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Los cien mil hijos de San Luis/XVII

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XVII

Corrí a mi casa, tomé la carta de Salvador, y con ese golpe de vista del genio criminal comprendí que lo previsto por mí momentos antes podía realizarse fácilmente. La data Urgel estaba escrita en letra ancha y mala. La palabra podía ser variada por una mano hábil, y la mía, fuerza es decirlo, lo era, aunque nunca hasta entonces se había empleado en tan infames proezas.

Yo tenía muy presente a un primo mío que había comerciado años antes en un pueblo de Alicante llamado Vergel, en las inmediaciones de Denia, a orillas del río Bolana. Esta palabra era el puñal del asesinato proyectado por mí. La tomé con la fiebre del rencor. ¡Qué admirablemente servía para mi objeto! ¡Qué bien dispuestas estaban sus letras para una obra satánica! No podía pedirse más, no. Tenía delante de mí una de esas infernales coincidencias que deciden a los criminales vacilantes, y a veces hasta a los justos les impulsan a escandalosos y horribles pecados.

Tomé la pluma, y con mano segura, regocijándome interiormente en la perfección de mi obra, convertí la palabra Urgel en Vergel. La fecha era fácil de mudar también. Salvador había puesto Marzo en abreviatura. Yo convertí el Marzo en Mayo, dejando el día que era el 3, lo mismo que estaba... ¡Oh, cuando no se me cayó la mano entonces, creo que tendré manos para toda mi vida!

Del texto de la carta podía mostrarse la primera plana, donde decía entre otras cosas insignificantes: «no pienso en muchos días salir de este pueblo».

Corrí allá con mi puñal. Las trágicas figuras antiguas a quienes pintan alborotadas y arrogantes con un hierro en la mano, no fruncirían el ceño más fieramente que yo, al blandir mi carta homicida. Subí a la casa. Sola me esperaba en la puerta. Entramos: me senté al punto porque estaba muy cansada.

-Vea usted -le dije-; el pueblo donde ahora está es Vergel. He pasado por él.

Solita devoraba con los ojos la carta.

-Vergel -añadí mostrándole la carta-, está entre Pego y Denia, sobre un riachuelo que llaman Bolana. Si va usted a Onteniente le será muy fácil llegar a Vergel.

Ella seguía leyendo.

-Asegura que por ahora no piensa moverse de ese pueblo -dijo meditabunda-. Mejor; con eso tendré la certeza de encontrarle.

-¿Pero de veras insiste usted en ir?... El resto de la carta no se lo enseño a usted porque no puede interesarle -indiqué, afectando la mayor naturalidad y guardando mi arma-. No puedo creer que haga usted la locura de...

-Iré, iré -dijo con una resolución briosa que inundó mi alma de los frenéticos goces del éxito criminal.

Después de manifestar así su propósito, frunció el ceño y me dijo:

-Cuando usted se separó de Salvador, ¿él sabía que venía usted a Madrid?

-Lo sabía.

-¿Y cómo no le rogó que me viese y me tranquilizara?

-Porque sabe -repuse con dignidad-, que yo no sirvo para hacer las veces de correo. Si he venido a esta casa, ha sido por... se lo diré a usted con entera franqueza; no quiero fingir móviles que no tuve al venir aquí, aunque después que nos hemos tratado hayan sido distintas mis ideas.

Solita atendía a mis palabras como al Evangelio. Yo le tomé una mano y poniéndome a punto de llorar, me expresé así:

-Señora D.ª Solita; dije a usted al entrar que venía con el simple objeto de tranquilizarla dándole informes de Salvador.

-Así fue, señora, lo que usted me dijo.

-Pues bien; falté a la verdad: quise encubrir mi verdadero objeto con una fórmula común. Pero yo no puedo fingir, no puedo ocultar la verdad. Mi carácter peca de excesivamente franco, natural y expansivo. Mis pasiones y mis defectos, la verdad toda de mi alma, buena o mala, se me sale por los ojos y por la palabra cuando más quiero disimular. Usted me ha inspirado simpatías; usted me ha revelado una pureza de sentimientos que merece el mayor respeto. Quiero ser como usted, y hablarle con la noble veracidad que se debe a los verdaderos amigos. ¿No es usted hermana para él?, pues quiero que lo sea también para mí.

Solita al oír esto se apartó lentamente de mi lado. Noté en ella cierta aversión contenida por el respeto.

-Querida amiga -proseguí forzando mi arte-. No he venido aquí sino por un egoísmo que usted no comprenderá tal vez. He venido por ver su casa, por conocer lo único que guarda Madrid de esa amada persona, este asilo donde él ha vivido, donde murió su madre, y por el cual parecen vagar aún sus miradas. Quería yo dar a mis ojos el gusto de ver estos objetos, estos muebles donde tantas veces se han fijado los ojos suyos... Nada más, ningún otro objeto me trajo aquí. He tenido además el placer de conocerla a usted, y ahora, deseándole que halle pronto a su hermano, me retiro.

Levanteme resueltamente. Solita había prorrumpido en amargo llanto.

-¡Oh! ¡Gracias, gracias, señora! -exclamó secando sus lágrimas-. Le diré que debo a usted este inmenso favor.

-No, no, por Dios -repliqué vivamente-. Ruego a usted que no me nombre para nada. Vería en mí una debilidad que no quiero confesarle, mediando, como median en uno y otro, los propósitos de separación eterna.

-Pues callaré, señora, callaré. ¿De modo que usted no le verá más?

Al decir esto había tanto afán en su mirada, que me causó indignación. La habría abofeteado, si mi papel no hubiera exigido gran prudencia y circunspección.

-No señora, no le veré más -le dije fijando más sobre mi semblante la máscara que se caía-. Después de lo que ha pasado... Pero no puedo revelarle a usted ciertas cosas. Si usted le conoce bien, conocerá su inconstancia. Yo le he amado con fidelidad y nobleza. Él... no quiero rebajarle delante de una persona que le estima. Adiós, señora, adiós. ¿Se va usted al fin hoy?

Esto lo dije en pie, estrechando aquella mano que habría deseado ver cortada.

-Sí señora, iré a buscarle, puesto que él no quiere venir.

-¿Pero se atreve usted, sola, sin compañía, por esos caminos...? -indiqué deseando que me confirmase su resolución.

-Dios irá conmigo -repuso la hipocritona con el acento de los que tienen verdadera fe-. El ordinario de Valencia que sale esta noche, era amigo de D.ª Fermina. Con él iré. Tengo confianza en Dios y estoy segura de que no me pasará nada... Ahora, tomada esta determinación, estoy más tranquila.

-La felicidad le retoza a usted en el rostro -afirmé con cruel sarcasmo-. Bien se conoce que es usted feliz. Yo me congratulo de haber proporcionado a usted un cambio tan dichoso en su espíritu.

Cuando pronuncié estas palabras debió secárseme la lengua, lo confieso.

Poco más hablamos. Hícele ofrecimientos corteses y salí de la casa. Cuando bajaba la escalera sentí impulsos de volver a subir y llamarla y decirle: «no crea usted nada de lo que he dicho; soy una embustera»; pero el egoísmo pudo más que aquel pasajero y débil sentimiento de rectitud, y seguí bajando. Del mismo modo iba bajando mi alma, escalón tras escalón, a los abismos de la iniquidad. Razoné como los perversos, diciéndome que la víctima de mi intriga era una mujer hipócrita y que las maquinaciones de mal género, tan dignas de censura cuando recaen en personas inocentes, son más tolerables si recaen en quien las merece y es capaz de urdirlas peores. Pero estos sofismas no acallaban mi remordimiento, que empezó a crecer desde que salí de la casa y ha llegado después, por su mucha grandeza y pesadumbre, a mortificarme en gran manera.