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Los duendes de la camarilla/13

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Con las buenas prendas de ropa, nuevas las unas, las otras apenas usadas, que le iba dando Domiciana, llegó a ponerse Lucila tan bien apañadita, que daba gloria verla. Si sus extraordinarias gracias naturales adquirían realce con la pulcritud y el decente atavío, la ropa puesta sobre tal belleza resultaba mucho más linda y elegante de lo que era realmente. Por la calle veíase seguida y acosada de mozalbetes, y por todos requerida de amores. Tenía que cuadrarse a menudo, tomando los aires de arisca manola, para sacudirse de los señores de levosa (así solían llamar a las levitas) y de los militares de chistera (mote aplicado a los tricornios). Por su parte Domiciana no se descuidaba, y cada día se iba poniendo más guapetona. Peinábase lindamente; sus trajes eran elegantes dentro de la sencillez y modestia; presumiendo de pie pequeño y bonito, calzaba con fineza, y era por fin extremada en el aseo de su persona. Lucila se maravilló de ver los variados objetos que en su alcoba y gabinete tenía para la diaria faena de sus lavatorios.

La confianza entra las dos mujeres crecía y se afianzaba de día en día, llegando hasta la fraternidad. Domiciana propuso a Lucila que se tutearan, y así quedó practicado y establecido, hablándose como compañeras o amigas de la misma edad. En tanto, la exclaustrada consagraba ya menos tiempo a la preparación de ingredientes de tocador o de medicina casera, sin llegar al abandono de su industria. La cerería teníala confiada a Ezequiel y Tomás: iba y venía, contenta y orgullosa, como el que ve sus facultades aplicadas a un fin práctico con resultado eficaz. Pero no le faltaban quiebras y desazones, y una de estas era el continuo asedio del pobre cesante, amigo y azote de la casa, que habíala tomado por buzón en que diariamente depositaba el eterno memorial de sus cuitas. D. Mariano era su sombra: le cogía las vueltas en la calle, la estrechaba en la tienda y trastienda, seguíala con frescura descortés al sagrado de sus habitaciones particulares, se colaba en el gabinete, y hasta la sorprendió una vez en papillotes, preparándose para su limpieza corporal.

-Por Dios, D. Mariano, respete...

-Señora, los cesantes no respetamos nada. Somos una plaga española; somos una enfermedad de la Nación, una especie de sarna, señora mía, y lo menos que podemos pedir es que se nos oiga, o que se nos rasque. Ningún español se puede librar de nuestro picor. Óigame usted y perdone».

Un día de Marzo, hallándose Lucila y Domiciana en la sala-droguería ribeteando, con prisas, una capa que habían comprado en corte para Tomín, se les presentó de improviso Centurión con aquellos modos serviles y aquel gracejo un tanto cínico que gastaba, y no hubo manera de quitársele de encima. «Soy yo, la sarna -dijo al entrar, enseñando en una rasgada sonrisa toda su dentadura-. Vengo a picar, señoras. Rásquense ustedes; óiganme.

-Vamos D. Marianito -le dijo Domiciana-, que no estaba usted poco devoto esta mañana en San Justo... ya, ya.

-Hay que dar ejemplo, quiero decir, tomarlo. Sigue las pisadas de los que van por el recto camino, cantó el Salmista.

-Y usted no se descuida... a un tiempo pica y reza.

-Siento que no me viera usted en la iglesita del nuevo convento de las señoras Franciscas, calle de Leganitos. Allí me pasé ayer toda la tarde, y hoy en la Encarnación, donde es Abadesa una prima segunda de mi esposa, y sobrina del Sr. Tarancón, Obispo de Córdoba, que ahora está en Madrid... Ya me inscribí en dos Cofradías. Pico todo lo que puedo... El maldito Gobierno es el que no se rasca. Y eso que en todas las sacristías me hago lenguas de la piedad de estos señores Bravo-Murillistas, que para entenderse con Roma y hacernos un Concordato, han nombrado Embajador al imponderable D. José del Castillo y Ayenza. La impiedad habría mandado a un regalista; la ortodoxia manda al más rabioso de los ultramontanos. Los que tenemos memoria recordamos que en 1846, cuando se discutió en el Congreso la persona de Castillo y Ayenza, el Sr. González Romero le llamó incapaz y dijo de él horrores. Pues este González Romero que era entonces cismontano, como lo éramos todos los de la cuerda liberal, y hoy se ve encumbrado a la poltrona de Gracia y Justicia, ha elegido al mismo incapaz sujeto para que vaya a Roma por todo, es decir, por un Concordato. Yo me felicito: todos hemos venido a ser ultras.

-¡Mala lengua! -le dijo Domiciana más compasiva que iracunda-, con la hiel que usted derrama habría para poner una gran botica de venenos.

-¡Oh! señora, no derramo yo hieles ni venenos, sino cerato simple y bálsamo tranquilo -replicó Centurión-. Desde que me metí a ultra, me tiene usted consagrado a desmentir todos los rumores que corren contra el Gobierno, y contra Palacio y el monjío. Voy algunos ratos a los corrillos de la Puerta del Sol, donde están las peores lenguas de la cristiandad, y allí pongo de vuelta y media a los maldicientes. Sabe usted que cada semana tenemos un notición nuevo, pedazo de carne podrida que se arroja a los pobres cuervos para que vayan viviendo. La comidilla putrefacta de hoy es esta: Su Majestad el Rey, que no puede vivir sin visitar cuatro veces al día a las señoras Franciscas de la calle de Leganitos, se incomoda de que el público le vea pasar en coche tan a menudo, y de que la guardia de Artillería del cuartel de San Gil señale su paso con toque de corneta... ¿Y qué ha discurrido para guardar el incógnito? Pues vestirse de clérigo. Así ha podido hacer de noche sus visitas, atravesando a pie las calles...

-Eso es mentira -afirmó indignada la cerera-, y el que tal crea y diga merece que le emplumen... por tonto, más que por malo.

-Ya sé que es falsedad. ¡A quién se lo cuenta! Yo estuve en acecho dos noches, y no vi nada. Pero hay quien por haberlo soñado, asegura que lo ha visto. En las tertulias de la Puerta del Sol tenemos mentirosos de buena fe que le dan a uno espanto... Yo me seco la lengua rebatiendo sus disparates. Hoy, por poco le pego a uno que me sostenía con toda formalidad que el Rey se entretiene en jugar a la gallina ciega con las novicias...

-¡Vaya un disparate! Hace usted bien en destripar esos cuentos ridículos. Pique usted, Hermano Centurión, pique por ese lado y se le hará justicia.

-Hermana Domiciana, yo pico; pero la justicia no llega. Ya dije a usted en qué paso mis tardes: a prima noche me tiene usted en los ejercicios de Italianos o Bóveda de San Ginés, alternando, y de allí me voy a mi casa. Nadie me verá en teatros, cafés, ni alrededor de las mesas de billar. En mi casa trabajo a moco de candil. Consagro los ratos de la noche a la Poesía, con quien algún trato tuve en mi mocedad. No me faltaba lo que llamamos estro... Dirá usted que quién me mete a poeta, y yo contesto que si somos plaga, seámoslo en todos los terrenos. ¿Ha observado usted que los poetas del día no se tienen por tales si no enjaretan una o más composiciones religiosas? Los viejos, los de mediana edad, y aun los jovencitos que rompen el cascarón retórico, nos regalan cada día, bien la Oda al Santísimo Sacramento, bien la Canción a los Reyes Magos, este Octavas reales a San José bendito, el otro Quintillas a la Creación del Mundo, cuando no un Romance a los Misterios gozosos de Nuestra Señora... ¡Pues no han sido poco celebradas las composiciones de mi amigo Baralt A la Encarnación, y de Cañete a la Transfiguración del Señor! Pero a todos supera el numen del insigne poeta D. Joaquín José Cervino, que en su Oda a las Bodas de Caná, refiere el milagro con estos rotundos versos:


Ya linfa en hidria pura contenida,
Mira en licor de Engadi convertida.



»Pues los chicuelos que empiezan ahora, como Pepe Selgas y Antonio Arnao, también enjaretan su metrificación correspondiente sobre un tema religioso. Hasta los padres graves de la pasada era romántica, los Hartzenbusch, los García Gutiérrez, los próceres como Saavedra y Roca de Togores, y el grandullón D. Juan Nicasio, se descuelgan con su Silva al Sacrificio de Isaac, o con un lindo Panegírico de la Pentecostés en alejandrinos. ¿Qué es esto más que una señal de los tiempos? No vivirían los poetas si no se arrimaran a los pesebres del Estado, y como el Estado es hoy manos y pies invisibles del cuerpo de la Iglesia, que tiene su visible cabeza en Roma, todos los jóvenes y viejos que andan por el mundo con una lira a cuestas, o la tocan para Dios y los Santos o no comen... Vea usted por dónde yo he resucitado mis antiguas debilidades poéticas; desempolvo mi lira y poniéndole cuerdas nuevas, me lanzo a tocarla con plectro y todo, y endilgo mi Canto Épico al Centurión Cornelio... En la invocación a la Musa Cristiana para que me sople, doy a entender que de aquel romano Centurión procede mi familia, y que por ello estoy obligado a cantarle con tanta gratitud como entusiasmo y fe. En La Patria podrá usted leer mi Canto Épico. He preferido este periódico porque es el que viene pegando fuerte a Narváez, Sartorius y a toda la fracción caída, que ha tenido en tal desamparo a la religión y sus ministros. ¿Ha leído usted lo que dice del donativo que hizo la Reina a Narváez?

-No leo periódicos, D. Mariano, ni me importa lo que digan.

-Pues el regalito fue de ocho millones, para que pudiera vivir con decorosa independencia el hombre que... Hoy hablaban de esto en la Puerta del Sol, y allí hubo quien, echando fuego por los ojos y ácido prúsico por la boca, hizo la cuenta del número de cocidos que con esos ocho millones se podrían poner en un año, para los tantos y cuantos españoles que se pasan la vida ladrando de hambre...».

Cansadas del insufrible lamentar de aquel mendigo de levita, Lucila y Domiciana le miraban esperando un punto, o punto y coma, en que pudieran meter cuña para despedirle. «Hermano Centurión -dijo al fin la cerera-, acabe ya y déjenos, que tenemos que hablar las dos de nuestras cosas, y con su salmodia nos ha levantado jaqueca.

-Como benemérita plaga española que soy, Hermana Domiciana, no tiene usted más remedio que sufrirme... No puedo retirarme mientras no ponga en conocimiento de usted algo que debe saber, y para que lo sepa he venido hoy aquí.

-¡Pues hubiera empezado por eso, Santa Bárbara!

-¡San Caralampio! Yo empiezo por el fin y acabo por el principio, a causa de tener mi pobre cerebro del revés, como es uso entre cesantes... Vamos al caso: usted sabe que la Madre Patrocinio bebía los vientos por destituir al señor Patriarca de las Indias, D. Antonio Posadas Rubín de Celis... Nunca le perdonó a este señor que se burlara de las llagas, y las calificara, como las calificó, de farsa indigna de una nación católica... El odio de Su Caridad levantó gran polvareda contra el Prelado, por si era o no era de la cáscara amarga. Se decía que en 1823, gobernando la diócesis de Cartagena, renunció la mitra y se fue a la emigración por no bajar la cabeza ante el absolutismo... Esto le imputaban, y de tal modo atronaron los oídos del Rey y de la Reina, que al fin... usted lo sabe... le largaron el cese al Patriarca, y en su lugar fue nombrado D. Nicolás Luis de Lezo, confesor de la Reina Madre, el cual, se endilgó la sotana morada, antes que de Roma vinieran las Bulas... Usted sabe que lo que vino de Roma fue un soberano rapapolvo desaprobando todo lo hecho, y confirmando en su puesto al Sr. Posada y Rubín de Celis... Usted sabe que...

-Ya me está usted estomagando con si sé o no sé -dijo Domiciana-. Lo que yo sepa o ignore no es cuenta de nadie.

-Todo el mundo sabe que el Sr. Lezo, a pesar del rapapolvo, siguió con su capisayo morado, tan guapín, olvidando que ni es Obispo ni nada. Nuestra graciosa Reina, que de niña era muy salada, puedo dar fe de ello, y de mujer es la sal misma, le puso a D. Nicolás Luis un mote graciosísimo... usted lo sabe: el Obispo de Farsalia...

-Bueno, ¿y qué?

-La señora Madre aguantó el cachete, por venir de Roma, y esperó; el señor Patriarca, ya muy viejecito, no podía ser eterno... Al fin se lo ha llevado Dios: ya está vacante el puesto. Y ahora, Hermana Domiciana, yo le pregunto a usted por si quiere decírmelo: ¿Sabe quién será el nuevo Patriarca?

-No lo sé, ni aunque lo supiera se lo diría.

-Porque la Reina Cristina hace hincapié por su candidato, el de Farsalia; el Infante D. Francisco se interesa por el Padre Cirilo... y el Gobierno... Esta es la noticia que le traigo a usted, noticia que aparejada lleva una preguntita. El Gobierno propone al señor D. Joaquín Tarancón, Obispo de Córdoba, que, como he dicho antes, es tío de la señora Abadesa de la Encarnación. Me consta que una gran parte de lo que podríamos llamar elemento eclesiástico vería con gusto al Sr. Tarancón en el Patriarcado de Indias, y yo... no le digo a usted nada: casi, casi es mi pariente... Pues ahora viene la pregunta: ¿Sabe usted quién es el candidato de la Madre? Porque yo me pongo a discurrir y digo: 'O hay lógica o no hay lógica. Si un Gobierno que tiene por dogma la perfecta obediencia a las soberanas voluntades que nos rigen, se lanza a proponer a Tarancón, ¿no quiere esto decir que Tarancón es grato a la Madre, y por ende a la Hija, o en otros términos, que Tarancón es el candidato del Altar y el Trono, como decimos los ultras?...'. Con que, Hermana Domiciana, dígame si esto que pienso es la verdad, o si me falla la dialéctica; dígamelo, y hará un gran favor a un padre de familia con mujer y siete criaturas. ¿Es D. Joaquín Tarancón candidato de la Madre?... Porque si lo es, Patriarcam habemus».

Nerviosa y un tanto descompuesta le contestó Domiciana que no tenía nada que contestarle ni que decirle, como no fuera que tomara la puerta y se largase con sus historias a la del Sol, o a cualquier mentidero. Lastimado en lo vivo D. Mariano, levantose afectando dignidad y dio algunos pasos hacia la salida. Mas no quiso irse sin venganza de aquel desprecio: calose el sombrero, requirió las solapas del levitón, y en actitud un tanto estatuaria, con temblor de la mandíbula y ronquera de la voz, se dejó decir: «Por no ser amable y franca, usted pierde más que yo, porque no le doy una noticia tremenda... noticia de un suceso reservado, que lo será por algún tiempo todavía... suceso... noticia de un valor que usted no puede figurarse... y que ignora todo Madrid, menos unos cuantos... y yo. En castigo, no se lo digo, no. Fastídiese, rabie.

-¿También de monjas y Patriarcas?

-No... Es cosa militar... -dijo Centurión escurriéndose a lo largo del pasillo-. Cosa militar... gravísima... y no lo sabe... Fastidiarse...».

Domiciana corrió tras él murmurando: «Hermano, aguarde, oiga...».

Pero, él, impávido, desapareció en la obscuridad de la angosta escalera repitiendo: «No digo nada, nada... Fastídiese, rásquese... Cosa militar...».