Los dioses de la Pampa: 11

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Lo que a la Diosa Roja encanta, en su loca pasión para la sangre, no es que corra ésta por las venas de los seres, vital y preciosa fuente de actividad y de lucha, de odio y de amor; no: lo que quiere, ella, lo que, ansiosamente ávida, acecha y busca, es el gozo de contemplar su color hermoso, cuando, escapándose de los mil dédalos de su prisión, corre, bermeja, brillante, purpúrea, en borbollones espumosos, y se derrama en efluvios de tibia y repulsiva insipidez, al salir de las arterias, por las heridas del cutis cortado.

Pero no la puede verter ella, y tiene que acudir a los mismos seres vivientes, para que le brinden los medios de saciar su sed infame.

A los hombres primitivos les enseñó con este objeto, la aguzar piedras o huesos de animales, espinas de pescados y ramas de árboles; pero entre los hombres de la Pampa pudo vulgarizar armas más eficaces, traídas por ella sigilosamente, de los países lejanos donde se trabajan los metales, y los incitó a adoptar la costumbre de llevar cuchillo; no cuchillos pequeños, de estos que por descuido o por torpeza, sólo pueden, con cortar alguna venita, avivar los deseos de la cruel, sino el cuchillo ancho, largo y cortador, de poca punta pero de filo feroz, que, sin esfuerzo, taja el cutis, perfora las vísceras, parte los corazones, desgarra las fibras, separa las carnes y abre camino fácil a la sangre prisionera.

Del infeliz que lo lleva, en la ilusión que es herramienta y no arma, la Diosa Roja, en su afán de ver derramado el sagrado tesoro de las venas humanas, pronto hace su sacerdote enfurecido, con sólo aparecer a sus ojos turbados.

Amante de las reuniones numerosas de los hijos de la Pampa, se mezcla con ellos y flota, forma etérea, entre los vapores del alcohol, su precursor favorito.

Va de grupo en grupo, llenando de reflejos colorados los ojos empañados por la embriaguez; los encandila, los enceguece; sugiere palabras hirientes, aviva la conversación más insulsa, alza el tono de las voces; vuelve sombrío el pensamiento, desvía la lengua, sobreexcita el ademán; y el hombre a quien eligió de sacrificador, se siente poco a poco vencido por la fuerza irresistible de su destino fatal; invadido, arrollado por el prurito de matar, matar, matar.

Todo, alrededor de él, colorea: las cosas, los seres, el aire que respira; sus ideas, las palabras que pronuncia y las que oye, todo es color de sangre; pero no corre la sangre; y quiere, necesita que corra, tiene que ver derramada la sangre, la sangre.

Y con el cuchillo -¿quién sabe quién se lo habrá puesto en la mano?- le abre camino: corre, ahora, corre, se derrama, se extiende, bermeja, brillante, purpúrea, en borbollones espumosos, con densos efluvios de tibia y repulsiva insipidez; le cubre la mano, y del cuchillo todo colorado, gotea, gotea...

Al rato, percibe como un rozamiento de alas, como una risa sarcásticamente agradecida. Se va disipando la nube colorada que lo rodeaba: ya se desvaneció la Diosa Roja. Y vuelve él a ver -¡espanto!- las cosas, como son.