Los caudillos

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Los caudillos: Cuestiones históricas (1925)
de Carlos A. Aldao
LOS CAUDILLOS

CUESTIONES HISTÓRICAS
POR
CARLOS A. ALDAO

BUENOS AIRES

IMPRENTA EUROPEA DE M. A. ROSAS
143 — PERU — 143

1925

LOS CAUDILLOS


CUESTIONES HISTÓRICAS


 «El nombre de Americano que os pertenece, en vuestra capacidad nacional, debe siempre exaltar el justo orgullo del Patriotisino, mas que cualquier denominación derivada de distinciones locales.» Washington, Discurso de despedida.


He decidido volver a publicar, esta vez en folleto, y acompañada por algunas reflexiones pertinentes, la carta que se leerá más adelante, por creerlo útil para fijar el criterio sobre la historia de Santa Fe.

Las apariciones sucesivas y con largos intervalos de tiempo, del propósito de erigir monumentos públicos para honrar la memoria de hombres cuya figuración ha sido puramente en la guerra civil, son resabios de épocas pasadas de triste recordación, y tienen el inconveniente de echar polvo en los ojos de las nuevas generaciones. No se puede estudiar la historia argentina, que es la historia de la libertad e independencia de todo el continente Sur, limitándose a considerarla del punto de vista de los intereses y pasiones de una sociedad pequeña, aislada, rodeada de salvajes y confinada en una superficie de tierra sumamente reducida, como fué la de Santa Fe, en la época caótica a que me he referido.

Como en todas las sociedades humanas, en Santa Fe, los individuos, según sus distintos grados de civilización se han agrupado en dos tendencias atraídos por afinidades recíprocas, constantemente oscilantes en dirección y fuerza. Santa Fe no ha sido una excepción, en más o en menos, del resto del país y por tanto, puede atribuirse a los modeladores que le cupieron en suerte la diferente conducta del pueblo y las consiguientes manifestaciones de su estado social.

Ya el enviado norteamericano Rodney, en el informe que presentó a su gobierno en 1818, en virtud del cual se produjo el reconocimiento de nuestra independencia por Estados Unidos, calificaba a los santafecinos de «insubordinados y manifestando en la máxima parte de las ocasiones una desconfianza excesiva de sus vecinos».

Para buscar el origen de esta desconfianza que apartó a Santa Fe, como entidad, de las luchas por la independencia a poco de iniciadas, conviene detenerse a examinar las causas aparentes y las reales que la produjeron. Generalmente se atribuye este recelo a un sentimiento de malquerencia surgido entre Buenos Aires y las Provincias, por la superioridad de que se jactaban los porteños. A este respecto he leido en Róbertson que, cuando Artigas, el arquetipo de los caudillos, se plegó a la Revolución, por causa de su espíritu altanero y dominador no podía avenirse a seguir con mando inferior a las órdenes de un general de Buenos Aires y en presencia de sus paisanos a quienes, desde que comenzó a ponerse en tela de juicio la autoridad del Rey de España, se había acostumbrado a considerarlos como sus súbditos legítimos; agregando que, por otro lado, los jefes cultos de Buenos Aires le creían semi bárbaro y lo trataban sin el respeto a que él se creía acreedor por su rango.

Análoga conclusión parece desprenderse de lo narrado en sus Apuntes, etc., por Iriondo, contemporáneo de los sucesos, cuando nos describe la conducta escandalosa observada en Santa Fe por la oficialidad del ejército de Viamonte, de que se deduciría que estos oficiales alimentaran un sentimiento de menosprecio hacia la sociedad del lugar, que produjo la reacción consiguiente. Desde luego, adelantaré que en la respectiva correspondencia de los generales Viamonte y Díaz Velez, con el Director en 1815 y 1816, que he revisado en el Archivo Nacional, referente a la actuación en aquel tiempo de ambos jefes, nada hay que revele la existencia, siquiera disimulada, de ninguna prevención u hostilidad preconcebida.

Por lo contrario, todas las veces que mencionan a los santafecinos destacados o se comunican con ellos, lo hacen en términos amistosos y aún familiares. A esto se añade lo que no exige comprobación, es decir, que en el kaleidoscópio político del país, en cada Provincia sin excluir la de Buenos Aires, han actuado siempre dos partidos que, llámense morenistas o saavedristas, federales o unitarios y demás derivaciones con concomitancias interprovinciales, nunca se han distinguido por la claridad, lógica y persistencia de sus programas y doctrinas.[1]

Sin embargo, los ejércitos de Buenos Aires (así se llamaban, no por la ciudad, porque el Virreynato de Buenos Aires era la denominación oficial del país al iniciarse la Revolución), no se componían exclusivamente de porteños nativos y es seguro que la oficialidad sometida a una disciplina mediocre (cómo serían los no sometidos a ningún régimen militar!), encontraría colaboradores o imitadores eficientes en la juventud local, para las groserías y barrabasadas que se imputan a los porteños en general. Por lo demás, también hubieron ejércitos similares en Tucumán, en Salta, en Mendoza, en el Alto Perú, con permanencia más larga que en Santa Fe, y con todo, las guerras intestinas basadas en el rencor que produjeron el alzamiento de los caudillos, no se desarrollaron en esas regiones con la misma intensidad y duración que en el litoral.

Deslizándose así el país por un plano inclinado, se precipitó con movimiento acelerado en el desórden y anarquía de modo que, con el tiempo, llegó a intensificarse tanto la ausencia de lo ideal que se citan casos típicos, cuya verdad parece imposible en el estado legal y orgánico que hemos alcanzado: tal, Artigas, que, viejo y refugiado en Paraguay, se jactaba «de poder montar todavía a caballo para pelear contra los porteños», o tal, Telmo López, santafecino (el coronel Lisandro Olmos me lo describía como «lindo mozo, de magnífica apostura a caballo que se distinguía por su odio mortal contra Buenos Aires») que, desterrado voluntariamente en Paraná, después de Pavón, al declararse la guerra con Paraguay en 1865, acudió a alistarse bajo las banderas de los enemigos de su patria.

Indudablemente, el conjunto de circunstancias antes apuntadas sería suficiente para formar un suelo propicio, donde germinase ese sentimiento rencoroso que los caudillos aprovecharon, consciente e inconscientemente para satisfacer sus ambiciones de mando y ganarse la vida.

Empero, para la solución del problema planteado en los párrafos precedentes, no debe perderse de vista el façtor económico que es el más decisivo en los negocios humanos. La creación del virreynato de Buenos Aires en 1776, y la apertura consiguiente de su puerto para el comercio marítimo (legal, debe entenderse, pues el de contrabando nunca pudo evitarse), fué un rudo golpe asestado a la importancia de Santa Fe, dislocando las rutas continentales del comercio.

En efecto, por su situación geográfica en la parte más estrecha del gran valle del Paraná y en el punto preciso donde la comunicación entre las tierras altas de ambas márgenes es más fácil y directa (el ejército de Urquiza, en 1852, lo cruzó desde Punta Gorda por ser allí más angosto el río y estar transilables las islas intermedias hasta llegar a tierra firme), la ciudad de Santa Fe había sido en la época colonial depósito de tránsito para el intercambio de todo el Entre Rios, Paraguay, Misiones y la Banda Oriental con el Tucumán, Chile y Alto y Bajo Perú.

En consecuencia, la apertura del comercio oceánico afectó seria y gradualmente la economia de la ciudad, creándole un poderoso rival en el puerto de Buenos Aires. Se acentuó, naturalmente, la depresión cuando las guerras de la Revolución paralizaron completamente el tráfico, principalmente de mulas, que se mantenía con Perú. Se puede formar una idea de la magnitud del desastre, sabiendo que en esa época desapareció la fortuna de Francisco Candioti (la más grande pero no la única de Santa Fe), computada en 1812, por Róbertson, en trescientas leguas cuadradas de campos, doscientas cincuenta mil cabezas de ganado vacuno, trescientos mil caballos y mulas y más de quinientos mil duros en onzas de oro peruanas, atesoradas en sus arcas.[2]

Me apoyo, además, para esta inferencia en que el mismo fenómeno se produjo cuando, por las mayores facilidades de la navegación, gradualmente se desplazó el centro de gravedad comercial de Santa Fe a Rosario; en que se produce actualmente el resurgimiento de Santa Fe, debido a su puerto artificial de aguas hondas; y en que es lógico esperar que el aumento de población en el norte (presentemente obstaculizado por los latifundios ilegales en manos de sociedades anónimas) y la construcción o prolongación de ferrocarriles perpendiculares al curso del Paraná del Paraguay, harán surgir en la márgen occidental de ambos ríos, nuevos centros de comercio y civilización.

Presumo que jamás se me habrían ocurrido estas reflexiones, si mis ingleses (así llamo a las ocho obras relacionadas con la historia argentina que he traducido), no hubieran dado nuevo y vigoroso relieve a impresiones casi borradas en mi cerebro. A decir verdad, y guiado solamente por lo que había visto y oido en mi niñez, jamás hubiese pensado en la posibilidad que Santa Fe hubiera tenido alguna vez una situación de prosperidad y abundancia.

Pero hoy me parece claro que, en la época colonial, Santa Fe podía sostener ventajosamente parangón con Buenos Aires y que la creación del Virreynato, marcó el comienzo de su descenso y del crecimiento de la Capital; que el aumento musitado en la población de la última se verificó principalmente a expensas de las provincias litorales e interiores, lo que explica que la mayor parte de las antiguas familias criollas de Buenos Aires son de origen provincial. Lo mismo sucede con los individuos y para no citar sino los principales, bastará recordar: en la Primera Junta, el presidente, Saavedra, era de Potosí; el primer vocal, Castelli, de Lima; en la primera misión diplomática a Paraguay, junto con Belgrano, estaba el doctor Echevarría, de Rosario; el ejército que envió la Junta al Perú lo mandó en jefe Ocampo, de la Rioja; el gobierno directorial fué ocupado sucesivamente por Alvear, de San Angel, y por Alvarez Thomas, de Arequipa y, en conclusión, las figuras militares más destacadas de la Revolución fueron Brown, de Foxford, Irlanda; Güemes, de Salta, y el más grande de todos, San Martín, de Yapeyú.

Lógicamente entonces, puede afirmarse que las agrupaciones humanas tienen una cohesión y adherencia que, aunque parezca producto del libre albedrío de sus componentes, en realidad está sujeta a leyes fatales. Los habitantes de una casa o de una ciudad amurallada, para comunicarse con el exterior, forzosamente tendrán que establecer una circulación interna y acudir ocasionalmente a las puertas, así como el agua caída en la hoya gigantesca formada por la vertiente occidental de la sierra costanera de Brasil, el altiplano central del continente y la vertiente oriental de Los Andes, buscará su nivel con el estuario del Plata. Por tanto, todo antagonismo extremo, todo choque destructor, toda fricción cortante entre quienes vivan en esta vasta comarca, responde a causas artificiales o a instintos inferiores no morigerados o suavizados por la educación.

Para determinar, siquiera aproximadamente, esas leyes de la fatalidad, se acude a la observación atenta de los hechos, relacionándolos en la mente con el légamo formado por la arcilla humana y los intereses y pasiones que la animan. Así, cuando tan temprano como el año 1617, se dividió el Adelantazgo en las dos gobernaciones de Guayrá y del Río de la Plata, se señaló a Buenos Aires como capital de la última, con jurisdicción sobre su propio distrito, Santa Fe, Corrientes, Concepción del Bermejo, y los territoríos del Paraná y del Uruguay, vale decir, los actuales estados brasileños de Paraná, Santa Catalina, Río Grande del Sur y el Uruguay independiente; dicha jurisdicción fué ampliada cuando se creó el Virreynato, incluyendo dentro de sus límites la provincia de Guayrá y las del Alto Perú: luego, en 1782, por Real Ordenanza se dividió el virreynato en ocho intendencias administrativas perceptoras de rentas, y una Superintendencia en la Capital, cuya autoridad coexistente con la del Virrey originó contínuos abusos y conflictos hasta ser suprimida en 1788. De manera, que, cuando en 1810 se produjo la Revolución, continuó la estructura política del virreynato dividido en provincias, siempre con la doble jurisdicción de la ciudad de Buenos Aires, como cabecera de su distrito y asiento del virrey.

Con estos antecedentes, fácilmente se concibe que gentes que siempre habían recibido desde dos mil leguas de distancia toda la legislación pública y privada, que nunca habían tenido nada parecido a cuerpos legislativos que las prepararan para el gobierno propio, que vivían en un completo aislamiento y sin ideas liberales, tuvieran un concepto confuso de la naturaleza y fines del Estado y que, llegadas a la vida libre, se sintiesen cohibidas por preocupaciones atávicas para expandir sus inteligencias.

Así fué que, no obstante haber tratado los hombres de la Revolución desde el primer momento, de establecer un gobierno representativo, por lo efímero e instable de las diferentes Juntas, Triunviratos, Asambleas y Congresos que se sucedieron y que dictaron estatutos provisorios, en realidad no puede decirse que el país haya tenido otra cosa que gobiernos militares de primer grado.

Cuando se convocó el Congreso que ha pasado a la historia con el nombre de Tucumán, al señalar el lugar de su asiento, se tuvo el propósito de aplacar el descontento y recelo contra Buenos Aires, principalmente de la Banda Oriental; pero, a poco andar, la dificultad y lentitud de comunicaciones y el consiguiente aislamiento desde el centro de los recursos, hizo imprescindible su traslación a la Capital donde reabrió sus sesiones, en Mayo, 1817.

En Julio del año anterior el Congreso había hecho la declaración de Independencia en un documento que el historiador Gervinus calificó de pomposo, lo que me ha llevado a analizarlo con detenimiento. Aparte el palabreo que justifica la calificación arriba expresada y cierta vaguedad de expresión, en lo substancial es idéntico con el modelo norteamericano, pues declara ser voluntad unánime de estas Provincias Unidas (las del Virreynato representadas en Congreso), romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente. Debiera decir «Estados libres e independientes», puesto que, si la palabra Provincia (pro y vinco: de conquista), correspondía a las sujetas al rey, no era lo mismo con respecto a las entidades soberanas que las sustituyeron[3].

De ello se deduce que en nuestro idioma legal hay una primera acepción del vocablo Provincia, que no es ya un país o región dependiente de una autoridad lejana, como fueron la Provence, primera conquista romana en la Galia o las antiguas Provincias españolas de Flandes, sino entidades soberanas reconocidas como tales en el tratado federativo de Santo Tomé, en los tratados interprovinciales que se siguieron, en el Acuerdo de San Nicolás y finalmente, en la Constitución vigente.

En medio de todos los trastornos de nuestra gestación política, siempre fué Capital la ciudad de Buenos Aires, manteniéndose el viejo precedente colonial. Durante la presidencia de Rivadavia (el primer hombre civil de los argentinos como Oroño lo es de Santa Fe), se la declaró Capital con el territorio comprendido entre las Conchas y la Ensenada, federalizándose adenás toda la Provincia de Buenos Aires.

Si bien es cierto que los constituyentes de 1853 no fijaron la sede de los poderes federales, no debe olvidarse que al sancionarse la carta fundamental, Buenos Aires estaba separada de las demás Provincias. Sin embargo, es claro que en la mente de los constituyentes bullía la idea de que lo fuera, porque no se explicaría de otro manera el precepto constitucional que admite la posibilidad que tuvieran dos senadores y representación en la Cámara de Diputados, pequeñas ciudades y villas como Santa Fe, San Nicolás, Villa María o San Fernando de que se habló como capitales posibles de la República. La misma sanción de ambas Cámaras, por iniciativa del Senador Oroño, designando a Rosario como Capital, fué vetada en 1869, por el Presidente Sarmiento, hasta que, en 1880, se federalizó la ciudad donde, a contar desde 1862, habían coexistido las altas autoridades nacionales y provinciales; pero esto no fué sin la oposición, vencida con sangre, de la Provincia de Buenos Aires.

Así, recapacitando sobre la marcha de los sucesos en los cuarenta y cinco años transcurridos desde la organización definitiva del país, se llega a la conclusión que en realidad nuestra federación se compone actualmente de quince Provincias, siendo la décimaquinta, la ciudad de Buenos Aires, que es segunda en población, que está representada en ambas Cámaras del Congreso, que elige electores de Presidente y Vice, y que tiene justicia federal y ordinaria como las demás Provincias, condiciones todas de que carece, por ejemplo, la ciudad de Washington, que es un simple centro de la administración federal en Estados Unidos.

En consecuencia, el Presidente es el jefe inmediato, como si dijéramos el gobernador de la Capital, y el Congreso su legislatura local, para los asuntos locales, de modo que después de más de cincuenta años volvimos a caer fatalmente en una situación análoga a la que parcialmente determinó la caída del Presidente Rivadavia.

De la actual situación de derecho, se desprende que el Presidente, como autoridad suprema de la ciudad Estado de Buenos Aires, está con respecto a los demás gobernadores de Provincia, en la misma relación que el obispo de Roma, o sea el Papa, con los demás obispos. Es un funcionario que, además de las funciones propias de su Estado particular, ejerce otras, las principales, que alcanzan a todos los ámbitos del territorio nacional.

Para conciliar la creencia errónea de que la Capital federal debía ser necesariamente una gran ciudad, con el mejor deslinde y funcionamiento de las instituciones federativas y con las razones en cierto modo estratégicas que el problema involucró en su tiempo, acaso quien mejor barruntó fué el doctor Velez, cuando como Senador de la República presentó un proyecto de ley declarando Capital al pueblo de San Fernando. Es de creer que si ese proyecto hubiera prosperado, el Gobierno Nacional se habría concretado a su misión de representar a la Nación como entidad, de auscultar en la quietud y silencio de un núcleo de población pequeño los ruidos del país, no ahogados por el estrépito de una gran urbe y de velar por el mantenimiento y pureza de los principios constitucionales, desentendiéndose así de las funciones gubernativas de la ciudad Estado. En cuanto es dable prever no se alterará el peso específico de la ciudad argentina de Buenos Aires con relación al resto del país, y, por consiguiente para corregir los errores y corruptelas de nuestro federalismo, debe acudirse a un largo y lento aprendizaje, cambiando rumbos en la enseñanza del derecho constitucional.

Refiere Brackenridge que pasaron muchos meses antes que un mejicano ilustrado, don José de Rojas (refugiado en Nueva Orleans, donde falleció en 1811), se convenciera de que la teoría del gobierno americano, una vez que le fué explicada, podía realmente ponerse en práctica, y yo he pasado muchisimos años alimentando ideas muy confusas al respecto. Gracias al autor citado he podido emanciparme de prejuicios que me fueron inculcados desde la cátedra, originados por la creencia que nuestros constituyentes habían hecho una obra perfecta, cuando en realidad se limitaron a traducir y traducir mal la Constitución de Estados Unidos.

Ya se ha mencionado la identidad de las dos declaraciones de Independencia y ahora se puede trazar el paralelismo de los dos manifiestos con que ambos Congresos defendieron ante las naciones la justicia de su causa, para entrar luego, cada uno por su lado, a formular y sancionar una Constitución. Aquí encontramos el escollo que separó el curso de las dos corrientes, pues, mientras Estados Unidos, al cabo de ocho años de marchar a tumbos regidos por los Artículos de la Confederación, sancionaron su actual constitución, nosotros tardamos cuarenta y seis años para hacer lo mismo, en el transcurso de los cuales se dictaron cuatro cartas fundamentales. Pero si bien se mira, no hay Constitución de 1819, de 1826, de 1853 o de 1860, sino la norteamericana que fué la primera en el mundo y que, en rigor, tampoco fué una creación de sus autores, en cuanto ellos no modelaron caprichosamente la sociedad política, sino que como en un mapa anatómico y fisiológico del cuerpo humano, trazaron los órganos y funciones de una persona de existencia invisible, el Estado. El corazón había latido y la sangre circulado desde los orígenes de la vida, sí; pero fué el descubrimiento de Harvey que abrió horizontes vastos e inesperados a la ciencia médica.

Los constituyentes norteamericanos, en el fondo, se limitaron a constatar que en el organismo del cuerpo político hay tres clases de funciones, a saber: legislativas, ejecutivas y judiciales, independientes, al mismo tiempo que compensadas entre sí. Ellas regulan la vida, exactamente como la parte morfológica del cuerpo humano, compuesta por esqueleto, músculos y piel, es regulada por los sistemas nervioso, vascular y digestivo. No salieron de la esfera experimental y práctica, mientras nuestros constituyentes, imbuídos de ideas teológicas, filosóficas y metafísicas, carecieron de preparación para comprender y aplicar conclusiones que eran fruto del positivismo histórico. En suma, los norteamericanos tenían por guía la ciencia experimental de Bacon, y nosotros, la escolástica, o el espiritualismo de Descartes.

No es tarea difícil el comprobar la exactitud de las proposiciones precedentes, para quien dé una simple lectura al Manifiesto redactado por el Dean Funes (notable por la elevación de pensamiento, pureza de intenciones y elegancia de estilo), con que el Congreso que la sancionó presentó al pueblo la Constitución de 1819; no lo es tampoco para quien lea el documento análogo con que se acompañó la Constitución de 1826; ni para quien analice los escritos de Alberdi, que recuerdan, del punto de vista práctico, que la imaginación del sudamericano trabaja siempre, y quizás, inconscientemente, está siempre mostrando, entre sus paisanos, las cosas cómo deben ser y no cómo son en realidad»; y menos todavía para quien evoque la escena que presentaba la plaza pública de Catamarca, el 9 de Julio de 1853, cuando el pueblo entero arrodillado ante un ejemplar de la Constitución que el Gobernador Segura tenía en alto, prestaron juramento de acatarla y obedecerla.[4] Añádase, a los escritos aludidos, el célebre sermón del «padre Esquiú» (a quien el doctor Velez, clasificó de nuevo Bossuet y nuevo Lammenais), pronunciado en el templo, a raíz de la escena citada y, comparándolos todos con la exposición escueta y clara del Federalista, resultará que la Constitución es, para nosotros, una especie de mito que proporciona temas para disertaciones abstrusas, destinadas a imponer su imperio en las masas incultas, por medio del pavor religioso.

Aquí, conviene advertir que, si bien antes eran conocidas las doctrinas norteamericanas entre nosotros, por contadas personas, desde principios de 1816, se habían popularizado los escritos de Paine y la Historia y la Constitución de Estados Unidos. Esto se desprende del testimonio de Brackenridge cuando relata que, en conversación familiar con un hombre, que sin nombrarlo, califica como uno de los más inteligentes del país, entre otras declaraciones interesantes, obtuvo la siguiente: «No fuimos espectadores indiferentes de vuestra pasada guerra con Gran Bretaña y observamos que vuestro sistema confederado opuso grandes obstáculos para que hiciérais la guerra con eficacia; varios de vuestros Estados casi se rehusan a unirse y el gobierno general parecía impotente para contener una unión de vuestra fuerza y recursos».

Esta transcripción demuestra que siempre estuvo presente en la mentalidad argentina, el cuadro de las instituciones norteamericanas, aunque se le ofrecieran borrosos muchos de sus detalles. Era natural, por otro lado, que declarada su independencia, el país que, sin contar los disturbios internos, sostenía dos guerras: una en la frontera del Alto Perú y la otra para la liberación de Chile y Perú, y además, estaba amenazado de una tercera por la ocupación portuguesa de la Banda Oriental, se preocupara de aparecer ante el mundo como una entidad orgánica, con un «comando único» que le permitiese concentrar y emplear mejor toda su fuerza.

En consecuencia, se sancionó la Constitución de 1819, clasificada de unitaria, erróneamente a mi juicio, porque aparte la falta de claridad y lógica de su texto para declararla tal, su sólo título de «Constitución de las Provincias Unidas en Sud América», demuestra que se reconocían y mantenían las entidades provinciales. Esta Constitución facultaba a los pueblos del Estado, luego que concurrieran por medio de sus representantes, para pedir en en la primera legislatura una reforma; pero Santa Fe y Entre Ríos (en donde se habían hecho sentir la influencia maléfica y los recursos de Artigas), animadas por la inteligencia inquieta del desdichado José Miguel Carrera, rechazaron la Constitución y se lanzaron en la guerra civil que trajo consigo el desmoronamiento del sistema colonial en 1820, a que siguieron en Buenos Aires los memorables gobiernos sucesivos de Rodríguez y Las Heras.

Entretanto, la guerra que venía incubándose desde 1817 por la ocupación portuguesa, se hizo inevitable con el imperio del Brasil que se había separado de su antigua metrópoli, cuando Lavalleja invadió la Cisplatina en 1825, y como le respondiera el país en masa, se reunió el Congreso que declaró la independencia de la Provincia Oriental incorporándola simultáneamente a las Unidas del Rio de la Plata.

Las mismas razones que determinaron la sanción de la Constitución de 1819, hicieron que el Congreso General Constituyente nombrara a Rivadavia, Presidente de la República en Febrero de 1825, y que, once meses más tarde, dictara la Constitución de la República Argentina, que como la de 1819, tampoco era unitaria. En efecto, reconocía las entidades provinciales y creaba en cada una un Consejo de Administración, elegido por el pueblo, con las mismas atribuciones que hoy tienen las legislaturas provinciales, y además elegían gobernador, pero no directamente sino sometiendo una terna de nombres para que el Presidente designara uno entre ellos. Esto último fué precisamente un gran tropiezo, pues, si bien los caudillos locales no corrían gran riesgo, individualmente, de ser excluidos de las lernas, ciertamente lo corrían de que el Presidente no los nombrase, aplicando la sentencia del Dean Funes: «una larga servidumbre acaba por imponer la resignación; de la resignación nace la bajeza de las costumbres».

No obstante llevar las firmas de Francisco de la Torre y Pedro Pablo Vidal, diputados de Santa Fe, la Junta de representantes, en 18 de Enero, 1827, resuelve limitarse a acusar recibo de la copia legalizada de la Constitución que le había sido enviada por el Congreso General, para dar prolongada meditación» a sus disposiciones y manifestar su parecer al respecto.

En 26 de Mayo la rechazó; pero no antes que la victoria de Ituzaingó (20 de Febrero) hubiese alejado el peligro inmediato, encendiéndose de nuevo las pasiones anárquicas. A tal actitud únicamente se debe que se malograse el entusiasmo suscitado por esta guerra, no solamente en el país sino también en Chile y otras regiones de América, asi como que el gobierno se encontrase impotente para con-. solidar las ventajas del triunfo, viéndose compelido para ajustar con Brasil el tratado de 1828, sobre la independencia uruguaya.

No es del caso ocuparse de la época posterior hasta el 12 de Octubre, 1862, cuando la Constitución fué «la ley suprema de la tierra», sino para esbozar las razones en vir tud de las cuales hemos practicado deficientemente las instituciones libres. A medida que se ha difundido la instrucción general, se ha ido borrando el respeto o pavor religioso que servía de apoyo principal para conseguir el sosiego público; pero, como ni en las cátedras, ni en la práctica, se han analizado cuidadosamente los preceptos constitucionales, no han sido señaladas las numerosas contradicciones e innocuidades que se hallan en su texto. Esto no debe atribuirse a maldad o ligereza de quienes los aplican, sino a que cuando se presenta un caso y se lee la Constitución para resolverlo, es raro que no se encuentre alguna disposición que encuadra dentro de nuestra opinión, inclinación o preocupación. De aquí que los encargados de velar por su cumplimiento debieran proceder como el personal de máquinas en un transatlántico, quienes, merced a un ruido insignificante para el oido profano, saben si un tornillo o un perno se ha aflojado, si falta lubrificante en un cojinete, si hay mala distribución de vapor en un cilindro, y todo lo componen sin interrumpir el movimiento; pero entre nosotros, científicamente hablando, la Constitución es cual una matraca que rechina en todas sus junturas.

Para concluir y en atención a que estas reflexiones han sido escritas con motivo de la celebración centenaria de la incorporación transitoria a sus hermanas, de la antigua Provincia Oriental, voy a dar algunos antecedentes personales que demuestran el origen común de la glorificación de los caudillos, intentada y realizada, respectivamente en Santa Fe y Montevideo.

Alrededor del año 1873, entre los muchos estudiantes uruguayos (en gran parte seminaristas) que pasaron por el internado de los jesuitas en Santa Fe, donde cursé mis estudios preparatorios, se contaba Juan Zorrilla, quién se distinguía por la exaltación de un sentimiento religioso rayano del fanatismo, por su facilidad para componer versos sonoros y por su felíz disposición para la declamación fogosa. Muy poco le traté personalmente, pues estábamos en Divisiones separadas; pero recuerdo con nitidez su figura pequeña, pecho fuerte y cabellos hirsutos, la noche que en la Academia Literaria, remataba una composición cuyo tema he olvidado, con el siguiente apóstrofe:

Imperio, buscais esclavos?
Acordáos de Ituzaingó!

No sé bien por qué, creo que el estro patriótico de estos ensayos juveniles, se trasmitió de Zorrilla a Ramón Lassaga, alumno del mismo colegio y mi compañero de banco, quien, en contrapunto con las glorias orientales, templó su lira para cantar las del caudillo santafecino. Zorrilla, concluidos los preparatorios, se marchó para Chile con el fin de cursar estudios superiores, regresando a su país hacia 1880, donde se puso al frente de un periódico ultracatólico «El Bien Público».

Poco después, se inició el movimiento auspiciado por el dictador Santos (también lo fué por el doctor Carlos María Ramírez, por la curiosa razón en un hombre de talento, y según referencias fidedignas, de que si su país no tenía un héroe nacional había que inventarlo), que dió por resultado la erección del monumento de Artigas que, sobre el río Uruguay, hoy se levanta en el mismo paraje que ocupó el célebre campamento de la Purificación. Zorrilla, entonces, escribió su «Leyenda Patria» que, conforme al título, es «relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos». Esta composición se la he oído declamar muchas veces al autor y no sé si leida, o recitada por otro, produzca el mismo efecto de fascinación. Pulsando siempre la misma cuerda, Zorrilla escribió después el poema Tabaré, del que conozco solamente algún fragmento, también por habérselo oído declamar, y muy posteriormente un libro en prosa, fruto de la edad madura y que debiera ser de historia por la índole del tema que trata; pero cuyo título «Epopeya de Artigas», basta para denunciarlo como obra de imaginación.

En efecto, todas estas palabras, leyenda, poema, epopeya, ¿no suenan a paleontología literaria? Se explica que en las aulas de retórica y por vía de disciplina mental para formar el gusto literario se examinen cuidadosamente las semejanzas o desemejanzas, comparando a Aquiles y sus mirmidones con Artigas y sus gauderios; pero sobre esta base deleznable no se sostienen las estátuas y día llegará en que un pueblo inteligente e instruído como el uruguayo se percate de que le han creado un héroe de ficción.[5]

Algunos años ha, sugerí a Ernesto Frías, otro de mis condiscípulos de Santa Fe, la idea de levantar en Montevideo una estátua de San Martín, por ser uruguaya la última tierra americana que pisó el Libertador; pero así que insinuó el proyecto en su país, surgió en oposición el ya realizado de erigir la de Artigas, es decir, con alguna variante, ocurrió lo mismo que en Santa Fe con respecto a su caudillo. En realidad, esto responde a la política arcaica, inspirada en un sentimiento de rivalidad, reneor o como se llame, contra Buenos Aires, a tal punto que si nos viésemos envueltos en cualquier conflicto con una potencia aparentemente igual o superior a la nuestra, creo que Uruguay estaría contra nosotros.

De esa política provienen las aduanas fluviales y las leyes de navegación para el cabotaje, tendientes al aislamiento de los pueblos, así como se debe a ella que Uruguay, pasada la época de sus disensiones civiles, tenga escuadra y ejército y prisa por hacerse notar donde, ciertamente, no pasa desapercibido. A este afán de figuración exterior (no es posible suponer que el sórdido interés sea el móvil de sus actos), se debe su beligerancia declarada en la última matanza europea y su ingreso en la Liga de las Naciones.

En esta coyuntura y por lo que valga como ilustración para apreciar el papel de coristas y comparsas que representan los países americanos del Sur en dicha Liga, relataré una anécdota tocante a una nación vecina nuestra y de Uruguay, cuya acción no se limitó a apoderarse de los barcos mercantes de una gran potencia europea que se habían refugiado en sus puertos, sino que envió los suyos de guerra para participar en las hostilidades. Durante un viaje delicioso por el canal Smyth, abordo de un vapor inglés que parecía un yate particular, derivó incidentalmente la conversación con un súbdito británico hacia la cooperación antedicha, y escuché de sus lábios lo siguiente:

—Le diré. El propósito de Inglaterra, era contar con el mayor número posible de amigos y tener de su parte la opinión del mundo; pero, como auxilio material, los barcos a que usted se refiere, tripulados por hombres enfermizos y no acostumbrados a soportar los rigores del clima en los mares del norte, lejos de robustecer, debilitaron a la flota británica, porque, si bien recibió el refuerzo numérico de dos grandes barcos, tuvo que emplear cuatro iguales para cuidarlos.

Es tiempo de terminar esta ya larga introducción, no sin antes agregar que los caudillos vivieron; pero quienes vívirán en la memoria y gratitud de la posteridad, son los precursores que descubrieron caminos para alcanzar una civilización superior.


Buenos Aires, Junio 27 de 1925.


Señor doctor Agustín Zapata Gollan.


 Querido Agustín:


He tenido el placer de recibir tu carta, fecha 27 del pasado Mayo, pidiéndome mi opinión sobre el artículo a ella adjunto, publicado en «Nueva Epoca», bajo el título Estanislao López y el Uruguay» por el doctor José Luis Busaniche. Teniendo presente nuestra vinculación, pensé primero que no habría incurrido en mayor descortesía dándote la callada por respuesta, desde que tú debías conocerla de antemano por lo que me has oído, y, supongo leído, de lo escrito por mí con referencia al mismo tópico. Pero, después, también he pensado que si mediante un estudio meditado, y absolutamente libre de prejuicios, he llegado a conclusiones definitivas, no haría el debido honor a mis convicciones rehuyendo la justa a que me convocas. En consecuencia, trataré de contribuir a disipar la niebla que impide ver el perfil histórico de nuestra Provincia, con la nitidez con que debiera verlo, en mi concepto, todo hombre civilizado.

Debo empezar por decirte que leído el artículo arriba mencionado con un vivo sentimiento de simpatía hacia su autor, cuyo nombre (no le conozco personalmente), tráeme con saudades las sombras de quienes formaron el viejo partido liberal de Santa Fe, destacándose en primera línea, por su desinterés, constancia y lealtad: Julio Busaniche, Eleuterio Ferreira, Jacinto Bouvier, José Barrios, Cayetano Baudin, José Zambrana, Matías Olmedo y Caracciolo Díaz. El nombre Busaniche al mismo tiempo me hace creer que los cerebros de quienes lo llevan en la generación actual, Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/28 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/29 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/30 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/31 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/32 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/33 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/34 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/35 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/36 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/37 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/38 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/39 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/40 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/41 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/42 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/43 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/44 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/45 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/46 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/47 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/48 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/49 Página:Los caudillos. Cuestiones históricas (1925).pdf/50 Queda expresada la opinión que me pides, con mayor extensión de la que me propuse al principio y con la sinceridad que cuadra a un argentino de Santa Fe y a un americano de la Argentina, que no encuentra palabras más apropiadas para expresar el ideal de su patria, que estos versos de Virgilio, en la forma siguiente:


Tu regere imperio populos, Argentina, memento;
Hae tibi erunt artes, pacisque imponere morem.

Tu affmo.


Carlos A. Aldao.


  1. A este propósito agregaré que, en su tiempo, fué famoso el partido mitrista de Entre Ríos, compuesto por Eloy Escobar, excelente farmacéutico de Paraná, y por el distinguido doctor Francisco Soler, médico residente en la misma ciudad donde falleció en edad provecta, pero nativo de Buenos Aires. A ambos los he conocido personalmente y guardo de ellos buena y respetuosa memoria.
  2. Artigas, según Iriondo, era antiguo conocido de Candioti y es de presumir que influiría para este conocimiento el género de comercio a que se entregaba el primero, en el actual Estado de Rio Grande del Sur, donde existían vaquerías. «Artigas» — dice Robertson — «descendía de una familia respetable; pero en sus hábitos era solamente una mejor calaña de gaucho de la Banda Oriental. Carecía completamente de educación y, si no me engaño, aprendió a leer y escribir en el último período de su vida. Pero era audaz, sagaz, atrevido, inquieto y sin principios. En todos los ejercicios atléticos y en todas las dotes del gaucho no tenía rival e imponía a la vez temor y admiración a la población campesina que lo rodeaba. Adquirió una influencia inmensa sobre los gauchos y su espíritu turbulento, desdeñando los paciíficos trabajos rurales, atrajo a muchos de los hombres más resueltos y temerarios de quienes tomo la primacía y a cuya cabeza se hizo contrabandista. Marchaba con su banda por los caminos más ásperos y cruzando bosques aparentemente impenetrables, entraba en el vecino territorio de Brasil y de allí traía mercaderías contrabandeadas y ganados robados para disponer de ellos en la Banda Oriental». Coincide en un todo, con este juicio, el del historiador Gervinus (Histoire du XIX Siecle, etc.): «Artigas es el verdadero tipo del hombre del pueblo en América, grosero y de una verdadera naturaleza de Proteo: unía la ferocidad a la generosidad; la ausencia de toda instrucción a talentos naturales; la frialdad aparente a una sensibilidad suma, maneras afables y seductoras a una dignidad harto grave; una franqueza atrevida a maneras ceremoniosas; un amor exagerado de la patria a una perfidia que dejaba suponer, y un lenguaje pacífico a una tendencia natural a la discordia».
  3. Compárese con el modelo y se verá que ambos dicen lo mismo. La verdadera declaración de independencia de EE. UU., es de 2 de Julio, 1776, cuando el Congreso Continental «Resolvió, que estas Colonias Unidas son y de derecho deben ser Estados libres e independientes; y que están relevadas de toda obediencia a la Corona Británica, y que la conexión política entre ellas y el estado de Gran Bretaña se disuelve y debe totalmente disolverse».
  4. Soria, Fechas Catamarqueñas. T. 1. p. 283.
  5. Para los adeptos a la escuela de Bacon, se inserta aquí el siguiente documento: —Archivo Nacional. Vol. 6. Núm. 2425.—Asunción y Septiembre 20 de 1840.—Los representantes de la República por muerte con esta fecha del Exmo. Señor Dictador de la República prevenimos a Vnid. que inmediatamente al recibo de esta orden ponga la persona del bandido Jose Artigas en seguras prisiones hasta otra disposición de este Gobierno provisional y dara cuenta sin dilación de haberlo así cumplido firmando con testigos.—Ortiz CañetePereyraMaldonado.—Al comandante de la Villa de Labrador.—Al instante que recibi la antecedente respetable orden de los Señores representantes de la Republica por muerte del Exmo. Señor Dictador de la Republica que seria como a la una de la tarde, mande a Segurar la persona del bandido Jose Artigas de positando lo con seguras prisiones acargo del Sargento de Guardia Tomas Fernandez encargando le estrechamente la Vigilancia hasta tanto que el Govierno provisional de la Republica otra cosa de termine. Y para su constancia en fé de haber lo así cumplido lo firmo con testigos en esta Villa de Labrador a 22 de Setiembre de 1840 de que certifico.—Juan Manuel Gauto.—Testigo. Antonio de la Cruz Fernandez.—tgo. Santiago Alvarez Martitis.—Devuelbo a V. S diligenciada la orden que se ha servido dirijirme por la seguridad con seguras prisiones la persona del bandido Jose Artigas, la que verifique inmediatamente segun consta de la diligencia.—Dios guarde a V. S. muchos años.—Villa de Labrador y Septiembre 22 de 1810.—Juan Manuel Gauto.—Señores Representantes de la República.