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Los dioses de la Pampa: 12

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El Genio de los cañadones y sus acólitos bien quisieran, por supuesto, manosear a su antojo todas las aguas de la Pampa, ensuciarlas, embarrarlas, y con ellas, salpicar al transeúnte, molestar a los conductores de vehículos, arruinar al estanciero. Pero el Creador restringió el poder de este malvado a las aguas que, en castigo de la humanidad, derrama Él en la tierra empapada, y no permite que su reinado sea de larga duración, ni que se apodere del pequeño sobrante de agua que, a veces, deja caer de la fuente celestial.

A cada arroyo, a cada lagunita de la Pampa, dio su guardián propio, graciosa ninfa etérea, a quien sólo puede adivinar y algunas veces, ver, el alma piadosa que en ella crea.

En las primeras horas de la mañana, sale de su glauca morada, envuelta en tenue vapor flotante; se eleva despacio hasta volverse, bajo los rayos del sol, tan diáfana que los mismos alguaciles, a pesar de sus grandes ojos curioseadores, no dan siempre con ella, cuando la vienen a avisar que se prepare a recibir la visita de su ama, la Lluvia.

Aunque sean todas hermanas, no son esas ninfas todas iguales. Unas por haber nacido primero, o haber caído en gracia al supremo Dispensador de los puestos celestes, reinan en arroyos caudalosos que, de día y de noche, y en todo tiempo, les cantan canciones alegres, les murmuran palabras de amor o les cuentan mil historias llenas de interés sobre lo que, al pasar, han ido viendo; otras tienen bajo su dominio verdaderos lagos que resisten, valientes campeones, a la Sequía horrible, cuando se empeña en cambiar en playas áridas los dominios de las diosas acuáticas.

Y en las orillas de sus aguas azules y profundas, se dan cita con millares de pájaros de todos colores y de todas formas, el cisne majestuoso, el flamenco rosado, verdadera joya de la Pampa, y el deslumbrante mirasol, orgulloso de que sólo sus plumas sean dignas de engarzar el brillante.

Menos favorecidas, otras ninfas sólo reinan en pequeñas lagunitas; pero los reinos pequeños son más fáciles de gobernar, y nunca faltan algunas avecillas que vienen a saciar su sed minúscula en sus aguas, pagándoles el gasto con alegres trinos.

Las más desheredadas son las que tienen por todo haber, lagunas amargas y salitrosas; contemplan, éstas, con cierta envidia, sentadas en la tosca amarillenta del áspero lecho de sus despreciadas aguas, espumosas y verdes, a sus hermanas afortunadas. Pero se consuelan con pensar que, sin hacer diferencias, lo mismo se reflejan en la lagunita como en el lago, en el agua salobre como en el agua dulce, el Sol, amoroso, y la Luna, cariñosa.