Los duendes de la camarilla/33
...esposa de Vicente Halconero, rico labrador de la Villa del Prado, ¡oh suerte, oh dicha, y admirable dictamen de la Providencia!
En la capilla de los Dolores oyeron los esposos misa rezada, que dijo D. Martín Merino, y en verdad que necesitó Lucila de toda su voluntad para oírla con devoción, porque entre su pensamiento y el oficiante, que al mismo Cristo representaba, se interponían recuerdos, imágenes e ideas que ella quería expulsar de sí para el resto de sus días. Siempre que el adusto sacerdote al pueblo se volvía para decirnos que el Señor está con todos, con el pueblo en fin, la recién casada bajaba los ojos... En una de estas, no los bajó tan a tiempo que dejara de ver la brillante mirada del clérigo riojano que le decía: «Sé la historia... ¿Quieres que te la cuente?...». Cuando le vio partir para la sacristía, Lucila daba vueltas en su cerebro a esta idea: «¡Vaya con mis locuras! En todo pensará este pobre señor menos en mí y en Domiciana». Empezó luego la función de las Candelas, en la que vieron también a Don Martín de asistente al culto, con sobrepelliz. Creyó Lucila que desde el presbiterio la miraba el maldito cura... mas no era para decirle que sabía la historia, sino para repetir la terrible frase de otro día: «Domiciana merecía la muerte. Zanguanga, ¿por qué no la aseguraste bien?».
Terminada la función, vieron salir a Don Martín llevándose, como es costumbre en tal día, la vela que había ostentado en la función. Pasó junto al matrimonio sin saludar a Lucila ni a nadie, seco, ceñudo, con una cara y gesto propiamente aterradores. Ansúrez se fue a él y le dijo: «D. Martín, salude a los amigos, que por el maldito dinero no hemos de indisponernos los que bien nos estimamos». Y Merino: «¿Estáis de bodorrio? Ahora iréis de comistraje». Y Ansúrez: «Si quiere participar, tendrá la presidencia». Y Merino, en la cuerda más baja de la sequedad amarga y del satánico desdén: «Que les aproveche... Yo me voy a mi casa... Cada cual a lo suyo».
Superior almuerzo les dio el amigo Botín. Ansúrez, que en aquel caso venturoso veía la mejor ocasión y estímulo para su hablar bien hilado y nutrido de ideas graves, les divirtió con amenos discursos. Contenta estaba Lucila, viéndose rodeada de tanto cariño y respeto, y sintiéndose a tan considerable altura en la escala social, que desde allí volvía los ojos hacia su antiguo ser y apenas lo vislumbraba. Un trozo de su existencia se iba quedando atrás, como siglo que muere para dejar a otro siglo el puesto del tiempo. En la poquita Historia que le había enseñado su maestro (que también con buenas tragaderas al banquete asistía), los siglos eran diferentes unos de otros, y cada cual tenía su cariz, carácter y mote singulares. Se heredaban y se sucedían, como cuando muere el Rey y se corona Rey nuevo. Pues de este modo entendía Cigüela que se le iba un pasado triste, y se le entronizaba un porvenir risueño... Consta en las crónicas de estos acontecimientos que después de una larga sobremesa en que los plácemes en prosa y verso halagaron los oídos y el alma de la hija de Ansúrez, vieron todos que la ocasión llegaba de tomar sitio en la calle Mayor para ver el Cortejo Real; y abandonados los manteles, llenos de migas de pan, de huesos de aceitunas y de manchas de vino, el profesor de Lucila, hombre de luces y un poquito pedante, tomó la delantera diciendo: «Vamos a ver pasar la Historia de España».
Buscando sitio donde pudieran ver bien, con retirada segura, se fueron a la Plazuela de San Miguel, y aunque allí había ya gran muchedumbre de mirones formando apretadas filas detrás del cordón de tropa, hicieron cuña, metiéndose entre la masa, hasta llegar a donde tocar podían las mochilas de los soldados... Pasó tiempo, más tiempo del que en el popular programa ponía límites a la paciencia, y la Historia de España no pasaba. La hoja del inmenso libro no quería volverse. El pueblo, no pudiendo ver la página nueva, se divertía inventándola... Por toda la masa corría un rumor de inquietud, de fastidio, rumor también de conjeturas...
Dadas y bien dadas las dos, y transcurridos después de la hora larga serie de fugaces minutos, la impaciencia llegó a su colmo, y las conjeturas tomaban giros disparatados. De improviso, a todo lo largo de la carrera pasó una ráfaga... Venía de la Plaza de Oriente, doblaba la esquina de la Almudena y hacia la Puerta del Sol seguía, moviendo todos los ánimos... Las cabezas se volvían de un lado para otro, se agrietaba la masa, se descomponían grupos para formar grupos nuevos, y hasta la disciplinada fila de tropa osciló y se quebró en algunas partes. ¿Qué ocurría? La ráfaga pasó silbando, y en cada trinca de personas dejaba suposiciones absurdas. Se movió un gran oleaje, en preguntas: «¿Qué pasa?... ¿Qué ha pasado?... ¿Verdad que pasa algo?». Y con este oleaje chocaba otro de indecisas y turbadas respuestas: «Nada: que al Rey le ha dado un síncope... Nada: que la Reina se ha puesto mala... Nada: que ya no bajan a Atocha...».
Nueva ráfaga, más vibrante, con sordo ruido de tormentas, de estremecimientos del aire. El pueblo echaba chispas... La masa se resquebrajaba, buscando espacio para disolverse y correr; con su tremenda expansión rompía el enfilado rigor de la carrera, como el agua hinchada rompe sus cauces. En segundos corría la ráfaga enormes distancias, y a su paso los miles de almas se daban y quitaban su estupor, para transmitirlo con inaudita velocidad... La afirmación, la duda, la negación, el Dicen, el ¿Qué?, el No puede ser, corrían como el restallar de un temporal de granizo.
-¡Que han matado... a... la Reina! -exclamó Halconero volviéndose asmático del estupor, de la pena, de la indignación-... Imposible... No lo creo.
En aquel punto, un hombre, que parecía de policía, soltaba tembloroso una breve arenga en el círculo de gente que le rodeaba: «Señores, calma... no ha sido nada. Matarla no; no han matado a Su Majestad... Ha sido intento, como decimos, conato... Herida leve de Su Majestad...».
Y un teniente, no lejos de allí, también arengaba: «Señores, orden... ha sido un sacerdote loco, un infame cura... Orden...»
-Ha sido un cura, un cura... -dijo la voz de la Historia corriendo por toda la masa y encarnándose en ella-. Con un cuchillo... ha sido un cura, un cura...
-¡D. Martín! -exclamó Lucila horrorizada llevándose las manos a la cabeza; y el agudo celtíbero repitió con firme acento: «¡D. Martín!».
En medio de la llamarada de ardientes comentarios que la noticia levantó en el grupo de su familia y amigos, echó Lucila con satisfactorio convencimiento este combustible: «Aún no se sabe la verdad... Esperemos... El cuchillo no iba contra la Reina, sino contra Domiciana... ¡A saber...! ¡Muerta Domiciana! ¡Justicia al fin!».
Descuajada la muchedumbre, se desmenuzó en puñados de gente que querían correr hacia Palacio. Era la gente mucha, estrechos los caminos. Al rugido del pueblo se mezclaba el son de tambores y cornetas de la tropa deshaciendo la formación. El ¡Viva la Reina! era un bramido continuo, que prolongándose en las bocas, hacía vibrar el aire y retemblar el suelo... Y en tanto, el profesor de Lucila, hombre agudo y un poco zahorí, aplacaba la curiosidad de su discípula y del buen Halconero, asegurándoles que la narración del atentado y los pormenores del castigo del infame cura se verían en las Memorias, felizmente ahora continuadas, del simpático Fajardo-Beramendi.
Madrid, Febrero-Marzo de 1903.