Los cien mil hijos de San Luis/XXI

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XXI

Se fueron y yo me quedé. Las lágrimas que antes no habían querido salir de mis ojos brotaron a raudales, abrasándome las mejillas. No podía dejar de pensar en la hipocritona, que corría por los campos desiertos, lanzada por mí al interminable viaje de la desesperación; pero lejos de tenerle lástima, aquel recuerdo avivaba mi hondo furor, haciéndome exclamar: -¡Me alegro, mil veces me alegro!

¡Cuán grande había sido mi castigo! Para que este fuera más evidente, fui condenada por Dios al mismo suplicio de viajar buscando a una persona amada, al martirio indescriptible de correr un día y otro día como el que huye de su sombra, siempre impaciente, siempre anhelante, precipitada siempre de la esperanza al desengaño y del desengaño a una nueva esperanza. Porque sí, yo emprendí también el viaje a Andalucía tres días después. Estaba en la alternativa de morir de despecho o correr también. Hubo en mí desde aquel día algo de la maldición espantosa que pesaba sobre el judío errante, y me sentí como arrastrada por la fuerza de un huracán.

¡Ay!, el huracán estaba dentro de mí misma, en mi despecho, en mis celos, en un loco afán de no hallarme lejos de dos personas, cuya imagen ni un solo instante se apartaba de mi pensamiento. Si mis lectores me han conocido ya por lo que va contado de mi borrascosa vida, comprenderán que yo no podía quedarme en Madrid. Mi carácter me lanzaba fuera, como la pólvora lanza la bala.

Partí... Pero antes debo decir cómo pude conseguir los medios para ello. Mi primer paso fue recurrir a Eguía; mas desde la entrada de los franceses le habían arrinconado como trasto viejo, y una Regencia fresca y lozana funcionaba en su lugar. Nombrola Angulema de acuerdo con el Consejo de Estado, y la componían los duques del Infantado y de Montemart, el barón de Eroles, el obispo de Osma y don Antonio Gómez Calderón. Secretario de ella era el venenoso Calomarde, al cual me dirigí solicitando un pase y licencia para el uso de coche-posta. Recibiome tan fríamente y con tanta soberbia e hinchazón, que no pude menos de recordar al Don Soplado del poeta sainetero D. Ramón de la Cruz.

Le desprecié como merecía y recurrí a don Víctor Sáez, nombrado Ministro de Estado; pero este me recordó a la rana, cuando quiso parecerse al buey. Tuvo el mal gusto de echarme en cara mi supuesta conversión al constitucionalismo y a la Carta francesa, diciendo mil necedades presuntuosas y aun amenazándome. Su fatuidad, semejante a la del pavo cuando se sopla y arrastra las alas para meter ruido, me hizo reír en sus propias barbas. El único que se me mostró algo propicio fue Erro, hombre honrado y modesto. Pero nada positivo saqué de la flamante situación, que daba pruebas de su agudeza política volviendo las cosas al propio ser y estado que tenían en 7 de Marzo de 1810, restableciendo los antiguos Consejos y la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. Era esto volver a los tontillos, al guarda-infante y al pelo empolvado.

Por mi ventura llegó a Madrid el conde de Montguyon. Le vi; hízome la centésima declaración de amor y luego con semblante dolorido me dijo:

-Soy muy desgraciado, señora, en no poder estar cerca de vos. Tengo que partir con el general Bourdesoulle para esa poética región que llaman la Mancha, idealizada por las aventuras del gran caballero.

Entonces le manifesté que si me proporcionaba los medios de hacer el viaje, poniendo yo por mi cuenta todos los gastos, le seguiría a aquel encantado país que hizo célebre el gran caballero. Al oír esto se volvió todo obsequios, y tres días después tenía yo a mi disposición una silla de postas con caballos del cuartel general de Bourdesoulle y un pase que me aseguraba el respeto de las turbas por todo el tránsito que iba a recorrer.

Salí al fin de Madrid acompañada de mi doncella. Salí como el agua de una esclusa cuando se le abren las compuertas que la sujetan. Yo no veía bastante llanura por donde correr; en ningún momento me parecía que andaba bastante mi coche; enfadábame el cansancio de las mulas, la pesadez de los mesoneros y la flema del mayoral, que se ponía siempre de parte de las caballerías en mi febril contienda con el tiempo y la distancia.

En los pueblos por donde rápidamente pasaba, vi escenas que me causaron tanta indignación como vergüenza. En Ocaña habían quitado las imágenes que adornaban el ángulo de algunas calles, poniendo en su lugar el retrato de Fernando, entre cirios y ramos de flores, y debajo la piadosa inscripción: «¡Vivan las caenas!». En Tembleque presencié el acto solemne de arrojar al pilón donde bebían las mulas, a dos o tres liberales y otros tantos milicianos. En Madridejos tuve miedo, porque una turba que invadía el camino cantando coplas tan disparatadas como obscenas quiso detenerme, fundada en que el mayoral había tocado con su látigo el estandarte realista que llevaba un fraile. Necesité mostrar mucha serenidad y aun derramar algún dinero para que no me causasen daño; pero no pude seguir hasta que no llegaron a aquel ilustrado pueblo las avanzadas de la caballería francesa.

En Puerto Lápice se rompió una ballesta de mi coche, ocasionándome una detención de dos días. Las horas eran siglos para mí. Me quemaba la tierra bajo los pies. Yo hubiera deseado poseer la autoridad de una reina asiática para vencer tantas dificultades, atando a los hombres al pescante de mi coche. La desproporción enorme entre mi impetuoso anhelo y los medios materiales de que disponía, me llevaron a un lamentable estado nervioso que de ningún modo podía calmar. Únicamente logré un poco de alivio a aquel penoso hervor de mi carácter empleando un medio bastante pueril, pero que no parecerá muy absurdo a las mujeres que se me asemejan. Consistía en tomar el látigo del mayoral y ponerme a descargar furiosos latigazos sobre los robles del camino en Sierra Morena y sobre los olivos de Andalucía.

En Sierra Morena hallé nuevos obstáculos. Allí había una especie de ejército español, mandado por una especie de general, que tenía el encargo de hacer una especie de resistencia a las tropas de Bourdesoulle. Dios había decidido que no hubiese otro Bailén en la historia, y los inocentes que creían en un nuevo 19 de Julio de 1808 se llevaron gran chasco. ¡Parece mentira! Quince años después, los papeles de aquel drama habían cambiado. Los personajes eran los mismos. Creeríase que habían resucitado los muertos de la gloriosa época, pero que al vestirse se habían equivocado de uniforme.

En pocas horas fue desbaratado Plasencia (que así se llamaba el general que defendía la puerta de Andalucía) y los franceses pisaron el glorioso campo de las Navas de Tolosa, de Menjíbar y de Bailén. Menos afortunada yo, fui otra vez detenida; y ahora el conde de Montguyon, a quien Bourdesoulle mandó situarse en Guarromán, mostró muy poco interés porque yo siguiera adelante. Con todo, tales artes usé para sacar partido de su caballería andante, que me libré de él muy lindamente. Por fin, el 6 de Junio entré en Córdoba, donde no me detuve más que lo preciso.

El 9 por la tarde vi a lo lejos una inmensa mole rojiza que iluminaban los rayos del moribundo sol. Ante mí se extendían hermosas llanadas de trigo, como un campo de oro, cuya reverberación amarilla ofendía a los ojos. Yo no había visto un cielo más alegre, ni un ambiente más respirable y que más embelesase los sentidos, ni un crepúsculo más delicioso. La enorme torre que se destacaba a lo lejos sobre apretado caserío, y entre otras mil torres pequeñas, iba creciendo a medida que yo me acercaba y parecía venir a mi encuentro con gigantesco paso. La torre era la Giralda y la ciudad Sevilla.