Los condenados: 10
Escena VIII
[editar]SANTAMONA; SALOMÉ, que aparece por la derecha en traje de gala. Revela consternación y sobresalto, y se detiene en la puerta, temerosa de encontrar gente.
SANTAMONA.- Ven mujer... Aquí me tienes ya. No hay nadie. Todo el pueblo en la plaza.
SALOMÉ.- (Avanzando un poco.) ¿De veras no hay nadie? ¡Santamona de mi alma! Tú que eres una santa, alma de Dios, conciencia pura, dime, aconséjame... sácame de esta tribulación.
SANTAMONA.- A eso he venido.
SALOMÉ.- ¿Qué debo hacer?
SANTAMONA.- (Con dulzura, unción y cierto gracejo delicadísimo en toda la escena.) Confesar la verdad, la verdad entera, niña... Pero siéntate. (SALOMÉ se sienta en una banqueta muy baja, apoyando los codos en las rodillas de la santa.) Por lo poco que me dijiste anoche en la cocina, por otro poquito que yo he sabido, y otro poquito que adiviné... entiendo, hija mía, que tu alma está dañada. Para limpiarla, confesión. Siéntate.
SALOMÉ.- ¡Ay, no puedo, no puedo!
SANTAMONA.- (Remedándola.) ¡No puedo, no puedo! Señal de que el daño es hondo. Vamos a cuentas. Jerónimo bebe los vientos por casarte con tu primo, hombre sin par, hombre extraordinario, que...
SALOMÉ.- (Interrumpiéndola.) No necesitas alabarle. Yo...
SANTAMONA.- Clarito: que con todo su mérito, no te agrada ser su esposa.
SALOMÉ.- Es que...
SANTAMONA.- (Haciéndola callar.) Ya Sé... Tienes tus razones. Quieres a otro hombre. No; si hasta aquí no hay pecado. Pero has de corresponderá la lealtad de Santiago con tu lealtad; es preciso que a tu buen tío, sin pérdida de tiempo, le digas la verdad.
SALOMÉ.- (Con desaliento.) ¡Imposible... imposible!...
SANTAMONA.- ¡Ay! es que tu amor es deshonroso, es que... Hija, no llores; serénate y hablemos con calma. Sí es muy sencillo, tonta. Vas a tu tío y le dices: «Querido tío... yo...». (SALOMÉ, consternada, hace enérgicas denegaciones con la cabeza.) ¿No te atreves? Bueno, bueno; ¡pobrecilla! (Acariciándole las mejillas.) Ea... pues vas a confesármelo todo a mí.
SALOMÉ.- A ti sí, viejecilla de mi alma... Pero, decírtelo yo... contarte...
SANTAMONA.- Ya. Eres como los chicuelos que van a confesarse por primera vez. Creen que son grandes pecadores, y como el cura no les pregunte, no hay modo de sacarlos una picardía del cuerpo.
SALOMÉ.- Así soy.
SANTAMONA.- Bueno. Yo iré preguntando. Lo primero, dime: ¿cuánto tiempo hace que conociste a ese hombre?
SALOMÉ.- Tres meses. Fue la víspera de Pascua, Sábado Santo.
SANTAMONA.- ¿Dónde? ¿cómo?
SALOMÉ.- Bajaba yo del monte mirando al suelo... Buscaba una aguja de media que se me había perdido... De repente, se me apareció él junto a un matorral que ardía. Creí verle salir de en medio de las llamas, negro, echando fuego por los ojos. Tuve mucho miedo.
SANTAMONA.- Parecería el demonio.
SALOMÉ.- Un demonio... bien parecido.
SANTAMONA.- Ya... En fin, que tiznadito y todo, te habló, le hablaste.
SALOMÉ.- Sí; su habla me pareció la más bonita que yo había oído en mi vida. El acento sonábame a música que venía de muy lejos; y lo que decía, la substancia, el... la...
SANTAMONA.- Ya... la miga... el alma, la...
SALOMÉ.- ¡Era de una novedad para mí!... ¡Y todo tan precioso!... Santamona, vamos.. tan rebién parlado, que me tenía el alma suspensa y como entontecida.
SANTAMONA.- El demonio tiene mucha labia. En fin, que un día y otro, volviste al monte en busca de la aguja que se te había perdido.
SALOMÉ.- Sí.
SANTAMONA.- ¿Y a cuántos días del encuentro empezaste a quererle?
SALOMÉ.- Pues... (Pausa. Mira al suelo, jugando con sus dedos.) Desde el primer día. Al cuarto de hora de hablarle, ya le quería... Mira tú qué raro. ¡Ay, madre Santamona, tú que te has pasado la vida sirviendo y adorando a Dios, no comprendes este querer de la mujer al hombre y del hombre a la mujer; este fuego que viene al alma de repente, y como si las palabras fueran rama seca, y el mirarse un viento muy fuerte, fu... u... u... allá va la llamarada!
SANTAMONA.- ¿Que no lo comprendo?... Por eso me lo explicas tú.
SALOMÉ.- Y yo te pregunto: ¿el querer es siempre así? Esto de enloquecer una, y ver delante a la persona noche y día, y hablar con ella ausente, y presente no saber qué decirle; y alegrarse una de estar triste, y llorar cuando debiera reír, y preferir la deshonra, la muerte, a que no nos quieran... ¡Ay, yo no sé! Dime tú: ¿de este modo quieren todas las personas?
SANTAMONA.- (Riendo.) Creo que sí, sobre todo, la primera y la última vez.
SALOMÉ.- (Con viveza y asombro.) ¿Pero se quiere más de una vez? No, Santamona, eso sí que no te lo admito. Se quiere una vez sola, y cada alma no tiene ni puede tener más que un amor.
SANTAMONA.- Dejemos eso, que nos marearía la cabeza, y sigamos nuestra confesión. Lo más delicado entra aquí. ¿Siempre le has visto en el monte?
SALOMÉ.- Precisamente en el monte...
SANTAMONA.- Vamos, un poquito más acá... Quizás en el campo de Garcés, al otro lado del Veral...
SALOMÉ.- ¿Al otro lado...? (Dudando.)
SANTAMONA.- O al lado de acá, en el campo de lino...
SALOMÉ.- Me parece que sí...
SANTAMONA.- Luego... Pasaba el río...
SALOMÉ.- ¿El río...? No sé... ¡Llevaba tan poca agua...
SANTAMONA.- Y os veíais quizás en el robledal de abajo.
SALOMÉ.- Pues sí, algún ratito...
SANTAMONA.- ¿Siempre de día?
SALOMÉ.- Alguna vez entre día y noche.
SANTAMONA.- ¿Entre día y noche? ¡Cómo se entiende eso! ¿Había obscuridad?
SALOMÉ.- Obscuridad, sí; pero yo no sabía la hora. Arriba, en el cielo, muchísimas estrellas, y allá, el lucero de la mañana.
SANTAMONA.- ¡De la mañana!
SALOMÉ.- Es que madrugábamos.
SANTAMONA.- Ya... ¿Algunas noches, dime la verdad, no te saliste descalza de tu casa, y bajaste al huerto, que sólo está separado del robledal por una tapia bajita?
SALOMÉ.- A ver si recuerdo... ¿Una tapia dices?...
SANTAMONA.- Sí... fácil de saltar.
SALOMÉ.- Si está caída... Con la obscuridad, yo no podía ver hasta dónde llegaba.
SANTAMONA.- ¿Y no recuerdas... aguza la memoria... si alguna vez estuviste de palique la noche entera?
SALOMÉ.- ¡Ahí no, Santamona, no digas eso. ¡Qué cosas tienes! Pues nada más que desde las diez, hasta que nos daba en los ojos la claridad...
SANTAMONA.- ¿Del día?
SALOMÉ.- No, no; debía de ser la luna. Sí, ya me acuerdo: eran noches de luna, y noches muy cortas, pero muy cortas...
SANTAMONA.- ¡Ay, hija de mi alma, estás perdida, perdida sin remedio si no vuelves en ti; pero pronto, pronto! Has de saber que ese hombre...
SALOMÉ.- ¿Qué?
SANTAMONA.- ¿Se llama José León?
SALOMÉ.- Sí.
SANTAMONA.- Pues cuantos le conocen no dicen de él cosa buena. ¿No has oído que su primera aparición en el país fue en una cuadrilla de cómicos o danzantes?
SALOMÉ.- Para disfrazarse mejor.
SANTAMONA.- ¿Y no sabes que en la Canal anduvo acompañado de gente mala, y que por esto alguien le cree autor de la muerte del pobre Alonso Barbués?
SALOMÉ.- Eso sí que no es verdad, no, no. Yo te aseguro, madre Mónica, que José León es un caballero. Tiene mucha idea, mucha, y entiende de mil clases de trabajo.
SANTAMONA.- ¿Caballero y trabajador? ¡Qué maravilla! ¿Y si con todas esas prendas resultara que es tan malo como dicen?
SALOMÉ.- Eso no es posible. Pero si fuese malo, casi, casi, me alegraría un poquito.
SANTAMONA.- ¡Jesús!
SALOMÉ.- Para hacerle yo bueno, Creo que lo había de conseguir. Pero no es malo, no. Es desgraciado, y por desgraciado le quiero más. (Con entusiasmo ardiente.) Por sus desdichas le quiero, por sus persecuciones, por su resignación para sufrirlas, por su esperanza de ganar conmigo la dicha y la paz. Por eso le quiero, y me comería a bocados a quien le tocase al polo de la ropa.
SANTAMONA.- Bueno. Y dime otra cosa: ¿no ha pasado por tu magín la idea de que José León quiera a otra mujer?
SALOMÉ.- (Con asombro.) ¡A otra! (Con ira.) ¡A otra! (Levántase furiosa, apretando los puños.) Santamona, mucho te quiero; pero si me lo vuelves a decir...
SANTAMONA.- ¡Ay, qué tonta!
SALOMÉ.- ¿Por qué me lo dices?
SANTAMONA.- Hija mía, no afirmo Dada. Dije tan sólo que podías creer que te quiere a ti sola, y luego resultar...
SALOMÉ.- Ah, no; por algo lo has dicho tú...
SANTAMONA.- Que no. (Haciéndola sentar.) ¡Vaya!...
SALOMÉ.- ¡Me has hecho un daño!... ¡Querer a otra?... Entre bromas y veras me has clavado un puñal en el corazón.
SANTAMONA.- Pues, hija, de poco te asustas. Ea, ten juicio. (Le coge las manos.) ¡Pobrecita de mi alma! siento decírtelo, pero no hay más remedio. Estás condenada.
SALOMÉ.- ¡Condenada! La Santísima Virgen me ampare. Tú, Mónica mía, no me abandonarás.
SANTAMONA.- ¡Abandonarte! ¡Nunca, nunca! Irá contigo a donde tus errores y el pecado te lleven. Si Dios te diera la felicidad, no me verías junto a ti; pero como te da la desgracia y el castigo, donde quiera que estés, tendrás a esta pobre vieja para infundirte valor y fe, y enseñarte el camino del bien. (Se abrazan y besan llorando.)
SALOMÉ.- ¡Oh, qué buena eres, santa de Ansó!
SANTAMONA.- (Con resolución, levantándose.) Ánimo, hija mía. No perdamos tiempo. Resolvamos algo. ¡Ay, si tuvieras tú valor y arranque para una cosa que voy a proponerte!
SALOMÉ.- ¿Que?
SANTAMONA.- A ver si puedes... Prométeme no ver más a ese hombre.
SALOMÉ.- ¡No verle más! ¡Ay, santica, dime que te prometa morirme, y verás qué pronto lo cumplo!
SANTAMONA.- ¿Acaso piensas verle pronto... hoy?...
SALOMÉ.- (Después de vacilar.) Sí.
SANTAMONA.- ¿Dónde?
SALOMÉ.- No me riñas... Aquí.
SANTAMONA.- ¡Oh!
SALOMÉ.- Aguarda... Con Ginés me mandó una cartita... Dice que quiero hablarme, aprovechando la ocasión de estar todos en la plaza. (Aparecen por el fondo JOSÉ LEÓN y GINÉS. Exploran la escena recelosos, sin pasar de la puerta.)
SANTAMONA.- (Sin ver a los hombres.) Salomé, niña querida, no le recibas. Por la Santísima Virgen, escóndete. Yo lo diré que no estás.
SALOMÉ.- No puede ser; te digo que no puede ser. Vendrá, y he de verle aunque me maten.
SANTAMONA.- (Mirando hacia el fondo.) ¡Ah!... ¡Aquí están!... ¡No tienes salvación, hija mía!