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Los cien mil hijos de San Luis/XVI

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XVI

En seguida que llamé salieron a abrir. Se conocía que en la casa reinaba la impaciencia. Una mujer descorrió con presteza el cerrojo y me rogó que entrase. Era ella. Yo recordaba haberla visto en alguna parte.

Carecía de verdadera hermosura, pero al reconocerlo así con gozo, no pude dejar de concederle una atracción singular en toda su persona, un encanto que habría establecido al instante entre ella y yo profunda simpatía, si en medio de las dos no existiese, como infranqueable abismo, la persona de un hombre. Vestía de luto, y la delgadez de su rostro anunciaba el paso de grandes penas. Cuando me vio alterose tanto y su turbación fue tan grande, que no podía dirigirme la palabra. Por mi parte la miré con serenidad y altanería, como de superior a inferior, haciendo todo lo posible para que ella se creyese muy honrada con mi visita.

Yo había oído hablar a Salvador con cariño y admiración que me ofendían, de aquella singular hermana suya que no era tal hermana, ni aun pariente y que muy bien podía ser otra cosa. Nunca creí en la fraternidad honrada y cariñosa de que él me había hablado, porque conozco un poco el corazón del hombre, y admito sólo los sentimientos cardinales y fundamentales, y no esas mixturas y composiciones sutiles que no sirven más que para disfrazar alguna pasión ilícita... Deseaba conocer por mí misma a la dichosa hermana tan ponderada por él y ver si tenía fundamento el secreto odio que mi alma hacia ella sentía. Desde que la vi, a pesar de que me fue muy patente su inferioridad personal con respecto a la nieta de mi abuela, me pareció tener delante a una rival temible, más peligrosa cuanto más humilde en apariencia. Al instante traté de buscar en ella un defecto grande, de esos que afean espantosamente a la mujer. Mi ingenioso rencor encontró al punto aquel defecto, y dije en mi interior.

-Esta muchacha debe de ser una hipocritona. No hay más remedio sino que lo es.

Mi juicio fue rápido, como la inspiración, como la improvisación. Desde la puerta a la sala, a donde me condujo, hice mil observaciones, entre ellas una que no debo pasar en silencio. La casa estaba tan perfectamente arreglada que no parecía vivienda sin dueño. Todo se hallaba en su sitio, sin el más ligero desorden, en perfecto estado de limpieza, descubriéndose en cada cosa el esmero peregrino que anuncia la mano de una mujer poseedora del genio doméstico. Creeríase que el amo era esperado de un momento a otro y que todo se acababa de disponer para agradarle cuando entrara.

Al sentarme reconcentré mis ideas acerca del plan que había formado y le dije:

-Sé que usted padece mucho por saber el paradero del amo de esta casa, y como tengo noticias de él, vengo a tranquilizarla.

-¡Oh!, ¡señora!, ¡cuánta bondad! -exclamó con repentina alegría-. De modo que usted sabe dónde está y por qué no viene... ¿Le han vuelto a coger los facciosos?

-No señora. Está libre y bueno.

-Entonces no tiene perdón de Dios -dijo abatiendo el vuelo de su alma que tanto se había elevado con las alas de la alegría-. No, no tiene perdón de Dios.

-¿Usted le ha escrito?

-Muchas veces. Dirijo las cartas al ejército de Mina, con la esperanza de que alguna llegue a sus manos... pero no recibo contestación. Es una iniquidad de mi hermano. Por poco que se acuerde de mí, por muy grande que sea su olvido, ¿será tal que no me haya escrito una sola vez?

-Los que están en armas -dije sonriendo- no se acuerdan de las pobres mujeres que lloran.

-Yo creo que me ha escrito. Él es muy bueno y me considera mucho. No es capaz de tenerme en esta incertidumbre por su voluntad.

-¿Pero usted no ha recibido ninguna carta?

-En Febrero vinieron dos; pero después ninguna. Quizás se hayan perdido.

-Podría ser.

-A veces me figuro que no me escribe porque viene. Todos los días creo que va a llegar, y desde que siento pasos en la escalera, corro a ver si es él. Todo lo tengo preparado, y si viene, nada encontrará fuera de su sitio.

-Sí, ya lo veo. Es usted una alhaja. El pobre Salvador debe de estar muy satisfecho de su hermana. Él la aprecia a usted mucho. Me lo ha dicho.

-¡Se lo ha dicho a usted! -exclamó tan vivamente conmovida que casi estuvo a punto de llorar.

-Me lo ha dicho, sí. Él me cuenta todo. Para mí nunca ha tenido secretos.

Sola me miró de hito en hito durante un momento, que me pareció demasiado largo. ¿Qué había en la expresión de su semblante al contemplar el mío? ¿Envidia? No podía ser otra cosa; pero la apariencia indicaba más bien una resignación dolorosa. Le habría tenido mucha lástima si no hubiera estado convencida de que era una hipócrita.

-Muchas veces me ha hablado de usted -proseguí-, elogiándome sus bellas cualidades para el gobierno de una casa. Vea usted de qué manera ha venido a encontrarse sola al frente de este hogar vacío, conservándole tan bien para cuando él vuelva.

-La pobre D.ª Fermina -dijo-, que murió de pesadumbre por la pérdida de su hijo, me encargó todo al morir, poniendo en mi mano cuanto tenía y ordenándome que lo guardase y conservase hasta que pareciera Salvador.

-¿Entonces ella no le creía muerto?

-Dudaba. Siempre tenía esperanza -manifestó Solita dando un suspiro-. Yo le hablaba a todas horas de la vuelta de su hijo, y, la verdad, siempre tuve esperanza de verle entrar en la casa, porque una voz secreta de mi corazón me decía que volvería. El día antes de fallecer D.ª Fermina, escribió una larga carta a su hijo... ¡Cuántas lágrimas derramó la pobre! Yo habría dado con gusto mi vida, porque la infeliz madre viera a su hijo antes de morir. Pero Dios no lo quiso así.

-¿Y esa carta...? -pregunté deseosa de conocer aquel detalle.

-Esa carta la depositó en mí D.ª Fermina, mandándome que la entregase a Salvador en su propia mano, si parecía.

-¿Y si no parecía?

-Doña Fermina me mandó que le buscase por todos los medios posibles, y que si tenía noticias de él y no venía a Madrid, fuese a buscarle aunque tuviera que ir muy lejos.

-Pero ¿cómo podrá usted emprender esos viajes?, ¡pobrecilla! -exclamé mostrando una compasión que estaba muy lejos de sentir.

-Eso sería lo de menos. No me faltan ánimos para ponerme en camino, ni tampoco recursos con que emprender un largo viaje, porque D.ª Fermina me entregó todos sus ahorros para que los destinase a buscar a su hijo.

-¡Ah!, entonces... Y para el caso de no encontrarlo ¿qué dispuso esa señora?

-Que esperase, y le volviera a buscar después.

-¿Y para el caso de que fuera evidente su muerte?

-Que echase al fuego la carta sin leerla. ¡Ha sido desgraciada suerte la nuestra! -prosiguió la huérfana con abatimiento-. Un mes después de haber subido al cielo aquella buena señora, vino la carta de Salvador anunciando que estaba libre. ¡Ay!, en mi vida he tenido mayor alegría ni mayor tristeza, juntas tristeza y alegría sin que pudiesen ser separadas. Yo le contesté diciéndole lo que pasaba y rogándole que viniese. Desde aquel día le estoy esperando. Han pasado tres meses, y no ha venido ni me ha escrito.

-Pues ha llegado la ocasión de que usted cumpla la última voluntad de la pobre señora difunta, partiendo en busca de ese hijo desnaturalizado.

-¡Si no sé dónde está!... Un amigo que lee todos los papeles públicos y sabe por dónde andan los ejércitos, las guerrillas y las contraguerrillas, me ha dicho que las tropas de Mina se han disuelto. Otro que vino del Norte, me aseguró que Salvador había emigrado a Francia. Yo, a pesar de estas noticias, le espero, tengo confianza en que ha de venir, y he resuelto aguardar lo que resta de mes. Sigo mis averiguaciones, y si en todo Mayo no ha venido ni me ha escrito, pienso ponerme en camino y buscarle con la ayuda de Dios.

-Siento quitarle a usted una ilusión -dije adoptando definitivamente mi diabólico plan, y resolviéndome a ponerlo en ejecución-. Salvador no vendrá por ahora, no puede venir.

-¿Lo sabe usted de cierto? -me preguntó vivamente turbada y con algo de incredulidad en sus hermosos ojos.

-¿Duda usted de mí? -dije poniendo en mi semblante esa naturalidad inefable que es uno de mis más preciosos resortes para expresar lo que quiero-. Precisamente no he venido a otra cosa que a decirle a usted su paradero, después de tranquilizarla, por si le creía enfermo o muerto.

-¿Y dónde está?

-Habiendo reñido con Mina por una cuestión de amor propio, pasó a las contraguerrillas que siguen al general Ballesteros.

-¿Entonces sigue en el Norte?

-No señora. Ya sabe usted que el ejército de Ballesteros se ha retirado a Valencia.

-A Valencia, sí. Efectivamente, lo oí decir. ¿De modo que Salvador está en Valencia?

-Sí: y estos informes no son vagos ni fundados en conjeturas, porque yo misma...

Al llegar aquí di un suspiro afectando cierta emoción. Después acabé así la frase:

-Yo misma me separé de él en Onteniente el 20 de Abril.

-¿Es cierto, señora, lo que usted me dice? -me preguntó con gran agitación.

-Sí; pero no creo que haga usted el disparate de ponerse en camino para Levante -indiqué con objeto de que no conociera mi verdadera idea.

-¿Pues qué, vendrá?

-Venir no. No vendrá en mucho tiempo, mayormente si de hoy a mañana capitula la Corte, y se establece el absolutismo. Yo creo que se verá obligado a emigrar, embarcándose en cualquier puerto de la costa.

-¡Embarcarse! -exclamó con desaliento-. No señora, no; eso no puede ser. Corro allá al momento.

Se levantó como si de un vuelo pudiera trasladarse a Valencia.

-¿Y será usted capaz de emprender un viaje tan largo?... ¿Tendrá usted valor?... -manifesté con fingida admiración.

-Yo tengo valor para todo, señora -me respondió.

Después del primer movimiento de credulidad, la vi como abatida y vacilante. Dudaba.

-Puede usted escribirle -le dije-, con la dirección que yo le dé, y cuando reciba la contestación de él, ponerse en camino... Lo malo será que en ese tiempo tome la guerra otro aspecto y llegue usted tarde.

-Eso sería terrible. Yo creo que si voy debo ir hoy mismo... ¿Y de él se separó usted el 20 de Abril?

Dudaba todavía. Al llegar a este punto, la voz de la conciencia, que aún me detenía, fue acallada por mis celos, y no pensé más que en el éxito completo del plan que me había propuesto. No vacilé más, y pensé en la carta que me había traído Pipaón.

-Me separé de él el 20 de Abril -afirmé-; pero después de eso, hallándome en Aranjuez, recibí una carta suya.

Con avidez fijó Solita sus ojos en mí. Por grande que fuera mi serenidad, mi corazón palpitaba, porque ni aun los criminales más criminales hacen ciertas cosas sin algo de procesión por dentro. Confesaré ahora la fealdad toda de mi acción para que se comprenda bien la importancia de aquella escena y mi perverso papel.

-Si me quisiera mostrar usted la carta de Salvador -me dijo en tono suplicante-, al menos para saber con fijeza el punto en que se halla...

-No la he traído -repuse con el mayor aplomo-, pero volveré a mi casa, que está a dos pasos y la traeré, para que tenga usted ese consuelo y una seguridad que no pueden darle mis palabras.

-¡Oh!, no señora; yo creo...

-No... estas cosas son delicadas. Al instante traeré a usted la carta que me escribió y que no está fechada en Onteniente, sino en otro pueblo del reino de Valencia, pues como usted puede suponer, el ejército se mueve casi todos los días.

Diciendo esto me levanté. Ella me daba las gracias por mi bondad en cariñosas y vehementes palabras. Brindose a ir conmigo porque yo no me molestase en volver; pero esto no me convenía y salí rápidamente. ¡Miserable de mí, y cuánto me cegaba la pasión y aquel detestable afán de hacer daño a la que aborrecía!... Contaré esto con la mayor brevedad posible, porque me mortifica tan desagradable recuerdo, y en verdad que si pudiera escribir estas vergonzosas líneas cerrando los ojos, lo haría para no ver lo que traza mi propia pluma.