Los cien mil hijos de San Luis/XIII

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XIII

El conde de España mandaba las partidas de Navarra, Quesada las de las Provincias Vascongadas y Eroles las de Cataluña. ¡Cómo fraternizaron las partidas con los franceses, que habían sido origen de su nacimiento en 1808! Era todo lo que me quedaba por ver. Se abrazaban, dando vivas a San Luis, a San Fernando, a la religión, a los Borbones, al Rey, a la Virgen María, a San Miguel arcángel y a los Sermos. Infantes. Yo no lo vi, porque no quise pasar la frontera. Me repugnaban estas cosas, y los soldados de la fe habían llegado poco a poco a serme muy antipáticos.

Largamente hablé de esto con el conde de Montguyon, que me perseguía tenazmente, permaneciendo en Behobia todo el tiempo que le fue posible. Él elogiaba a los guerrilleros, diciendo que, a pesar de sus defectos, eran tipos de heroísmo y de aquella independencia caballeresca que tanto había enaltecido el nombre español en otros tiempos. También le seducían por ser, como los frailes, gente muy pintoresca. Mi Don Quijote era una especie de artista, y gustaba de hacer monigotes en un libro, dibujando arcos viejos, mendigos, casuchas, una fila de chopos, carros, lanchas pescadoras y otras menudencias de que estaba muy envanecido.

Debía ser próximamente el 9 de Abril cuando me trasladé a Irún para vivir con la familia de Sodupe-Monasterio, gente muy hidalga, más católica que el Papa, realista hasta el martirio y de afabilísimo trato. Frecuentaban la casa (que era más bien palacio con hermosos prados y huerta) todos los españoles que el gran suceso de la intervención traía y llevaba de una Nación a otra, y muchos oficiales franceses, de cuyas visitas se holgaban mucho los Sodupe-Monasterio, porque oían hablar sin cesar de exterminio de liberales, del trono de San Fernando y de nuestra preciosísima fe católica.

Allí Montguyon no me dejaba a sol ni a sombra, pintándome su amor con colores tan extremados, que me daba lástima verle y oírle. Su acendrado y respetuoso galanteo merecía, en efecto, alguna misericordia. Le permití besar mi mano; pero no pudo arrancarme la promesa de seguirle al interior de España. Cada vez sentía yo más deseos de quedarme en Irún y en aquella apacible vivienda, donde, sin que faltara sosiego, había bastantes elementos para combatir el fastidio. Con esta resolución, mi D. Quijote, que ya parecía querer dejar de serlo en la pureza de sus ensueños amorosos, estaba desesperado. Despidiose de mí muy enternecido y besándome con ardor las manos, voluptuosidad inocente de que nunca se hartaba. ¡Cuán lejos estaba el llagado amante de que no pasarían dos horas sin que cambiara diametralmente mi determinación!

Pasó del modo siguiente. Al saber que yo estaba en Irún, fue a visitarme un individuo, que aún no podía llamarse personaje, y al cual conocí en Madrid el año anterior, y también el 19. Se llamaba D. Francisco Tadeo Calomarde, y era de la mejor pasta de servil que podía hallarse por aquellos tiempos. Hijo del Ministro de Gracia y Justicia, se había criado en los cartapacios y en el papel de pleitos: los legajos fueron su cuna y las reales cédulas sus juguetes. Su jurisprudencia llena de pedantería me inspiraba aversión. Tenía fama de muy adulador de los poderosos, y según se decía, compró el primer destino con su mano, casándose con una muchacha muy fea a quien dio malísimos tratos.

Los que le han juzgado tonto se equivocan, porque era listísimo, y su ingenio, más bien socarrón que brillante, antes agudo que esclarecido, era maestro en el arte de tratar a las personas y de sacar partido de todo. Habíase hecho amigo de D. Víctor Sáez, y aun del mismo Rey y del Infante D. Carlos, por sus bajas lisonjas y lo bien que les servía siempre que encontraba ocasión para ello.

Entonces tenía cincuenta años, y acababa de salir del encierro voluntario a que le redujo el régimen liberal. Había ido a la frontera para llevar no sé qué recados a los señores de la Junta. Me lo dijo, y como no me importaban ya gran cosa los dimes y diretes de los realistas, que no por estar tan cerca de la victoria dejaban de andar a la greña, fijeme poco en ello, y lo he olvidado. Calomarde no era mal parecido ni carecía de urbanidad, aunque muy hueca y afectada, como la del que la tiene más bien aprendida que ingénita. La humildad de su origen se traslucía bastante.

Hablamos de los sucesos de Madrid que él había presenciado y prolijamente me informó de todo.

-Siento que usted no hubiera estado por allá -me dijo-; habría visto cómo se iba desbaratando el constitucionalismo, sólo con el anuncio de la intervención. Si no podía ser de otra manera... Ahora están que no les llega la camisa al cuerpo, y en ninguna parte se creen seguros. Después que ultrajaron a Su Majestad, le han arrastrado a Andalucía con el dogal al cuello, como el mártir a quien se lleva al sacrificio.

-No tanto, Sr. D. Tadeo -le dije-, Su Majestad habrá ido como siempre, en carroza, y mucho será que los mozos de los pueblos no hayan tirado de ella.

-Eso se deja para la vuelta -indicó Calomarde riendo-. Ahora los franc-masones han seducido a la plebe, y Su Majestad, por donde quiera que va, no oye más que denuestos. El 19 de Febrero, cuando se alborotaron los masones y comuneros porque estos querían sustituir a aquellos en el Ministerio, los chisperos borrachos y los asesinos del Rastro daban mueras al Rey y a la Reina. Un diputado muy conocido apareció en la Plaza Mayor mostrando una cuerda con la cual proponía ahorcar a Su Majestad y arrastrarle después. La canalla penetró hasta la Cámara real. ¡Escándalo de los escándalos! Parecía que estábamos en Francia y en los sangrientos días de 1792. El mismo Rey me ha dicho que los Ministros entraban en la Cámara cantando el himno de Riego.

-¡Oh, no tanto, por Dios! -repetí, ofendida de las exageraciones de mis amigos-. Poco mal y bien quejado.

-Me parece que usted, con sus viajes a Francia y sus relaciones con los Ministros del liberal y filósofo Luis XVIII, se nos está volviendo franc-masona -dijo D. Tadeo entre bromas y veras-. ¿Hay en la historia desacato comparable con el de obligar al Rey a partir para Andalucía?

-¡Oh, Dios nos tenga de su mano!... ¡qué desacato!, ¡qué ignominia!... -exclamé, remedando sus aspavientos-. Es preciso considerar que un Gobierno, cualquiera que sea, está en el caso de defenderse, si es atacado.

-Según mi modo de ver, un Gobierno de pillos no merece más que el decreto que ha de mandar a Ceuta a todos sus individuos. ¡Ah, señora mía, y cómo se ha entibiado el fervor de usted! Bien dicen que los aires de esa Francia loca son tan nocivos...

-Creo lo mismo que creía; pero mi absolutismo se ha civilizado, mientras el de ustedes continúa en estado salvaje. El mío se viste como la gente y el de ustedes sigue con taparrabo y plumas. Si el Gobierno de pillos ha resuelto refugiarse en Andalucía, llevándose a la Corte, ha sido para no estar bajo la amenaza de los batallones franceses.

-Ha sido -dijo Calomarde riendo brutalmente-, porque sabían que Madrid no tiene defensa posible; que los ejércitos de Ballesteros y de La Bisbal son dos fantasmas; que cuatro soldados y un cabo de los del Serenísimo Sr. Duque de Angulema, podían cualquier mañanita sorprender a la Villa y a los Siete Niños y al Congreso entero y al Ayuntamiento soberano y a toda la comunidad masónica y Landaburiana. Esta es la pura verdad. ¡Y qué bonito espectáculo han dado al mundo! En presencia de la intervención armada, ¿cómo se preparan esos mentecatos para conjurar la tormenta? Llamando a las armas a treinta mil hombres y disponiendo (esto es lo más salado) que con los milicianos que quieran seguir al Congreso se formen algunos batallones, recibiendo cada individuo cinco reales diarios. ¡Se salvó la patria, señora!

-El Gobierno -repuse prontamente-, creyó sin duda que los franceses eran como los Guardias del 7 de Julio, es decir, simples juguetes de miliciano.

-¡Ya se lo diremos de misas! -dijo frotándose las manos-. Ya pagarán su alevosía. Sólo por el hecho de obligar a nuestro Soberano a un viaje que no le agradaba, merecerían todos ellos la muerte.

-Hasta los Reyes están en el caso de hacer alguna vez lo que no les agrada.

-Incluso viajar con un ataque de gota, ¿eh? ¡Crueles y sanguinarios, más sanguinarios y crueles que Nerón y Calígula! Ni a un perro vagabundo de las calles se le trata peor.

-Si el Rey no tenía en aquellos días ataque de gota -repliqué complaciéndome en contradecirle-. Si estaba bueno y sano. La prueba es que después de clamorear tanto por su enfermedad, anduvo algunas leguas a pie el primer día de viaje.

-Bueno, concedo que Su Majestad estaba tan bueno como yo. ¿Y si no quería partir?

-Que hubiera dicho «no parto».

-¿Y si le amenazaban?

-Haberles ametrallado.

-¿Y si no tenía metralla?

-Haberse dejado llevar por la fuerza.

-¿Y si le mataban?

-Haberse dejado matar. Todo lo admito menos la cobardía.

-Amiguita, usted se nos ha franc-masoneado -me dijo el astuto intrigante dando cariñosa palmada en mi mano-. A pesar de esto, siempre la queremos mucho y la serviremos en lo que podamos. Yo estoy siempre a las órdenes de usted.

Inflado de vanidad, el amigo del Rey hizo elogios de sí mismo, y después añadió:

-He tenido el honor de ser indicado para secretario de la Junta que se va a formar en la frontera.

-¡Oh, amigo mío, doy a usted la enhorabuena! -manifesté sumamente complacida y deplorando entonces haber estado algo dura con Calomarde-. No se podía haber pensado en una persona más idónea para puesto tan delicado.

-¿Se le ofrece a usted algo? -dijo D. Tadeo comprendiendo al punto mi cuarto de conversión.

-Sí; pero yo acostumbro dirigirme siempre a la cabeza -afirmé resueltamente-. Ya sabe usted que soy muy amiga del general Eguía, Presidente de la Junta.

-¡Ah!, entonces...

-Sin embargo. No puedo molestar a Su Excelencia con ciertas menudencias tales como pedir noticias de personas, averiguar alguna cosilla de poca monta...

-Para esto es más propio un secretario tan bien informado como yo de todos los pormenores de la causa.

-Exactamente. Dígame usted, si lo sabe, en dónde está ahora un pícaro de mala estofa, que se emplea en bajas cábalas del Rey y tiene por nombre José Manuel Regato.

-¡Ah! ¡Regato!... Debe de andar por Andalucía con la Corte. No es de mi negociado ese caballero... ¿Qué? ¿Hay ganas de sentarle la mano?

-Por sentarle la derecha daría la izquierda.

-Pocas noticias puedo dar a usted del señor Regato. Tengo con él muy pocas relaciones. Quizás Pipaón, que conoce a todo el mundo, pueda indicar dónde se halla y el modo de sentarle, no una mano, sino las dos, siempre que sea preciso.

-Y Pipaón, ¿dónde está?

-Aquí.

-¡Aquí! ¡Pipaón!... -exclamé con gozo-. Yo le dejé en la Seo muy enfermo y creí que había caído en poder de Mina.

-En efecto cayó; pero él... ya usted le conoce... con su destreza y habilidad parece que encontró por allí amigos que le favorecieron.

-Quiero verle, quiero verle al punto -dije con la mayor impaciencia-. Deseo mucho tener noticias de la Seo y de las facciones de Cataluña.

Y entonces se realizó aquel proverbio que dice: «En nombrando al ruin de Roma...».

Por la vidriera que daba a la huerta de la casa viose la mofletuda cara y el pequeño cuerpo de Pipaón, que habiendo tenido noticia de mi residencia en Irún iba también a verme. Mucho nos alegramos ambos de hallarnos juntos, y nuestras primeras palabras después de los cordiales saludos fueron para recordar los tristes días de la Seo, su enfermedad y mi abatimiento, y luego por el enlace propio de los recuerdos, que van de lo triste a lo placentero, hablamos del miedo del arzobispo, de las casacas que usaba Mataflorida y de otras cosas frívolas y chistosas, de esas que ocurren siempre en los días trágicos y nunca faltan en los duelos. Después de estos desahogos, Pipaón, tomando aquel tono burlesco que unas veces le sentaba bien y otras le hacía muy insoportable, me dijo:

-Le traigo a usted noticias muy buenas de una persona que le interesa, y con las noticias una cartita.