Los cien mil hijos de San Luis/XXXIV

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XXXIV

Envié recados al conde de Montguyon; pero no se le podía encontrar por ninguna parte. Unos decían que estaba en el Trocadero, otros que en el Puerto, otros que había ido a las fragatas con una comisión. Por último, averigüé con certeza su paradero y le escribí una carta muy cariñosa. Mas pasó un día, pasaron dos y yo me moría de impaciencia, sin poder ver al prisionero ni aun saber dónde le habían llevado. El Conde, robando, al fin, un rato a sus quehaceres, vino a verme el día 4. Yo estaba otra vez medio loca y no tenía humor para hacer papeles, sino que espontáneamente dejaba que se desbordasen los sentimientos de mi corazón.

-¡Oh! Cuánto me alegro de ver a usted -le dije-. Si usted no viene pronto, señor Conde, me hubiera muerto de pena.

Con estas palabras, que creía dictadas por un vivo interés hacia él, se puso el noble francés un poco chispo, que así denomino yo al embobamiento de los hombres enamorados. Se deshizo en galanterías, a las cuales daba cierto tono de intimidad cargante, y después me dijo:

-Pronto, muy pronto, libertaremos a Su Majestad el Rey de España, y entraremos en Cádiz. El sol de ese día, señora, ¡cuán alegremente brillará sobre toda España, y especialmente sobre nuestros corazones!

-Mi estimado amigo -indiqué riendo-, no diga usted tonterías.

Él se quedó cortado.

-Basta de tonterías -añadí-, y óigame usted lo que voy a decirle. Ya he encontrado al hombre que buscaba...

-¿Dónde?... ¿cómo?... ¿ese malvado?

-No es malvado.

-¿Cómo no? Me dijo usted que le había robado sus alhajas.

-¡No es ese... por Dios! ¿Cuándo entenderá usted las cosas al derecho?

-Siempre que no se me expliquen al revés.

-He encontrado a ese hombre... Pero entendámonos. ¿No dije a usted que había venido delante de mí un fiel criado de mi casa, el cual entró en Cádiz?...

-¡Ah!, sí... entró para observar los pasos del ladrón.

-Pues ese fiel criado tiene el defecto de ser algo patriota... ¡debilidades humanas!, y como es algo patriota se puso a pelear en el Trocadero por una causa que no le importaba.

-Ya comprendo, y ha caído prisionero. ¿Le ha visto usted?

-Le vi cuando los prisioneros pasaron por aquí, pero no le he visto más; y ahora, señor Conde, quiero que usted me le ponga en libertad.

-Señora, si Cádiz se rinde pronto, como creo, y todo se arregla, espero conseguir lo que usted me pide.

-¡Qué gracia! Para eso no necesito yo de la amistad de un jefe de brigada -dije con enfado-. Ha de ser antes, mañana mismo.

-¡Oh! Señora, usted somete mi amor a pruebas demasiado fuertes.

-¿Quiere usted que dejemos a un lado el amor -le dije poniéndome muy seria-, y que hablemos como amigos?

Montguyon palideció.

-¿Esa persona -me dijo-, interesa a usted tanto que no puede esperar a que concluya la guerra, dando yo mi palabra de que el prisionero será bien atendido?

-No basta que sea atendido -afirmé con resolución-. No basta nada; quiero su libertad; quiero atenderle yo misma, cuidarle, curar sus heridas, tenerle a mi lado, llevarle a sitio seguro...

Me expresé, al decir esto, con vehemencia suma, porque me era ya muy difícil contener mi corazón que iba al galope en busca de las anheladas soluciones. El Conde me oía con cierto terror.

-¿Tanto interesa a usted -repitió-, tanto interesa a usted... un criado?

-No es criado.

-¿Tal vez un anciano servidor de la casa?

-No es anciano.

-¿Un joven?... ¿Supongo que no será el ladrón?

-¿Qué ladrón?

-El ladrón de quien usted me habló...

-¡Ah! No me acordaba... Ya no me ocupo de eso.

-¿Abandona usted la empresa de detener y castigar a ese miserable?

-La abandono.

-¡Qué inconstancia!

-Yo soy así.

-Pero ese, ese otro... ¿interesa a usted tanto?...

-Muchísimo.

-¿Es pariente de usted?

-No. Es compañero de la infancia.

-¿Es militar?

-Paisano, señor Conde -dije con el tono de severa autoridad que sé emplear cuando me conviene-. Si se empeña usted en ser catecismo, buscaré otra persona más galante y más generosa que sepa prestar un servicio, economizando las preguntas.

-Creo tener algún derecho a ello -repuso con gravedad.

-No tiene usted ninguno -afirmé con desenfado-, porque este derecho yo sola podría darlo, y yo lo niego.

-Entonces, señora -objetó, encubriendo su ira bajo formas urbanas-, he padecido una equivocación.

-Si cree usted que le amo, sí. La equivocación no puede ser más completa.

Montguyon se levantó. Sus ojos, en los cuales se leía el furor mezclado con la dignidad, me dirigieron una mirada, que debía ser la última. Yo corrí a él y tomándole la mano, le rogué que se sentase a mi lado.

-Usted es un caballero -le dije-. Ningún otro ha merecido más que usted mi estimación, lo juro. Dios sabe que al decir esto hablo con el corazón.

-Dios lo sabrá -repuso Montguyon muy afligido-; mas para mí, y de aquí en adelante, las palabras de usted están escritas en el agua.

-Considere usted las que le diga hoy como si estuvieran grabadas en bronce. La que confiesa hechos que no le favorecen, ¿no tiene derecho a ser creída?

-A veces sí. Confiéseme usted que su conducta conmigo no ha sido leal.

-Lo confieso -repliqué bajando los ojos y realmente avergonzada.

-Confiese usted que yo no merecía servir de juguete a una mujer voluntariosa.

-También es cierto y lo confieso.

-Declare usted que ama a otro.

-¡Oh!, sí, lo declaro con todo mi corazón, y si cien bocas tuviera con todas lo diría.

El leal caballero se quedó atónito y espantado. Estaba, como ellos dicen, foudroyé. Durante breve rato no me dijo nada, pero yo comprendí su martirio y le tenía lástima. ¡Oh, qué mala he sido siempre!

-Ese hombre... -murmuró Montguyon-, ese hombre...

-Ahora, reconociéndome culpable, reconociéndome inferior a usted -dije-, le autorizo para que me abrume a preguntas, si gusta, y aun para que me eche en cara mi ligereza.

-Ese hombre... -prosiguió el francés-. Perdone usted; pero nada es más curioso que la desgracia. El amor desairado quiere tener miles de ojos para sondear las causas de su desdicha. Ese hombre... ¿quién es?

-Un hombre.

-¿De familia ilustre?

-No señor, de origen muy humilde.

-¿Le ama usted hace tiempo?

-Hace mucho tiempo.

-Él... ¿la ama a usted?

-No estoy muy segura de ello.

-¡Oh! ¡Qué iniquidad! -exclamó con furor el Conde-. Es un miserable.

-Un ingrato, y es bastante.

-¿Y a pesar de su ingratitud le ama usted?

-Tengo esa debilidad, que no puedo dominar.

-Aborrézcale usted.

-Si fuera fácil... Difícil cosa es esa.

-¡Es verdad, difícil cosa! -exclamó Montguyon con tristeza-. ¿Y ese hombre?...

-¿Pero hay más preguntas todavía?

-No, ya no más. Me basta lo que sé, y me retiro.

-Se conduce usted como un cualquiera -le dije con verdadero afecto-. Me abandona usted, precisamente cuando mi sinceridad merece alguna recompensa. ¿Será posible que cuando yo empiezo a tener franqueza, deje usted de tener generosidad?

-¡Oh! Señora, toca usted una fibra de mi corazón que siempre responde, aun cuando la hieran con puñal.

-Sí, sí, amigo mío. Usted es generoso y noble en gran manera. Para que la diferencia entre los dos sea siempre grande, para que usted sea siempre un caballero y yo una miserable, págueme usted como pagan en todas ocasiones las almas elevadas. Pues yo me he portado mal, pórtese usted bien conmigo. Haga cada cual su papel. Cumpla usted el precepto que manda volver bien por mal. Así crecerá más a mis ojos; así me abatiré yo más a los suyos; así su generosidad será mayor y mi culpa más grande también, y usted tendrá en su vida una página más gloriosa que la victoria que acaba de alcanzar frente al enemigo.

-Comprendo lo que usted me dice -murmuró el francés, descansando por breve rato su frente en la palma de la mano-. Yo seré siempre digno de mi nombre.

-¡Caballero leal antes, ahora y siempre! -exclamé yo.

-Bien, señora -dijo levantándose y alargándome la mano que estreché cordialmente-. Lo que usted desea de mí es bastante claro.

-Sí.

-Y yo -añadió con manifiesta emoción- empeño mi palabra de honor...

-¡Oh!, lo esperaba, lo esperaba.

-Doy mi palabra de honor de hacer cuanto esté en mi mano para devolver a usted la felicidad, entregándole a su amante.

-Gracias, gracias -exclamé derramando lágrimas de admiración y agradecimiento.

El Conde, saludándome ceremoniosamente, se retiró. De buena gana le habría dado un abrazo.