Los duendes de la camarilla/31

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Hízose todo conforme a programa. Media hora llevaba la moza de invocar al Santísimo, a la Virgen y a todos los Santos, con fervoroso rezo, para que en aquella terrible incertidumbre le concedieran el consuelo de la verdad, cuando vio entrar a Ezequiel. Venía muy abatido, la consternación y el miedo pintados en su angelical rostro. Con ansioso mirar le devoró Lucila, y como notara en él cierta dificultad para la articulación de la palabra, le sacudió el brazo, diciéndole: «Habla pronto, tontaina... ¿qué has visto?»

-Nada -balbució el cererillo-. Siento no traerte... no poder decirte... Lucila, no me quieras mal porque no haya sabido... No pude, Lucila... Tú sabes qué genio gasta Domiciana... Llegué, llamé... Déjame que tome resuello. Del disgusto no puedo respirar... Pues...

-En fin -dijo Lucila a punto de estallar en cólera-, que no has hecho nada... que has sido un ganso, un idiota, un avefría...

-Déjame que te cuente... Abriéronme la puerta, y cuando yo estaba diciéndole a la criada que me abrió si podía ver a mi hermana, salió... ¿quién creerás que salió?

-¿Quién, quién, pavo del Paraíso?... Acaba pronto.

-Domiciana; y apenas había yo abierto la boca para decirle... lo que tenía que decirle, me la tapó con estas palabras que me dejaron yerto: «¿No te he dicho que aquí no tienes que venir para nada? ¿Harás alguna vez lo que yo te mando? ¿No comprendes que si te digo: 'Ezequiel, haz esto', tu deber es callar y obedecerme?». Y diciéndolo, me cogía por un brazo y me ponía de la puerta afuera... Yo no sabía lo que me pasaba.

-Vámonos de aquí -dijo Lucila, que se sintió leona, y temía que su furor estallara en el recinto sagrado. Agarró al mancebo por un brazo, y tirando de él, más bien arrastrado que cogido, le sacó a la calle. Torciendo hacia el Sacramento, Ezequiel proseguía: «Me despidió con un tira y afloja de palabras tiernas y de amenazas. 'Hermanito mío, ¿qué más quisiera yo que tenerte siempre a mi lado? Algún día será, y ese día no está lejos... Esta casa no es mía, y no siendo mía, menos puede ser tuya... Vete corriendo por donde has venido, y que no te vea yo por aquí, mientras no se te llame... Adiós, y a casa... Anda, hijo, anda'. Esto me dijo, y yo... Lucila, perdóname por no haber podido hacer tu encargo... Yo no sirvo, yo no sirvo para esto... No he cumplido, y debo devolverte los besos que me diste».

Llegaban ya a la Plazuela del Cordón. Despechada Lucila y fuera de sí, viendo que el cererillo aproximaba su rostro al de ella en ademán de besarla, le rechazó con vigoroso empujón, diciéndole: «Sinvergüenza, vete de ahí... Déjame, pavo de agua... ¡Vaya que atreverse...! ¡Si te ve mi marido...! ¡no era puntapié...!».

El pobre chico permanecía frente a ella, suspenso, afligido... Mirándola con inmenso desconsuelo, sus labios se plegaron, se llevó los cerrados puños a los ojos. «Echa a correr para tu casa, mostrenco -dijo la moza amenazándole con la mirada fulgorosa y con el gesto-. Vete, vete, si no quieres que te lleve yo por delante, sacudiéndote el polvo de las costillas...». Apenas dijo esto, y viendo la humildad y amargura del pobre muchacho, aquel noble corazón que fácilmente pasaba del arrebato fogoso a la piedad entrañable marcó un movimiento de compasiva aproximación al pobre cerero. «Hijo mío, perdóname -le dijo-. Como estoy tan rabiosa, he descargado contigo, que no tienes culpa... Vaya, no llores... Ya me pagarás los besitos otro día... Aquí no puede ser... Ya ves que pasa gente. Mira: dos señores sacerdotes. ¡Qué dirían...! Ea, a tu casa, y yo a la mía». Sin esperar a más razones ni cuidarse de si Ezequiel partía, se precipitó velozmente por la bajada del Cordón. Ciega y disparada, fue al taller de boteros donde trabajaba su hermano y vivía su padre, dejando a éste recado urgente de que se avistara con ella en su casa lo más pronto posible. Llamábale con premura sin saber claramente para qué. Su pensamiento desbocado saltaba de las resoluciones más lógicas a las más absurdas; y al propio tiempo, de su mente no se apartaban hechos y personas de grande valor en la vida de la infeliz mujer. La boda estaba próxima, pues corrían los últimos días de Enero, y aquel dichoso acontecimiento se había fijado para el 3 de Febrero, día de San Blas. Como el 3 caía en martes, y en ello no había reparado D. Vicente ni Eulogia, seguramente trasladarían el casorio al miércoles 4. Todo esto pensaba Lucila camino de su casa, haciendo un tremendo revoltijo de las cosas positivas y las imaginarias. «Tengo que componer mi carátula -se decía-, para no entrar en casa tan sofocada. Debo de ir como un cangrejo; mis ojos serán lumbre... Subiré despacio esta cuesta, y luego, al llegar a Puerta Cerrada, compraré los clavitos dorados para colgar láminas que me encargó Vicente, y compraré la cinta de seda y la cinta de algodón... ¡Buena se pondrá Eulogia si no llevo todo eso!... ¡Sabe Dios, sabe Dios si llegaré a casarme! Lo que puede suceder, en la mente de Dios está. Dios me depara mi venganza...».

Al entrar en su casa, disimulando lo mejor que pudo su turbación, encontró a Don Vicente con un sacerdote, su amigo y algo pariente, a quien había llevado con propósito de presentarle a su futura. Era D. Francisco Pradel, párroco de San Justo, que se mostró con ella muy amable y le dio mil parabienes. Ya la conocía de verla en su parroquia. Al despedirse aseguró que sería para él muy satisfactorio imponerles el santo yugo... Poco después, de las hidalgas manos del novio recibió Cigüela un alfiler de pecho con cuatro brillantitos y en medio un buen rubí, una pulsera, pendientes con perlitas, y otras joyas lindas y modestas. La gratitud y un temor que de lo hondo le salía inundaron de lágrimas sus ojos. Halconero estuvo a punto de llorar también. Lo que espantaba a Lucila era el miedo de ser ingrata... «Voy creyendo que soy un monstruo -se decía-, y yo no quiero ser monstruo: Señor, justiciera sí, monstruo no».

Con pretexto, ciertamente bien motivado, de probar un cuerpo en casa de la modista, salió al siguiente día con su padre, a primera hora de la tarde del sábado 31 de Enero. Llegando a la calle Mayor, junto a la Almudena, preguntó Ansúrez a su hija si no sería conveniente, ya que de pasear se trataba, bajar a la Tela, donde estaría de fijo tomando el sol el amigo D. Martín. Entre los dos le darían el último tiento. Contestó Lucila que había salido con el propósito de ir a Palacio. Subirían al segundo piso, donde habitaban personas a quienes ella tenía que visitar.

-¿Y tardaremos mucho? -preguntó Ansúrez un tanto receloso.

-Eso sí que no lo sé -replicó ella-. Podremos despachar en un santiamén, o tardar mucho, según...».

Entraron en la Plaza de Armas, por el gran arco de la Armería: con paso no muy vivo, porque Ansúrez iba sin gusto y como si le arrastraran, recorrieron la línea entre el arco y la puerta lateral de Palacio. Vacilaba el celtíbero; su hija le cogió del brazo, y en esto, vieron a un señor que de la Casa Grande salía. Si ellos se quedaron como alelados mirándole, el señor plantado en la puerta, les echó la vista encima con esa curiosidad arrogante y descortés de quien tiene por oficio atisbar las caras para descubrir las intenciones. Era D. Francisco Chico, que por la estatura no merecía tal nombre, viejo, seco y estirado, con patillas bordando la quijada dura, el pelo entrecano, la actitud como de perro que olfatea. Lo más característico de su rostro, lo que le hacía inolvidable para cuantos una sola vez le veían, era la chafadura de su nariz en el arranque de ella, señal indeleble de una tremenda pedrada que le dieron en Miguelturra, su pueblo, por querellas locales de pandilla. Perteneció D. Francisco al bando de los llamados Valerosos, y cumplía como campeón terrible: alguna vez, si a muchos pegó de firme, también hubo de tocarle la china. Del bandolerismo villanesco pasó a las gestas del contrabando, en tierra firme y mar salada, y ya mocetón le metieron en la policía de Madrid, donde llegó por su astucia y su valor indomable al puesto de jefe, que desempeñó más de cuarenta años. Era hombre terrible, de sagaz inteligencia para tan ingrato servicio, y a los poderosos inspiraba confianza, como a los débiles espanto. Llegó a ser al modo de institución, personificando los arrestos insolentes de la Seguridad Pública, y el odio con que el pueblo pagaba las vejaciones justas o arbitrarias que sin cesar sufría.

Quedaron, como se ha dicho, suspensos Lucila y su padre, sin atreverse a dar un paso más, invadidos del terror que Chico infundía: avanzó este hacia ellos con firme paso, y en la forma destemplada que era en él habitual interpeló al celtíbero: «Hola, Jerónimo... ¿se puede saber qué buscas tú por aquí?». Volviole Cigüela la espalda, y se llevó las uñas a la boca para mordérselas. Trémulo, descubriéndose, Ansúrez contestó: «Señor, veníamos paseando, y como uno está tan orgulloso de que nuestros queridos Reyes se alberguen en palacio tan magnífico... nos llegamos a ver y admirar ese gran patio... Y como españoles que adoramos a nuestra Reina, veníamos a visitarla y a echarle nuestros homenajes. Triste pueblo somos, y nuestros homenajes y visitas no pueden ser otros que mirar desde la calle las ventanas del cuarto donde mora la perla de las Reinas.»

-Anda, que pareces la cabeza parlante -dijo Chico, requiriéndole, con el movimiento marcado por su bastón, a que siguiera su paseo por lugar distinto del patio-. Otro que mejor hile las palabras no conozco... ¿Y esta joven es tu hija?». Volviose Lucila hasta darle de cara, pero sin mirarle. «¡Pues no es la niña poco vergonzosa! Anda, ¿qué te han hecho las uñas para que así las maltrates y te las comas?... Bonita eres; pero no hagas mañas, que se te va toda la gracia. Paseen por la Tela, o por la Virgen del Puerto, que aquí no se les ha perdido nada... Jerónimo, mucho cuidado conmigo; y tú, pimpollo, no andes en malos pasos, que voy y se lo cuento al amigo Halconero... ¡Largo!».

Con una mirada, que en Ansúrez infundía más ganas de correr que una carga de caballería, les echó hacia el arco grande. Al paso que tomó Jerónimo hubo de ajustarse Lucila. Miraron hacia atrás, y vieron al temido polizonte plantado en el propio sitio, atento al camino que seguían. «Es mi D. Francisco un águila para las intenciones -dijo Ansúrez medroso-. ¿Qué se habrá creído ese prepotente?... Pueblo somos, pero pueblo honrado, y nada de más haría la Serenísima Señora Reina en permitir que nos llegáramos a su trono para besarle la Real mano». Abrumada bajo la fatalidad, que cruel, o piadosamente, quién lo sabe, atajaba sus propósitos, Lucila no decía nada, y siguió a su padre hasta donde quiso llevarla; llegaron al Cubo de la Almudena, y andando, andando cuesta abajo, por un portillo derrengado pasaron a una especie de alameda, cuyos árboles raquíticos, enanos y sedientos parecían increpar al sol con el gesto rígido de sus ramas desnudas. El suelo blanqueaba de puro polvo. A un lado y otro, en trozos de sillería que hacían oficio de bancos, se veían parejas de soldado y criada, o solitarios y melancólicos paseantes. El sitio era desapacible, sin otros encantos que el espléndido sol, y el despejado horizonte que mirando hacia la parte del río, Casa de Campo y Sierra, se veía. Un cielo claro, limpio, desesperante de extensión azul sin accidente de nubes, coronaba la tristeza luminosa de aquel gran paisaje, del más puro Madrid.

-Mira, mira -dijo Ansúrez a su hija señalándole un bulto negro que subía, figura tan escueta como los enfilados árboles-: aquí tenemos al D. Martín de mis pecados.

-¿Y me trae usted aquí para ver a ese viejo loco...? -dijo Lucila desolada, colérica-. Yo me voy, padre... ¿Por dónde salgo de este páramo indecente, de este Infierno de polvo?

-Aguarda, hija... Ya el Sr. Merino nos ha visto. Viene hacia nosotros».

Acercábase el clérigo despacio, impasible, y su rostro adusto, pomuloso, no expresaba más que el desdén de toda criatura. Su enorme sombrero de teja, chafado y mugriento, obscurecía sus facciones, dándoles un tinte terroso, de adobes viejos caldeados por el sol de cien años. Iba levantando polvo, que le blanqueaba los zapatos y los bajos de la sotana. Recogía el manteo en el brazo izquierdo, y con el derecho hacía un pausado movimiento de sembrador. -Buenas tardes -dijo al ponerse al habla-. Yo bien... ¿y en casa?... ¿Viene la moza de paseo?... Bueno. ¿Con que nos casamos, eh? Y con un hombre rico... No es mala suerte... Aprovecharse, que todo se acaba, y hombres ricos van quedando pocos». Contestó la joven con las palabras precisas para no ser descortés, y se sentó en un pedazo de sillería. Había muchos por allí de forma curva, como pedazos del brocal o pilón de una destruida fuente.

No tenía Lucila gana de conversación, y hasta le enfadaba oír lo que los demás hablasen. No lejos de ella, en otro sillar, se sentó D. Martín; Ansúrez permaneció en pie; y creyendo ver en el clérigo disposiciones a la benevolencia, le instó a que de una vez se clareara, tocante al préstamo, para saber a qué atenerse. «A eso voy, a eso iba -replicó el cura extravagante-; pero antes os diré otra cosa. Ya sabéis... y con los dos hablo, hija y padre... ya sabéis que estamos abocados al cataclismo. Oiréis por ahí que vuelve Narváez. No lo creáis... Narváez no volverá más... El maldito moderantismo es cosa concluida. ¿Quién vendrá? Vendrán todos y no vendrá nadie. ¿Quién mandará, quién obedecerá? Nadie y todos...»