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Los cien mil hijos de San Luis/XX

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XX

Al día siguiente muy temprano entró Campos en casa. Ya he dicho que este masón era amigo muy constante de la familia con quien yo vivía, un matrimonio alavés, de edad madura y sin hijos, extraño por lo general a las pasiones políticas, aunque la señora, como buena vascongada, se inclinaba al absolutismo. Campos entró gritando:

-¡Ya nos la ha pegado ese tunante!

Al punto comprendí lo que quería expresar.

-La Bisbal ha capitulado ¿no es eso? -le dije-. ¡Qué noticia! Ya lo suponíamos.

-Pero al menos, señora, al menos... -manifestó Campos con afán-. Las formas, es preciso guardar ciertas formas... Todos estamos dispuestos a capitular, porque no es posible vivir en lucha con la general corriente, ni con la Europa entera; pero... pero...

-¿Y qué ha hecho La Bisbal?

-Dar un manifiesto...

-Ya lo suponía: es el hombre de los manifiestos.

-Un manifiesto en que dice que sí y que no, y que tira y afloja, y que blanco y que negro... En fin, un manifiesto de La Bisbal. Después ha entregado el mando al marqués de Castelldosrius y ha desaparecido. El ejército está desmoralizado. La mayor parte de los soldados se van a donde les da la gana, y aquí nos tiene usted, como el 3 de Diciembre de 1808, en poder de los franceses... ¿Vamos a ver, qué hace ahora un hombre honrado como yo? ¿Qué hacen ahora los hombres que no se han metido en nada, que desde su campo defendieron siempre el orden y las conveniencias?...

Yo hacía esfuerzos para contener la risa. La zozobra del masón en momentos de tanto apuro y su afán por presentarse como hombre de orden ofrecían un cuadro tan gracioso como instructivo.

-¿De modo que ya se acabó la Constitución? -dijo la señora de Saracha, elevando majestuosamente las manos al cielo, como en acción de gracias-. Pues ahora habrá perdón general. Se reconciliarán todos los españoles, dándose fraternales abrazos y amparándose bajo el manto amoroso del Rey.

Yo me eché a reír.

-No es mal perdón el que nos aguarda -dijo Campos con detestable humor-. ¡Bonito manto nos amparará! Ya se ha alborotado la gentuza de los barrios bajos, y las caras siniestras, las manos negras y rapaces, los trabucos y las navajas van apareciendo. Nada, nada. Tendremos escenas de luto y de ignominia, otro 10 de Mayo de 1814.

-¿Será posible? Pues me parece que efectivamente hay algo de alboroto en la calle -dijo mi amiga asomándose al balcón.

Vivíamos en la calle de Toledo, que es la arteria por donde la emponzoñada sangre sube al cerebro de la villa de Madrid en los días de fiebre. Cruzaban la calle gentes del pueblo en actitud poco tranquilizadora. Al poco rato oímos gritar: «¡viva la religión!», «¡vivan la caenas!». Fue aquella la primera vez de mi vida que oí tal grito, y confieso que me horrorizó.

Campos no quiso asomarse porque le enfurecían los desahogos de la plebe (mayormente cuando chillaba en contra de los liberales) y seguía diciendo:

-Veremos cómo tratan ahora a los hombres honrados que han defendido el orden, que han procurado siempre contener al democratismo y a la demagogia.

No pude vencer mi natural inclinación a las burlas y le dije:

-Sr. Campos, no doy cuatro cuartos por su pellejo de usted.

-Ni yo tampoco -me respondió riendo.

Él, en medio de su descontento, esperaba filosóficamente el fin, seguro de sobrenadar tarde o temprano en el piélago absolutista. Era además hombre de tanto valor como osadía.

La gente de los barrios bajos siguió alborotando todo el día. Moviose la tropa para mantener el orden, y el general Zayas, que mandaba en Madrid y había firmado la capitulación aquella misma mañana con los franceses, parecía dispuesto a ametrallar sin compasión a la canalla. En gran zozobra vivíamos todos los vecinos de la Villa, porque se hablaba de saqueo y de la aproximación de las partidas de Bessières, el infante aventurero, que defendiendo el despotismo quería lograr lo que no pudo conseguir combatiendo por la República.

Pero la principal causa de mi inquietud era no ver a mi lado a la persona que más me interesaba en aquellos días. Le esperé toda la mañana y toda la tarde, y como a ninguna hora parecía y había hecho promesa de visitarme, creí que le pasaba algo desagradable. Por la noche no pude refrenar mi ardorosa impaciencia y volé a su casa. Tampoco estaba en ella, y el anciano portero y maestro de escuela, armado de fusil en medio de la portería, furioso y exaltado cual si acabara de escaparse de un manicomio, me inspiró tanto miedo que no quise esperar allí.

Pasé la noche en un estado de angustia horrible. Corrían rumores de que al día siguiente habría saqueo, prisiones, muertes y escandalosas escenas. Se decía que los liberales más señalados eran perseguidos por las calles como perros rabiosos y apedreadas sus casas. Yo no podía vivir. Al amanecer del otro día, que era el 20 de Mayo, busqué a Salvador en diversos puntos, y tampoco le pude encontrar. Antes de volver a casa vi movimiento de tropas en la Puerta del Sol y me dijeron que Bessières había aparecido con sus cuadrillas que yo llamaba de asesinos de la Fe, por detrás del Retiro, amenazando entrar en Madrid. La plebe de los barrios bajos se le había reunido, y como hambrientos perros, aullaban mirando a la Corte, con ansias de devorarla. Todo Madrid estaba aterrado, y yo más que nadie, no por el temor del saqueo, sino por la sospecha de que la persona más cara a mi corazón hubiera sido víctima del furor de la plebe.

Esperé también todo aquel día. Campos entró a darnos noticias de lo que pasaba. Oíamos cañonazos lejanos, y a cada instante creíamos ver llegar y difundirse por las calles a la desenfrenada turba salvaje ebria de sangre y de pillaje. Pero Dios no quiso que en aquel día triunfaran los malvados. El general Zayas destrozó a los asesinos de la Fe, acuchillando a los chisperos y mujerzuelas que graznaban entre ellos. La plebe aterrada volvió a sus oscuras guaridas, y mucha gente mala huyó a los campos, aguardando a poder entrar con los franceses. Desde que supimos el gran peligro a que habíamos estado expuestos los habitantes de Madrid, todos deseábamos que llegasen de una vez los cien mil hijos de San Luis, para que estableciendo un Gobierno regular, contuvieran a la canalla azuzada por los realistas furibundos.

Al fin salí de la angustia que me atormentaba. En la mañana del día 21, el prófugo, por quien yo había derramado tantas lágrimas, se presentó delante de mí en estado bastante lastimoso, desencajado y lleno de contusiones, con los ojos encendidos, seca la boca, cubierta de sudor la hermosa frente, rotos y llenos de polvo los vestidos.

Al punto comprendí que había sido maltratado por las feroces bestias populares. No le dije nada, y me apresuré a cuidarle, proporcionándole alimento y reposo. Él me miraba con extraviados ojos. Apretando los puños exclamó:

-¿Has visto a la canalla?

Necesitaba sosiego, y por todos los medios procuré tranquilizarle.

-No pienses más en eso -le dije-, y regocíjate ahora en la paz de mi compañía y en esta dulce soledad en que estamos.

-¡No puedo, no puedo! -exclamó con gran agitación.

Y después repetía:

-¿Has visto a la canalla? ¡Pero qué canalla es la canalla!

Más tarde me contó que se había visto en gran peligro, porque al salir de un sitio en que estaban reunidas varias personas contrarias al despotismo, fue acometido, pudiendo salvar a duras penas la vida gracias a su energía y al coraje con que se defendió.

Su estado febril inspirome bastante ansiedad aquella noche que pasó en mi casa; pero a la mañana siguiente su prodigiosa naturaleza había triunfado de la ebullición de la sangre irritada.

-No puedo ir a mi casa -me dijo-, y aun será peligroso que salga a la calle; pero yo necesito disponer mi viaje.

-¿Vuelves al Norte?

-No; tengo que ir a Sevilla, donde está lo que queda de Gobierno liberal. No tengo ya ni un resto siquiera de esperanza; pero es preciso que cumpla fielmente la comisión del general Mina, y vaya hasta las últimas extremidades, para que me quede al menos el consuelo de haberlo intentado todo y para que se pueda decir esta verdad terrible: «No hubo un solo liberal en España que supiera cumplir con su deber».

-Pues si vas a Andalucía, iré contigo -dije con mucho gozo, regocijándome ya con la idea de acompañarle y huir de Madrid, pueblo que tanto alarmaba a mi conciencia.

-El viaje no será fácil -respondió sin demostrar grande entusiasmo por mi compañía-, mayormente para una señora.

-Para mí todo es fácil.

-No se encontrarán carruajes.

-Como ruede el dinero, rodarán los coches.

-La policía vigilará la salida de los liberales.

-No importa.

Sin pérdida de tiempo empecé mis diligencias para nuestro viaje. Las dificultades eran grandes. Ningún propietario de coches quería arriesgar su material y sus caballerías, porque los facciosos se apoderaban de ellas. No me acobardé, sin embargo, y seguí mis pesquisas. Campos también deseaba proporcionar a mi amigo fácil escapatoria.

La entrada de los franceses, que se verificó el día 23, me dio alguna esperanza; mas por desgracia entre las fuerzas de vanguardia no venía el conde de Montguyon. Vi en cambio muchos guerrilleros del Norte, de fiero aspecto, y temblé de pavor, deseando entonces más vivamente huir de la Corte.

¡Y qué desorden en los primeros momentos de aquel día! Por mucha prisa que se dieron los franceses a establecerse, no lograron impedir mil excesos.

Hombres cuyo furor había sido pagado corrían por las calles celebrando entre borracheras el horrible carnaval del despotismo. Rompían a pedradas los cristales, trazaban cruces en las puertas de las casas donde vivían liberales, como señal de futuras matanzas; escarnecían a todo el que no era conocido por su exaltación absolutista; gritaban como locos, maldiciendo la libertad y la Nación. No escapaban de sus groserías las personas indiferentes a la política, porque era preciso haber sido perro de presa del absolutismo para obtener perdón. Algunos frailes de los que más habían escandalizado en el púlpito con sus sermones sanguinarios eran llevados en triunfo.

Yo salía de misa de San Isidro, y me vi insultada y seguida por una turba de mujerzuelas feroces, sólo porque llevaba un lazo verde. El color verde era ya el color de la ignominia, como emblema del liberalismo, que tantas veces había escrito sobre él Constitución o muerte. Vi maltratar a un joven de buen porte, sólo porque usaba bigote, y desde aquel día el tal adorno de las varoniles caras fue señal de franc-masonismo y de extranjería filosófica.

Quien vio una vez tales escenas no puede olvidarlas. Mis ideas habían cambiado mucho desde mi viaje a Francia. Conservando el mismo respeto al Trono y al Gobierno fuerte, había perdido el entusiasmo realista. Pero en aquel día tristísimo se desvanecieron en mi cabeza no pocos fantasmas, y aunque seguí creyendo que uno solo gobierna mejor que doscientos, el absolutismo popular me inspiró aversión y repugnancia indecibles.

No había concluido de referir en mi casa el gran peligro que había corrido por llevar un lazo verde, cuando entró Campos. Traía semblante muy alegre.

-Ya está resuelta la cuestión de tu viaje -dijo a Salvador-. Esta noche puedes marchar, si quieres.

-¿Cómo? -preguntamos él y yo.

-De un modo tan sencillo como seguro. El marqués de Falfán de los Godos había pensado marchar a Andalucía... Como la pobre Andrea está tan delicada... En fin, se han decidido a salir esta noche. Tienen silla de postas propia. Al punto me he acordado de ti, Falfán de los Godos tiene gusto en llevarte y se alegra mucho de tu compañía.

-Eso no puede ser -dije vivamente, saliendo al encuentro de aquella proposición con verdadera furia que trataba de disimular.

-¿Por qué no ha de poder ser, señora mía? -dijo Campos-. En la silla de postas irán cómoda y seguramente el Marqués, mi sobrina con su hijo, la doncella y dos criados que seremos nosotros, Salvador y yo. Perfectísimamente.

El taimado masón se restregaba las manos en señal de regocijo.

-Me parece una excelente idea -dijo Monsalud mirándome-. ¿No crees tú lo mismo?

Yo no contesté nada. Estaba furiosa. Él debió comprender en mis ojos la tempestad que se había desatado en mi corazón, mas no por conocerlo se apresuró a conjurarla. Antes bien, ocupose de disponer su viaje con una calma, con una indiferencia hacia mí que me irritaron más. Mi dignidad me impedía pedir un puesto en aquel coche que se iba a llevar la mitad de mi alma. La misma dignidad me impedía recordarle nuestro dulce propósito de ir juntos. Encerreme breve rato en mi cuarto, para que nadie conociese la alteración nerviosa que me sacudía, y con los dientes hice pedazos un pañuelo inocente. Mis ojos secos e inflamados no podían dar salida a la angustia de mi corazón, derramando una sola lágrima.

Cuando me presenté de nuevo, mi apariencia no podía ser más tranquila. Afectaba naturalidad y hasta alegría; tanta era la fuerza de mi disimulo, cuando yo llamaba todas las fuerzas de la voluntad para forjar la máscara de hierro, bajo la cual escondía mi verdadero semblante, lleno de luto y consternación. ¡Qué padecimiento tan grande! ¿Cómo no, si Salvador mismo me había contado toda la historia de sus relaciones con Andrea Campos, después marquesa de Falfán de los Godos? Yo la había tratado bastante después de ser marquesa. La admirable hermosura de la americanilla, representándose en mi imaginación, me la quemaba como un hierro abrasado.

Tuve valor para verles partir. Vi a la sobrina de Campos subir al coche, haciéndose la interesante con su languidez de dama enfermita; vi al viejo Marqués engomado y lustroso, como un muñeco que acaba de salir del taller de juguetes; vi a Salvador tomando en brazos y besando con el mayor gusto al niño de la Marquesa... no quise ver más. ¡El coche partió!... ¡Se fueron!...