Los duendes de la camarilla/12

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Ganando fuerzas y cobrando ánimos en su lenta reparación, gracias a los cuidados y al cariño de Lucila, que así le proveía de alimentos como de esperanzas, el Capitán parecía otro en los últimos días de Febrero. El renacimiento moral iba delante del físico; a medida que entraban en la zahúrda las comodidades y el buen vivir, se iba marchando la tristeza, y con las seguridades que llevaba la moza de que ya no debían temer acecho de polizontes, recobraba Gracián toda la gallardía de su persona. Una serena y tibia noche, después de cenar, sentáronse los dos en el ventanón, y abrieron los cristales para contemplar el cielo y los términos lejanos que a la claridad de la luna desde aquellas alturas se distinguían. Ya Lucila, sin desmentir su modestia, se vestía y arreglaba esmeradamente con lo que le daba la cerera, y Tomín, por no ser menos, gustaba de componerse, para que ella viéndole se alegrara: se reían y recíprocamente se alababan. «Ya estás como antes de la trifulca, Tominillo; y si no fuera por la barba crecida, parecería que no habían pasado días por ti. La cabeza es la misma: tu pelito cortado, como lo tenías antes, y bien perfumadito, y tan suavecito. No dirás que no soy buena peluquera.

-¡Tú sí que estás guapa! -contestaba él cogiendo a su vez el incensario-. No sé si decir que estás ahora mejor que cuando te conocí. Tus ojos son no sólo el alma tuya, sino el alma de todo el Universo.

-No, no, Tomín: los ojos tuyos son los que más cosas traen en su mirar... Miras, y se queda una pensando, asustada de lo grande que es el mundo... el mundo del querer, Tomín...

-Grande es. Tus ojos lo miden, y aún les sobra medida. Yo veo en ellos todas las cosas creadas... y las que están por crear.

-El querer es gloria y martirio: por eso es un mundo que no tiene fin.

-El martirio tuyo por mí, Lucila, es mi gloria. Y mi padecer, ¿qué ha sido más que la gloria tuya? Tú me has resucitado... No me digas que no eres santa, porque eso será lo único que no te creeré».

De este tiroteo de ternezas, en elevada región de sus almas exaltadas, descendían a las ideas prácticas, y trataban del problema que ya pedía inmediata solución: cambiar de vivienda, estableciéndose en sitio más holgado y decoroso. Después de divagar un rato sobre esto, iban a parar al asunto que más embargaba la curiosidad y los pensamientos de Tomín. Había cuidado Lucila de referirle todo lo que Domiciana hacía por él, o por los dos, que en un solo sentimiento confundía el interés por entrambos; contole también las relaciones de la ex-monja con una dama de la Reina. Ni a Domiciana ni a Doña Victorina las conocía Gracián. La cerera no le había visto nunca; ignoró su nombre hasta que Lucila se lo dijo para que lo apuntara, el día mismo en que la enseñó a peinarse a la moda. ¿No podría creerse que detrás de Domiciana y de la Sarmiento existía, bien tapujadita entre sombras discretas, alguna persona que era la verdaderamente interesada en la libertad y la vida de Bartolomé? Y aquí encajaba la pregunta ansiosa de Lucila: «Dime, Tominillo, dímelo como si hablaras con Dios; repasa bien tus recuerdos; di si en ellos encuentras alguna mujer, dama de Palacio, o dama de una casa cualquiera, que en otro tiempo fue tu amiga, y ahora te protege, nos protege por mano de Domiciana».

Revolviendo los más hondos asientos de su memoria, Tomín dijo: «Por más que cavilo, no encuentro lo que buscas, ni puedo afirmar nada... Aparece, sí, en mis recuerdos alguna mujer... ¿Dices que tiene que ser dama?

-Sí; y de influencia, de mucho poder.

-Pues entonces no... No hay nada de eso.

-Busca bien, Tomín... Y a falta de dama influyente, ¿no podrías encontrar alguna monja?

-¿Monja?... Eso ya es mas grave. No te diré que no me salga alguna monja. Pero ello es en tiempos remotos y muy lejos de Madrid, nada menos que en Mequinenza.

-La distancia no importa.

-Además... ahora recuerdo que la monja que entonces conocí, vamos, que la sacamos del convento entre un amigo y yo, se ha muerto.

-Tú me has contado que de los veintitrés a los veintiocho años fuiste muy calavera, un galanteador tremendo... ¿Entre tantas fechorías de amor, Tomín mío, no habrá el caso de haber querido a una mujer, de haberla dejado, como se deja una prenda de ropa que ya no sirve? ¿No pudo suceder que esa mujer, viéndose despreciada, volviera todos sus amores a Dios, y escondiera su tristeza en un convento, y allí tomara el hábito?

-Por Dios, Lucila, haces preguntas y presentas casos que le confunden a uno... No, no: eso es cuento, una novela de Carolinita Coronado o de Gertrudis Gómez... Y si me apuras, no podré negar en conciencia que exista ese caso... ¡Cualquiera sabe si...! Me vuelves loco... Deja, deja que corran los acontecimientos y se cumpla el Destino... ¿Esa dama de Palacio, o esa monja que me protege, han de ser personas de gran poder?

-Así parece, Tomín... No pensaba hablarte de esto; pero ya que ha salido conversación, sabrás que hoy me ha dicho Domiciana: «Téngase el buen Gracián por indultado... La policía no se meterá con él». Y después dijo, dice: «Pero conviene que no salga a la calle todavía. Ya se le advertirá cuando pueda salir».

-Pues ¡viva la Libertad! ¡Respiremos, vivamos! -exclamó el Capitán levantándose como de un salto, y midiendo con mirada de hombre libre la opresora pequeñez del cuartucho.

Mientras Lucila se abismaba en tenebrosas inquietudes, el Capitán veía risueños espacios, azules como sus ojos. Hasta muy tarde estuvo desvelado, sin hablar más que de política, haciendo un formidable pisto en su cabeza con las ideas propias y las que de su lectura de periódicos había sacado en aquellos días. «¿No crees tú, Lucila, que este Honrado concejo de la Mesta, como dicen los guasones, viene a trasquilar al Militarismo, para que le crezca la lana a los cogullas? Esto es bien claro: se quiere arrumbar a la Tropa para que suba y medre el cleriguicio... Combatir el Militarismo significa quitarle la espada a la Nación para que no pueda defenderse. ¡El Militarismo! Así llaman a nuestro imperio, a la fuerza legítima que hemos adquirido construyendo la España civilizada sobre las ruinas de la retrógrada. Desde aquí veo yo la gran conspiración militar que se está fraguando en Madrid y en provincias para volver las cosas a su estado natural: las armas arriba, los bonetes abajo. Y cuanto más pienso en esto, más me inclino a relacionarlo con el misterio de las personas desconocidas que miran por mí. Tu idea de que me protegen monjas o damas de Palacio es un desvarío de mujer, que no penetra en el fondo de las cosas. Alma mía, aquí no hay mujerío ni monjío; el socorro y las esperanzas de libertad nos vienen de mis compañeros de armas agazapados en las logias. En la casa de Tepa estuvo y está siempre, aunque otra cosa piense y diga la policía, el centro de la eterna revindicación; aquel fuego nunca se apaga; de allí ha salido la voz que me dice: 'Gracián, no desmayes; tus martirios tocan a su fin. Por ti velamos los leales; no está lejos la hora del triunfo...'. Y no me contradigas, Cigüela del alma, trayéndome otra vez a colación tu resobada leyenda de la monja y la dama. ¿Sabes tú, pobrecilla, las ramificaciones que por una y otra parte de la sociedad tiene nuestra comunidad masónica? ¿Quién te ha dicho que no enlazamos nuestros hilos con hilos muy finos de conventos y palacios? ¿De dónde sacas que el señorío y el monjío no se dejan también camelar por los caballeros Hijos de la Viuda? ¡Tonta, más que tonta! ¿Y cuándo ha sido un disparate, como crees tú, que la misma policía nos pertenezca? ¿Qué han de hacer esos pobres esbirros, sabiendo que ya rondan la casa de Tepa todos los Generales residentes en Madrid, O'Donnell, Lersundi, el mismo Figueras, y que D. Ramón Narváez dirige los trabajos desde París, donde Luis Napoleón le trata a cuerpo de Rey?... ¿Dices que esto es ilusión, locura? ¿Crees que aún tengo la cabeza débil?

-¡Pobrecito mío -exclamó Lucila-, tanto tiempo encerrado en este nido de murciélagos! Cuando salgas y veas gente, y respires el aire que todos respiran, pensarás de otro modo».

Calló el Capitán, no sin que le pusieran en cuidado las últimas palabras de su amiga. Sentada frente a él, Lucila también callaba, viendo pasar por su mente, con marcha circular de tío-vivo, una repetida procesión de monjas y damas. Del propio modo, andando y repitiéndose, iban las velas colgadas del arillo en el taller del cerero. Sobre las almas del Capitán y Lucila se posó una nube de tristeza; pero ninguno decía nada. Tomín rompió el silencio, preguntándole: «¿En qué piensas?

-Bien podrías adivinarlo, Min -replicó Lucila-. Pienso que a los dos no nos protegen, sino a ti solo; a mí, si acaso mientras pueda sacarte adelante; a mí no más que por el tiempo en que necesites enfermera... Me debes la vida... no lo digo por alabarme... pero ¿verdad que me la debes? Una vez asegurada tu vida, llegará el día en que conozcas a quien hoy mira por ti. ¿Será monja, será dama? Sea lo que fuere, cuando estés salvo, toda tu gratitud será para esa persona, todo tu amor para ella... ¡Min, ay mi Min! y ya no te acordarás de la pobre Cigüela... Sí, mi Min, no digas que no.

-Lucila, me matas... no sabes el daño que me haces -dijo Gracián apartándole las manos, que se había llevado al rostro, anegado en llanto-. ¡Olvidarte yo... ser yo ingrato contigo! ¡Nunca!... Tú y yo unidos siempre, siempre, unidos en la felicidad como lo hemos estado en la desgracia.

-No, no... Ahora lo crees así, ahora me dices lo que sientes; pero después...

-No hay después que valga. Si eso pudiera ser, téngame Dios toda la vida en esta miseria... Que me cojan, que me fusilen. Muera yo mil veces antes que separarme de ti, corazón. ¿Qué soy yo sin ti?

-Lo que fuiste antes de conocerme.

-Me acuerdo de lo que fuí, y no quiero ser aquel hombre, no quiero ser el hombre que no te conocía, que ignoraba la existencia de Lucila. Por Dios, no tengas esa idea, que es para mí peor que una idea de muerte. Todas las protectoras del mundo, si es que las hay, no valen lo que mi ángel. Lucila, no ofendas a tu Min, no mates a tu Min...».

Las ternuras que le prodigó, sincero, rendido, con alma, sosegaron a la enamorada moza, que se secaba las lágrimas diciendo: «Bueno, mi Min, te creo; sí, te creo... No te hablo más de eso... ni lo pienso tampoco, mi Min, no lo pienso... Duérmete, descansa...».