Los dioses de la Pampa: 20

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Cuando, perseguida sin cesar por el aumento siempre creciente de la población humana en el Viejo Mundo, la Diosa Soledad tuvo que abandonar, uno tras otro, todos los retiros en los cuales había buscado refugio, emigró a la Pampa.

Ésta le pareció lugar apropiado para que erigiesen altares los que le dedican culto.

Pero el reino de la Soledad pampeana es muy diferente del de la soledad de los lugares agrestes selváticos o montañosos.

El mortal huraño que, huyendo de la sociedad de sus semejantes, establece su rancho solitario en la falda de alguna loma o en algún pequeño doblez de la llanura, al divisar en lontananza y sin obstáculo, todo el horizonte despoblado, se siente tan solo como el que más se encierra en la espesura de la selva, o en grutas inaccesibles; pero no comparte los pensamientos del ermitaño de la selva o de la montaña, que se esconde y desaparece al menor ruido, como la lechuza, al primer rayo de luz.

La diosa Soledad no inspira en la Pampa, a sus adoradores, estas tímidas ideas de retiro encerrado, estéril y egoísta; precario también, pues cualquiera puede violar, por casualidad o por osadía, semejantes escondrijos; en la Pampa, no puede haber sorpresa.

Al contemplar, alrededor suyo, de pie al lado de su corcel guapo, el espacio inmenso que lo rodea, el solitario pampeano, penetrado de indomable espíritu de independencia, comprende que no necesita esconderse, ya que siempre le cabe interponer entre él y toda sociedad importuna, las distancias que pueda medir el galope de su caballo.

Tampoco puede la Soledad, en la llanura fecunda, ser la misma que, fúnebre, pesa en el desierto estéril. El silencio que rodea a la Soledad pampeana no es silencio de sepulcro, hecho, como lo es, de mil ruidos de vida misteriosa; y si también duerme, no es del sueño de la muerte, pues sólo espera que la despierte el alegre fragor del trabajo humano.

¡Soledad! Suplicio lento y mortal de las almas vanas; intenso gozo de las que se bastan a sí mismas; indulgente amparo de los orgullos heridos y de las ambiciones fracasadas; hermana compasiva de los corazones ansiosos de disimular a la curiosidad cruel de los indiferentes un dolor profundo; protectora discreta de la felicidad asustadiza; complaciente amiga del pensador, inspiradora sin rival de sublimes obras, ¿cómo quitarías, oh Diosa propicia, al que se aísla en los grandes horizontes y los vastos espacios de la Pampa fértil, el sagrado instinto de la solidaridad humana, que exige que los fecunde su esfuerzo, en aras del bien común?