Ir al contenido

Los cien mil hijos de San Luis/XIV

De Wikisource, la biblioteca libre.

XIV

Yo me puse pálida. Comprendí de quién hablaba Pipaón, pero no me atreví a decir una palabra, por hallarse delante el entrometido y curioso Calomarde, gran coleccionador de debilidades ajenas. Varié de conversación, aguardando, para saciar mi afanosa curiosidad, a que D. Tadeo se marchase; pero el pícaro había conocido en mi semblante la turbación y ansiedad que me dominaban, y no se quería retirar. Parecía que le habían clavado en la silla. ¡Ay qué gusto tan grande poder coger un palo y romperle con él la cabeza!... ¡Qué pachorra de hombre!

Quise arrojarle con mi silencio; pero él era tan poco delicado que conociendo mi mortificación, se arrellanaba en el blando asiento como si pensara pasar allí el día y la noche. Pipaón con su expresivo semblante me decía mil cosas, que no podía yo comprender claramente, pero que me deleitaban como avisos o presentimientos lisonjeros. Llegó un momento en que los tres nos callamos, y callados estuvimos más de un cuarto de hora. Calomarde tocaba una especie de paso doble con su bastón en la pata de la mesa cercana. El grosero y pegajoso cortesano había resuelto quemarme la sangre u obligarnos a Pipaón y a mí a que hablásemos en su presencia.

Resistí todo el tiempo que pude. Mi carácter fogoso no puede ir más allá de cierto grado de paciencia, pasado el cual, estalla y se sobrepone a todo, atropellando amistades, conveniencias y hasta las leyes de la caridad. Nunca he podido corregir este defecto, y la estrechez de los límites de mi paciencia me ha proporcionado en esta vida muchos disgustos. Forzando la voluntad puedo a veces aguantar más de lo que permite la extraordinaria fuerza de dilatación de mi espíritu; pero entonces estallo con más violencia, rompo mis ligaduras a la manera de Sansón y derribo el templo. Vino por fin el momento en que se me subió la mostaza a la nariz, como dicen las majas madrileñas, y poniéndome en pie súbitamente, miré a Calomarde con enojo. Señalándole la puerta, exclamé:

-Sr. D. Tadeo, tengo que hablar con Pipaón: le suplico a usted que nos deje solos.

Debían de ser muy terribles mi expresión y mi gesto, porque Calomarde se levantó temblando, y con voz turbada me dijo:

-Señora, manos blancas no ofenden.

¡Manos blancas no ofenden! Diez años después Calomarde debía pronunciar esta frase al recibir un desaire más violento que el mío, la célebre bofetada de la Infanta Carlota, una Princesa que, como yo, tenía muy limitado el tesoro de su paciencia y estallaba con tempestuosas cóleras, cuando la bajeza y solapada intriga de los Calomardes se interponían en su camino.

Pipaón y yo nos quedamos solos. En pocas palabras me refirió que había visto a Salvador Monsalud sano y salvo en la Seo de Urgel. Al oír esto el corazón dio un salto dentro de mí como una cosa muerta que torna a la vida, como un Lázaro que resucita por sobrehumano impulso.

-Mina le salvó en San Llorens de Morunys -me dijo-, y desde que se restableció se puso a mandar una compañía de contraguerrilleros.

Al decir esto, Pipaón me alargó una carta, que abrí con presteza febril, queriendo leerla antes de abrirla. Al mismo tiempo, y de una sola ojeada leí el fin y el principio y el medio. Era la carta pequeña y fría. Decíame en ella que estaba en libertad y que no pensaba salir en mucho tiempo del lugar donde estaba fechada, que era Urgel. Sentí mi corazón inundado de un torrente de sangre glacial al ver que no contenía la carta expresiones de ardiente cariño.

-¿De modo que sigue en Cataluña? -pregunté a D. Juan.

-No señora. A estas horas va camino de Madrid.

-Pues ¿cómo dice en su carta que no piensa salir de la Seo?

-Esa carta me la dio cuando nos separamos, el día 30 de Marzo, pero dos días después supe, por nuestro común amigo el capitán Seudoquis, que Mina había encargado a Salvador que fuese a Madrid a llevar un mensaje reservadísimo a San Miguel y a otras personas.

-¿De modo que está?...

-Sobre Madrid, como se dice en los partes militares.

-Pero eso ¿es cierto?

-Tan cierto como que estoy hablando con una dama hermosa.

-¿Y salió?...

-Según mis noticias, el 10 de este mes. No sabía qué camino tomar; pero, según me dijo Seudoquis, estaba decidido a ir por Zaragoza que es el más derecho, aunque no el menos peligroso.

-¿Sabe la muerte de su madre?

-Yo le di la mala noticia.

-Pero ¿qué va a hacer ese hombre en Madrid? -dije sintiendo una tempestad en mi cerebro-. Si allí no hay ya Gobierno ni nada.

-Pero está en Madrid el gran Consejo de la franc-masonería. Mina es de la Orden de la Acacia, señora. Ahora se trata de que la Viuda haga un esfuerzo supremo.

En mi espíritu notaba yo aquella poderosa fuerza de dilatación de que antes he hablado. Unas cuantas palabras habían trastornado todo mi ser; mi pulso latía con violencia; asaltáronme ideas mil, y el ardoroso afán de movimiento que ha sido siempre una de las fórmulas más patentes de mi carácter se apoderó de mí. Sin necesidad de que yo le despidiese, dejome Pipaón, que iba en busca de Eguía para solicitar un puesto en la Junta, y después de pasada mi turbación, pude sondear aquel revuelto piélago de mi espíritu y mirar con serenidad lo que en el fondo de él había.

¡Cuán grande había sido mi engaño al creer moribunda la afición aquella que tantas dulzuras dio a mi alma en el verano del 22! La ausencia habíala escondido entre las cenizas que diariamente depositan los sucesos de cada instante, esa multitud de ascuas de la vida que van pasando sin interrupción y apagándose hora tras hora. Pero aquella ascua del verano del 22 era demasiado grande y quemadora para pasar y extinguirse como las demás.

Bastó que oyera pronunciar su nombre, que me le anunciaran vivo para que se verificase en mí un brusco retroceso a los días de mi felicidad y de mi desgracia. El tiempo volvió atrás; las figuras veladas perdieron la sombra que las encubría; las apagadas palabras que sólo eran ya ecos confusos, volvieron a sonar como cuando eran la música a cuyo compás danzaba con la embriaguez de la pasión mi alma. ¡Cuánto me había engañado y qué juicios tan erróneos hacemos de nuestros propios sentimientos y de todo aquello que está lejos! Nos pasa lo mismo que al ver las lontananzas de la tierra, cuando confundimos con las vanas y pasajeras nubes los montes sólidos e inmutables que ninguna fuerza humana puede arrancar de sus seculares asientos.

Fue aquello como una vuelta, como un ángulo brusco en el camino de la vida. Desde entonces vi nuevos horizontes, paisaje nuevo, y otra gente y otros caminos. ¡Y yo había creído poder olvidarle y aun poner en su altar vacío al conde de Montguyon! ¡Qué delirio!... ¡Lo que pueden la ausencia, la distancia, la ignorancia! El tiempo que me había consolado, hiriome de nuevo, y un día, un instante marcado en mi vida por cuatro palabras como cuatro estrellas resplandecientes, había destruido la obra lenta de tantos meses.

Con la presteza que Dios me ha dado formé mi plan de viaje. Tengo algo del genio de Napoleón para esto de los grandes movimientos. Para mí la facultad de trasportar todo el interés de la vida de un punto a otro del mundo es otra prenda muy principal de mi carácter, y al mismo tiempo una necesidad a la que muy difícilmente puedo resistir. El destino me ha presentado siempre los sucesos a propósito para tales juegos de estrategia sublime.

Aquella misma tarde dispuse todo, y por la noche sorprendí a mi D. Quijote con la noticia de mi viaje. Aficionada a jugar con los corazones que caen en mis manos (a excepción de uno solo), como juega el gatito con el ovillo que rueda por el suelo, dije al conde de Montguyon:

-Me he asustado de la soledad en que voy a quedar después que usted se marche, y voy a Madrid. De esta manera podré vigilar a cierto caballero francés por si anda en malos pasos.

Él se puso tan contento, que olvidó aquella noche hablarme de la guerra y de los laureles que iban a recoger. Parecía un loco hablando de los alcázares de Granada, de los romances moriscos, de las ricas hembras, de las boleras, de los frailes que protegían los amores de los grandes, de las volcánicas pasiones españolas y de las mujeres enamoradas que eran capaces del martirio o del asesinato. Él se creía héroe de mil aventuras románticas e interesantes caballerías, tales como se las había imaginado leyendo obras francesas sobre España. Empleo la palabra románticas porque si bien no estaba en moda todavía, es la más propia. El romanticismo existía ya, aunque no había sido bautizado. Excuso decir que Montguyon me juró amor eterno y una fidelidad inquebrantable como la del Cid por D.ª Jimena.

Yo necesitaba de él para mi viaje, por lo cual me guardé muy bien de arrancar una sola hoja a la naciente flor de sus ilusiones. Era muy difícil viajar entonces porque casi todos los vehículos del país habían sido intervenidos por ambos ejércitos. Montguyon me prometió una silla de postas. Y cumplió su oferta, poniéndola a mi disposición al día siguiente.

Con el primer movimiento del ejército francés, coincidió mi marcha sobre Madrid, como una conquistadora. El estrépito guerrero que en derredor mío sonara, despertaba en mi mente ideas de Semíramis.