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Los cien mil hijos de San Luis/XXXV

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XXXV

¡Qué días pasaron! Yo contaba las horas, los minutos, como si de la duración de ellos dependiese mi vida. Entre españoles y franceses era opinión corriente que la guerra acabaría pronto, que Cádiz expiraba, que las Cortes se morían por momentos. Sin embargo, aún resistía el Gobierno liberal y sus secuaces, como la bestia herida que no quiere soltar su presa mientras tenga un hálito de existencia. Esta constancia no carecía de mérito, y lo tendría mayor si se empleara en causa menos perdida. ¡Qué sacrificio tan inútil! No tenían hombres, porque los alistamientos no producían efecto. No tenían dinero, porque el empréstito que levantaron en Londres produjo... una libra esterlina. Yo creo que si mi espíritu hubiera estado en disposición de admirar algo, habría admirado la perseverancia de aquel Gobierno que no pudo encontrar en toda Europa quien le prestase más de cinco duros.

Mi deseo era que se rindiese todo el mundo, que el Rey y la Nación arreglasen pronto sus diferencias, aunque las arreglaran devorándose mutuamente. Yo quería tener el campo libre para el desenlace de mi campaña amorosa, que veía ya seguro y feliz.

Casi todo Setiembre lo pasaron Angulema y las Cortes en dimes y diretes. Mil recados atravesaban la bahía en un bote; callaban los cañones para que hablaran los parlamentarios. Tales comedias me ponían furiosa, porque no se decidía la suerte de los infelices prisioneros del Trocadero, que habían sido repartidos entre los Dominicos del Puerto y la Cartuja de Jerez.

Montguyon me visitó el 12, para informarme de que había visto al prisionero, cuyo nombre y señas le había dado yo oportunamente.

-Está sumamente abatido y melancólico -me dijo-. Se ha negado a recibir los auxilios pecuniarios que le ofrecí de parte de usted; pero se ha mostrado muy agradecido. Al oír que Jenara tenía gran empeño en conseguir su libertad, pareció muy turbado y conmovido, pronunciando palabras sueltas cuyo sentido no pude comprender.

-¿Y no desea verme?

-Parece que lo desea ardientemente.

-¡Oh! ¡Estas dilaciones son horribles! ¿Y qué más dijo?

-Cosas tristes y peregrinas. Afirma que desea la libertad para conseguir por ella el destierro.

-¡El destierro!

-Dice que aborrece a su país y que la idea de emigración le consuela.

-Le conozco, sí... Esa idea es suya.

Otras cosas me dijo el Conde; pero se referían al trato que se daba a los prisioneros y a las excepciones ventajosas que él estableciera en beneficio de mi amado. ¡Cuánto le agradecí sus delicadezas! Mientras viva tendré buenos recuerdos de hombre tan caballeroso y humanitario.

Interrumpidos los tratos por la terquedad de las Cortes, tomó de nuevo la palabra el cañón, y el día 20 fue ganado por los franceses con otro brioso asalto, el castillo de Santi-Petri. Después de este hecho de armas, Angulema habló fuerte a los tenaces liberales, pegados como lapas a la roca constitucional, y les amenazó con pasar a cuchillo a toda la guarnición de Cádiz, si Fernando VII no era puesto inmediatamente en libertad. El 26 se sublevó contra la Constitución el batallón de San Marcial, que guarnecía la batería de Urrutia en la costa; y la armada francesa, secundando el fuego de las baterías del Trocadero, arrojaba bombas sobre Cádiz. No era posible mayor resistencia. Era una tenacidad que empezaba a confundirse con el heroísmo, y la Constitución moría como había nacido, entre espantosa lluvia de balas, saludada en su triste ocaso, como en su dramático oriente, por las salvas del ejército francés.

Por fin llegaba el anhelado día.

-Habrá perdón general -decía yo para mí-. Todos los prisioneros serán puestos en libertad. Huiremos. ¡Cuán grato es el destierro! Comeremos los dos el dulce pan de la emigración, lejos de indiscretas miradas, libres y felices fuera de esta loca patria perturbada donde ni aun los corazones pueden latir en paz.

Montguyon me trajo el 29 muy malas noticias.

-El Duque ha resuelto poner en libertad a todos los prisioneros de guerra. Pero...

-¿Pero qué?

-Ha dispuesto que sean entregados a las autoridades españolas los individuos que en Cádiz desempeñaban comisiones políticas.

-¿Él está comprendido?

-Sí señora. Desgraciadamente se tienen de él las peores noticias. Había recorrido los pueblos alistando gente por orden de Calatrava; había venido desde Cataluña con órdenes de Mina para realizar asesinatos de franceses. Había organizado las partidas de gente soez que en el tránsito de Sevilla a Cádiz insultaron a Su Majestad.

-¡Oh, eso es falso, falso, mil veces falso! -exclamé sin poder contener mi indignación.

Y en efecto, tales suposiciones eran infames calumnias.

-Ha llegado al Puerto de Santa María -añadió Montguyon- el Sr. D. Víctor Sáez, secretario de Estado, ¿por qué no le ve usted?

-No quiero nada con hombres de ese jaez -repuse con enojo-. Usted me ha dado su palabra de honor, usted ha empeñado su nombre de caballero, y con usted solo debo contar. ¡Oh!, señor Conde, si mi prisionero es entregado a la brutalidad de las autoridades españolas, sedientas hoy de sangre y de venganza, sospecharé que usted me hace traición.

Palideció el caballero francés. Dirigiéndome una mirada desdeñosa, me dijo al despedirse:

-Todavía, señora, no sabe usted quién soy yo.

A pesar de mis propósitos determiné visitar a Sáez, porque bueno es tener amigos aunque sea en el infierno. Vencí mis recientes antipatías, y tomando un coche me encaminé al Puerto de Santa María. Era el 1.º de Octubre, día solemne en los fastos españoles.

Hallé al buen canónigo más soplado y presuntuoso que nunca, como todo aquel que se ve en alturas a donde nunca debió llegar; pero contra lo que yo esperaba, recibiome afablemente y no me dijo una sola palabra acerca de mi conversión al absolutismo. Parecía olvidado de estas pequeñeces, y ocuparse tan sólo, como Jiménez de Cisneros, en los negocios públicos de ambos mundos.

-Hoy es día placentero, señora, día feliz, entre todos los días felices de la tierra -me dijo-. Su Majestad D. Fernando, ese ilustre mártir de los excesos revolucionarios es ya libre.

-¿Ya?

-Hoy nos le entregan. Al fin han comprendido esos locos que su resistencia les podría costar muy cara, pero muy cara. El Duque tiene malas moscas.

-Felicitémonos, Sr. D. Víctor -dije con afectado entusiasmo-, de esta solución lisonjera. España y el mundo están de enhorabuena. Mas para que se completara la dicha, convendría que tantas y tan graves heridas no se ensañasen con la venganza y la crueldad del partido vencedor, y que un generoso olvido de los errores pasados inaugurase la venturosa era que empieza hoy.

-Así será, señora -repuso sonriendo de un modo que me pareció algo hipócrita-. Su Majestad ha dado ayer en Cádiz un manifiesto en que ofrece perdonar a todo el mundo y no acordarse para nada de los que le han ofendido. ¡Cuánta magnanimidad! ¡Cuánta nobleza!

-¡Oh!, sí, conducta digna de un descendiente de cien Reyes, digna de quien da el perdón y del pueblo que la recibe. Si Fernando cumple lo que promete, será grande entre todos los Reyes de España.

-Lo cumplirá, señora, lo cumplirá.

Aunque no tenía gran confianza en las afirmaciones de Sáez, di crédito a estos propósitos por creerlos inspiración del duque de Angulema.

Invitome luego a presenciar el desembarco de Su Majestad, a lo que accedí muy gustosa. Nos trasladamos al muelle, y habiendo sido colocada por un oficial francés en sitio muy conveniente para ver todo, presencié aquel acto que debía ser uno de los más notables recodos, uno de los más bruscos ángulos de la historia de España en el tortuoso siglo presente.

¡Espectáculo conmovedor! La regia falúa, cuyo timón gobernaba el almirante Valdés, uno de los más gloriosos marinos de Trafalgar, se acercaba al muelle. En ella venía toda la familia real, la Monarquía histórica secuestrada por el liberalismo. La conciliación ideada por cabezas insensatas era imposible, y aquellos regios rehenes que la Nación había tomado eran devueltos al absolutismo, contra el cual no podían prevalecer aún los infiernos de la demagogia. En una lancha volvían del purgatorio constitucional las ánimas angustiadas del Rey y los Príncipes.

Mientras el victorioso despotismo recobraba sus personas sagradas, allá lejos sobre la gloriosa peña inundada de luz y ceñida por coronas de blancas olas, los pobres pensadores desesperados, los utopistas sin ilusiones, los desengañados patricios lloraban sus errores, y buscando hospitalidad en naves extranjeras, se disponían a huir para siempre de la patria a quien no habían podido convencer.

Así acaban los esfuerzos superiores a la energía humana, las luchas imposibles con monstruos potentes de terribles brazos, y que hunden en el suelo sus patas para estar más seguros, como hunde sus raíces el árbol. Tal era la contienda con el absolutismo. Querían vencerle cortándole las ramas, y él retoñaba con más fuerza. Querían ahogarle, y regándole daban jugo a sus raíces. ¡A vosotros, oh venideros días del siglo, tocaba atacarlo en lo hondo, arrancándolo de cuajo!... Pero advierto que estoy hablando la jerga liberal. ¡Qué horror! Verdad es que escribo veinte años después de aquellos sucesos; que ya soy vieja, y que a los viejos como a los sabios se les permite mudar de parecer.

Fernando puso el pie en tierra. Dicen que al verse en suelo firme dirigió a Valdés una mirada terrible, una mirada que era un programa político, el programa de la venganza. Yo no lo vi; pero debió de ser cierto, porque me lo dijo quien estaba muy cerca. Lo que sí puedo asegurar es que Angulema hincando en tierra la rodilla besó la mano al Rey, que luego se abrazaron todos, que D. Víctor Sáez lloraba como un simple, y que los vivas y las exclamaciones de entusiasmo me volvieron loca. Los franceses gritaban, los españoles gritaban también, celebrando la feliz resurrección de la Monarquía tradicional y la miserable muerte del impío constitucionalismo. El glorioso imperio de las caenas había empezado. Ya se podía decir con toda el alma: -¡Viva el Rey absoluto! ¡Muera la Nación!