Los duendes de la camarilla/32

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-Si lo que anuncia D. Martín -declaró Ansúrez-, quiere decir que veremos el fin de las rapiñas, bendígale Dios la boca. Pero a mí me dice mi razón natural que la barredera de bolsillos no se acabará mientras vengan tantos inventos nuevos de comodidades y regalo del vivir, porque ellos traen las tentaciones, y los hombres de acá, que han visto cómo triunfan y gastan los extranjeros ricos, quieren ser como ellos. La tierra no lo da, que si la tierra lo diera, todos nadaríamos en la bienandanza; y estando secos los pechos de la gran madre, el hombre fino y agudo, que apetece buena vida porque el cuerpo y hasta la mesma ilustración se lo piden, por ley natural deja crecer sus uñas todo lo que se le merma la voluntad de trabajar. Loco es en España el que fíe del trabajo para vivir a gusto, que de su sudor no ha de sacar más que afanes, y ser el hazme reír de los que manipulan con lo trabajado. Tres oficios no más hay en España que labren riqueza, y son estos: bandido, usurero y tratante en negros para las Indias. Yo de mí sé decir que habiéndome pasado la vida sobre la tierra, echando los bofes, sin fruto, ahora no miro más que a reunir comerciando un capitalejo de mil duros: me basta. Prestando dinero al interés de ciento por ciento, que hay quien lo tome y quien lo pague, hágome con una renta igual a mi principal, que será el mejor alivio de una vejez honrada.

-Alto ahí -dijo D. Martín, saliendo por un instante de su impasibilidad-, que a interés mucho más módico que el ciento, he colocado yo mis ahorros, y todo me lo han quitado los malos pagadores, amparados por la curia maldita... El usurero se cae también a los profundos abismos, como caerán el militar insolente que oprime a la Nación, el contratista que le chupa la sangre, el ministro que ampara tantas contumelias; caerán la hipocresía y la falsedad que han corrompido la honradez y buena fe de la Nación española... y debajo de todos, porque caerá el primero, veréis a Narváez, con toda su infernal caterva de generales... ¿Habéis oído contar las comilonas y orgías de Palacio, y las que el sátrapa daba en su casona de la calle de la Inquisición con el dinero que a manos llenas le regaló Isabel para sus lujos? Pues mientras los cortesanos se hartan en banquetes, el pueblo cena pan seco, y por no tener para carbón, que vale, como sabéis, a catorce reales, no puede ni calentar agua para hacer unas tristes sopas... Desde que tomó Narváez las riendas, España no es más que un laberinto de todos los males, y ahí tenéis al empleado que se merienda al contribuyente, al policía que nos encarcela al menor descuido, y al militar que por un triquitraque saca el chafarote y acuchilla a los ciudadanos. Habéis visto que somos víctimas de tantos vejámenes, atropellos y contumelias; que el robo es la suprema ley, pues no sólo se roban riquezas, sino personas. Los hombres roban la mujer que les agrada, y las mujeres al hombre que les peta. Y la Justicia para castigar estos crímenes ¿dónde está?

-No se ve la Justicia, no se ve la ley -dijo Lucila, que gradualmente se interesaba en la conversación-. Pero la Justicia ha de estar en alguna parte, Sr. D. Martín.

-A eso iba, a eso voy... Coged todos los candiles que hay en el mundo, encendedlos, recorred con ellos el suelo de España buscando la Justicia, y no la encontraréis. Ella y la Verdad se han escondido... y para encontrarlas, más que candiles hace falta otra cosa.

-La Verdad y la Justicia -dijo Ansúrez-, están en el corazón de los poderosos; pero muy escondidas adentro, debajo de pasiones y de mil cosas malas...

-El corazón de los poderosos -agregó Merino agarrándose a la idea del celtíbero-, tiene dentro la Justicia y la Verdad; pero como está tan empedernido, no hay modo de llegar a él para sacar las virtudes. Claro que tienen que salir, porque si no, se acabaría el mundo...

-Peor que acabarse, porque sería el Infierno -dijo Lucila-, y siendo el mundo Infierno, nos condenamos antes de morirnos.

-Condenados los que no delinquimos.

-Condenados malos y buenos: esto no puede ser.

-La Justicia y la Verdad tienen que salir -dijo Ansúrez-; pero ya verán ustedes cómo no salen. Cuando más, asomará una puntita de ellas... A menos que venga un hombre tan grande y tan sabio que sea como redentor que nos manden del otro mundo...».

Sin perder su impasibilidad más que por segundos, D. Martín expresó esta idea: «El hombre que por la Providencia venga destinado a desatar este nudo, ha de reunir en sí solo el mérito que tuvieron Moisés, Numa y Augusto... y aún es poco. Hay que agregar el mérito de Ciro, Semíramis y Alejandro... No sabrán ustedes quién fue Numa, ni quién Ciro y la gran Semíramis; pero poco importa que no lo sepan...».

Ansúrez y Lucila le oían con la boca abierta. «Pienso -dijo el celtíbero-, que al hombre, remediador de los males de España, o sea médico de esta enferma Nación, no podemos imaginarlo reuniendo en un sujeto a todos los talentos del mundo, pues aún sería poco material para formar el gran seso que aquí necesitamos. Imaginarlo debemos como dotado de santidad, de un fuego divino, que no puede encender más que el Espíritu Santo, según reza la Sacra Teología.»

-La Teología -dijo Merino con marcado desdén-, será dentro de mil años no más que lo que es hoy la Mitología para nosotros... ¿Sabéis lo que es la Mitología? Dioses, semidioses y héroes, todos movidos de las pasiones del hombre. Pues en eso concluirá la Teología... El que a España regenere necesitará, más que talento y más que el brillo de la llamada santidad, de un inmenso valor... desprecio de la vida propia así como de las ajenas... Ea, yo me voy...». Dio dos pasos y se paró para completar su pensamiento: «Ese valiente que necesitamos, bien merecerá el nombre de Mesías. Él traerá la Justicia y la Paz. ¿Cómo? Dichoso el que lo vea, y puede que vosotros lo veáis... ¡Paz y Justicia!, amigas siempre inseparables, porque donde no hay justicia no hay paz... y si lo dudáis, preguntádselo a Moisés, el cual, para hablar de estas cosas, empezaba por invocar a los cielos y la tierra: Audite caeli quae loquor, audeat terra eloquia oris mei... Si no sabéis latín, es lo mismo. Quiere decir: Oiga el Cielo, óigame la tierra.»

-Oigamos lo que se le ha traspapelado en la memoria -díjole Ansúrez cogiéndole del manteo, cuando ya iba en retirada-. Se olvida del negocio de los dineros que ha de prestarme. ¿Es hecho o no es hecho?». Se embozó Merino en el manteo; y dando la media vuelta casi sin mirar al celtíbero, o mirándole de soslayo, le dijo: «Anda y que te dé los cuartos tu yerno, que es bastante rico...». Sin añadir palabra, mirada ni gesto, siguió su pausada marcha hacia el Portillo.

-¿Sabes lo que se me está pasando por la intención? -dijo Ansúrez a su hija, mirando los dos al clérigo que se alejaba-. Pues coger una piedra... recordar mis tiempos de muchacho... y ¡ran! darle en la misma corona... ahora que se quita el sombrero...

-Déjele, déjele... que bien se ve lo perverso que es -replicó Lucila-, y la poca o ninguna substancia que de él puede sacarse... Habla de traer la Verdad, y él que la tiene en el cuerpo ¿por qué no la echa fuera?... Vámonos de aquí... Yo estoy mala... no sé lo que tengo... Miedo, repugnancia... ¿Por dónde vamos a casa? ¿Está muy lejos?

-Menos de lo que tú crees. Metámonos por el Portillo de las Vistillas, que está dos pasos de aquí, y en un periquete subiremos hasta San Francisco».

Así lo hicieron. Lucila respiró con desahogo del alma al entrar en su casa. «En este rincón humilde -se decía-, nunca, nunca, después que se fue Tomín, me ha pasado nada desagradable. Personas y cosas, todo aquí es bueno, y todo se sonríe al verme. Hasta los animales del corral, que en aquellos días tristes me enfadaban, ahora son mis amigos: los quiero». Resultado de esta meditación fue el propósito de asentir a cuanto resolviesen los que llamaba suyos, Eulogia y Antolín, y más suyo que nadie el bonísimo D. Vicente... Por la noche, fue Jerónimo convidado por Antolín a cenar, y de sobremesa le dijo Halconero que abandonara todo proyecto de poner tienda; que llevara su vejez a un trabajo sosegado, mirando a la salud más que a las riquezas; y pues era hombre práctico en labranza, viniérase con su hija al pueblo, y allí se le daría plaza descansada de mayoral o mayordomo, según la ocupación que más le cuadrase. Conmovido Ansúrez, echó por aquella boca las retahílas de su gratitud, y Lucila una lagrimita, de las dulces, ¡ay! que no habían de ser amargas todas las que derramaba... Tratando de la boda, se puso a discusión el punto de si, descartado el martes, como día nefasto, convenía retrasar al miércoles, o anticipar al lunes. «Que lo decida la novia» -propuso Halconero; y ella, prontamente, sin vacilar, decidió: «Mejor antes que después». Tal idea vista por dentro en su fatigada mente, era de este modo: «Si ello ha de ser, mientras más pronto, mejor. Tengo miedo a estar libre».

Pasaron el domingo en familia todos reunidos. Determinó Halconero que el casorio se celebraría tempranito en San Justo, eligiendo esta iglesia para complacer a su amigo, paisano y algo pariente, D. Francisco Pradel; y aunque Lucila no veía con buenos ojos semejante elección de templo, porque el recinto de San Justo estaba para ella plagado de tristezas, y allí encontraría ideas suyas que deseaba perder de vista, no se atrevió a votar en contra por no serle posible explicar las razones de su repugnancia. Ampliando el programa, se acordó que después de la ceremonia religiosa, y de oír misa y asistir a la función de las Candelas, irían de gran almuerzo a casa de Botín, y de allí a Palacio a ver la función de Corte en la Capilla Real. Esta parte del programa sí fue rechazado por la novia en términos tan vivos que nadie se atrevió a insistir en ello. Por nada del mundo se metería en las apreturas de Palacio. «Total, ¿para qué? Para no ver nada». Y pues la Reina con toda su Corte habría de ir después a la iglesia de Atocha para la presentación de la Princesita, mejor sería que desde la calle, en sitio seguro o en un balcón, vieran el paso de la comitiva. Aceptada fue por D. Vicente esta sensata proposición: también a él, por causa de no estar nada flaco, le enfadaban las apreturas.

Las primeras luces del 2 de Febrero de 1852, día que había de ser memorable por diferentes motivos, encontraron a Lucila despierta, arreglándose: no le daba poca prisa Eulogia, que en madrugar dejaba por perezoso al mismo sol. Las siete y media serían cuando vestida estaba ya la novia; a las ocho le puso Eulogia la mantilla... Celebrada fue por cuantos en tal ocasión la vieron, la soberana hermosura de Lucihuela Ansúrez. Con su trajecito negro, y en derredor del rostro pálido las sombras del cabello fundiéndose con el nimbo obscuro de la mantilla, era realmente una diosa del Olimpo con disfraz de española y madrileña... A las ocho y diez salieron... A las ocho y media, ya estaban en la sacristía de San Justo, y a las nueve menos minutos, la diosa y mártir era ya, ante Dios y los hombres...