Los dioses de la Pampa: 19

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Los dioses de la Pampa de Godofredo Daireaux
Capítulo XVIII: Silvanos y Faunos



Juiciosos hermanos de los Sátiros locos, los Faunos recibieron del rey de los dioses la misión de proteger los rebaños esparcidos por la Pampa, y los Silvanos, los montes de la misma.

Éstos, ya que les mandaba el amo, vinieron; pero pronto pensaron que debía ser un error de él, el haber creído que existieran montes en la Pampa, y durante mucho tiempo, se lo pasaron lo mismo que los humanos, tiritando de frío o quemados por el sol, al ilusorio reparo de las pajas.

Los Faunos también, por el mismo motivo, se encontraban mal, acostumbrados como estaban, en las campiñas fértiles de donde son oriundos, a retirarse con rebaños en los montes, durante la noche y durante las horas de la siesta, y a juntarse allí con sus hermanos, a platicar alegremente, a la sombra y al reparo, o a estudiar, tratando de imitarlos en flautas rústicas, el gorjeo y el silbido de las avecillas.

Estaban los Silvanos a punto de renunciar, desdeñosos de un puesto que creían inútil a la par que poco agradable, cuando uno de ellos, vistiéndose de vasco y armándose de una pala, se hizo aceptar en la morada de uno de los pobres habitantes de esa tierra, tan desheredada al parecer, pidiéndole licencia para plantar en hileras algunas estacas de madera.

Riéndose, el gaucho se lo permitió, con esa indulgencia que siempre se debe a los locos inofensivos, y hasta le ofreció -irónico- pagarle un centavo por cada estaca que a los dos años, tuviera hojas.

Y el Silvano plantó álamos y sauces -pues otra cosa no tenía- todo lo que pudo, y dicen que el gaucho, admirado y asustado a la vez, no se reía cuando le tocó cumplir su imprudente promesa.

Pero tuvo su compensación; pues los Faunos, agradecidos, protegieron sus rebaños tan bien, que se multiplicaron y prosperaron de modo inaudito.

Del frondoso monte que así adornó su campo, se elevaban al cielo los cantos de alegría de millares de pájaros, de colores hermosos; la sombra espesa en verano, protegía sus rebaños contra los ardores del sol, y con la madera de los árboles pudo hacer para ellos abrigo contra las intemperies del invierno. En las noches de heladas, al volver de sus rudas tareas en el campo, pudo prender en el hogar familiar esas alegres fogatas de ramas secas que regocijan el corazón al calentar el cuerpo, y conoció por fin, en vez del horror de dormir, sudoroso, su inquieta siesta, llena de pesadillas, entre las cuatro paredes cocidas por el sol, de su rancho miserable, el gozo de descansar a la fresca sombra de los árboles, en espeso lecho de hojas secas, mirando al cielo entre las ramas meneadas por suaves auras, escuchando con el alma los mil murmullos de la naturaleza.