Los embustes de Celauro/Acto I

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​Los embustes de Celauro​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I
Acto II

Acto I

GERARDO, padre; LUPERCIO, hijo.
GERARDO:

  ¡Traidor! ¿Con una mujer
tan loca y pobre te casas?

LUPERCIO:

Siempre para bien hacer
tienes las manos escasas,
y largas para ofender.
Padre, el báculo reporta.

GERARDO:

¿Por qué, si me rompe y corta
tu infamia el de mi vejez,
y yo sé bien que esta vez
volverle espada me importa?
  Y no ha estado más tu vida
que en traer esta cayada,
en vez de la espada, asida,
para la mano arrugada,
no para el lado ceñida.

LUPERCIO:

  ¡Pluguiera a Dios que lo fuera,
porque menos me afrentara
cuando la muerte me diera,
y esta sangre de mi cara
honradamente saliera!
Soy tu hijo, y caballero.

GERARDO:

Pues ¿qué tiene de grosero
que uno y otro la derrame?

LUPERCIO:

Porque es la del palo infame
y honrada la del acero.

GERARDO:

  Luego las leyes del duelo,
¿tocan a los padres?

LUPERCIO:

Tocan
a cuantos hoy cubre el cielo.

GERARDO:

Tus locuras me provocan
a honrar de tu sangre el suelo.

LUPERCIO:

Tu ira, señor, contenta;
mas ¿por qué no está a mi cuenta?

GERARDO:

Porque el padre y el señor,
la justicia y el mayor,
no pueden hacer afrenta:
  antes yo me vengo en ti
de la que me has hecho a mí,
si un loco puede afrentar.
¡Tú te pretendes casar
sin mi gusto!

LUPERCIO:

Escucha.

GERARDO:

Di.

LUPERCIO:

  ¿Quién te ha dicho que me caso?

GERARDO:

El pueblo, que es voz de Dios.

LUPERCIO:

No es su voz en cualquier caso:
ni es pueblo un hombre o dos,
o una calle por quien paso.

GERARDO:

¿Cómo no?

LUPERCIO:

Pruébolo.

GERARDO:

Di.

LUPERCIO:

Si aquel que me envidia a mí
lo dice de malicioso,
voz de Dios y de envidioso
no puede ser.

GERARDO:

Es ansí.
  Mas di: la justicia en Dios,
¿no es atributo?

LUPERCIO:

Sí es.
Cristianos somos los dos;
y que esta temáis después
es ejemplo para vós.

GERARDO:

Pues Dios, para castigar,
¿no suele a veces tomar
los malos por instrumento?
Luego es llano el argumento:
justicia se han de llamar.

LUPERCIO:

  En cuanto aquel ministerio.

GERARDO:

Pues aqueste vituperio
de mi honor por tu ocasión
tiene esta misma razón,
y yo en ti paterno imperio...
  pero ¿para qué disputo
contigo, si tengo en ti
poder [pleno] y absoluto?

LUPERCIO:

¿Qué tienes tú contra mí
si tu mandado ejecuto?

GERARDO:

  Mi sangre.

LUPERCIO:

La que has sacado,
por eso no te la pido.

GERARDO:

¿Cómo?

LUPERCIO:

Porque me la has dado.

GERARDO:

¡Ah cordero en el vestido
y en piel de lobo aforrado!
  Dime luego la verdad:
¿quién es aquesta mujer?

LUPERCIO:

Mujer es de calidad.

GERARDO:

Luego ¿haste casado?

LUPERCIO:

Ayer.

GERARDO:

¿Hay tan notable maldad?
  ¡Justicia venga del cielo
sobre ti!

LUPERCIO:

Tente, señor,
que no fue en esto mi celo
más que probar tu rigor.
¿Vesme aquí echado en el suelo?

GERARDO:

  ¿Que no lo has hecho?

LUPERCIO:

Quería,
pero ya que sé tu gusto,
es tu voluntad la mía:
con ella mi gusto ajusto.

GERARDO:

Y yo te engendro este día.
  Hoy has nacido, Lupercio;
hoy, con solo obedecer,
mi amor has crecido un tercio;
deja esa vana mujer
y su lascivo comercio;
  deja, hijo de mi vida,
el vano amor, y repara
que has de dejar ofendida
la sangre y virtud más clara
que ha sido vista, ni oída.
  Bien sé qué es tener pasión:
mozo fui; pero ya basta
su infame conversación:
juega, come, viste, gasta,
busca otra nueva pasión,
  haz una gala costosa,
rinde un caballo andaluz
con la espuma rigurosa,
o con el presto arcabuz
el ciervo o liebre medrosa.
  ¿Qué quieres?, ¿qué has menester?
¿Quiérete coger cercado
por pobre aquesa mujer?
¿Qué debes?, ¿qué te han prestado?
¿Qué es lo que empeñaste ayer?
  No tengas vergüenza: dame
esos brazos, y mi amor
deshaga el amor infame.

LUPERCIO:

Deja que a tus pies, señor,
tu sangre en agua derrame.
  No más perdición pasada;
tabla nueva soy desde hoy:
escribe en mí.

GERARDO:

No me agrada
que seas papel.

LUPERCIO:

Pues soy
piedra en tus manos labrada.

GERARDO:

  Esto que ahora te imprimo
quiero que dure, pues es
mi honor el que solo estimo;
no le venza el interés,
pues a tus gastos me animo.
En esta bolsa contados
van ciento y veinte ducados,
que son, y doce escudos,
dos reales y otros menudos,
por una deuda pagados.
  Espera, ¿quiéreslo ver?

LUPERCIO:

No, señor, no es menester,
que así tu crédito afrentas.

GERARDO:

Bien se ve, pues no los cuentas,
que no los has de volver.
  Gasta, huélgate, y pasea,
y mi bendición te alcance.

LUPERCIO:

Llorar me has hecho.

GERARDO:

¿Hay quien vea
tu humildad?

LUPERCIO:

¡Dichoso lance!

GERARDO:

Que tus desatinos crea.
  Adiós.

(Vase GERARDO.)


LUPERCIO:

Él te guarde, y guarde
la vida del ángel mío,
¿qué miro?, ¿qué estoy cobarde?,
¿cómo este plus no le envío?
Que para amor todo es tarde.
  Corre con el pensamiento
como tiene alas amor.
Pero, ¿hay tan gracioso cuento?,
¿hay tal padre?, ¿hay tal rigor?,
¿hay tan lindo casamiento?
  Pues, señor viejo, paciencia,
que vive Dios que está hecho,
y que es vana resistencia
de un determinado pecho
castigo ni diligencia.
  Piensa un padre que no hay más
de cásate y no te cases,
y que no exceda jamás
un hijo destos compases,
y amor no danza a compás.
  Es muy vieja esta pasión,
con mil trabajos prolijos
para más confirmación,
y con dos hermosos hijos,
sellos desta provisión,
  y no pendientes de seda
sino de tan blanco pecho,
que no hay nieve que no exceda,
y lazo que es tan estrecho
no es bien que romper se pueda.

(Entre SABINO, criado.)
SABINO:

  Basta que has dado en la treta
de quien debe, pues te escondes
cuando el pagar te inquieta;
mal a la deuda respondes,
no es satisfación discreta.
  Hoy prometiste llevar
dineros para Fulgencia
y hasla mandado esperar,
sobre su misma paciencia,
plazo que no ha de llegar.
Advierte que, si es mujer
y se sustenta de ver
tu talle a falta de todo,
que hay dos niños que de un modo
saben llorar y comer.
  Avisa si ha de empeñarse
otra basquiña o baquero.

LUPERCIO:

Si un triste quiere ahorcarse,
nunca falta un majadero
que le ayude a rematarse.

SABINO:

  ¿Estarás muy triste?

LUPERCIO:

Estoy,
Sabino, para matarme.

SABINO:

¡Deso comeremos hoy!
¿Qué no hay plata?

LUPERCIO:

Ni un adarme.
Ahora a venderme voy.

SABINO:

¿De qué estás tan descompuesto?

LUPERCIO:

Desta manera me ha puesto
el buen viejo a puros palos.

SABINO:

En verdad que no son malos
para no comer tan presto.
  ¡Oh!, ¡que le acabe la gota!

LUPERCIO:

No, sino el mar de mi amor.
Cuando su campo alborota,
esperaba su favor.

SABINO:

Tras tanta brújula, sota.
¿Qué hemos de hacer?

LUPERCIO:

Morir.

SABINO:

Bueno.

LUPERCIO:

A Italia me quiero ir.

SABINO:

Y que se quede al sereno
tu mujer y hijos.

LUPERCIO:

O asir
algún vaso de veneno.

SABINO:

  ¿Querrás brindarme?

LUPERCIO:

No quiero
sino bebérmele entero.

SABINO:

Si en la mano le tuvieras,
sospecho que dél me dieras.

LUPERCIO:

A la ocasión me refiero.
(Alce la bolsa.)
  ¿Beberé?

SABINO:

Ten, pesia tal.
¿Es bolsa?

LUPERCIO:

Pues ¿no lo ves?
¿Estarate el medio mal?

SABINO:

¡Y aunque todo me le des!
¿Es oro?

LUPERCIO:

Sí.

SABINO:

Rico metal.

LUPERCIO:

  Fuera como oro potable.

SABINO:

Dime, señor, quién te dio
su epictima favorable.

LUPERCIO:

Del mismo palo salió
el antídoto admirable.
Toma, y a la plaza irás,
donde de cenar traerás
con que excedas las comidas
de Cleopatra.

SABINO:

¡Eres un Midas!

LUPERCIO:

Mido esta bolsa y no más.
  Camina.

SABINO:

Traeré un capón.

LUPERCIO:

Trae un pavo.

SABINO:

¿Habrá perdiz?

LUPERCIO:

Con su pimienta y limón,
que es deste invierno el tapiz
y, para el vino, un jamón.

SABINO:

De lo de a dos pelos saco.

LUPERCIO:

Yo en tanto a Fulgencia aplaco
desta mi ausencia tardía.

SABINO:

¡Ha, cómo Venus se enfría
si faltan Ceres y Baco!

(Váyanse.)


(Entren FULGENCIA y CELAURO.)
CELAURO:

  Digo que el no haber venido
de lo que digo procede.

FULGENCIA:

¿Tanto mi desdicha puede?

CELAURO:

Mucho en el querer lo has sido
  porque, si eres estremada
en discreción y hermosura,
fue pensión de tu ventura
ser en amor desdichada.

FULGENCIA:

  ¿Que mi Lupercio, Celauro,
quiere bien a otra mujer?

CELAURO:

Su amistad quiero ofender,
porque tu vida restauro.
  Digo, Fulgencia, que sí,
y que el no venir a casa
es que por ella se abrasa,
y no se acuerda de ti.

FULGENCIA:

  ¿De mí no se acuerda?

CELAURO:

No.

FULGENCIA:

¿Qué dice Celauro?

CELAURO:

Digo
que no es Lupercio mi amigo
después que tu fe rompió.
  ¡Jesús!, ¿quién imaginara
que, por viles ocasiones,
a tales obligaciones
pudiera volver la cara?
  ¿Esto es amor?, ¿esto es fe?,
¿esto es años de amistad?,
¿esto es gusto?, ¿esto es lealtad?,
¿esto en los hombres se vee?
  Hombre soy, y desde aquí,
para que mejor te asombres,
quiero estar mal con los hombres:
quiero comenzar por mí.

FULGENCIA:

  Dame un poco de lugar
para que mi sentimiento
se pueda de mi tormento
más a la larga informar;
  que, si dél ansí te quejas,
y no te importando a ti,
no sabré yo para mí
las injurias que me dejas.
  En fin, ¿dices que este hombre
quiere bien a otra mujer?

CELAURO:

Y digo que lo has de ver,
y saber su casa y nombre.

FULGENCIA:

  Digo que es poca lealtad
de una mujer como yo,
a quien Lupercio obligó
con su hacienda y voluntad,
  creer dél esta bajeza
sin remitillo a la vista.

CELAURO:

Quien la costumbre conquista
desmiente a naturaleza.
  El trato te hace estar
tan confiada del daño,
pues no puede el desengaño
tu loco amor derribar.
  Si no juzgas por traición
ser de Lupercio enemigo,
ven esta noche conmigo:
verás su loca afición;
  verás que lo que se goza
se tiene en poco o fastidia,
y que ha de engendrar tu envidia
celos de una hermosa moza.

FULGENCIA:

  ¿Que eso podré ver?

CELAURO:

¡Y cómo!,
si es secreto que me fía.

FULGENCIA:

¡Notable paciencia mía!
Como de burlas lo tomo;
  ahora bien, ¿de qué manera
podré verlo?

CELAURO:

Rebozada,
o como hombre disfrazada
al descuido desde afuera.

FULGENCIA:

  ¿A qué hora?

CELAURO:

Entre las doce
y la una la ha de hablar
y, como él acierte a entrar,
ten por cierto que la goce.
  Y si aquesto no te obliga
a estimar mi voluntad,
y su mucha deslealtad
no te ofende y desobliga,
  desde allí me verás ir
donde nunca más me veas.

FULGENCIA:

Que haré lo contrario creas,
que no me quiero morir.
  Somos todas las mujeres
de un humor tan bien dispuesto,
que nos consolamos presto.

CELAURO:

Basta decir que lo eres.
  Está a punto prevenida,
que Alfredo vendrá por ti.

FULGENCIA:

¿Qué?, ¿también lo sabe?

CELAURO:

Sí,
que es testigo de mi vida.
  Ya sabes que los criados
no se escusan al secreto,
porque son para este efeto
enemigos no escusados.
  En fin, es hombre de bien.

FULGENCIA:

Pues llama en siendo ocasión.

CELAURO:

Él te hace a ti traición,
y yo a Lupercio también.
  Pero, en fin, más te debía
y menos bien te ha pagado,
pues yo estoy por ti abrasado,
y él entre fuego se enfría.
  Voyme. ¡Plega a Dios que sea,
Fulgencia, para tu bien!

FULGENCIA:

Celauro, aun el bien no es bien
para quien no le desea.

CELAURO:

  Todas estas cosas dichas
verás en dando las once.

(Vase CELAURO.)


FULGENCIA:

El alma tiene de bronce
quien quiere ver sus desdichas.
  La mano pone en la caliente cama
del áspid que el veneno ardiente espira,
desde cerca a las piedras flechas tira,
el vidrio quiebra, y el licor derrama;
su infamia dice al vulgo y a la fama,
al hambriento león incita a ira,
al toro silba, al basilisco mira,
al vivo fuego quiere asir la llama;
la jaula rompe al tigre y abre al loco,
en el mar busca la perdida joya,
y escupe cuando menos a los cielos;
la espada del contrario tiene en poco,
y el caballo de Grecia lleva a Troya,
quien quiere averiguar sus propios celos.

(LUPERCIO entre.)
LUPERCIO:

  Mi señora, en hora buena
mis ojos merezcan veros
y se alegre el alma llena
de la luz de esos luceros
de la noche más serena;
norabuena, mujer mía,
salga el sol de mi alegría
y, para dar gloria al suelo,
el aurora de mi cielo
abra las puertas al día;
  norabuena, mi Fulgencia,
vertiendo perlas y rosas,
corra el alba sin licencia
las cortinas temerosas
de la noche de mi ausencia;
norabuena yo merezca,
después que el sol amanezca,
ver un ángel como vós,
donde la imagen de Dios
más al vivo resplandezca,
  y norabuena os lo diga,
no, amiga, en breve amistad,
mas mujer que a eterna obliga;
aunque si digo verdad
nunca fuistes más mi amiga:
mil horas, y todas buenas,
por mi gloria, os dan mis penas.

FULGENCIA:

¡Qué gracioso habéis llegado!
Las horas que habéis tardado
me pagáis en horas buenas,
  y a quien sin verme se pasa,
hasta en cortesía escasa
la gente de fuera imita,
que norabuena y visita
es muy de fuera de casa.
  ¿Qué habéis hecho tantos años?
Horas digo, perdonad.

LUPERCIO:

Son mis padres tan estraños,
que anda su riguridad
a caza de mis engaños.
  Mi viejo dice que estoy
casado con vós, mi bien.

FULGENCIA:

Dirá cuán indigna soy.

LUPERCIO:

Dirá el alma que también
por un cabello os la doy.
Habla como padre, en fin.

FULGENCIA:

No habrá cosa más ruin
que yo en aqueste lugar.

LUPERCIO:

Veneno suele sacar
un araña de un jazmín.
  Mal lo toma si le toco
en que es casamiento justo;
yo niego y sosiego al loco,
porque lo que da disgusto
se ha de tragar poco a poco;
  y así, con no frecuentar
vuestra casa como suelo,
pienso a mi padre engañar.

FULGENCIA:

 [Aparte.]
Bien dijo Celauro. ¡Ha cielo!,
¿qué tengo más que probar,
que acá no quiere venir?

LUPERCIO:

No le podrá persuadir
todo el mundo, si se enoja.

FULGENCIA:

¿Eso, señor, os congoja?

LUPERCIO:

¿Quién se lo podrá decir?

FULGENCIA:

  Que no, mi bien, no, señor,
mejor será desvelalle.
¿No venir acá es mejor?

LUPERCIO:

Sí, porque desengañalle
es dar fuerza a su rigor.
  Vendré de noche y vendré
secreto siendo de día
hasta que seguro esté.

FULGENCIA:

Ya de la desdicha mía
bastantes pruebas hallé.
  ¿Esto hace un hombre?, ¿ansí
paga un hombre a una mujer?

LUPERCIO:

¿Qué decís?

FULGENCIA:

Pensaba en mí
si era bien ausencia hacer
por algún tiempo de aquí.
  Con mis hijos y licencia
me iré donde vós mandéis,
a Zaragoza o Valencia,
por cuatro meses o seis,
que podré sufrir de ausencia;
  y creed que a esto me atrevo
porque, a casos tan prolijos,
no sin vós, con vós me muevo
que, llevando vuestros hijos,
en dos pedazos os llevo;
  y como ya para vós,
aunque para mí no, es carga,
quiero os dividir en dos,
que al fin la jornada es larga.

LUPERCIO:

¿Lloráis? ¡Oh qué bien, por Dios!
Pues yo os prometo que es día
para tener alegría.

(Entre CELAURO.)
CELAURO:

¿Está aquí Lupercio?

LUPERCIO:

Estoy.

CELAURO:

Escucha.

FULGENCIA:

Sin duda hoy
  se traza la muerte mía.
Hablándole está al oído:
debe de ser el concierto
entre los dos prevenido;
si esto escucho, si esto advierto,
  ¿qué aguardo al mayor sentido?
¿Si hablaré?, ¿si le diré
mis celos a mi enemigo?

LUPERCIO:

Cuanto me mandas haré,
que el peligro en el amigo
  es la prueba de su fee.
Fulgencia, adiós.

CELAURO:

Mi señora,
perdonad; que no se escusa
a lo que vamos agora.

LUPERCIO:

Parece que está confusa.

CELAURO:

Es que a lo que vas ignora.
  ¿Has de salir?

FULGENCIA:

Venga Alfredo.

(Vuélvase a ella CELAURO.)
CELAURO:

Pues mira que has de callar.

FULGENCIA:

Yo sé que cumplir lo puedo
porque, cuando quiera hablar,
atará mi lengua el miedo.

(FULGENCIA quede sola.)
FULGENCIA:

  ¡Ay desdichada mujer
entre cuantas han nacido!
Lupercio, esto vengo a ver:
la posesión de marido
te ha enseñado aborrecer.
  Si marido vituperas
la que mis brazos te dan,
y otra que pierdas esperas,
más te quisiera galán
para que amor me tuvieras.
  Hoy muero sin duda alguna.

(Entre RISELO, criado.)
RISELO:

Ya parece que nos mira
favorable la fortuna.
Fulgencia está aquí, y suspira:
humidad tiene la luna.
  Señora...

FULGENCIA:

¡Oh Riselo amigo!

RISELO:

¿De qué estás triste?

FULGENCIA:

No sé.

RISELO:

¿No estaba agora contigo
Lupercio?

FULGENCIA:

Y de aquí se fue
con su amigo y mi enemigo.

RISELO:

Alégrate que he topado
a Sabino, su criado,
hecho un rico despensero,
que la flora del dinero
ya debe de haber llegado:
  pavos, perdices, capones,
buena ternera y jamones
alegre estaba comprando
y, comprándolo, trocando
muy regalados doblones.

FULGENCIA:

  ¿Qué dices?

RISELO:

Lo que te cuento.

FULGENCIA:

¡Ay triste!

RISELO:

¡Qué!, ¿no ha llegado?

FULGENCIA:

Ni lo tiene en pensamiento,
que todo lo que ha comprado
es con otro fundamento.

RISELO:

  Yo le hablé y es para ti,
que no es para el viejo, no.

FULGENCIA:

¿Que, en efeto, te vio?

RISELO:

Sí,
y digo que le hablé yo
y el oro y la cena vi.

FULGENCIA:

  Cree que es para otra parte
donde ya Lupercio vive.

(Entre SABINO.)
SABINO:

Eso dejarás aparte
y lo demás percibe,
si sabes del gusto el arte:
  capón y perdices asa
y pon el pavo a lo fresco,
que la mano más escasa
hoy hace un brindis tudesco
a la gente desta casa.

FULGENCIA:

  ¿Qué hay, Sabino?

SABINO:

Soy veedor
esta noche de una cena
que quiere dar mi señor.

RISELO:

¿Ves que para ti se ordena
toda esta gira y favor?

FULGENCIA:

  ¡Ay Riselo, ya lo entiendo!
Como vio que tú le vías
el oro destribuyendo,
viene para fiestas mías
este convite fingiendo.
  Dame tú que no le vieras,
que nunca viniera acá.

SABINO:

¡Qué!, ¿tenemos ya quimeras?

RISELO:

No sé, por Dios, triste está.

SABINO:

No debe de ser de veras.
  ¿Diote cincuenta doblones
Lupercio en una bolsilla?

FULGENCIA:

¡Bueno vienes de invenciones!
Pero ¿tal es la cartilla
donde te enseñan traiciones?

SABINO:

  Veinte escudos me dio a mí,
de ciento y veinte que ahora
sacó al viejo, y yo los vi,
y sé que dijo, señora,
que eran todos para ti.
  Ea, desecha el recato,
porque mostrarte inhumana
parece en tu pecho ingrato,
como quien niega que gana
por no obligarse al barato.
  ¡Linda cena te he traido!,
y para mañana un pavo
pequeño, gordo y manido.

FULGENCIA:

Hoy de conocerte acabo.
¡Cuán cierto Celauro ha sido!
  ¡Ay de mí!

SABINO:

Baste.

FULGENCIA:

A ver voy
esos regalos.

(Vase FULGENCIA.)
SABINO:

¿Qué es esto?

RISELO:

De todo inocente estoy.

SABINO:

¡En qué confusión me ha puesto!

RISELO:

Poco espantadizo soy
  que, como conozco amantes,
nunca sus enojos creo,
porque son muy semejantes
a las lunas en que veo
sus crecientes y menguantes.
  Ellos llueven y hacen sol
cuando los viene al capricho
el ñublado o arrebol.

SABINO:

Sí, pero lo que me ha dicho
no es bueno, a fe de español.
Entra y mira en lo que entiende,
porque es amor como duende
que siempre escucha y acecha.

RISELO:

Voy.

SABINO:

Mas de qué la aprovecha
si Lupercio no la ofende.

(Entren CELAURO y LUPERCIO.)
CELAURO:

  Desdicha ha sido, y para mí de suerte,
por haberos sacado desta casa,
que no es menor dolor el de la muerte,
con tal rigor el corazón me pasa.

LUPERCIO:

Menos, por vida vuestra, me divierte
que así mi condición notéis escasa.
Celauro, yo he perdido, ya está hecho,
y es todo sentimiento sin provecho.

Sabino.
SABINO:

¿Mi señor?

LUPERCIO:

¿Qué hay de Fulgencia?

SABINO:

La cena truje, y a mirarla es ida.

LUPERCIO:

Parte y dile que salga a mi presencia,
que ya espero tenella desabrida.

SABINO:

También estotro viene de pendencia,
la vista en los bigotes escondida.
¡Oh amor! ¿Quién templará tus instrumentos
siendo tus cuerdas locos pensamientos?

(Váyase SABINO.)
CELAURO:

  Conozco yo la casa de Ricardo;
díjeos mil veces que no entraseis dentro,
que allí nadie se viste paño pardo.

LUPERCIO:

Mi dinerillo en fin volvió a su centro.

CELAURO:

Parábades también a lo gallardo.

LUPERCIO:

¡Nunca entre mil azares un encuentro!

CELAURO:

¿Qué perdéis? La verdad.

LUPERCIO:

Siempre la digo,
que de fanfarrias nunca he sido amigo.

CELAURO:

  ¿Perdéis seiscientos?

LUPERCIO:

Bueno, y cien escudos
de a once reales y de tres cuartillos
recién nacidos, solos y desnudos,
de miedo de mis manos, amarillos.

CELAURO:

Con eso ya esta noche iremos mudos,
que es del gusto el perder cadena y grillos.

LUPERCIO:

No puede el interés perdido tanto;
vós veréis que de alegre taño y canto.
  ¿Dónde decís que viven esas damas?

CELAURO:

Todo se os ha olvidado con el juego;
por la que yo me abraso en vivas llamas,
celoso el padre, pierde su sosiego;
yo, por guardar sus honras y sus famas,
a su ventana disfrazado llego;
el padre me conoce y se ha corrido
de que le ofenda quien su amigo ha sido.
  Ella con el castigo ha confesado
que es otro, y no soy yo, y en esta prueba
queda para esta noche concertado
que, como no sea yo, mejor lo lleva;
llegad a la ventana disfrazado,
que engaños en amor no es cosa nueva
y, como el viejo vea el desengaño,
no temeremos de su enojo el daño.

LUPERCIO:

  Casi os entiendo, pues si aquesto pasa
como se traza, el padre se asegura.

CELAURO:

Y como antes entraré en su casa,
que es lo que el alma de mi amor procura.

(FULGENCIA entre.)
FULGENCIA:

La mano liberal, la vista escasa
trae Lupercio en esta coyuntura.
¿Es acaso Celauro convidado?

CELAURO:

No es nuevo el verme en vuestra casa honrado,
  pero de buena gana lo aceptara
a no tener qué hacer, y así, Fulgencia,
licencia os pido.

FULGENCIA:

[Aparte.]
¡Qué traidora cara!

LUPERCIO:

Responde.

FULGENCIA:

Vós tenéis, señor, licencia.

[Aparte a LUPERCIO.]
CELAURO:

En fin, aguardo.

[Aparte a CELAURO.]
LUPERCIO:

En mi temor repara
y no me hables secreto en su presencia.

(Váyase CELAURO.)


FULGENCIA:

¿Para qué es tan espléndida comida?

LUPERCIO:

Para serviros; para vós, mi vida.

FULGENCIA:

  ¿Para servirme a mí?

LUPERCIO:

Pues ¿a qué efeto?

FULGENCIA:

¡Rico sin duda estáis!

LUPERCIO:

Antes muy pobre,
que el rico a la miseria está sujeto
y el pobre gusta que el sustento sobre.

FULGENCIA:

Pues ¿el dinero me tenéis secreto?

LUPERCIO:

Si moneda de oro, plata o cobre
yo tengo en mi poder, Dios me destruya.

FULGENCIA:

¿Hase visto maldad como la suya?
  ¿Que no tienes dinero?

LUPERCIO:

Ni una blanca.

FULGENCIA:

¿Ni hoy tu padre te ha dado cien ducados?

LUPERCIO:

¡Sí que es su mano liberal y franca!
¡Allí los tiene para mí contados!
Si entrara yo en la cueva en Salamanca
y sacara seis diablos conjurados,
no le sacara de un doblón arriba.

FULGENCIA:

¿Así viva mi Esteban?

LUPERCIO:

Así viva.

FULGENCIA:

  ¿Que no os ha dado nada?

LUPERCIO:

¿Qué es aquesto?

FULGENCIA:

¿Por vida de Enriquito?

LUPERCIO:

Y de vós propia.

FULGENCIA:

Miraldo bien.

LUPERCIO:

Verdad os digo en esto,
si palos, para dar, no es voz impropria,
que por vuestra defensa, descompuesto
su báculo, me ha dado tanta copia
que hoy me costáis la sangre deste lienzo.

FULGENCIA:

Mostrad.

LUPERCIO:

Este es.

(Muéstrele el lienzo con sangre que trae en la faltriquera.)
FULGENCIA:

[Aparte.]
¡Qué presto que me venzo!
  ¿Es posible que aquesto sea mentira?,
¿es posible que, en trato de diez años,
quepa maldad que así me mueva a ira?
Amor, déjame estar en mis engaños.

LUPERCIO:

Vuélveme el lienzo, mi señora, y mira.

FULGENCIA:

¿Qué me queréis, crueles desengaños?

LUPERCIO:

¡Qué divertida estás! El lienzo suelta.

FULGENCIA:

Deja, que el alma va en su sangre envuelta.

LUPERCIO:

  No le laven, señora, por tus ojos;
déjale por testigo deste día.

FULGENCIA:

Lavaranle mis lágrimas y enojos.

LUPERCIO:

Con esas perlas no, señora mía.

FULGENCIA:

Antes, mi bien, con sus corales rojos,
guardarlas en el lienzo amor podría
y en memoria a los cielos ofrecerlas.

LUPERCIO:

¡Qué rico lienzo de coral y perlas!

FULGENCIA:

  Vente a cenar, mi bien.

LUPERCIO:

Soy tu marido.

FULGENCIA:

Habla bajo, no lo oiga algún criado,
pues por tu padre tan secreto ha sido
que nadie ha de saber que estás casado.

LUPERCIO:

De no poder decirlo, estoy corrido,
que mucho gana el bien comunicado.

FULGENCIA:

Tu esclava soy.

LUPERCIO:

¡Jesús!, amor lo ha hecho.

FULGENCIA:

Aún llevo el corazón fuera del pecho.

(Entren LEONELA y CELAURO.)
LEONELA:

  ¡Estraña es esa invención!
¿Que hable a Lupercio me mandas?
Celauro, ¿en qué pasos andas?

CELAURO:

En pasos de mi pasión.

LEONELA:

  ¿Y que él me ha de requebrar?

CELAURO:

Haz esto por mí, Leonela.

LEONELA:

Poner puedes una escuela
de fingir y de engañar.

CELAURO:

  Vame en aquesto la vida.

LEONELA:

Pues ¿qué resulta en tu bien?

CELAURO:

Que la posesión me den
de una esperanza perdida.
  Haz, hermana de mis ojos,
esto ahora por tu hermano.

LEONELA:

Que he de obedecerte es llano
y que lo son mis enojos,
  pero mira, hermano mío,
que desdice a tu valor
que yo muestre a un hombre amor.

CELAURO:

Del tuyo esto y más confío.

LEONELA:

  ¿No me dirás a qué efeto
eres tercero conmigo
de tu amigo?

CELAURO:

Ser su amigo
y tener dél buen conceto,
  porque quiere amartelar
una dama con quien habla.

LEONELA:

Bien mi negocio se entabla
si me pretendes casar.
  Mira, señor, lo que haces.

CELAURO:

Leonela, tu honor pretendo;
haz esto que te encomiendo,
que así mi amor satisfaces.

LEONELA:

  Ve con Dios, que yo estaré
en la ventana esperando.

CELAURO:

Y yo a verle requebrando
su ingrata dama traeré.

LEONELA:

  Eso te debe de hacer
que intentes eso tan ciego.

CELAURO:

Cosas, Leonela, te niego
que un ciego las puede ver.

LEONELA:

  ¿Quieres bien?

CELAURO:

Tengo perdida
el alma.

LEONELA:

Tu hermana soy,
habla.

CELAURO:

Satisfecho estoy.

LEONELA:

Pues di.

CELAURO:

Escucha, por tu vida:
  en una casa de juego,
donde reina la fortuna
más que en el mar y en palacio,
entre lisonjas y burlas,
hice amistad con Lupercio,
un hombre en quien viven juntas
cuantas gracias pensar puedes,
que es poco, aunque pienses muchas;
pasados algunos días,
de dos almas hizo una
amor, el trato o la estrella
que nuestros pechos ajusta;
confiome sus secretos,
pareciéndole segura
el arca en que los guardaba,
pero no hay fuerte ninguna;
llevome a ver una dama...
No la consideres rubia,
así te dé Dios contento,
que harás a mi gusto injuria;
no pienses que de su rostro,
restándome amor la pluma,
quiero hacer vanas quimeras
con fabulosas pinturas;
no robaré a los jardines,
entre los cuadros de murta,
los jazmines y claveles,
oro al indio, plata al fúcar;
no diré que es sol, ni imagen,
Venus clara o blanca luna,
sino que es una mujer
que vi por mi desventura,
roca del mar en firmeza,
tigre de Hircania en la furia,
sibila en la discreción,
y fénix en la hermosura.

CELAURO:

Vila en efeto, Leonela,
y que enamorara juzga,
no digo a un hidalgo noble,
pero a un villano de Asturias;
pasé gran tiempo callando
y, entre estas penas y angustias,
con ser yo quien me sufría,
fue insufrible mi locura.
Lo que he dicho y lo que he hecho
a quien ama lo pregunta:
pero es labrar en un jaspe
con un vidrio una figura;
viendo, pues, que no tuvieron
mis penas remedio nunca,
pretendo descomponerlos
y dar principio a las suyas;
quiero que Fulgencia vea
que de otras mujeres gusta
el más firme de los hombres,
y que a estas horas las busca;
que yo sé que, aunque no olvide
amor que ha tanto que dura,
dará gusto por venganza
a esta vida, sangre tuya.
Si te parece traición,
mira adónde el amor triunfa,
a Egisto, Tarquino y Paris
que, amarrados, me disculpan.
¡Y plega a Dios que me vea
en una galera turca,
si es vicio mi pretensión,
sino del amor la culpa!

LEONELA:

Las doce, hermano, han tocado;
déjame que arriba suba
mientras que vas a llamarle.

CELAURO:

¡Oh hermana, mi intento ayuda!

LEONELA:

Parte, que en la reja espero.

CELAURO:

Advierte que, si te turbas,
me puedes quitar la vida.

LEONELA:

Quien ama, todo lo duda.

(Vanse.)
(OTAVIO, caballero; ARISTO, criado.)
OTAVIO:

  Si supieras qué es celos,
yo sé que mi cuidado disculparas.

ARISTO:

No lo quieran los cielos,
que para no ver cosa con dos caras
hay muchas opiniones,
que son aborrecibles los doblones.

OTAVIO:

  ¿Celos tienen dos caras?
Dime de qué manera, por tu vida.

ARISTO:

Si en los celos reparas,
verás bien que no hay cosa más fingida.

OTAVIO:

Eso saber deseo,
que entiendo menos, cuando más poseo.

ARISTO:

  Cuando un celoso quiere
averiguar sus celos, luego llama,
pues por saberlos muere,
amigas o criadas de su dama
y, jurando secreto,
dice que importa para cierto efeto;
  no le han desengañado
cuando, escondiendo el que mostraba tierno,
les muestra el rostro airado
y se convierte en furia del infierno:
ya ves aquí dos caras.

OTAVIO:

Digo que por estremo lo declaras.

ARISTO:

  Pues, si habla con su dama,
verás que la regala y la requiebra
y que su bien la llama,
y está como una víbora o culebra
oculto entre las flores:
¿estas no son dos caras?

OTAVIO:

¡Qué mayores!

ARISTO:

  Pues todo cuanto intentan,
hablan, regalan, piensan, imaginan,
fabrican, trazan, cuentan,
prometen, disimulan, determinan,
todo tiene dos caras.

OTAVIO:

Luego ¿téngolas yo?

ARISTO:

Que se veen claras.
  ¿No dejaste a Leonela
esta noche segura?

OTAVIO:

Amor me abrasa.

ARISTO:

Luego ha sido cautela
volver celoso a ver su calle y casa;
quien ama, ese confía.

OTAVIO:

Quien ama teme, cela y desconfía.

ARISTO:

  Amor es confianza.

OTAVIO:

Amor es miedo y posesión medrosa
después que el bien alcanza.

ARISTO:

Quien quiere está en su centro, allí reposa.

OTAVIO:

No hay reposo en quien ama;
solícito es amor, temor se llama.

ARISTO:

  Quien duda y teme ofende
la confianza de la cosa amada.

OTAVIO:

Temiendo la defiende,
que del amor es el temor la espada.

ARISTO:

Gente viene.

OTAVIO:

Aquí espero.

ARISTO:

Mas ¿si fuese tu miedo verdadero?

(Entren CELAURO y LUPERCIO en hábito de noche.)
LUPERCIO:

  Quisiera que te hallaras en la cena,
porque fue por estremo regalada.

CELAURO:

Para ti por lo menos lo sería.

LUPERCIO:

No lo digas de burlas, que no hay cosa
como la mesa para dos que se aman;
aquel hacer el plato, aquel partirle
lo más sabroso y ver que, si lo come,
parece que es del que lo da sustento
no tiene igual con los tesoros de Indias.

CELAURO:

Dices muy bien, que en esas ocasiones
trinchan los ojos y hace salva el alma,
pues que el saber que gusta de una cosa,
y el haberla buscado con cuidado,
y ver que come en ella juntamente
la voluntad con el sustento, creo
que puede de placer matar un hombre.

LUPERCIO:

¿No estoy bien empleado, por tu vida?

CELAURO:

¿Eso preguntas? Es Fulgencia un ángel;
no he visto yo virtud como la suya.

LUPERCIO:

Ni has visto voluntad como la mía.

CELAURO:

Lo mismo quiero que, en oyendo a Flérida,
digas de mi firmeza y su hermosura;
la reja es esta; llega, que aquí aguardo.

LUPERCIO:

¿Y saldrá con la seña?

CELAURO:

En el momento
que con el pomo en la rodela toques.

(Llegue LUPERCIO a la reja.)
OTAVIO:

¿Qué te parece desto, Aristo?

ARISTO:

Digo
que sois casi poetas los amantes.

OTAVIO:

¿Parécete que es justo tener celos?
Prevén la espada.

ARISTO:

Mejor fuera el ánimo.

(ALFREDO, y FULGENCIA en hábito de hombre.)
ALFREDO:

Esta es la calle y esta es la ventana.

FULGENCIA:

Un hombre está debajo de la reja.

ALFREDO:

Si es hombre, no lo dudes que es Lupercio,
mas suele amor hacer de sombras, hombres.

FULGENCIA:

Señas hace.

ALFREDO:

Ya sale la señora.

(LEONELA en lo alto.)
OTAVIO:

¿Señas, Aristo? Cosa nueva es esta.

ARISTO:

Más nueva me parece que ella sale.

OTAVIO:

Matarle quiero.

ARISTO:

Tente, que ha venido
bastantemente apercebido el hombre,
que uno está rebozado en esta esquina
y dos vienen ahora en retaguarda,
de suerte que han de ser cuatro por fuerza.
Pues cuatro a dos es la mitad.

OTAVIO:

¡Hoy muero!

ARISTO:

Advierte el fin.

OTAVIO:

El de mi vida espero.

LEONELA:

  ¿Cómo, mi bien, no me habláis?
Que ha rato que estoy aquí.

LUPERCIO:

Porque no hay fuerzas en mí
hasta que vós me las dais,
  que, como hasta que el sol sale
todo está mudo en silencio,
no menos me diferencio,
ni él más que esos rayos vale;
  y que me habéis hecho salva
y decís que el sol espera,
soy la calandria primera
que canta en saliendo el alba.

ARISTO:

  ¡A fe que es hombre leído!
¿No ves la comparación?

OTAVIO:

Leído habré su traición,
que letra bastarda ha sido.

ALFREDO:

  ¿No escuchas, Fulgencia bella,
a tu Lupercio?

FULGENCIA:

No sé
si al alma crédito dé,
o al traidor que vive en ella.
  ¡Que esto pasa!, ¡que esto ven
los ojos que este adoraba!
Hoy con la vida se acaba,
Alfredo, el amor también.
  ¿Qué me tienes, honra infame?
Déjame vengar mi afrenta.

OTAVIO:

¿Qué es lo que tu furia intenta?
Oye, ¿quieres que le llame?

FULGENCIA:

  No, amigo, que aunque estoy loca,
guardo el rostro a mi opinión,
reprimiendo el corazón
que viene ardiendo a la boca;
  que, si faltase esta luz,
con una voz que daría
del pecho se escaparían
como bala de arcabuz.

CELAURO:

  (Aparte.)
Todo se traza a mi gusto:
Fulgencia se va inquietando;
muere, pues matas amando,
de celos, rabia y disgusto.
  ¿Hay bien que a mi bien se iguale?
¡Oh industria, cuánto aprovechas
para fortunas deshechas
donde la fuerza no vale!

LUPERCIO:

  Traigo contento el deseo
de una esperanza tan loca,
que ya parece que toca
lo que pienso que poseo.
  Suplico os que algún favor
confirme esta confianza.

LEONELA:

Sí haré, por mi fee, si alcanza
tanto la mano de amor.

LUPERCIO:

  Con la vuestra me contento.

LEONELA:

Es imposible alcanzar.

OTAVIO:

¡Que a tanto puede llegar
un cobarde sufrimiento!

FULGENCIA:

  ¿Ves, Alfredo, cómo pide
la mano al galán?

ALFREDO:

Sí veo.

LUPERCIO:

Pues yo mido mi deseo,
tú, señora, tu amor mide.
  Llega mi deseo a ti,
que va por este favor;
baje a mí tu mano, amor;
verás su medida ansí;
  aunque era mejor tu mano
para esforzarme a subir,
pero ¿quién podrá medir
lo divino por lo humano?

LEONELA:

  ¿No es bueno que sin amor
hablo a un hombre que no veo?

LUPERCIO:

¿No es bueno que sin deseo
estoy pidiendo favor?

OTAVIO:

  ¿No es bueno, Aristo, que esté
aquí un hombre como yo?

FULGENCIA:

¿No es bueno que le pidió
la mano? ¡Oh traidor sin fee!

ALFREDO:

  ¿No es bueno que tú lo aguardes
pudiéndolo remediar?

OTAVIO:

Déjame, Aristo, llegar,
que nunca hay celos cobardes.

CELAURO:

  ¿No es bueno que estoy contento
de ver a Fulgencia ansí?

FULGENCIA:

Déjame llegar a mí,
que me ahoga el sufrimiento.

ALFREDO:

  Detente.

FULGENCIA:

Déjame hacer.
(Llegue FULGENCIA arrebozada a LUPERCIO.)
¡Ah, caballero!, ¿a quién digo?

LUPERCIO:

¿Es amigo?

FULGENCIA:

No es amigo,
que vós no lo sabéis ser.

LUPERCIO:

  ¿En qué os ofendo?

FULGENCIA:

En hablar
esta mujer.

LUPERCIO:

¿Esto había?,
¿es vuestra?

FULGENCIA:

Si fuera mía,
yo la supiera guardar.

LUPERCIO:

  Pues ¿qué es lo que pretendéis?

FULGENCIA:

Que dejéis este cuidado,
que yo sé que estáis casado.

LUPERCIO:

¡Vós! Pues ¿de qué lo sabéis?

FULGENCIA:

  Esto basta, y dame pena
lo que aquí en su ofensa pasa,
y mal guardáis vuestra casa
mientras andáis por la ajena.

LUPERCIO:

  ¿Es mi hermano?

FULGENCIA:

Soy quien soy.
Salid de la calle luego.

CELAURO:

Yo he de perder este juego
si a remediarle no voy.
  ¡Ha celos, que no guardáis
palabra que prometéis!

LEONELA:

¡Ha caballeros!, ¿no veis
que mi opinión infamáis?

ARISTO:

  Había un competidor,
y ya hay dos.

LUPERCIO:

Vamos de aquí.

FULGENCIA:

Seguidme.

LUPERCIO:

Venid tras mí.
¿Hay más estraño rigor?

ALFREDO:

  A reñir van, ¡qué remedio!

CELAURO:

Alfredo, yo soy perdido
si aquesto queda entendido.

(A un lado riñen FULGENCIA y LUPERCIO.)
ALFREDO:

Ven, que riñen.

CELAURO:

Ponte en medio.

ALFREDO:

  Paso, señores.

FULGENCIA:

No hay paso.

LUPERCIO:

¿Quién es?

FULGENCIA:

Apartaos de ahí.

LUPERCIO:

Dejalde pues.

FULGENCIA:

¡Pesia a mí!
De aquesta punta le paso.

CELAURO:

  ¿No ves que estoy de por medio?
Lleva, Alfredo, a ese galán.

ALFREDO:

Vamos, señor.

FULGENCIA:

¡Qué no harán
celos! ¡Oh mal sin remedio!

(Váyase FULGENCIA, y ALFREDO, sosegándola.)
CELAURO:

  Echa tú por esta calle
y no os encontréis los dos.

LUPERCIO:

¿Sabes quién es?

CELAURO:

¡No, por Dios!

LUPERCIO:

¡Qué buen mozo!

CELAURO:

¡Gentil talle!

(Váyanse CELAURO y LUPERCIO.)


(Llegue OTAVIO a la ventana.)
OTAVIO:

  ¡Ah señora!, ¿por quién son
las presentes cuchilladas,
o aquesta danza de espadas
hecha a vuestra devoción?

LEONELA:

  ¡Ah señor! El que lo mira
y está en la calle envainado,
¿cuánto le cuesta el tablado?

ARISTO:

¡Gentiles pedradas tira!

OTAVIO:

  Cuando riñen dos galanes
de una dama tan fingida,
no se ha de jugar la vida,
ni se han de hacer ademanes.
  Y crea vuesa merced
que, cuando mi causa fuera,
a estocadas los cosiera
yo solo en esta pared.
  Mas si con igual querella
riñen sobre este lugar,
ventana quiero alquilar
y ver los toros en ella.

LEONELA:

  ¿Es mi Otavio?

OTAVIO:

Soy el diablo.

LEONELA:

Otavio, señor, espera.

OTAVIO:

¿Que espere?, ¡gentil quimera!

LEONELA:

Oye, escucha. ¿Con quién hablo?

ARISTO:

  Oye la, señor.

OTAVIO:

No quiero.

LEONELA:

Oye la satisfación.

ARISTO:

Oye, señor, su razón.

OTAVIO:

¡Déjame tú, majadero!

ARISTO:

  Mira que está haciendo estremos.

OTAVIO:

Ya no hay hablarnos los dos.

LEONELA:

¿No queréis?

OTAVIO:

No.

LEONELA:

Pues adiós,
que mañana nos veremos.