Los duendes de la camarilla/21
La cerera, que nunca se acostaba de día aunque hubiera hecho noche toledana, habíase despojado de sus ropas mayores, quedándose en las menores, que reforzó con un desabillé holgadísimo en forma de brial, de lana azul guarnecido de seda negra. Quitado el corsé para que los pechos descansaran en libertad, estirándose a su gusto, y sustituido el calzado duro por las blandas chilenas rojas, se acomodó en un sillón de su alcoba. Al poco rato, medio pensando en lo pasado, medio imaginando lo futuro, empezó a descabezar un sueñecillo... En él estaba cuando hirió sus oídos el ligero son rasgado de la cerradura de abajo... se estremeció; abrió los ojos, los volvió a entornar, diciéndose: «Es Ezequiel que cierra... Le mandé que cerrara».
Al oído de la señora adormilada no llegó ruido de pisadas gatunas en la escalera y pasillo. Más que por efectos de sonido, por efectos de luz se le sacudió aquel sopor. La menguada claridad solar, como de entresuelo, que alumbraba el gabinete, a la alcoba llegaba tan reducida, que si la interceptaba en la puerta un cuerpo de persona, era casi nula. La obscuridad que proyectó el bulto de Lucila fue para la cerera un brusco despertador que le dijo: «Despabílate, que hay moros en la costa».
Dudó por un instante la exclaustrada si era realidad o sueño lo que veía. Conoció a Cigüela, como a un espectro ya familiar; mas como era espectro nada le dijo; no hacía más que mirarlo, aterrada, esperando que se desvaneciera... que al fin los espectros, después de asustar un poco, acaban por desvanecerse. «¿Duermes, Domiciana? -dijo Lucila avanzando, y la voz de la guapa moza sonó con tan extraña alteración de su timbre ordinario, que la cerera la desconoció. La voz de esta sonaba también muy a hueco, al decir tras una breve pausa: «Lucila, ¿eres tú?»
-Yo soy. ¿Ya no me conoces? -murmuró Lucila con la misma voz de secreteo lúgubre-. ¿Creías que me había muerto?».
Ya no hubo duda para Domiciana. Lo que veía no era espectro, sino persona. La realidad de esta poníala en el duro caso de afrontar la situación para ver de sortearla. No había escape. Era Lucila, en su propio ser, y a juzgar por el tono y por la forma insidiosa de su entrada en la alcoba, seguramente venía de malas. Domiciana tuvo miedo... El miedo mismo le sugirió el empleo de frases de concordia, fingiendo naturalidad: «Mujer, qué cara te vendes... Siéntate... Pensaba ir a verte... Yo muy ocupada, hija.»
-Para que no te molestaras he venido yo -dijo aproximándose Lucila-. Necesitaba preguntarte una cosa... una cosa que se te ha olvidado decirme, ya supondrás... Acortemos conversación. Vengo a que me digas dónde está Tomín».
Había previsto Domiciana la tremenda reclamación de su amiga. Quiso hacer frente al conflicto por medio de fórmulas evasivas, de expresiones conciliadoras, de paliativos mezclados con promesas... El gran talento de la cerera se equivocó por aquella vez. «Ven aquí... hablaremos... ¡Pobrecilla...! Te contaré -le dijo levantándose, en actitud de llevarla al gabinete.» «No, de aquí no sales... aquí hablaremos todo lo que sea preciso -contestó Lucila deteniéndola con mano vigorosa. En aquel momento, viendo más cerca el inmenso peligro, la cerera evocó su sangre fría para sortearlo, ya que no pudiese acometerlo de frente. ¿Por qué no hemos de salir a la sala? Allí estaremos mejor... Bueno, pues si quieres... aquí... Verás... Me alegro de que hayas venido, porque así...».
Lucila, mirándola frente a frente, y poniéndole la mano en el pecho, le soltó con voz iracunda toda la hiel de su alma: «Mala mujer, dime al momento dónde está Tomín... Quiero saberlo... Vengo a saberlo... No me voy sin saberlo... Y como te niegues a decírmelo, Domiciana... te mato».
Creyó Domiciana que el te mato era un decir, pues arma no veía... «Mujer, no escandalices -le dijo-. No hay para qué tomar las cosas de esa manera. Yo te explicaré... Pero sosiégate... no escandalices».
Con sólo un ligero impulso de la mano que Lucila le había puesto en el pecho, Domiciana dio un paso atrás y cayó en el sillón. «Si no escandalizo... y aunque escandalizara, aunque tú chillaras, no te valdría. He cerrado con llave la puerta, y no vendrán a defenderte... Porque yo te mato, Domiciana; he venido a matarte... siempre y cuando no me contestes a lo que te pregunto: ¿Dónde está Tomín? Porque tu amiga, la que conociste cordera, es ahora leona. Días hace que toda la sangre se me ha subido a la cabeza... Yo era buena; tú me has hecho mala como los demonios... Al infierno voy; pero tú por delante...»
-¡Lucila, por Dios...!
-¡Traidora! Tú me has enseñado la maldad, y como traidora entro también en tu casa... Por mala que yo sea, no seré nunca tan mala como has sido tú conmigo, tú, que me has engañado con limosnas y con palabras de cariño para entontecerme y robarme lo que es mío... lo que nunca será tuyo... vieja ladrona.
-¡Lucila, Lucila...! -exclamó la cerera cruzando las manos, abrumada.
-Me has robado lo que no podías tener más que por el ladronicio... porque soy joven, soy hermosa, y vale más un cabello mío que toda la fisonomía de tu rostro sin gracia, y más sal echo yo de una mirada que tú de todo tu cuerpo y persona de animal en celo... Monja salida, hembra sin corazón, boticaria, intriganta, encomiéndate a Dios, sí no me contestas al instante».
Diciendo esto, de entre los pliegues de un manto de talle que llevaba cruzado sobre el pecho, sacó un largo cuchillo de afilada y espantable punta. Vio Domiciana la hoja que brillaba como un rayo, vio la vigorosa mano que empuñaba el mango, y se tuvo por perdida. Encomendó a Dios su alma... Mas en aquel instante, el poderoso talento de la cerera y el grande esfuerzo de voluntad que hizo concurrieron a darle una fuerza resistente ante la agresiva fuerza de su rival, ciega, disparada, fácil de desarmar con una palabra y un gesto que la hirieran en lo vivo.
Con un inspirado grito en que puso toda su alma, detuvo Domiciana el impulso trágico, y fue así: «Lucila, amiga y hermana, no mates a una inocente. Cálmate, y sabrás... lo que quieres saber del hombre que te adora». La vacilación de Lucila en el momento de oír esto fue la primera ventaja de la cerera, débil ventaja, pero que habría de ser más considerable si aprovecharla sabía. Para ello necesitaba Domiciana condensar en un punto toda su voluntad, dirigiéndola con el soberano talento que le había dado Dios. Por lo que hasta aquí se conoce de la vida de esta mujer singular, se habrá comprendido que eran extraordinarias su penetración y astucia. Poseía en alto grado el sentido de las circunstancias, el repentino idear y el rápido resolver ante un conflicto. Si estas cualidades bastaran para gobernar a los pueblos, habría sido Domiciana una gran mujer de Estado... Pues en aquel inminente peligro, la hoja desnuda en la mano de Cigüela, el alma de ésta embravecida, vio que entre la vida y la muerte había menos espacio que el grueso de un cabello, y menos tiempo que la duración de un relámpago. Relámpago fue este razonamiento: «Muerta soy si me achico... Sálveme mi entereza... Sálveme medio minuto de talento mío y de vacilación de ella». Prosiguió en alta voz:
-Déjame que hable, y mátame después si quieres. Yo no temo la muerte... Sé morir por la verdad... ¿Qué es eso de matar sin oír? Mis explicaciones han de ser largas.
-Pues abrévialas todo lo posible. ¿Dónde está Tomín?».
Repitió la pregunta con menos fiereza que la primera vez. Otra ventaja pequeñísima de la cerera; pero ventaja... Rápidamente la aprovechó, como perfecto estratégico. «¡Pobre Cigüela! veo que tu amor por Tomín no desmerece del que él te tiene a ti...». Lucila la miró perpleja sin mover la mano en que el arma tenía. Con genial inspiración, Domiciana hizo un quiebro repentino, caudillo que ordena un movimiento de sorpresa. «Oye una cosa, y espérate un poquito, si de veras es tu intención matar a tu amiga, que tanto te ama: ¿Verdad que todo tu furor es porque han pasado mucho días sin que yo te viera, sin que yo te llamara...? Dímelo, confiésalo... ¿Verdad que es por esto?»
-Huías de mí porque yo era tu conciencia, porque me tenías miedo, porque el mirarte había de ser para ti como si Dios te mirara, porque tienes el alma negra, y los malos como tú no quieren que les vean los buenos, los engañados, los burlados. Habla pronto, respóndeme a lo que te pregunto... Mira que estoy frenética, mira que no te dejo hasta que me digas lo que sabes, o me entregues tu sangre, toda tu sangre».
Desventaja de Domiciana, y no floja. Vio el punto culminante del peligro, la muerte, y acudió con un recurso heroico y de extrema agudeza. Necesitaba para emplearlo de un valor casi sobrehumano y de un fingimiento de serenidad que era el supremo histrionismo. Pero no había más remedio. Se trataba de no perecer. «Bestia -dijo abriendo los brazos y mostrando indefenso su pecho-, si quieres matarme, aquí estoy. Ni sé ni quiero defenderme... ¿Para qué sirve esta miserable vida humana? Para ver tanta infamia, tanta ingratitud... para que las personas que miramos como hermanos quieran asesinarnos...»
-Hermana te fingiste, pero no lo eras -dijo Cigüela con pérdida de energía.
-Y ahora resulta que soy mala -prosiguió Domiciana con avidez de aumentar la pulgada de terreno que la otra le diera-. ¡Mala yo, que a ti y a Gracián favorecí; mala yo, que a él le he salvado la vida, no tanto por él como por ti, sabiendo que te ama; mala yo, que no miro más que a conseguir que se case contigo...!».
Excediose un tanto en la maniobra lisonjera, y de este exceso tomó ventaja Lucila, que aunque muy crédula en situación normal, en aquella tiraba instintivamente a la desconfianza. «Domiciana -dijo apretando el mango del cuchillo-, si crees que ahora jugarás también conmigo, te equivocas... No vengo por dedadas de miel, sino por verdades. Las verdades te las sacaré de la boca, o te dejaré seca... Soy mala ya... y no perdono.
-Lucila -replicó la otra con rápido pensamiento-, ¿cómo he de decirte verdades si no quieres oírme? Para decirte las verdades necesito hablar, referirte muchas cosas. Te juro por lo más sagrado que nunca dejé de quererte, ni de interesarme por ti... ¿No lo crees? Peor para ti y para tu alma. Yo tengo mi conciencia tranquila; no temo la muerte; pero por mucha que sea mi serenidad, ¿cómo quieres que hable y me explique, en cosas tan delicadas, viendo delante de mí un puñal, y oyendo decir te mato, te mato? Una cosa es no temer la muerte, y otra es el asco de ver una derramada su propia sangre, y la dentera que dan esos cuchillos, y el ver a una persona tan querida poniéndose al nivel bajo de los matachines y rufianes, de la última gentuza del Avapiés... Mujer, si eres realmente mala, no lo parezcas mientras estés delante de mí.
-Si quieres que yo te crea, explícate pronto -dijo Lucila perdiendo a escape terreno-. Te da miedo el cuchillo. ¿Pues no me dijiste 'mátame'?
-Sí: yo acepto la muerte... Pero mi resignación al martirio no me quita la repugnancia de verte como una chulapona, como una maja torera de las más indecentes...».
Comprendiendo con segura perspicacia el efecto que hacía, apretó de firme en esta forma: «No me espanta el odio, no temo el extravío ni la locura de un enemigo; rechazo, sí, las malas formas, la grosería, la chabacanería, la estupidez bajuna. No puedo acostumbrarme a verte a ti, tan linda, tan señorita de tu natural, convertida en gitana asquerosa, en charrana mondonguera, tan diferente a ti misma... No puedes hacerte cargo, hija mía, de lo ridícula que estás, y de lo repulsiva y fea...»
-No te cuides tanto de como estoy, y contéstame, Domiciana -dijo la guapa moza apoyando en la cama la mano en que tenía el cuchillo-. A mí no me importa estar fea o bonita, pues sólo quiero ser justiciera.
-¡Justiciera, y empiezas por amenazar antes de oír!
-Amenazo; pero eso no quiere decir que no escuche. Si para explicarte con claridad es estorbo el cuchillo, aquí lo dejo... ya ves...
-Está bien -dijo Domiciana, que sin mirar la mano vio el arma muy distante de esta-. ¡Si para matarme tienes tiempo! Pero no lo harás, pobrecilla, porque con lo que voy a decirte quedarás convencida y te avergonzarás de haberme ofendido bárbaramente.
-Domiciana -dijo Lucila sin darse cuenta del progresivo enfriamiento de su furor homicida-, loca entré en tu casa, y tú vas a volverme más loca de lo que vine... Dices bien: tengo tiempo de matarte. Como yo vea que me burlas, de mí no escapas. Te lo juro, por Dios te lo juro, que si hay justicia en el cielo, también debe haberla en la tierra. Dejo el cuchillo y te escucho.
-No basta que lo dejes; es menester que arrojes lejos de ti lo que deshonra y mancha tu mano honrada -dijo Domiciana cogiendo el arma con rápido movimiento, y arrojándola por detrás de la cama, próxima a la pared. Sólo de esta la separaba el preciso espacio para que el cuchillo, lanzado con ojo certero, cayese al suelo en lugar donde Lucila no podía recobrarlo fácilmente, porque bajo el lecho hacían barricada infranqueable un cofre chato y dos cajas de ingredientes químicos.