Los cien mil hijos de San Luis/XVIII
XVIII
Verdaderamente mi acción no pudo ser más indigna. ¡Precipitar a una desamparada e infeliz mujer a resolución tan loca, obligarla por medio de vil engaño a emprender un viaje largo, dispendioso, arriesgado y sobre todo inútil!... Al mirar esto desde tan distante fecha, me espanto de mi acción, de mi lengua, y de la horrible travesura y astucia de mi entendimiento.
En aquellos días la pasión que me dominaba y más que la pasión, el envidioso afán que me producía la simple sospecha de que alguien me robase lo que yo juzgaba exclusivamente mío, no me permitieron ver claramente mi conciencia ni la infamia de la denigrante acción que había cometido; pero cuando todo se fue enfriando y oscureciendo, he podido mirarme tal cual era en aquel día, y declaro aquí que, según me veo, no hay fealdad de demonio del infierno que a la mía se parezca.
¡Y sigue uno viviendo después de hacer tales cosas! ¡Y parece que no ha pasado nada, y vuelve la felicidad, y aun se da el caso de olvidar completamente la perversa y villana acción!... Yo no vacilo en escribirla aquí, porque me he propuesto que este papel sea mi confesonario, y una vez puesta la mano sobre él, no he de ocultar ni lo bueno ni lo malo. La seguridad de que esto no lo ha de ver nadie hasta que yo no me encuentre tan lejos de las censuras de este mundo como lo están los astros de las agitaciones de la tierra, da valor a mi espíritu para escribir tales cosas. Yo digo: «que todo el mundo escriba con absoluta verdad su vida entera, y entonces ¡cuánto disminuirá el número de los que pasan por buenos! Las cuatro quintas partes de las grandes reputaciones morales no significan otra cosa que falta de datos para conocer a los individuos que se pavonean con ellas fatuamente, como los cómicos cuando se visten de reyes».
Aquella tarde torné a pasar por allí, y entablé conversación con Sarmiento; pero me fue imposible averiguar por él si Solita insistía en partir.
Yo tenía gran desasosiego hasta no saberlo de cierto, y para salir de mi incertidumbre quise averiguarlo por mí misma. Soy así: lo que puedo hacer no lo confío a los demás. Me fatigan las dilaciones y la torpeza de los que sirven por dinero, y carezco de paciencia para aguardar a que me vengan a decir lo que yo puedo ver por mis propios ojos. Al llegar la noche y la hora en que solían partir los coches, sillas de postas y galeras, mi criada y yo nos vestimos manolescamente, con pañolón y basquiña, y nos encaminamos al parador del Fúcar, de donde, según mis noticias, salía el ordinario de Valencia.
No tuve que esperar mucho para satisfacer mi curiosidad. Allí estaba. Solita partía irremisiblemente. Ya no me quedaba duda. La vi dentro del coche que salía, y no pude sofocar en mí un sentimiento de profundísima lástima, forma indirecta que tomaba entonces mi conciencia para presentarme ante los ojos la imagen de mi crimen. Pero el coche partió; ella se fue con su engaño y yo me quedé con mi lástima.
No se había extinguido el rumor de las ruedas del carro de Valencia, cuando sonó más vivo estrépito de ruedas y caballerías. Un gran coche de colleras entró en el parador. Mi criada y yo nos detuvimos por curiosidad.
-Es el coche de Alcalá -dijeron a nuestro lado-. Esta noche viene lleno de gente.
Por una de las portezuelas vi la cara de un hombre. El corazón parecía hacérseme pedazos. Me volví loca de alegría. No pude contenerme. Era él. Mis exclamaciones cariñosas le obligaron a bajar del coche, y entonces me arrojé llorando en sus brazos.