Los cien mil hijos de San Luis/XXXVI
XXXVI
Faltaba la solución mía. Mi corazón estaba como el reo cuya sentencia no se ha escrito todavía. El 1.º de Octubre por la tarde y el día 2 hice diligencias sin fruto, no siéndome posible ver a Sáez ni a Montguyon, a quien envié frecuentes y apremiantes recados. Ninguna noticia pude adquirir tampoco de los prisioneros. Creo que me hubiera repetido el ataque cerebral que padecí en Sevilla, si en el momento de mi mayor desesperación no apareciese mi generoso galán francés a devolverme la vida. Estaba pálido y parecía muy agitado.
-Vengo de Cádiz -me dijo-. Dispénseme usted si no he podido servirla más pronto.
-¿Y qué hay? -pregunté con la vida toda en suspenso.
-Deme usted su mano -dijo Montguyon ceremoniosamente.
Se la di y la besó con amor.
-Ahora, señora, todo ha acabado entre nosotros. Mi deber está cumplido, y mi deber es perdonar, pagando las ofensas con beneficios.
Yo me sentía muy conmovida y no pude decirle nada.
-Ni un momento he dudado de su nobleza e hidalguía -indiqué con acento de pura verdad-. A veces tropezamos en la vida con el bien y pasamos sin verlo. Señor Conde, mi gratitud será eterna.
-No quiero gratitud -díjome con mucha tristeza-. Es un sentimiento que no me gusta recibido, sino dado. Deseo tan sólo un recuerdo bueno y constante.
-¡Y una amistad entrañable, una estimación profunda! -exclamé derramando lágrimas.
-Todo está hecho.
-¿Conforme a mi deseo...? ¡Bendito sea el momento en que nos conocimos!
-Señora, su prisionero de usted está sano y salvo a bordo de la corbeta Tisbe que parte esta tarde para Gibraltar.
-¿Y cómo?...
-Por sus antecedentes debía ser condenado a muerte. Otros menos criminales subirán al cadalso, si no se escapan a tiempo. Yo le saqué anoche furtivamente de los Dominicos y le embarqué esta mañana. Ya no corre peligro alguno. Está bajo la salvaguardia del noble pabellón inglés.
-¡Oh, gracias, gracias!
-Además del servicio que a usted presto, creo cumplir un deber de conciencia arrancando una víctima a los feroces Ministros del Rey de España.
-¿Pues qué -pregunté con asombro-, ¿Su Majestad no ha ofrecido en su Manifiesto de Cádiz perdonar a todo el mundo?
-¡Palabras de Rey prisionero! Las palabras del déspota libre son las que rigen ahora. Su Majestad ha promulgado otro decreto que es la negra bandera de las proscripciones, un programa de sangre y exterminio. Innumerables personas han sido condenadas a muerte.
-Esto es una infamia... pero en fin, ¿él está en salvo...?
-En salvo.
-Y sabe que me lo debe a mí... sabe que yo... ¡Oh!, señor Conde, no extrañe usted mi egoísmo. Estoy loca de alegría, y puedo repetir con toda mi alma: «ahora sí que no se me puede escapar».
-Sabe que a usted lo debe todo, y espera abrazarla pronto.
-¿Cómo?
-Muy fácilmente. Comprendiendo que usted desea ir en su compañía, he pedido otro pasaporte para D.ª Jenara de Baraona.
-De modo que yo...
-Puede embarcarse usted esta tarde antes de las cuatro a bordo de la Tisbe.
-¿Es verdad lo que oigo?
-Aquí está la orden firmada por el almirante inglés. Me la ha dado juntamente con las que ponen en salvo a los ex-regentes Císcar y Valdés, impíamente condenados a muerte por el Rey.
-¡Oh... soy feliz, y todo lo debo a usted!... ¡Qué admirable conducta!
Sin poder contenerme, caí de rodillas, y con mis lágrimas bañé las generosas manos de aquel hombre.
-Así castigo yo -me dijo levantándome-. Prepárese usted. A las tres y media vengo a buscarla para conducirla a bordo del bote francés que me han facilitado dos guardias marinos, parientes míos.
El Conde se retiró recomendándome otra vez que estuviera pronta a las tres y media. Era la una.
Ocupeme con febril presteza de preparar mi viaje. Estaba resuelta a abandonar todo lo que no nos fuera fácil llevar. Mariana y yo trabajamos como locas, sin darnos un segundo de reposo.
La felicidad se desbordaba en mi alma. Me reía sola... Pero ¡ay!, una idea triste conturbó de súbito mi mente. Acordeme de la pobre huérfana viajera, y esto produjo en mi espíritu una detención dolorosa en su raudo y atrevido vuelo... Pero al mismo tiempo sentía que los rencores huían de mi corazón siendo reemplazados por sentimientos dulces y expansivos, los únicos dignos de la privilegiada alma de la mujer.
-Perdono a todo el mundo -dije para mí-. Reconozco que hice mal en engañar a aquella pobre muchacha... Todavía le estará buscando... Pero yo también le he buscado, yo también he padecido horriblemente... ¡Oh! ¡Dios mío! Al fin me das respiro, al fin me das la felicidad que tanto he buscado y que no pude obtener a causa sin duda de mis atroces faltas... La felicidad hace buenos a los malos, y yo seré buena, seré siempre buena... Esta tarde, cuando le vea, le pediré perdón por lo que hice con su hermana... ¡Oh!, ahora me acuerdo de la marquesa de Falfán y torno a ponerme furiosa... No, eso sí que no puede perdonarse, ¡no!... Tendrá que darme cuenta de su vil conducta... Pero al fin le perdonaré. ¡Es tan dulce perdonar!... Bendito sea Dios que nos hace felices para que seamos buenos.
Esto y otras cosas seguía pensando, sin cesar de trabajar en el arreglo de mi equipaje. Miraba a todas horas el reloj que era también de cucú, como el de aquella horrible noche de Sevilla; pero el pájaro de Puerto Real me era simpático y sus saluditos y su canto regocijaban mi espíritu.
Dieron las tres. Una mano brutal golpeó mi puerta. No había dado yo la orden de pasar adelante cuando se presentaron cuatro hombres, dos paisanos y dos militares. Uno de los paisanos llevaba bastón de policía. Avanzó hacia mí. ¡Visión horrible!... Yo había visto al tal en alguna parte. ¿Dónde? En Benabarre.
Aquel hombre me dijo groseramente:
-Señora D.ª Jenara de Baraona, dese usted presa.
En el primer instante no contesté, porque la estupefacción me lo impedía. Después, rugiendo más bien que hablando, exclamé:
-¡Yo presa, yo!... ¿Quién lo manda?
-De orden del excelentísimo Sr. D. Víctor Sáez, Ministro universal de Su Majestad.
-¡Vil! ¡Tan vil tú como Sáez! -grité.
Yo no era mujer, era una leona.
Al ver que se me acercaron dos soldados y asieron mis brazos con sus manos de hierro, corrí por la estancia. No buscaba mi salvación en cobarde fuga; buscaba un cuchillo, un hacha, un arma cualquiera... Comprendía el asesinato. Mi furor no tenía comparación con ningún furor de hombre. Era furor de mujer. No encontré ninguna arma. ¡Dios vengador! Si la encontrara, aunque fuera un tenedor, creo que habría matado a los cuatro. Un candelabro vino a mis manos; tomelo y al instante la cabeza de uno de ellos se rajó... ¡Sangre! ¡Yo quería sangre!
Pero me atenazaron con sus salvajes brazos... ¡Presa, presa!... Todos mis afanes, todos mis sentimientos, todos mis deseos se condensaban en uno solo: tener delante a D. Víctor Sáez para lanzarme sobre él, y con mis dedos teñidos de sangre, sacarle los ojos.
No pudiendo hundir mis dedos en ajenos ojos, los volví contra los míos... clavelos en mi cabeza, intentando agujerearme el cráneo y sacarme los sesos. Mi aliento era fuego puro.
Lleváronme... ¿qué sé yo a dónde? Por el camino... ¡oh Satán mío!, ¡oh demonio injustamente arrojado del Paraíso!... sentí el disparo de la corbeta inglesa al darse a la vela.
FIN DE LOS CIEN MIL HIJOS DE SAN LUIS
MADRID, Febrero de 1877.