todo la primavera
por doquier iba anunciando,
con su hierba la campiña
y con sus trinos los pájaros.
Cabalgaba don Enrique
Con sus dobles platicando
por fuera de la ciudad
en paseo sosegado,
cuando, jinete seguro
sobre un potro jerezano,
vio que hacia ellos llegaba
solo un árabe gallardo.
Sobre el almete de acero
rollaba turbante blanco,
y espesa malla vestía
bajo el almaizal plegado.
Corvo alfanje y lanza aguda
llevaba en opuestos lados,
y con cadenas de plata
el negro potro arrendado.
Y en fin, las prendas que usaba
la opulencia iban mostrando,
y su bizarra apostura
lo noble del africano.
Detuvo el Rey su trotón
un punto para mirarlo,
y su potro el sarraceno
tuvo también, saludándolo.
Quedáronse unos momentos
mirando uno a otro entrambos
hasta que así dijo el Rey,
y así dijo el africano..
EL REY Vengas en paz, sarraceno.
EL MORO Alá te guarde, cristiano.
EL REY ¿Adónde va el agareno?
EL MORO A buscar al castellano.
EL REY Pues qué, ¿no da ya Granada
A los creyentes asilo?
EL MORO Mina una lengua dañada
el corazón más tranquilo.
No hay moro que más resuelto
servido haya a su señor;
mas el semblante me ha vuelto
Mahomad, como a un traidor.
Sin lealtad y sin fe
se olvidó de mi amistad,
y allí a Mahomad dejé,
¡Alá guarde a Mahomad!
EL REY ¿Y qué espera del cristiano?
EL MORO Diz que es un Rey caballero
el vuestro Rey castellano
y a ofrecerle voy mi acero.
EL REY ¿Y si te recibe mal?
EL MORO Continuaré mi camino.
EL REY ¿Y si osa a ti desleal?
EL MORO Me avendré con mi destino.
Mas de ello estoy bien ajeno;
¿para mí malo ha de ser
quien para todos fue bueno?
¿Ante él me podéis poner?
EL REY Moro, en su presencia estás;
y tu acendrada opinión
no desmentirá jamás
la fe de su corazón.
EL MORO ¿Tú eres don Enrique?
EL REY Sí.
EL MORO Dame los pies a besar.
EL REY No; cabalga junto a mí,
que quiero contigo hablar.
Picó espuelas don Enrique,
e imitóle el africano,
y atravesando la puente,
en Santo Domingo entraron.
- III -
O el bueno de don Enrique
fue crédulo por demás,
o el moro fue por su parte
sutilísimo y sagaz,
porque en menos de dos días
entre los dos de tratar,
entre ambos a dos había
estrechísima amistad.
Ya fuera que el africano
descubriese desleal
a Enrique graves secretos
del rey moro Mahomad;
ya fuera que el rey Enrique
se los quisiera arrancar
con una sagaz política
a la del árabe igual;
ya fuera que ambos a dos
se intentaran engañar,
o ya que los dos obrasen
con hidalga lealtad,
ello es cierto que aquel moro,
del Rey empezó a gozar
muy repetidos favores
y muy grande intimidad,
que hizo a todos los privados
ante su favor cejar,
por más que el valgo y la corte
murmuró de este desmán.
Decían, y con justicia,
que le sentaba muy mal
a todo un Rey castellano,
con moros tanta amistad;
que quien nació su enemigo,
era al cabo de esperar
que tuviera allá en su pecho
poca o ninguna verdad.
Todo ello dicho en razón
y sin respeto quizás,
pero dicho todo en balde,
pues no lo quiere escuchar
el Rey, que por su capricho
o por recóndito plan,
hacia el gallardo africano
inclina la voluntad,
y ya por secretas causas
o por afición real,
festejábanse uno a otro
con correspondido afán.
Dábale el Rey privilegios
y rentas que disfrutar,
dábale estancia en palacio
y aun en su mesa sitial.
y el moro, a quien cada día
remitían sin cesar
desde Granada sus deudos,
sus amigos desde Orán,
tesoros inestimables
y presentes sin igual,
al Rey se los ofrecía
con gran liberalidad.
Y apenas día pasaba
sin que lo fuera a llevar,
ya el damasquino mandoble,
ya el cordobés alazán;
y siempre, entre sus regalos,
solían ir a la par,
ya el velo para la Reina,
ya para la dama el chal,
ya la armadura dorada
para el príncipe don Juan,
ya el perro de mejor rastro,
ya el azor más perspicaz.
Todo era el moro larguezas
y el Rey prodigalidad;
si el Rey el más generoso,
el árabe el más galán.
Todo era fiesta el palacio:
tañer, danzar y trovar;
todo festejos el día,
toda la noche rondar.
Todo festines y amores
en la gente principal,
todo embriaguez y rondallas
el vulgo hambriento y audaz.
Si en una apuesta o torneo
placíale al Rey bajar
a correr en el palenque
con un noble a trance igual,
bajaba el moro tras él
a lucir su habilidad
en los bohordos y cañas
y juegos de uso oriental.
Y nadie rompió una lanza
con tanta seguridad,
ni nadie montó a caballo
con una destreza tal,
ni nadie metió en el blanco
tantos dardos a la par,
ni nadie en cortesanía
logró alcanzarle jamás.
Si diez sortijas ganaba,
si ocho lazos alcanzar
lograba una misma tarde,
cual diestro, siendo galán,
al Rey y a la Reina al punto
ofrecía la mitad,
entre las damas más bellas
repartiendo las demás.
Y así se pasaba el tiempo,
y así, en escándalo asaz,
de don Enrique y el árabe
se estrechaba la amistad.
yo el bueno de don Enrique
crédulo era por demás,
o era por su parte el moro
sutilísimo y sagaz.
- IV -
Corrió todo el mes de Abril
para el confiado Enrique,
uno de los más gloriosos
y uno de los más felices.
La tierra empezó con Mayo
con sus flores a cubrirse,
y el cielo fue despejándose
de nubes y nieblas tristes.
El viento henchían de aromas
los cefirillos sutiles
recogidos en las ramas
de los huertos y jardines.
Veía el Rey favorable
estación tan bonancible
para realizar los planes
que supo allá concebirse
en su corazón y juicio,
y que a poder él cumplirles,
fuera acaso el Rey más grande
y el mejor de los Enriques.
Pero no hay cosa que el hombre
para su bien imagine,
que no le estorbe la suerte
que por su bien la realice.
Ya ha días que el sarraceno,
tan pródigo en los festines
y en los regalos, ninguno
a su nuevo Rey dirige.
Ya ha días que de su parte
el Rey ninguno recibe,
ni el Rey le manda sus pajes
con prenda alguna que estime.
Y unos dicen que ya en ellos
no está la amistad tan firme,
y otros que dió a sus tesoros
fin el africano, dicen.
Pero desmentidos vieron
sus murmullos los malsines
en la mañana de un martes,
día aciago entre gentiles.
Gozaba el Rey todavía
blando reposo apacible,
cuando al dintel de su cámara,
un negro que al moro sirve,
se presentó, demandando
si la entrada le permiten;
y como saben los pajes
que el Rey dondequiera admito
al esclavo y a su dueño,
ninguno el paso le impido.
Franqueáronle, pues, la puerta,
y apartando los tapices,
en la cámara del Rey
entró en silencio el etíope.
Quedó tras él el ambiente
lleno de oloroso admizcle,
que un azafate que lleva
entre las manos, despide.
Mas no pudo nadie ver
lo que en él se deposite,
porque cubierto lo trajo
con la hermosa piel de un tigre.
Sintióse con el esclavo
hablar al Rey don Enrique;
sintiéronse las ventanas
a la voz del rey abrirse;
y tras de breves momentos,
con su semblante impasible,
como una siniestra sombra
volvió a salir el etíope.
Quedó el Rey con el regalo
sobre su lecho, y posible
no siéndole contenerse,
levantó la piel de tigre
que cubría el azafate,
y no es fácil de escribirse
su sorpresa, al ver en él
dos moriscos borceguíes.
Eran de una piel más blanca
que la pluma de los cisnes,
abotonados con perlas
y un hebillón de rubíes.
Mil exquisitos bordados
la piel finísima visten
de mil caprichosos ramos,
mil arabescos perfiles,
con cuyo primor y gusto
en tejidos y en matices,
los encajes y las flores
inútilmente compiten.
Obra del Oriente sólo
y de moriscos artífices,
que hacen palacios de piedra
como el encaje sutiles.
Trabajo de aquellas manos
que para que al mundo admire,
nos dejaron una Alhambra
del Darro en la orilla humilde.
La Alhambra, ante quien Europa,
ya desengañada, dice:
«No fue de bárbaros raza
la que alzó el Generalife.»
La primorosa labor,
la pedrería que ciñe,
orla, corona y enlaza
los moriscos borceguíes;
el suave aroma que exhalan,
su piel dócil y flexible,
lo bien que al pie se le ajustan,
sin dañarle ni oprimirle;
la novedad del regalo
y el traer del moro origen,
fueron razones de gozo
para el buen rey don Enrique.
Mandó entrar, pues, a sus pajes
a tocarla y a vestirle,
para ostentar dignamente
los preciados borceguíes.
Bizarramente atavióse,
y al ver cuán brillante sigue
su curso sereno el sol,
y el día en púrpura tiñe,
pensó en celebrar del moro
el rico regalo insigne
con improvisada fiesta
que su placer lo atestigüe.
Llamó, pues, al africano,
y mandando que le ensillen
los caballos, y que apresten
los azores y neblíes,
una partida de caza
y un campesino convite,
para el árabe y sus nobles
rápidamente apercibe.
Y hora, y sitio, y compañía,
señala, busca y elige,
y alegremente cabalga;
parte, y la corte le sigue.
- V -
Está el sol resplandeciente
y purísima la atmósfera,
y el azul del firmamento
sombrías nubes no entoldan.
Sólo a trozos le salpican
de ráfagas voladoras
al impulso arrebatadas
nubecillas caprichosas;
vapores tornasolados
que así varían de forma
como varían de sitios,
hasta que al fin se evaporan.
Risueño está el día, amena
la campiña, encantadora
la caza de cetrería,
en que los del Rey le gozan.
A inmenso trecho en el aire
los neblíes se remontan,
sin que los pierdan de vista
los cazadores. ¡Qué airosa
se cierne libre en los aires
sobre sus alas, y esponja
su fina y rizada pluma,
la garza provocadora!
¡Cómo se burla del vuelo
de las aves temerosas
que la huyen, y a quien persigue
revolando juguetona!
¡Cómo en torno de su presa
gira, y revuelve, y la acosa,
y en su derredor circula,
de su torpeza por mofa!
Ya, al parecer libre, y salva
dejándola, el vuelo acorta;
ya a perseguirla volviendo,
lo precipita afanosa.
Tiembla la avecilla débil,
canta el ave triunfadora,
y en espiral rapidísima
caen a la tierra una y otra,
y el lance a juzgar alegres
los cazadores se agolpan,
y con aplausos y risas
a celebrar la victoria.
Contentísimo está el Rey,
contenta la corte toda,
y las damas que esto miran
desde una empinada loma.
El halcón negro de Enrique
es quien lleva por ahora
el honor de la partida.
¡Con qué humildad tan donosa
hace la presa, la abate,
a los pajes la abandona,
y a don Enrique volviéndose,
en la mano se le posa!
Y ¡cómo el Rey le acaricia,
y en su palma le coloca,
y esponja el ave sus plumas
agradecida y gozosa!
Lánzala, y rauda se eleva;
la llama, y se abate pronta:
dijeran que oye y comprende
las palabras de su boca.
El sarraceno, que el arte
de la cetrería ignora
porque no es arte seguido
por la raza de Mahoma,
su incomparable destreza
prueba, con dardos que arroja,
que desde el caballo lanza
y desde el caballo toma.
Hienden el aire silbando
con rapidez prodigiosa,
y tan certeros los tira,
que a los más diestros asombra.
Su esclavo negro le sigue
sobre yegüecilla torda
de ruin estampa, mas fuerte,
incansable y corredora.
Y éste recoge los dardos
de su amo que al suelo tocan,
al estilo de los árabes,
con mano segura y pronta,
sin abandonar el lomo
del animal en que monta,
el cual lleva en su carrera
la tierra al vientre tan próxima,
que inclinándose el jinete,
sin que apenas se conozca
ase el dardo que está en tierra,
aun sin mirar si lo cobra.
¡Tanto puede la costumbre,
tanto la práctica logra,
y tanto a los castellanos
por eso entrambos asombran!
En esto, y cuando en los aires
mirada firme y ansiosa
todos clavada tenían
en una torcaz paloma
que, de un halcón perseguida,
iba a la herida traidora
del dardo del sarraceno
a caer, si le era próspera
como siempre su certeza,
cubrióse la tierra toda
de obscuridad tan espesa,
que el día fue noche lóbrega.
Sintiéronse al punto todos
presa de mortal congoja,
sin que pudieran sus ojos
penetrar aquellas sombras.
Barrió el suelo un viento rápido
y helado, y cuando a la atmósfera
obscura se hizo la vista,
con hondísima zozobro,
vieron lucir las estrellas
que el firmamento tachonan,
creyendo que de repente
menguaba el día seis horas.
Faltó el aliento en los pechos,
faltó la voz en las bocas,
y todos ante el prodigio
callando tiemblan u oran.
Sólo el árabe y su esclavo
que están platicando notan,
y aquel fenómeno aplauden
con luna alegría loca;
y escuchando los cristianos
su algazara escandalosa,
por sortilegio lo juzgan,
por brujería la toman.
Hasta que a pocos minutos
asomando luminosas
del encapotado sol
las resplandecientes orlas,
volvió poco a poco el día,
volvió a ausentarse la sombra,
y el moro explicó el eclipse
a la comitiva absorta.
Mas aunque entendieron todos
que esas señas espantosas,
de este vistoso fenómeno
son las circunstancias propias,
a nadie arrojar fue dado
del corazón la congoja,
ni nadie siguió tranquilo
en caza tan azarosa.
Tornaron, pues, en silencio,
con faz decaída y torva,
a la ciudad que dejaron
con risa tumultuosa.
Quejóse el Rey de cansancio,
y tras noche asaz incómoda,
no pudo al día siguiente
salir por sí de su alcoba.
Vinieron con tal noticia
los sabios de la redonda,
y declararon unánimes
que el mal del Rey era gota.
- VI -
Pasáronse así dos días,
y así se pasaron seis,
y así se contaron nueve,
y rayaron en los diez:
y en ellos las medicinas
sólo sirvieron al Rey
para entender que la muerte
le asaltaba por los pies.
Llorábale su hijo el Príncipe,
y la Reina su mujer,
y más que todos el moro
se hacía al llanto por él.
Iba y venía afanado,
los calmantes a traer,
y a preparar los remedios
con cuidadoso interés;
y como era hombre entendido
y el Rey le quería bien,
murmuraban de ello muchos,
mas le dejaban hacer.
Mirábanle los doctores
con ojeriza también,
mas a raya se tenían
respetando su saber.
Que era el árabe en su ciencia
hombre de tan alta prez,
que no hubo quien en Castillo
se le supiera oponer.
Y en las juntas que les plugo
reunir alguna vez,
siempre que él tomó la suya,
fuerza a los demás les fue
convenir exactamente
en lo propuesto por él,
y a sus opiniones siempre
y a sus razones ceder.
Y con tanta confianza,
con tan recta sencillez
la enfermedad explicaba,
y daba su parecer
con tanta y tan sana lógica,
con tan candorosa fe,
que nadie que le escuchaba
le dejaba de entender.
Y los remedios servía
al Real enfermo después
con tan sincero cariño,
con exactitud tan fiel,
que nadie le pudo tacha
en su servicio poner.
Y en el tiempo que duró
aquella dolencia cruel,
todas las noches velando
estuvo el árabe al Rey.
Sus largas noches de insomnio
le sabía entretener
con orientales historias
más sabrosas que la miel.
Los monteros le escuchaban
embebidos a su vez,
y el más suspicaz no supo
desconfiar ni temer.
Si alguna vez don Enrique
le miró con esquivez
a impulso de los dolores
que le hacían padecer,
mesaba el moro su barba
y le trataba de infiel,
de triste y desventurado,
y sin tenerlo merced,
decía que de aquel mal
él solo la causa fue
con la maldecida caza
dispuesta en obsequio de él.
En fin, de aquella dolencia
al rayar el día diez,
el Rey se sintió mortal,
y a Manrique el canciller
demandando a toda prisa,
y a su confesor después,
a concluir se dispuso
como católico y Rey.
Entonces, cruzando el moro
de las puertas el dintel,
de la turba cortesana
cruzó sombrío a través.
«Doctor (le dijeron muchos),
¿creéis que viva?—Tal vez,
les dijo, dure cuatro horas.»
Pero no llegó ni a tres.
- VII -
Murió don Enrique en lunes
treinta de Mayo, a las dos,
como a un caballero cumple,
como a un monarca español.
Fama de bueno y de justo
y de liberal dejó,
mas juzgó mal de su muerte
el vulgo murmurador.
De aquella dolencia incógnita
el fatal estrago atroz
en breves días, sin tregua,
al sepulcro le arrastró.,
Y aquel agüero funesto
de haberse apagado el sol;
y hacer noche al mediodía
en el que él adoleció;
la amistad con aquel moro,
tal vez secreta ocasión
de la enfermedad traidora,
a muchos les recordó
lo bastardo de su sangre
y la sangrienta traición
con que en Montiel a su hermano,
el rey don Pedro, mató.
Unos lo dan por prodigio,
otros por falsa invención.
¿Quién, pues, lo cierto averigua
a través de tanto error?
Las conjeturas son rectas;
y el moro despareció,
y el Rey empezó a sentir
en las plantas el dolor
desde el día en que sus ricos
borceguíes se calzó.
La causa, pues, de su muerte
la sabe quien la hizo y Dios.