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Los embustes de Celauro/Acto II

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Acto I
Los embustes de Celauro
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

ALFREDO y CELAURO.
ALFREDO:

  ¿Que tanto descompuso la pendencia
dos voluntades que el amor tenía
en tan estrechos lazos obligadas?

CELAURO:

Luego que te partiste desta villa,
amigo Alfredo, fue creciendo el daño,
porque entre los amantes las pendencias
suelen durar por ser tan pertinaces,
porque quieren que el uno ruegue al otro.

ALFREDO:

Yo los dejé en estremo desabridos
después, señor, de los injustos celos.
¿Supo, dime, Lupercio que era ella
la que, en hábito de hombre, lo fue tanto
que osó reñir con él de cuerpo a cuerpo?

CELAURO:

No lo supo Lupercio, ni lo sabe,
porque yo le llevé tan divertido
que, cuando vino a verla aquella noche,
ella estaba en la cama y sosegada;
mas, como amor no duerma bien con celos,
y sean los dos tan grandes enemigos,
puesto, Alfredo, que padre y hijo sean,
así se los pidió de aquella dama,
así enojada estuvo, así ha llorado,
que Lupercio, movido a ira y cólera,
puso las manos en su rostro hermoso,
puso las manos en el sol, Alfredo,
ofendió las estrellas de sus ojos,
escureció la clara luz del día;
y como en los eclipses de ordinario
nos muestre el sol aquel color sangriento,
sangre puso en el sol, sangriento estuvo
el rostro a quien esta alma adora y teme.

ALFREDO:

¡Válame Dios!, ¿que esa bajeza hizo?

CELAURO:

No le culpes, Alfredo, que unos celos
pedidos sin razón de seso privan.

ALFREDO:

Razón tuvo Fulgencia.

CELAURO:

En el engaño;
mas Lupercio inocente de la culpa.

ALFREDO:

¿No te pesa de haber con tus embustes
dado ocasión para que aquellas manos
hayan tocado temerariamente
en el sol, en el cielo, en las estrellas
del cabello, del rostro y de los ojos?

CELAURO:

Dios sabe que su daño me ha pesado,
y que me cuesta lágrimas piadosas;
pero, ¿qué quieres?, que el camino es este
de negociar mi bien, porque no hay otro
como sembrar discordia entre sus almas.

ALFREDO:

¿Qué tienes negociado?

CELAURO:

Que Fulgencia
dejó su casa y sus queridos hijos
y, como huyendo, vino a la de Andronio,
que como sabes es mi tío, adonde
he comido y cenado aquestos días,
sustentando esta vida de sus ojos,
que así en la India se sustenta gente
de solo olor y solo de la vista,
y no es mucho milagro para un ángel.

ALFREDO:

¿Hasla hablado?

CELAURO:

Hela hablado y persuadido.

ALFREDO:

¿Y qué responde?

CELAURO:

Que a Lupercio adora.

ALFREDO:

Muy adelante estás.

CELAURO:

Hice a mi hermana
que la viniese a ver y a persuadilla,
y ha dormido con ella cuatro noches
con envidia del mundo y de mi alma.

ALFREDO:

¿Qué negocia?

CELAURO:

Que siga mi justicia.

ALFREDO:

¿Dura el enojo?

CELAURO:

No, que ya se hablan,
y se han de ir a su casa aquesta noche,
para mis ojos y alma noche eterna.

ALFREDO:

¡Qué poca fuerza tus enredos tienen!

CELAURO:

Retírate, que sale.

ALFREDO:

Aquí me aparto.

CELAURO:

Costarme tiene hacienda, vida y alma,
o desta ingrata he de llevar la palma.

(FULGENCIA y RISELO, dándole un papel.)
RISELO:

  Acaba, lee el papel.

FULGENCIA:

No me porfíes, Riselo.

RISELO:

Por mi vida, que recelo
que te enflaqueces por él.
  Ea, cesen los enojos,
señora, de tantos días.

FULGENCIA:

Primero las manos mías
se vengarán en sus ojos.

RISELO:

  Harto más te vengas tú
en los tuyos con llorar
perlas que pueden comprar
las riquezas del Perú.
  Lee, que te estás muriendo.

FULGENCIA:

Ahora bien, leo por ti.

RISELO:

¿Y por ti no?

FULGENCIA:

Yo por mí...
soy muy tierna.

RISELO:

Así lo entiendo.

FULGENCIA:

  Dame que allá no tuviera
a Esteban y a Enrique.

RISELO:

Lee,
que Lupercio así lo cree.

FULGENCIA:

Él dice desta manera:
(Lee el papel.)
  «Basta ya, señora mía,
las pesadumbres de un mes,
que la venganza no es
amor, sino tiranía.
  Ven, mis ojos, ven, mi cielo;
que si un hora tardas más,
cuando vengas me hallarás
muerto.»

RISELO:

Ea, entrañas de yelo.

FULGENCIA:

  ¿Muerto dice?

RISELO:

¿Y eso dudas?

FULGENCIA:

No, sino con otra dama
muerto en sus brazos.

(ALFREDO aparte con CELAURO.)
ALFREDO:

¿Qué llama,
Celauro, en yelo no mudas?

CELAURO:

  Antes aquello me enciende.

ALFREDO:

Eres loco.

CELAURO:

Soy amante.

RISELO:

Lee, señora, adelante.

FULGENCIA:

Solo engañarme pretende.
(Vuelva a leer.)
  «Si de mí quieres vengarte,
mejor estarás aquí,
pero no vengas por mí,
pues ya no puedo obligarte.
  Ven por Esteban y Enrique,
que lloran por ti, mi bien,
y, si allá hay otro, también
le ruego te lo suplique.
  Tu Lupercio.»

RISELO:

¿Lloras?

FULGENCIA:

No.

RISELO:

¿Pues qué?

FULGENCIA:

La vista penetra
el rejalgar de la letra.

CELAURO:

¡Qué buena disculpa dio!

RISELO:

  Eso es en letra de estampa,
que hay no sé qué humo en ella.

FULGENCIA:

¡Qué más estampa que aquella
que en el corazón se estampa!
  Y bien dices, que trae humo,
que es fuego con humidad.

RISELO:

Ten, mi señora, piedad.

CELAURO:

Cual nieve al sol me consumo.
  ¡Vive Dios que el vil tercero
me ha de pagar estas paces!

ALFREDO:

Como enamorado haces,
mas no como caballero.

FULGENCIA:

  Dile a ese hombre, Riselo,
dile a ese traidor amigo,
dile a ese falso enemigo
que de noble sufre el cielo,
  que venga luego por mí.

RISELO:

Dame esos pies.

FULGENCIA:

Parte.

RISELO:

Voy.

(Vase RISELO alegre.)
FULGENCIA:

Celauro, ¿aquí estás?

CELAURO:

Estoy
cual sombra siempre tras ti.
  Vete, Alfredo.

ALFREDO:

Mal se lucen
los embustes deste loco.

(Vase ALFREDO.)
CELAURO:

¿Estás ya más tierna?

FULGENCIA:

Un poco.

CELAURO:

A esto siempre se reducen
  los enojos de quien ama.
¿Esta noche vas con él?

FULGENCIA:

Acúsame de crüel,
y en este papel me llama.

RISELO:

  ¿Tanto un papel enternece?

FULGENCIA:

No sé qué tiene de hechizo.

CELAURO:

¡Maldiga Dios quien le hizo,
que tan tierno te parece!

FULGENCIA:

  ¡Maldígate Dios a ti!

CELAURO:

No digo quién le escribió.

FULGENCIA:

Para maldecirte yo
basta el papel.

CELAURO:

¿Cómo ansí?

FULGENCIA:

  Porque cosa que ha tocado
tal mano, queda su ofensa
a cuenta de mi defensa
como está un lugar sagrado.

CELAURO:

  ¡Oh, pesa tanto rigor,
y mi loco sufrimiento!

FULGENCIA:

¿Qué ofensa en tu daño intento
por tener a un hombre amor?
  ¿Soy yo tu sangre por dicha?
¿Soy tu hermana o tu mujer?

CELAURO:

No, pero debes de ser
toda junta mi desdicha.
  Pues vete, ingrata, en buen hora,
aunque sea mal para mí;
gózale, y goce de ti
a pesar de quien te adora,
  que pues que no he merecido
de ti una palabra buena,
yo haré que rabies de pena
como yo rabio de olvido.

FULGENCIA:

  ¿Tú qué me puedes hacer?

CELAURO:

 (Saque la daga.)
Vive Dios, que estoy de suerte,
que estoy por darte la muerte
y acabarme de perder.

FULGENCIA:

  Estás loco. ¿Para mí,
para una mujer, la daga?

CELAURO:

Sí, porque una puerta haga
con que me saque de ti.

FULGENCIA:

  ¿Yo te tengo? Espera un poco.

CELAURO:

Bien dices que yo te tengo.

LUPERCIO:

Loco de contento vengo.

SABINO:

Y yo de contento loco.

(LUPERCIO entre. RISELO, SABINO.)
(Diga, disimulando, CELAURO.)
CELAURO:

  Puesta la mano, señora,
sobre esta daga te juro,
por ser cruz, que es su amor puro
y que Lupercio te adora.
  Deja celos y quimeras;
vete esta noche con él.

LUPERCIO:

¡Oh amigo noble y fiel,
dame esos brazos!, ¿qué esperas?

CELAURO:

  ¡Oh buen Lupercio! Primero
los has de dar a Fulgencia.

LUPERCIO:

No sé si tengo licencia,
pero obedecerte quiero,
(Arrodíllase LUPERCIO.)
  y así, echándome a sus pies,
veré si sus manos gano
subiendo del pie a la mano,
y de ella al brazo después,
  y desde el brazo al abrazo,
y del abrazo...

FULGENCIA:

Prosigue
porque tu hechizo me obligue
a ser de tus brazos lazo.

CELAURO:

  ¿Es posible que esto veo?

FULGENCIA:

¿Cómo has estado sin mí?

LUPERCIO:

Pregúntalo al alma en ti,
infierno de mi deseo,
  que, como el mundo en su caos
y sin forma, inanimadas
las materias y varadas
sobre la tierra las naos,
  como en el limbo el rapaz
mas no es comparación buena,
porque yo he tenido pena,
y fui de gloria capaz,
  cual tórtola sin hallar
compañía alegre alguna,
como sin el sol la luna
y sin la luna la mar,
  como el instrumento está
sin la mano del que toca,
como Tántalo a la boca
la fruta que se le va,
  y como sin ti, mi bien,
que eres mi causa y mi forma,
quien me mueve y quien me informa.

SABINO:

Por siempre jamás, amén.
  Acaba, vamos de aquí,
que me muero ya por veros
en casa.

LUPERCIO:

¡Hermosos luceros!
¿Posible es que os ofendí?

FULGENCIA:

  Entra Riselo y dirás
a Leonela que me voy,
y tráeme manto.

LEONELA:

Aquí estoy,
y he sabido que te vas,
  pero, así me guarde Dios,
que me pesa aunque es tu gusto.

FULGENCIA:

¡Oh mi Leonela!

CELAURO:

Esto es justo.
Ea, despedíos las dos.

LEONELA:

  Déjala cubrir siquiera.
Pues Lupercio no porfía,
¿qué quieres?

CELAURO:

Hermana mía,
lo que es amor considera.
  Déjalos, que tras pendencia
es gran gusto el amistad.

FULGENCIA:

(Cúbrase el manto.)
Cubierta estoy, perdonad.

LEONELA:

Adiós, hermosa Fulgencia.

FULGENCIA:

  Mi Leonela, adiós, y ved
que me habéis de ver.

LEONELA:

¿Pues no?

CELAURO:

Allá la llevaré yo.

FULGENCIA:

Hareisme mucha merced.

LUPERCIO:

  Leonela y Celauro, adiós.

LEONELA:

Adiós.

[Aparte a FULGENCIA.]
CELAURO:

Adiós, tigre hircana.
Por quedarme con mi hermana
no voy, Lupercio, con vós.

FULGENCIA:

  Vós quedáis bien ocupado.

LUPERCIO:

Vamos, señora enojada.

SABINO:

La cena está aparejada,
y el amor por convidado.

FULGENCIA:

  ¿Qué dice Enriquito?

SABINO:

Llora
por su mamá y por su taita
que apenas con una gaita
le puedo acallar, señora.
  Ven, alegra aquella casa:
entre el sol, la noche huya.

FULGENCIA:

Vamos, vamos.

SABINO:

¡Aleluya!
Hoy brindo...

RISELO:

¿A quién?

SABINO:

A Ganasa.

(Váyanse.)
(Queden CELAURO y LEONELA.)
LEONELA:

  No dudo que habrás sentido,
Celauro, aquesta mundanza,
porque, en fin, de tu esperanza
riguroso viento ha sido.
  ¿Qué te embelesas?, ¿qué miras?
Ea, ya pasó la calle.
¡Hola! Quiero despertalle.
¡Celauro!

CELAURO:

¡Ay Dios!

LEONELA:

¿Qué suspiras?

CELAURO:

  Cual queda desvanecido
el niño que volar vio
el pájaro que pensó
coger durmiendo en el nido,
  o como queda el villano
viendo la liebre correr,
que la pensaba coger
en la cama con la mano,
  o como queda despierto
el que dormido soñaba
que en arca o campo se hallaba
algún tesoro encubierto,
  o, si por un mal suceso,
soñaba en cautividad
que ya estaba en libertad,
y despierto se halla preso,
  así yo en la posesión
del bien que estaba gozando
mi libertad vi soñando,
y despierto mi prisión.
  Yo muero, hermana Leonela,
sin remedio de remedio,
aunque ponga de por medio
toda Grecia su cautela.
  ¡Desventurado! ¿Qué haré,
que ya se van a gozar?

LEONELA:

Tienes razón de penar;
alabo, hermano, tu fe,
  que es la cosa que yo he visto
más digna de ser amada.

CELAURO:

Y tú la más envidiada
de las que en ella conquisto,
  que al fin dormiste a su lado.

LEONELA:

Si vieras partes tan bellas,
más almas dieras por ellas
que por lo exterior le has dado.

CELAURO:

  Cuéntame, Leonela mía,
algo de aquel ángel santo.

LEONELA:

¡Santo! No te alargues tanto
que toques en herejía.

CELAURO:

  Mira, bien puedo llamar
ángel santo una mujer
virtüosa sin hacer
cosa digna de culpar.
  Vive en sí y fuera de sí,
y esto es más de ángel que de hombre,
luego en darle aqueste nombre
no estoy yo fuera de mí.

LEONELA:

  No me mandes que te diga
más de que es un mármol pario.

CELAURO:

Para eso no es necesario
haberle yo visto, amiga.
  Ya sé que es mármol tan fuerte
que me resiste y me mata,
pero lo demás retrata,
y de otras cosas me advierte.

LEONELA:

  Basta decir que es bien hecha,
limpia, conforme y igual.

CELAURO:

Es hecha de un mármol tal,
que ningún hierro aprovecha;
  y el mayor mío es querer
hacer en esta ocasión,
sin ser yo Pigmaleón,
de un mármol una mujer.

LEONELA:

  Debajo del pecho izquierdo
tiene un lunar peregrino.

CELAURO:

Luna en cielo tan divino,
¿por qué no hará loco un cuerdo?
  ¿Qué color tiene?

LEONELA:

Muy buena,
que parece en su blancura
como sangre en nieve pura,
el clavel en azucena;
  sale un cabello sutil
de en medio por tanto trecho,
que puede dar vuelta al pecho.

CELAURO:

¡Hermoso lazo!

LEONELA:

Gentil.

CELAURO:

  Milagro, Leonela, fuera
que ese cometa de yelo
no tuviera en ese cielo
rastro que muerte me diera;
  si no es en forma de espada
para matarme su brazo,
es a lo menos de lazo,
y en mi cuello ejecutada.
  ¿Que haré si en mi cielo veo
pronósticos de mi muerte?
Mas yo pienso hacer de suerte
que o yo muera, o mi deseo.
  Quédate aquí, que en mi mal
ya no hay remedio mayor
que pretender por traidor
lo que pierdo por leal.

(Váyase CELAURO.)
LEONELA:

  Menos lástima tuviera
a tu dolor inhumano
si lo que es amor, hermano,
libre del mismo amor viera.
  Pero tengo amor también
y conozco tu disgusto,
aunque dél me alegro y gusto,
pues me quitaste mi bien.
  Hablé a Lupercio por ti
y violo mi amado Otavio
que, sentido deste agravio,
vive quejoso de mí,
  pero, ¿quién es el que viene
sollozando y suspirando?

(Entre ARISTO como llorando.)
ARISTO:

¡Triste del que vive amando!
Galeras perpetuas tiene.
  ¡Ay de mí!, ¿qué podré hacer
sin mi señor, solo y pobre?
¿Cuál otro hallaré que cobre
lo que en él vengo a perder?

LEONELA:

  Aristo...

ARISTO:

Señora mía.

LEONELA:

¿De qué te enjugas los ojos?

ARISTO:

Porque cifra mis enojos
mi desventura este día.

LEONELA:

  ¿Dónde queda tu señor?

ARISTO:

¿Dices Otavio?

LEONELA:

¿Pues quién?

ARISTO:

Ya le ha muerto tu desdén.

LEONELA:

Mejor dijeras mi amor.

ARISTO:

  ¿Qué amor?

LEONELA:

El que le he tenido.

ARISTO:

Bien dices, pues ya es pasado.

LEONELA:

Dime, ¿adónde queda?

ARISTO:

Ha estado
estos días escondido,
  y desta melancolía
salió de consulta hoy
irse a meter fraile.

LEONELA:

Estoy
al cabo, por vida mía.
  Ea, señores, a mí.

ARISTO:

Si no lo quieres creer,
mañana le puedes ver.

LEONELA:

¿Qué me cuentas?

ARISTO:

Lo que vi.

LEONELA:

  Ea, que es cosa de risa.

ARISTO:

No, sino de llanto es,
que los ojos en los pies
le he visto ayudar a misa.
  Este papel me dejó
para que te diese.

LEONELA:

Muestra.

ARISTO:

¡Qué amor! ¡Qué amistad la nuestra!
Sin ti, señor, ¿qué haré yo?

LEONELA:

(Lea.)
  «Ingrata, pues ya tienes otro gusto,
cubra este cuerpo un hábito de paño
que en invierno y verano venga al justo,
luto a mi amor y fiesta de tu engaño.
Esto quiero que pueda mi disgusto,
y que aqueste papel, al fin de un año,
sea carta de pago y finiquito
de nuestro amor.» Bien breve viene escrito.
  ¿Tanto ha sentido el agravio?

ARISTO:

Ese papel lo confirma.
¿No dice Otavio la firma?

LEONELA:

Mejor fuera fray Otavio.
  Pero ¿es de veras?

ARISTO:

Tan cierto
como que contigo estoy.

LEONELA:

¡Ay, Otavio, que no soy
causa dese desconcierto!
  La culpa tuvo mi hermano,
que me ha hecho hablar un hombre
y que, mudándome el nombre,
él me requebrase en vano,
  solo por amartelar
una mujer con cautela.

ARISTO:

Ya no es posible, Leonela,
que lo puedas remediar.

LEONELA:

  ¿Cómo no? Iré dando voces
y de allí le sacaré,
y que es mi esposo diré.

ARISTO:

No podrás, así te goces.

LEONELA:

  Pues si no, dareme muerte.

(Entre OTAVIO.)
OTAVIO:

Eso no, señora mía,
que solo mi amor quería
ver si es el tuyo tan fuerte.

LEONELA:

  Jesús, ¿que no es verdad?

OTAVIO:

No.

LEONELA:

¿Cómo entraste?

OTAVIO:

Vi a tu hermano
salir fuera.

LEONELA:

Ese tirano
nuestro disgusto causó.

OTAVIO:

  Todo lo tengo entendido.

(Entre ALFREDO.)
ALFREDO:

¿Es Otavio?

LEONELA:

Alfredo viene.

ALFREDO:

Mi señor, que hablaros tiene.

OTAVIO:

Notable desdicha ha sido.
  Sin duda que entrar me vio.
¿Adónde queda?

ALFREDO:

En la puerta
de Fulgencia.

LEONELA:

Yo soy muerta.

OTAVIO:

No os alteréis.

LEONELA:

¿Cómo no?
  Con achaque de visita
a Fulgencia, iré a su casa.

OTAVIO:

Cuando sepa lo que pasa
y este mi amor solicita
  no estará muy agraviado
que entre en su casa, si ha sido
a título de marido.

ALFREDO:

¿No venís?

OTAVIO:

Voy.

LEONELA:

Ve a su lado.

(Éntrense todos.)
(Entre CELAURO.)
CELAURO:

  Ya solo de mi engaño me sustento,
ya no tengo más vida que mi engaño,
con este engaño mi tormento engaño,
que es verdad el engaño en mi tormento,
con engaño se alienta el pensamiento
engañando su mismo desengaño,
y aunque este engaño ha sido por mi daño,
el mismo engaño en engañarme siento.
Mas ¿qué me quejo del engaño, ¡ay triste!,
si deste engaño tengo el alma asida,
engaño que de muchos me divierte?
Porque con este engaño se resiste
la fuerza del engaño de la vida,
porque toda es engaño, hasta la muerte.

(Entren ALFREDO, ARISTO y OTAVIO.)
ALFREDO:

  Aquí está Celauro.

OTAVIO:

Aquí
está Otavio que ha venido
a ver en qué sois servido
de mis cosas y de mí.

CELAURO:

  Apártense los criados.

OTAVIO:

Vete, Aristo.

CELAURO:

Y tú también.
¿Conoceisme?

OTAVIO:

Sí, y muy bien.

CELAURO:

¿Y mis padres?

OTAVIO:

Son honrados.

CELAURO:

  ¿No más de honrados?

OTAVIO:

¿Qué más?

CELAURO:

Caballeros.

OTAVIO:

Eso es menos,
porque honrados dice buenos,
que es punto deste compás.

CELAURO:

  ¿A qué entrastes en mi casa,
si sabéis que honrados son
y su virtud y opinión
por buena moneda pasa?
  ¿No sabéis que vive allí
una mujer que es mi hermana
y su hija?

OTAVIO:

Cosa es llana
que lo supe y que lo vi;
  pero así me fue forzoso
para el intento que emprendo.

CELAURO:

¿Cómo ansí?

OTAVIO:

Porque pretendo
servirla.

CELAURO:

¿Qué?

OTAVIO:

Soy su esposo.

CELAURO:

  ¿Sábenlo mis padres?

OTAVIO:

No.

CELAURO:

Pues es mal hecho.

OTAVIO:

No es
si lo han de saber después.

CELAURO:

¡Sin saberlo ellos ni yo!
  Meted mano, Otavio.

OTAVIO:

Oíd.

CELAURO:

No hay oír.

OTAVIO:

Eso es furor.

(Riñan los dos.)
RISELO:

(Dentro.)
Celauro riñe, señor.

(Salga LUPERCIO desenvainando.)
LUPERCIO:

Di, necio, que riñe el Cid.
  Fuera, digo.

OTAVIO:

¿Cómo?, ¿tres
para un caballero solo?
Este es fraude, engaño y dolo.
Valdranme manos y pies.

(Huye OTAVIO.)
(Salen riñendo ARISTO y ALFREDO.)
ARISTO:

  Tente, hombre.

ALFREDO:

Cuando riñe
el amo es son concertado
para que baile el criado,
si es hombre que espada ciñe.

CELAURO:

  Déjale, necio.

ALFREDO:

Huye, perro.

ARISTO:

¿Tantos a uno?

CELAURO:

Dejalde.

ALFREDO:

No lo llevará de balde,
si con esta punta cierro.

(Huya ARISTO.)
(SABINO entre metiendo mano.)
SABINO:

  ¡Fuera, bellacos!, ¿qué es esto?
¡A Lupercio, mi señor!

LUPERCIO:

Ten, majadero, el furor.
¿Dónde vas tan descompuesto?

CELAURO:

  Paso, no lo oya Fulgencia.

SABINO:

De cólera estoy perdido.

LUPERCIO:

Como Santelmo has venido,
acabada la pendencia.

SABINO:

  ¿No ha quedado por ahí
alguna cosa fiambre?

LUPERCIO:

Ve, necio, a matar la hambre.
Apartaos todos de aquí.

ALFREDO:

  ¿Si vuelven?

LUPERCIO:

No volverán.

CELAURO:

Entraos allá.

RISELO:

A punto ponte.

SABINO:

Yo voy hecho un Rodamonte.

ALFREDO:

Yo un Rugero.

SABINO:

Yo un Roldán.

(Éntrense los criados.)
(Queden CELAURO y LUPERCIO.)
LUPERCIO:

  ¿Qué ha sido aquesto?

CELAURO:

Todo niñería.

LUPERCIO:

¿Por qué has reñido?

CELAURO:

Digo que no es nada.

LUPERCIO:

¿Nada, Celauro, y tanta pesadumbre?

CELAURO:

No es nada, a fe de caballero.

LUPERCIO:

Basta,
no lo digáis, que bien sé yo que en esto
lo que es nada es mi amor, para que pueda
del vuestro merecer cosa tan fácil.

CELAURO:

¿Por eso os enojáis?

LUPERCIO:

Pues ¿no os parece
que es bastante ocasión para enojarme?
¿Esto se usa en amistad como esta?
¿En dos amigos hay secreto alguno?
¿Qué os he negado yo, no de mis obras,
que ese fuera de amor pequeño efeto,
mas de mis pensamientos escondidos?

CELAURO:

Querido amigo, amigo mío del alma,
el negaros aquesto no procede
de poco amor, ni de que soy ingrato,
sino de ser negocio y causa vuestra;
el amigo, Lupercio, que es honrado
a su amigo defiende con la espada
sin darle pesadumbre con la ofensa.
Esta os importa que yo calle.

LUPERCIO:

Bueno,
tanto más encendistes mi deseo
cuanto mi causa fue la defendida,
que aunque los dos tengamos una causa,
yo moriré si no la sé.

CELAURO:

No creo
que puede ser, porque es de pesadumbre.

LUPERCIO:

Esa es mayor.

CELAURO:

Mirad, señor Lupercio,
que os va la honra deste desengaño.

LUPERCIO:

Y en saberlo, Celauro, está mi vida,
mi honra, gusto y salvación.

CELAURO:

Es cosa
que tiemblo de decilla.

LUPERCIO:

¿Sois mi amigo?

CELAURO:

Sí soy.

LUPERCIO:

Pues ¿qué dudáis?

CELAURO:

Temo el suceso.

LUPERCIO:

¡Oh pesia tal! Sacad la daga y dadme
por este corazón.

CELAURO:

Ahora bien, sea;
que mi desdicha quiso que palabras
hiciesen la pendencia antes de tiempo;
que yo, Lupercio, le llevaba al campo.

LUPERCIO:

No dilatéis, Celauro, con rodeos
mi muerte, mi disgusto, mi deshonra.

CELAURO:

Va de deshonra, muerte y de disgusto:
sabed que las mujeres en el mundo
nacieron para ser destruición suya
y que, supuesto que haya muchas buenas,
virtüosas y santas, hay algunas
ingratas en estremo al amor nuestro,
falsas, lascivas, locas y perjuras.

LUPERCIO:

Que no quiero preámbulos.

CELAURO:

Fulgencia...

LUPERCIO:

¡Ay, cuánto lo temí!

CELAURO:

Fulgencia, digo,
aunque ha diez años que tratáis sus cosas,
la sustentáis, la regaláis...

LUPERCIO:

¡Ay triste!

CELAURO:

... quiere bien a este Otavio.

LUPERCIO:

Eso es quimera.
Ni en mi vida le he visto por su calle.

CELAURO:

Yo sí, de día y de noche, y aun alguna
le he hecho salir della a cuchilladas,
de que es Alfredo buen testigo.

LUPERCIO:

¿Adónde
o cómo la habla?

CELAURO:

No hay cosa más ciega
que un pobre amante. Basta, aquesto basta.

LUPERCIO:

Prosigue, buen Celauro, ya te creo.

CELAURO:

¿Habían de llamarte, por ventura,
los días o las noches que se hablasen?

LUPERCIO:

Bien dices: ciego estoy.

CELAURO:

Yo por tu gusto,
o temiendo el disgusto deste día,
rogábale a este necio que dejase
su loca pretensión.

LUPERCIO:

¿Qué más hacías?

CELAURO:

Hoy finalmente vi que su criado
con un papel la hizo señas.

LUPERCIO:

¿Dónde?

CELAURO:

En la ventana.

LUPERCIO:

Bien.

CELAURO:

Llegué y quitésele
y, viniendo a cobralle el dueño infame,
resultó la pendencia.

LUPERCIO:

El papel muestra,
que aun viéndole no creo que es posible.

CELAURO:

Aún no le he visto yo.

LUPERCIO:

Celauro, escucha:
(Lea LUPERCIO.)
  «Este necio de Celauro,
mi vida, me impide el verte,
mas hoy pienso con su muerte
gozar desta empresa el lauro.
  No llores, que es sin provecho,
sino procúrame hablar;
sí, por vida del lunar
que cubre tu blanco pecho,
  cuyo cabello sutil
es lazo de mi prisión...»
Nomás, nomás, señas son
de Fulgencia, infame y vil.
  No leo más sus concetos;
bastan estas señas ya,
que creo que las dará
de otros mayores secretos.
  ¡Ay de mí! Verdad es todo.
¡Notable seña!, ¿qué dudo?
Porque saberla no pudo
sin gozarla de otro modo.
  ¡Ay Fulgencia!, ¡ay enemiga!
¿Estas tus lágrimas son?
¡Ay de mi sana intención!
¡Ay de mi antigua fatiga!
  ¡Ay de diez años de amor
con tanta persecución!
¡Ay de mis obligaciones
fundadas en tanto error!

LUPERCIO:

  ¡Tus señas otro hombre! ¡Otro hombre
de aquel cabello colgado
en que estuve aprisionado
con los yerros de tu nombre!
  Tu lunar o luna amengua
su viva color leonada,
ya de tu infamia eclipsada
y menguada de tu mengua.
  ¡Oh, maldiga Dios mi boca
que así celebró esa luna,
ese lunar, si otra alguna
le jura, le besa y toca!
  ¡Malditas mis manos sean
que se dejaron atar
de ese cabello al lunar
en que otras manos se emplean!
  Y mi desdicha también
sea maldita, enemiga,
pues a maldecir me obliga
lo que fue todo mi bien.
  ¡Yo te amé, yo te adoré,
yo estuve engañado así!

CELAURO:

¡Oh, por Dios, vuelve ya en ti!

LUPERCIO:

Tarde o nunca volveré.

CELAURO:

  ¿Ves cómo fuera mejor
dejarte estar con tu engaño?

LUPERCIO:

No entendí que el desengaño
viniera con tal rigor;
  no entendí que una mujer
fuera tan mujer, Celauro.

CELAURO:

Hoy mi perdición restauro.
Este la ha de aborrecer.

LUPERCIO:

  Quédate aquí.

CELAURO:

¡No, por Dios!,
que querrás irla a matar.

LUPERCIO:

Bien se puede asegurar
que hay una vida en los dos.

CELAURO:

  Dame la palabra aquí
de no tocarla.

LUPERCIO:

Sí haré.

CELAURO:

¡Jura!

LUPERCIO:

Por Dios y su fee.

CELAURO:

Otro juramento di.

LUPERCIO:

  Pues por vida de la lumbre
destos ojos, que es Fulgencia.

CELAURO:

¡Juramento de conciencia!
¿Es ironía o costumbre?

LUPERCIO:

  Es que quiero asegurar
tu sospecha mal nacida
que, jurando por su vida,
no se la quiero quitar.

CELAURO:

  Vámonos, y tu amor sella
con que no vamos allá.

LUPERCIO:

No podrá el alma que está
abrasándose por vella.

CELAURO:

  Entretenerte es mejor:
vamos a jugar.

LUPERCIO:

No puedo,
que de verla tengo miedo
y de no verla mayor.

CELAURO:

  ¿Verla?

LUPERCIO:

Impórtame infinito.

CELAURO:

Eso, Lupercio, declara.

LUPERCIO:

Quiero ver si aquella cara
pudo hacer este delito.

(Váyase LUPERCIO.)
CELAURO:

  ¿Hay entrañas de león
más crüeles que las mías,
veneno en áspides frías,
ni en Grecia mayor traición?
  ¿Hay más furia en el abismo?
No es posible; antes recelo
que no ha hecho cosa el cielo
como yo, sino yo mismo.
  Amor, ¿qué es tu pensamiento?
Mas ¿qué te pregunto yo
después que el alma te dio
su razón y entendimiento,
  pues querérsela pedir
es verme de mí distinto?
Ya estoy en el laberinto:
o he de salir o morir.

(Váyase.)


(Entre FULGENCIA.)
FULGENCIA:

  Cuánto, y con cuánta razón,
arrogante debo estar,
juzgolo quien supo amar
y tuvo satisfación.
  Amo un hombre que es espejo
de hombres en talle y consejo,
con quien mil contentos gozo;
para mi regalo, mozo,
y para mi honra, viejo;
  galán, discreto, aseado,
limpio, apacible, animoso,
liberal, cuerdo, alentado,
de mi vida cuidadoso
y de la suya olvidado;
casado, aunque de secreto,
conmigo, que fue el efeto
más alto de voluntad,
cuando tuvo a su amistad
mi entendimiento sujeto.
  Aunque ¿a cuál piedra tan dura
dos hijos no enternecieran
de tan notable hermosura?
Que bastardos nunca hicieran
legítima mi ventura.
Cuantas hoy tenéis amor,
tened envidia al favor
que el cielo en esto me ha hecho,
que fuera dél no sospecho
que puede haberle mayor.
  Y tú, mi bien y mi dueño,
¿dónde estás, que estás sin mí?

FULGENCIA:

Ya no te tengo en empeño,
ya eres mío, ya te di
el alma en precio pequeño.
Ven a ver aquestos ojos,
de tu víctima despojos
en cuyas niñas retratas
el talle con que me matas
y me das celos y enojos.
(LUPERCIO tristísimo.)
  ¿Eres tú, señor? Sí, él es.
Dame esos brazos que adoro
porque en tu prisión estés;
déjame asir el tesoro
de toda el alma interés,
que, cual suele el avariento
del cofre cada momento
sacar el oro y contallo,
no menos avaro hallo
contigo mi pensamiento;
  que, aunque te tengo y poseo,
si mil veces no te toco,
si mil veces no te veo,
pienso que te tengo en poco
y que ya no te deseo.
  Eres mi tesoro, en quien
las armas de su hacedor
se ven esculpidas bien...
¡Ay!, ¿qué es aquesto, señor?
¿Qué enojo es este y desdén?
  ¡Vós el sombrero en los ojos!
¡Vós los ojos en el suelo,
que estos tienen por despojos!
Decidme, por Dios del cielo,
si tenéis conmigo enojos.
  Mi bien, alma desta vida,
¿qué os he dicho?, ¿qué os he hecho?
¿No me habláis?

LUPERCIO:

¡Ha, mujer fingida!
Áspid que entraste en mi pecho
y estás en el alma asida,
  sanguijuela de mi honor
que en él pegada has sacado
toda su sangre mejor,
fuego en nieve disfrazado,
pensamiento de traidor,
amigo vil que te alejas
en viendo pobreza y quejas,
víbora que concibí
que, para salir de mí,
el pecho abierto me dejas,
  rayo que me has abrasado
dejando sano el vestido,
enemigo perdonado,
ingrato que me has vendido
y deudo que me has negado,
enmascarada homicida,
calentura lenta asida
con tan tibio proceder
que, no se echando de ver,
está acabando la vida,
  fuego secreto sin llama
que nunca de abrasar cesa,
vil en obras, casta en fama,
arpía en mi alegre mesa
y Clitemestra en mi cama,
mujer de quien este ser
aun no quisiera tener,
mujer que tan mal viniste
que por ser mujer quisiste
dejar de ser mi mujer...
  Abreviemos de razones
sin hablar, sin preguntar
causas justas ni ocasiones,
que esta daga ha de pasar
aquí tus dos corazones:
  el mío que está en el tuyo
y el tuyo que está en el mío.
Concluye, que aquí concluyo.

FULGENCIA:

Si eso es justo, señor mío,
matadme: aquí estoy, no huyo,
pero si acaso no es justo,
decidme vuestro disgusto.
Mas esta réplica es fea,
que, para que justo sea,
basta ser de vuestro gusto.
  ¿Veis aquí el pecho? Pasalde
de suerte que no toquéis
este inocente: guardalde,
o heridme si vós queréis
y por la herida sacalde,
  que os juro, dulce señor,
que en mi vida os ofendí,
si no es ofensa el amor,
que el quereros más que a mí
me obligaba a algún rigor.
  Hoy salistes de mis brazos:
¿por qué casos tan siniestros
queréis hacerlos pedazos
pudiendo hacer de los vuestros
a mi cuello estrechos lazos?
  ¿Qué os han dicho, mi señor,
dulce bien mío y mi vida,
que con tanto desamor
me llamáis vuestra homicida,
fee falsa y paz de traidor?
  Que de que vós me matéis,
que soy vuestra humilde hechura,
ningún agravio me hacéis;
siento por más desventura
solo el ver que me afrentéis.
  ¿Queréismelo decir?

LUPERCIO:

Calla,
calla, sierpe venenosa
que entre la yerba se halla,
flor de adelfa, araña en rosa,
con más yerros que una malla.
  No quieras saber lo que es,
que no habrá muerte decente.

FULGENCIA:

Alto, señor, si así es,
dejadme como inocente
que me arrodille a esos pies.
Ya que todo se me niega,
que cubráis mis ojos ruega
con una toca mi boca;
pero no ha menester toca
mujer que ha estado tan ciega.

LUPERCIO:

  ¿Que cubra me persüades
tus ojos? ¡Oh error profundo!
Bien saben sus liviandades
que no hay ya toca en el mundo
con que cubrir tus maldades.
  Esa toca es que me toca
matarte y lavar mi honor,
y si a toca me provoca,
es para cegar a amor,
que esta sentencia revoca,
  porque, aunque es ciego, es de arte
este mi amoroso fuego
que, para no perdonarte,
ha de estar dos veces ciego,
porque una venda no es parte.

FULGENCIA:

  Tres estamos a este fiero
sacrificio prevenidos:
tú con el desnudo acero,
hechos piedras los oídos,
inexorable y severo,
  yo, cual víctima inocente,
y el ángel que condolido
te está diciendo: «Detente»,
en mis entrañas metido
y a la ejecución presente.
  Él te detenga, y Dios sea
en mi guarda.

(Vala a dar y detenga la daga.)
LUPERCIO:

¿Qué temor
me detiene que no vea
la venganza de mi honor,
que es lo que el alma desea?
  ¡Oh amor, que en tener mi acero
como con alas estás,
eres ángel, aunque fiero!
Basta, que pudiste más;
basta, obedecerte quiero.
  Y pues que nadie ha sabido
que con esta estoy casado,
¿qué obligación me ha corrido?,
¿qué leyes me han obligado
de las que tiene un marido?
  Alto, dejalla es mejor.
¡Hola, Riselo, Sabino!

(Entren SABINO y RISELO.)
RISELO:

¿Qué es lo que mandas, señor?

LUPERCIO:

En lo que hacer determino
será replicarme error,
  porque, vive Dios, si al hecho
que intento replica en nada
alguno, aunque sin provecho,
que la cruz de aquesta espada
le sirva muriendo al pecho.

SABINO:

Pues, señor, ¿qué ira es esta?

LUPERCIO:

Vaya, no haya más respuesta.
Traed a Esteban y a Enrique.

FULGENCIA:

Ea, nadie le replique.

SABINO:

Tragedia ha sido la fiesta.

(Váyanse los criados.)
FULGENCIA:

  ¿Y no podré yo saber,
mi señor, dónde los llevan?

LUPERCIO:

Donde no los has de ver.

FULGENCIA:

¡Señor! ¡Enrique, ay, y Esteban!
Partid con esta mujer.

LUPERCIO:

Ya no, que no lo eres mía.

FULGENCIA:

Mi bien, mi señor...

LUPERCIO:

Desvía.

FULGENCIA:

¿No son bienes gananciales?

LUPERCIO:

Los hijos no; celestiales,
que el cielo los da y envía.

FULGENCIA:

  Llevaos a Esteban, señor.

LUPERCIO:

Aunque él mismo lo suplique.
Vete, infamia de mi honor.

FULGENCIA:

Dejadme, señor, a Enrique,
que me costó más dolor.
  Dejádmele, señor mío,
porque un retrato me quede
de esa cara, talle y brío,
que este consolar me puede,
ya que os vais con tal desvío.

(SABINO entre con los dos niños.)
SABINO:

  Aquí los niños están.

LUPERCIO:

Vente conmigo.

SABINO:

Yo iré.

FULGENCIA:

Espérate y me verán,
que verlos yo no podré
según mis lágrimas van.
  Hijos, yo soy la mujer
del mundo más desdichada:
vuestra madre solía ser,
ya soy madrastra culpada
y que no os tengo de ver.
Si acaso vivís y acaso
sabéis por quién esto paso,
vengadme dél, hijos míos.

LUPERCIO:

¡Qué notables desvaríos
cuando en cólera me abraso!
  Quítalos de ahí.

FULGENCIA:

¡Señor!
Ángeles, besadme.

LUPERCIO:

Suelta.

FULGENCIA:

¿A mí con tanto rigor?

LUPERCIO:

Suelta, adúltera resuelta
en la infamia de mi honor.

FULGENCIA:

  ¡Gracias a Dios que ya sé
por qué es aqueste castigo!
¿Yo te he ofendido?

LUPERCIO:

Y no fue
ese lunar mal testigo
del eclipse de tu fee.

FULGENCIA:

  Pues oye.

LUPERCIO:

No hay ya qué oír.

FULGENCIA:

¿Dónde vas?

LUPERCIO:

A un monte voy.

FULGENCIA:

Allá te quiero seguir.

LUPERCIO:

Matarete.

FULGENCIA:

Muerta estoy.
No he de volver a morir.

LUPERCIO:

  Vuélvete.

FULGENCIA:

Señor...

LUPERCIO:

Detente,
que aumentaré tu castigo.

FULGENCIA:

¡Hijos, hijos!

LUPERCIO:

¡Ah insolente!

FULGENCIA:

A Dios pongo por testigo
que estoy de culpa inocente.