Los duendes de la camarilla/22

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Desarmada Lucila, Domiciana se vio salvada, y celebró mentalmente su triunfo sin dar a conocer su alegría. Menos cauta la otra y de escaso talento histriónico, dejó ver su desconsuelo por la distancia entre su mano y el arma. «Me ha cortado la acción: ya no me tiene miedo -dijo para sí clavando sus miradas en la cerera-. Pero no le vale... La mataré otro día si me engaña, para que no engañe a nadie más».

Recobró Domiciana el timbre neto de su voz, de la cual solía decir Centurión: «Es dulce y dura como el azúcar piedra». Con dureza dulce, dijo la exclaustrada: «Amiga querida, debiera yo ser un poco severa contigo, pues lo que has hecho, en verdad que no te recomienda; pero te quiero tanto, que sin sentirlo me voy al perdón... Ahora sabrás, ahora te contaré... verás quién es y cómo se porta esta tu amiga, esta mala mujer, a quien querías matar...». Dejó el sillón con ademán de vencer la pereza, y cogiendo del brazo a Lucila le dijo: «¿No te aburres de esta obscuridad?...». La guapa moza, sacudiéndose el brazo, siguió detrás de Domiciana, que al pasar al gabinete ampliaba la frase: «La obscuridad me entristece, y tú más... con tus tonterías. Ven acá. Sentémonos aquí, y despéjense nuestras cabezas...».

Los pocos pasos que había entre alcoba y gabinete llevaron a Domiciana desde el mundo del miedo al de la seguridad. La luz benéfica, el ruido de la calle, la confortaron, como conforta la realidad después de oprimente pesadilla. La idea del tremendo peligro pasado aún estremecía sus carnes; el recuerdo de cómo lo conjuró con un prodigioso rasgo de inteligencia la colmaba de vanagloria. «¡Qué lista soy! -se dijo-. He sabido engañar a la misma muerte, que ya me tenía cogida. Con la argolla al cuello, he convencido al verdugo... para que se estuviera quieto y no apretara... Si esto no es talento, que venga Dios y lo vea».

Al pasar de la penumbra del dormitorio a la luz del gabinete, tuvo Lucila clara conciencia de que Domiciana, con heroica maña más potente que la fuerza heroica, se había hecho dueña del campo de combate. Mas no por esto se acobardó la moza, que firme en su plan justiciero esperaba llevarlo adelante de una manera o de otra. ¿Y por qué había de ser la muerte el mejor instrumento de justicia? ¿No había instrumentos más eficaces que realizaran el fin de justicia sin manchar la mano del juez? Pensando en esto y antes que la exclaustrada rompiera el silencio, le dijo: «Si has tenido arte para desarmarme, no creas que te libras de mí. Por lo ocurrido en tu alcoba se ve bien claro que no soy mala, que me doy a razones, y que si entré a matarte fue por arrebato y furia de venganza... cosa natural... Una es mujer, es una joven... tiene corazón, sangre... Bueno: pues te digo con toda franqueza que si motivos tengo muchos para odiarte, también te debo gratitud, no por los socorros de aquellos días, que eran traicioneros como el beso de Judas, sino por lo de hoy... Tú, por tu defensa, me has quitado de la cabeza el matarte, que habría sido grande atrocidad, un bien para ti porque te ibas al descanso, al Purgatorio quizás, puede que al Cielo, y mal para mí, que ya estaba perdida, y la cárcel, quizás el palo, no había quien me lo quitara...».

Con lástima la miraba ya la cerera. «¡Cuitadilla! -dijo para sí-. Ya no tiene más arma que estas teologías que ni pinchan ni cortan. Se deja coger como una pobre pulga, y si quiero la estrujo entre mis dedos».

Lucila prosiguió así: «Domiciana, más baja te veo despreciada que muerta.»

-Y yo te digo que lo mismo te quiero alucinada que con sentido -dijo la otra trasteándola con suprema habilidad.

-Pues si me devuelves el sentido, si con razones y explicaciones que vas a darme me convences de que eres buena y de que yo no he sabido comprenderte, la que quiso matarte te pedirá perdón... será capaz... si fuese menester... de dar la vida por ti...».

Y Domiciana, mirándola y moviendo la cabeza con acento de maternal tolerancia, se regaló a sí misma este mudo juicio acerca de su rival: «De esta simple haré yo lo que quiera. Alma de Dios, corazón inocente, toro que obedece al trapo... tú sola te amansas, tú sola te entregas... Consérveme Dios la inteligencia para con ella merendarme a estos corazones arrebatados...». Y luego, en alta voz: «Lucila, hermana mía, yo no te ofendí; yo no soy responsable de que se desapareciera Tomín. Sobre el poder que yo tenía y tengo, se levantó cuando menos lo pensábamos, un poder superior... Siéntate, ten calma; no te impacientes. Yo, de algunos días acá, estoy mal del pecho... no sé qué me pasa... Tengo que tomar aliento a cada cuatro sílabas... y si hablo mucho rato sin parar, me quedo como ahogada...».

Estas últimas indicaciones no tenían más objeto que ganar tiempo. Después del gran esfuerzo intelectual para esquivar el inmenso riesgo de morir asesinada, la cerera necesitaba de un colosal derroche de inteligencia para levantar el artificio de figurados hechos ante el cual se desplomaran los agravios de Lucila; érale preciso construir una historia y presentarla luego con tal riqueza de lógicos razonamientos y tal encanto narrativo, que a la misma verdad imitase y a la misma incredulidad convenciese. Esto, ni aun para tan hábil maestra del pensamiento y de la palabra era cosa fácil: necesitaba serenidad, algo de reflexión de filósofo, algo de inspiración de artista, y para estos algos hacían falta los del tiempo... Favorecida por el Cielo aquel día, cuando acabó de decir que la fatigaba el mucho hablar llamaron a la puerta de abajo. Esto fue muy de su gusto; contaba ya con que alguien de la familia echase de ver que la puerta estaba cerrada por dentro, y llamara con alarma impaciente. Así fue: arreciaron los golpes. Domiciana dijo: «Mira en qué ocasión vienen a interrumpirnos. Ahora caigo en que cerraste la puerta. Más vale que abras, pues si no, se asustarán, y con razón. Creerán lo que no es, y... hasta puede suceder que echen abajo la puerta». Vaciló Cigüela. ¿Pero qué hacer podía la infeliz más que abrir? A merced estaba de su enemiga.

Entraron y subieron D. Gabino y Ezequiel, inquietos, y anticipándose a sus manifestaciones, Domiciana les dijo: «Mandé a esta que cerrara porque teníamos que hablar, y me sabía muy mal que nos interrumpieran. ¿Quién ha venido?»

-Ha estado el amigo Centurión -dijo el cerero recobrando su tranquilidad-, pero se ha cansado de esperar...

-Y ahí tienes el coche; viene a buscarte -anunció el mancebo, que dirigía las locuciones a su hermana y las miradas a la hija de Ansúrez.

-Tengo que vestirme. Lucila, ¿has visto que vida llevo? Apenas descanso un ratito, ¡hala otra vez!

-Si comes tú en Palacio -dijo D. Gabino acaramelando la mirada-, Luci comerá con nosotros.

-Quería yo llevarla conmigo. Pero si ella prefiere quedarse... ¿Verdad que está Cigüela más guapa?

-En la guapeza de esta joven no cabe más ni menos. Es como la bondad de Dios -declaró D. Gabino, reblandeciendo la expresión de sus ojos, que eran manantiales de ternura, y alargando la boca, húmeda como el hocico de un becerro-. Si Cigüela come con nosotros, traeremos dos platos de casa de Botín, y de la pastelería huevos moles o huevo hilado, lo que a ella más le guste».

Encandilado, moviendo los brazos en forma de un batir de alas de ángel, Ezequiel aprobaba con mudo entusiasmo.

-Mucho se lo agradezco, Sr. D. Gabino -dijo Lucila-; pero... Otro día comeré con ustedes. Hoy no puede ser. ¿Verdad, Domiciana?

-Hija mía -dijo la cerera con admirable afectación de cariño-, tú dispones lo que gustes. Has reconocido hace poco que soy para ti como una hermana, como una madre... Después que hablemos otro ratito, quédate a comer. Estás en tu casa».

Oyendo esto, no sabía Cigüela si admirarla por su ingenio, o tronar indignada contra tan cruel ironía. Pensó que sería justicia y además un desahogo muy placentero, arrancarle el moño y chafarle los morros de una o más bofetadas. En un tris estuvo que lo intentara. Midió la acción y vio que cabía perfectamente dentro de sus facultades, pues le bastaban las manos para despachar a la cerera, reservando las extremidades inferiores para D. Gabino, a quien tiraría al suelo de una patada. A Ezequiel le derribaría sólo con el aire que hiciera en toda esta función. Mas para esto siempre había tiempo. Convenía esperar...

En aquel punto entró la asistenta que a la familia servía, mujer de gran talla, bigotuda, con todo el aire de un cabo de gastadores, y después de un breve saludo al ama, llevando consigo el cesto de la compra ya repleto, se fue a la cocina. Creyérase que Domiciana, viéndose asegurada por aquella guardia formidable, recobraba en absoluto su tranquilidad. Despidió a su padre y hermano, encargándoles que a nadie dejaran subir, y sintiéndose bien custodiada y defendida, pues el son del almirez le sonaba como los tambores de un ejército próximo, dedicose a su vestimenta con todo sosiego. Quedó la otra en el gabinete, mientras la cerera trasteaba en la alcoba, donde lo primero que hizo fue sacar el puñal del abismo en que había caído y esconderlo en lugar seguro. Lucila la vio salir risueña apretándose el corsé, y sin decir nada la ayudó en aquella operación. En este tiempo, pudo la exclaustrada levantar en su fecundo caletre el andamiaje de la soberbia historia que tenía que construir, y apenas encaró con su enemiga, echó en esta forma los que a su parecer eran sólidos cimientos:

-Tomín fue apresado por la policía y encerrado en Santo Tomás. Yo lo supe un día después... ya puedes figurarte mi disgusto... Naturalmente, acudí al instante. No me permitieron verle.

-¡Domiciana, por la salvación de tu alma -exclamó Lucila con solemne acento-, por las promesas de Nuestro Señor Jesucristo, en quien tú y yo creemos y esperamos, aunque seamos pecadoras, dime la verdad! ¿De veras no has visto a Tomín? Júramelo, júrame que no le has visto...

-Aguárdate, tonta, y no precipites mi relación. He dicho que no le vi en aquel momento; luego sí... Ten paciencia. Decía yo que acudí a salvarle. No conté contigo porque estabas enferma. ¿A qué aumentar tu desazón, tu desconsuelo?... Habría sido matarte... Pasaron dos días en mortal ansiedad. Supimos que se trataba de aplicar al pobre Capitán la pena terrible... ¿sabes? la sentencia del Consejo de Guerra. Tres señoras, tres, éramos a pedir misericordia por él. Doña Victorina y yo... y la de Socobio, que se nos agregó el segundo día... Eufrasia, hoy marquesa de Villares de Tajo: no la conocerás por este nombre.

-La Socobio -dijo prontamente Lucila-, conspiró hace dos años por los del Relámpago.

-Pues ahora conspira por Narváez; es el más firme apoyo del Espadón en la Camarilla de la Reina... Sigo contándote. Al tercer día, después de haber hablado con O'Donnell, que nos dio seguridades de que no sería fusilado el Capitán, fui a ver a este... Doña Victorina no podía ir; fui yo sola.

-¡Y le viste...!

-Le vi... y entre paréntesis, como me habías ponderado tanto su hermosura, y creía yo encontrarme con un Adonis, o con el dios Apolo, la verdad, no vi en él nada de particular... un hombre como otro cualquiera. Entré... Con él estaba la Socobio, que sin darme tiempo a exponer lo que me había dicho O'Donnell, saltó y dijo: «Ya no tiene usted que ocuparse de nada. Yo lo arreglo todo... Es cosa mía...»

-¿Y Tomín?

-En el corto rato que allí estuve, no habló más que de ti... En pocas palabras me dio las gracias por los favores que os hice, y luego: ¿qué es de Lucila, qué hace Lucila... está buena Lucila?... y vuelta con Lucila. Bien echaba por los ojos el amor que te tiene.

-¿Y después...?

-Volví al siguiente día... Dijéronme que el Capitán estaba libre... Había ido por él la Socobio, y se le había llevado en su coche... ¿A dónde? Esta es la hora que no he podido saberlo».