Los cien mil hijos de San Luis/XXII
XXII
¡Sevilla! ¡De qué manera tan grata hería mi imaginación este nombre! ¡Qué idealismo tan placentero despertaba en mí! No creo que nadie haya entrado en aquel pueblo con indiferencia, y desde luego aseguro que el que entre en Sevilla como si entrara en Pinto es un bruto. ¡El Burlador, D. Pedro el Cruel, Murillo! Bastan estas tres figuras para poblar el inmenso recinto que es en todas sus partes teatro de la novela y el drama, lienzo y marco de la pintura. ¡Y hasta las pinturas sagradas son allí voluptuosas! Para que nada le falte, hasta tiene a Manolito Gázquez, cuyas hipérboles graciosas han dado la vuelta a España, y parece que forman la base de la riqueza anecdótica nacional.
En Sevilla la noche y el día se disputan a cuál es más bello; pero cuando llega el rigor del verano, vence irremisiblemente la noche, asumiendo todos los encantos de la naturaleza y de la poesía. Para ella son los delicados aromas de jazmines y rosas; para ella el picante rumor de las conversaciones amorosas; para ella la dulce tibieza de un ambiente que recrea y enamora, las quejumbrosas guitarras que expresan todo aquello a que no pueden alcanzar las lenguas. Cuando yo llegué se dejaba sentir bastante el calor, sin ser insoportable; pero las noches eran deliciosas, un paraíso en el cual no se echaba de menos el sol.
Me alojé en una hermosa posada de la calle de Génova, y desde la noche de mi llegada vi a muchos diputados que moraban allí y a otros que iban a visitarles. Aquello era un hervidero de gente habladora, una olla puesta al fuego. Sus agitadas disputas, sus gestos, sus furores indicaban la gravedad de la situación.
Vivían conmigo Argüelles, Canga Argüelles, Salvato, Flórez Calderón, el canónigo Villanueva y D. Cayetano Valdés el almirante. Iban a visitar a estos Galiano, Istúriz, Beltrán de Lis, D. Ángel de Saavedra, después duque de Rivas, y otros. Con algunos de ellos tenía yo amistad. Oyéndoles supe que se había descubierto una conspiración tramada por cierto general inglés llamado Downie, el mismo que había organizado una partida de combatientes en la guerra de la Independencia. La conspiración debió de ser muy inocente como todas las modas de aquel tiempo, y todo en ella fue de sainete, hasta el descubrimiento, hecho por un cirujano.
Tan sólo descansé en la noche de mi llegada, y el día siguiente, que era el 10 de Junio, di principio a mis investigaciones, saliendo a hacer algunas visitas. Al pasar por las calles más principales experimentaba profunda emoción creyendo ver semblantes conocidos. Yo no sé qué había en aquella fisonomía de la multitud para turbarme tanto; pero esto pasa cuando lo que amamos se pierde en las oleadas del gentío, al cual presta su rostro y su persona toda.
Aprovechando bien el día pude ver a muchas personas y dar con alguna que me indicó el domicilio de los marqueses de Falfán. Este era el principal objeto de mis impacientes ansias. Pero en aquel día 10 de Junio, precursor de una de las fechas más célebres de nuestra historia, nadie hablaba de otra cosa que de política, de la resistencia del Rey a trasladarse a Cádiz y del empeño de los Ministros en llevárselo de grado o por fuerza. Advertí entonces que no era Sevilla población muy liberal, y que en la contienda entablada, la mayoría de los paisanos de Manolito Gázquez se ponían de parte del Rey. Por un fenómeno extraño, la aristocracia aparecía más enemiga del absolutismo que el pueblo; pero esto no me causaba sorpresa, por haber observado el mismo contrasentido en Madrid.
No pudiendo refrenar mi impaciencia, aquella misma noche fui a casa del marqués de Falfán. Las visitas de noche son sumamente agradables en verano y en aquel país, contribuyendo a ello los frescos patios trocados en salones de tertulia. Nadie puede, sin haber visto estos agradables recintos, formar idea de ellos y del hermoso conjunto que presentan las plantas, la fuente de mármol con su murmurante surtidor, los espejos, los cuadros al mismo tiempo iluminados por las bujías y por el rayo de luna que penetra burlando el toldo, la dulce cháchara de las conversaciones, más dulce a causa del gracioso ceceo bético, y por último, las lindas andaluzas que alegrarían un cementerio, cuanto más un patio de Sevilla.
Había pocas personas en casa de Falfán. Encontré a la Marquesa muy desmejorada y triste en gran manera, lo cual no sé si me causó pena o alegría. Creo que ambas cosas a la vez. Yo justifiqué mi viaje a Sevilla, suponiendo asuntos de intereses, y no me atreví a preguntar por él ni siquiera a nombrarle para que mi afectada indiferencia alejara todo recelo. Tenía esperanza de verle entrar en el patio cuando menos lo pensase, y me preparaba para no turbarme en el momento de su aparición. Cualquier ruido de la puerta me hacía temblar, dándome los escalofríos propios de la pasión en acecho.
Sin que me esté mal el decirlo, y poniendo la verdad por delante de todo, aun de la modestia, yo estaba guapísima aquella noche, vestida al estilo de París con una elegancia superior a cuanto veían mis ojos. Harto me lo probaban los de los caballeros allí presentes, que no se apartaban de mí, causando envidia a todas. Como los andaluces no son cortos de genio, aquella noche recibí galanterías y donaires para el año entero.
Mi afán consistía en sacar alguna luz, algún dato, alguna noticia, de mi conversación con la marquesa de Falfán; pero fuese discreción suma o ignorancia de la hermosa dama, ello es que nada dejó comprender. Hablaba lo menos posible, y con sus miradas lo mismo que con el sentido de sus palabras sólo una cosa me decía claramente, es a saber: que me aborrecía de todo corazón. Yo, maestra consumada, disimulaba mejor que ella.
El marqués de Falfán de los Godos, hablándome de política, me distrajo de esta batalla que yo daba a la taciturna reserva de Andrea. Las aficiones que yo había mostrado en Madrid a las cosas públicas me perdieron entonces, porque el buen señor me atacó con verdadera ferocidad de charlatanismo, deseando saber mi opinión sobre sucesos y personas. Mi fastidioso interlocutor era liberal templado, partidario de un justo medio, muy justamente mediano, y de las dos Cámaras y del veto absoluto. Había tenido sus repulgos de masón, repetía los dichos de Martínez de la Rosa y era bastante volteriano en asuntos religiosos. Defendía al clero como fuerza política; pero se burlaba de los curas, del Papa y aun del dogma mismo, sin que esto fuera obstáculo para creer en la conveniencia de que hubiese muchos clérigos, muchos obispos, muchísimas misas y hasta Inquisición. En suma: las ideas del Marqués eran el capullo de donde, corriendo días, salió la mariposa del partido moderado.
Decir cuánto me mareó aquella noche fuera imposible. Tuve que saber cosas que a la verdad me interesaban poco; por ejemplo: que Calatrava, a la sazón presidente del Ministerio, no era hombre apropiado a las circunstancias; que los masones primitivos o descalzos estaban en gran pugna con los secundarios o calzados y ambos con los comuneros y carbonarios; que los partidarios de San Miguel trabajaban por echarlo todo a perder más de lo que estaba, y que cuando ocurrió el cambio de Ministerio que había llevado al poder a los amigos de Calatrava, se habían visto cosas muy feas. Exaltándose a medida que entraba en materia, me dijo que él (el marqués de Falfán de los Godos) habría sido ministro si hubiera querido, cuando se negó a serlo Flores Estrada; pero que no quiso meterse en danzas; que él (el propio Marqués) había previsto los terribles sucesos que ya estaban cerca, y que la ruina del pobre sistema era ya inminente y segura. Apoyábanle en esto todos los presentes, mientras yo me aburría a mis anchas oyéndole. Era para morir.
Habiendo dicho uno de los tertulios que Su Majestad se negaría resueltamente a salir de Sevilla, el Marqués habló así:
-Pues el Gobierno insiste en llevárselo a Cádiz, ¡qué tontería!... y como el Rey insiste en no ir, el Gobierno piensa declararle loco... ¡Loco Su Majestad, señores, el hombre más cuerdo de toda España, el único español que sabe a dónde va y por dónde ha de ir!
Luego, dirigiéndose a mí y como quien habla en secreto, me dijo que Calatrava era un hombre atolondrado; Yandiola, Ministro de Hacienda, una nulidad, y el de la Guerra, Sánchez Salvador, un insensato.
Yo estaba nerviosa a más no poder. Las palabras se me venían a la boca para contestarle de este modo:
-¿Y a mí qué me cuenta usted de todo eso señor Marqués? ¿Qué me importa a mí que Calatrava sea un majadero, Yandiola y Sánchez Salvador dos majaderos y usted más majadero que todos ellos?
Pero con no poco trabajo me contenía. Obligada a decir algo a causa de mi pícara reputación, me complacía en contradecirle, de modo que todo lo que para él era blanco, yo lo veía negro. A cuantos el Marqués denigró yo les supuse talentos desmedidos. En lo relativo a declarar loco a Su Majestad, dije que me parecía el acto más cuerdo y acertado del mundo.
-Pero, señora -me dijo el Marqués-, esto equivale a destronar a Su Majestad, porque si le declaran incapacitado para reinar...
-Justamente, señor Marqués -repuse-. Le destronan y luego le vuelven a entronizar; le quitan y le ponen, según conviene a las circunstancias. ¿Hay cosa más natural? ¿El Rey no abre y cierra las Cortes? Pues las Cortes abren o cierran al Rey cuando les acomoda.
Tomaron a risa, como lo merecían, mis observaciones; pero no por verme tan inclinada a las burlas, cejó Falfán en su fastidioso disertar.
Entonces entró el príncipe de Anglona, personaje distinguido de la fracción de Martínez de la Rosa y el duque del Parque, cuya vista me causó grande alegría. El Príncipe dijo que al día siguiente habría sesión muy interesante para discutir lo que debiera hacerse en virtud de la negativa del Rey a salir de Sevilla. Yo le pedí una papeleta de tribuna al duque del Parque y ofreció mandármela. Anglona se brindó a llevarme a Palacio. Formando mi plan para el día siguiente, determiné ver a Su Majestad y asistir a la sesión de las Cortes, encendiendo de este modo una vela a San Miguel y otra al diablo.
El duque del Parque, cuando no podían oírlo los demás, me dijo con malignidad:
-Mi secretario, a quien usted conoce, le llevará mañana la papeleta para la galería reservada de las Cortes.
Al oír esto parece que se abrieron delante de mí los cielos. Mi alma se llenó de alegría, que a no ser por el gran disimulo que eché sobre ella, como se echa hipocresía sobre un pecado, hubiera sido advertida por la concurrencia. Desde aquel momento todo se transformó a mis ojos. Cuanto dijo el marqués de Falfán de los Godos lo encontré discreto y agudo y sus majaderías me parecieron prodigios de ingenio y perspicacia política. A todo le contesté, desplegando verbosidad abundante como en mis mejores tiempos de Madrid, emitiendo juicios picarescos y sentenciosos, juzgando a los personajes con graciosa malevolencia y retratándoles con breves rasgos de caricatura. Desde aquel momento tuve lo que me había faltado en toda la noche, ingenio. Respondí a las galanterías, supe marear a más de cuatro, mortifiqué a la Marquesa, alegré la reunión. Al retirarme no dejaba más que tristezas y presentimientos detrás de mí. Yo me llevaba todas las alegrías.