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Los dioses de la Pampa: 07

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El padre, parándose, enseñó al joven, su hijo mayor, un poste de madera cuya punta era esculpida en forma de cabeza humana, y le dijo: «Mira bien, hijo, este poste»; y mientras el muchacho, con la boca abierta, contemplaba la cabeza sin piernas, el padre le asestó una gran cachetada.

Esto pasaba en la campaña romana, unos cuantos siglos antes de Jesucristo; y como el joven miraba atónito al autor de sus días, éste, con gravedad, le explicó que aquella cachetada, la había recibido él, en su mocedad, frente al mismo poste, y que se la daba para que, a su vez, cuando viniera el tiempo, la transmitiese a su hijo mayor, «para que no se olvide jamás, agregó, del sitio donde está el mojón, guardián de los límites de nuestra propiedad».

El mojón era dios, en aquel tiempo, y la cachetada recibida por el joven y transmitida de generación en generación, formaba parte del culto de esa deidad campestre.

Hay también mojones en la Pampa, pero allí, el dios Término, dios inmóvil y quieto, que no tiene piernas porque no se debe mover nunca, se entretiene, para no aburrirse por demás, en azuzar disimuladamente discusiones entre los vecinos y en fomentar pleitos que arruinan las familias y hacen quedar estériles los campos que simula proteger.

Es para él una distracción y, al mismo tiempo, una venganza de que los hombres lo tengan hoy en tan poca estima.

¿Y cómo no explicarse su rencor?

Durante siglos enteros, no le prestaron culto alguno y hasta lo desconocieron completamente, andando de un lado para otro los hombres, sin consagrarles ni siquiera un poste.

Después, cuando pensaron en restablecer sus altares, en vez de dedicarle graciosas imágenes, como hacían los Romanos antiguos, se contentaron con cavar agujeros en el suelo, amontonando algunos céspedes, pronto tapados unos y derribados los otros por los animales errantes. Si una mano piadosa colocaba en su honor algún poste de madera, enseguida algún pastor ignorante, estúpido o criminal, lo arrancaba -sacrílego- para mantener el triste fuego de sus lares vagabundos.

Hoy mismo, los que más lo quieren honrar, pagan para ello sacerdotes especiales, cuyo rito complicado consiste en colocar en línea recta banderitas y jalones que plantan y quitan, siguiendo, a pasos contados, el límite del campo por consagrar, y erigiendo al pobre dios miserables postes de madera sin figura, o de hierro, que es peor, y hasta rieles viejos que no tienen por cierto nada de hierático.

¿Y cómo traerían los padres a sus hijos a recibir delante de estos emblemas ridículos la cachetada sagrada?

Tampoco valdría la pena; ya que, con las leyes modernas, muerto el padre, la propiedad queda despedazada y que el dios inmóvil y quieto tiene que ser removido.