Los embustes de Celauro/Acto III

De Wikisource, la biblioteca libre.
​Los embustes de Celauro​ de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

FULGENCIA:

Entre.
  Desesperados pasos,
¿dónde lleváis tan lejos de la muerte,
después de varios casos,
mi triste vida? Pues mi triste suerte,
si no la pone en medio,
no puede hallar a tanto mal remedio.
  Y tú, causa de todo,
Lupercio mío, ¿dónde vas huyendo
sin advertir el modo
con que te van mis lágrimas siguiendo,
que ya mis pies se quedan
atrás pues no podrán cuando más puedan?
  Cual la tigre parida
a quien el cazador los hijos leva,
y en los hijos la vida,
salgo furiosa de la oculta cueva
y voy al agua adonde
entre la tierra y mar me los asconde.
  Días ha que camino
por este monte en busca tuya, ingrato,
con tanto desatino,
que de ninguna fiera me recato,
que no puede haber fiera
que iguale tu crueldad y tu carrera.

FULGENCIA:

  ¿Dónde llevas, tirano,
esos pedazos de mi sangre y vida,
si ya tu propia mano
no ha sido de las suyas patricida,
y en parte los desmiembra,
y cual Medea por la tierra siembra?
  ¡Oh, qué dura venganza!
¡Oh, qué fiereza de hombre nunca vista!
Y más que la esperanza,
por más que a mis temores se resista,
conoce que no puedo
cobrar el bien de que desierta quedo.
  Pues ¿qué tarda la muerte
que no acaba una vida tan errada,
pues no hay cosa que acierte,
ni alguna en que no viva lastimada?
Y ¿en qué tendrá esperanza
quien desea su mal, y aun mal no alcanza?
  ¿Posible es que no pueda,
ya que el dolor no pueda, el miedo grave
desta áspera arboleda
tanto en mis fuerzas, que mi vida acabe?
¿Quién dice que es flaqueza,
ni fue, nuestra común naturaleza?
  ¡Ay Dios, qué gran rüido!
Si fuese alguna fiera rigurosa
como la que el vestido
de Tisbe hizo pedazos animosa,
que no haya miedo que entre
en otra cueva que su mismo vientre.

(Entren BELARDO, SIRENO, FELICIO, viejo.)

BELARDO:

  ¡Pardiez, que se ha de comprar
el sayuelo y la basquiña,
aunque se venda la viña,
o que no me he de casar!

FELICIO:

  No digo que no, muchacho,
son que sea conforme al dote.

BELARDO:

¡Oh pesar de mi capote!
¿Ya decís que estoy borracho?
  ¡Voto al sol y a treinta soles
que han de ser los más polidos!

FELICIO:

¿Ha de irse todo en vestidos?
¿Somos por dicha españoles?

SIRENO:

  Callad, Felicio, en buen hora;
dejad que su esposa vista.

BELARDO:

Que la vista y la revista,
que ya yo sé que la adora,
  y también sé que merece
la mochacha cualquier cosa,
que, a la fee, es limpia y hermosa.

SIRENO:

Pues si es eso, ¿qué os parece?
  ¿No es justo, pese a mi sayo,
que se lo compre de seda?

FELICIO:

Ved lo que el demuño ordena.

BELARDO:

Vended mi buey.

FELICIO:

¿Cuál?

BELARDO:

El bayo.

FELICIO:

  ¿Hay tal locura? ¡El bayuelo!
¿Tal alhaja has de vender
para dar a una mujer
una basquiña y sayuelo?

BELARDO:

  Pues bien, ¿es el buey persona?
¡La comparación es linda!
¿No me sirve más Locinda
que cuece, guisa y jabona?

SIRENO:

  Y más si es porque te ama,
y tú la tienes amor.

BELARDO:

¡Sí, que un buey será mejor
para acostalle en la cama!
  Padre, caminad, que hoy quiero
comprar sayuelo y faldilla,
el mejor que halle en la villa.

FELICIO:

Tú gastas bien tu dinero.

BELARDO:

  En vuestro tiempo era bien
vestir las novias de paño.
Sabed, padre, que este año
se muda el paño también

FELICIO:

  Pues bien haces si le mudas,
que, al tiempo que yo gozaba,
la virtud vestida andaba
y las personas desnudas.
  Ahora, por la inquietud
con que se alteran las vidas,
van las personas vestidas
y desnuda la virtud.

SIRENO:

  Dejaos de filosofías.

BELARDO:

Padre, padre, yo no os quiero
aquí para consejero.

FELICIO:

No llegarás a mis días.

BELARDO:

  ¿Pensáis que son muchos daños?
¡Plega a las desdichas mías
que no llegue a vuestros días
y pase de vuestros años!

SIRENO:

  ¡Hola!, ¿quién va por aquí?

FELICIO:

¡Ay Dios!, ¿y qué puede ser?

FULGENCIA:

Soy una triste mujer
que por serlo me perdí.

BELARDO:

  ¡Válame Dios! ¿De qué suerte?

FULGENCIA:

Un hombre que me sacó
de mi casa me dejó
aquí en manos de la muerte.
  Robome y en la espesura
desta montaña quedé,
donde hasta ahora no hallé
ni el lugar ni la ventura.
  ¿Cómo se llama esta aldea?

SIRENO:

La que veis es San Germán,
y por esta senda van
a Olavia y a Claridea.

BELARDO:

  Padre, ¿veis este vestido?

FELICIO:

Pues bien.

BELARDO:

Pues así ha de ser.

FELICIO:

¿Quiéreste echar a perder?

BELARDO:

No, padre, ya estoy perdido.
  ¿Sabreisme acaso decir,
dueña, que Dios os mantenga
mientras vueso amante venga,
y en después hasta morir,
  qué os costo la ropa y saya?

FULGENCIA:

¿Para qué queréis sabello?

BELARDO:

No me va tan poco en ello,
cuando sabido lo haya,
  porque sabed que me caso,
si no lo habéis por enojo,
y me ha venido en antojo
vestir la novia de raso.
  Este buen viejo es mi padre,
gran hombre de mi desprecio,
pero sabed que es un necio
desde el vientre de su madre.
  Diz que de paño no exceda,
que la seda viste el Rey,
y yo, con vender un buey,
hago una reina de seda.
  Querría saber de vós
a qué os llega saya y ropa.

FULGENCIA:

Mis desdichas van en popa.
¿Que te casas?

BELARDO:

Sí, par Dios.

FULGENCIA:

  ¿Sabes qué es el casamiento?

BELARDO:

Un buen día, cena y baile,
y aun sé que cierto fraile
dijo que era sacramento.
  Pero lo que fuere sea;
cuando el hombre tiene amor
nunca escoge lo mejor,
que no hay ojos con que vea;
  ya les rogaba yo allá
que me la diesen a cata.

FULGENCIA:

Ropa tendrás más barata
y, en fin, la tienes acá.

BELARDO:

  ¿Cómo?

FULGENCIA:

Truécame el vestido
por alguno de sayal.

BELARDO:

¡Par Dios, que sois liberal!

FULGENCIA:

Bien se ve en lo que he perdido.

BELARDO:

  Veníos conmigo quedito,
que os daré ropa y dinero,
que es este viejo un parlero.

FULGENCIA:

Vamos, hoy mi dicha imito.
  Ya no hay temor que me rinda;
segura podré pasar.

BELARDO:

¡Pardiobre que ha de quedar
hecha una reina Locinda!
(Vanse los dos.)

FELICIO:

  ¿Fuese aquel, Sireno?

SIRENO:

Sí,
y se llevó la mujer.

FELICIO:

¡Verá el diabro!

SIRENO:

Es Locifer.

FELICIO:

Así, cuando mozo, fui.
  Pero temo su salud,
que, aunque es la dama polida,
así sola y bien vestida
arguye poca virtud.
(GERARDO, padre de LUPERCIO, y SABINO.)

GERARDO:

  ¿Qué me cuentas, Sabino?

SABINO:

Lo que oyes.

GERARDO:

¿Hay tan estraño caso?

SABINO:

Yo te juro
que le han llorado bien aquestos ojos.

FELICIO:

Gerardo es este, el dueño de la hacienda.
Retírate, Sireno, entre estos árboles;
no nos llame baldíos, como suele.

SIRENO:

Vamos, que trae pesadumbre y creo
que este paje chismoso le ha traído
algunas travesuras de Lupercio.

GERARDO:

¿No me dirás la causa que fue origen
de aquesta desventura?

SABINO:

Tu dureza.

GERARDO:

No te piden, Sabino, mis desdichas
que las resuelvas tanto.

SABINO:

Pues advierte...

GERARDO:

Prosigue las obsequias de mi muerte.

SABINO:

  Después que de aquesta aldea
pasó Lupercio a la corte,
trocando en galas de hidalgo
las abarcas y el capote,
sacó el talle de la funda
más gallardo, airoso y noble
que jamás tuvo mancebo
de cuantos tiene el Piamonte.
Pusieron en ellos ojos
muchas damas, pero viose
que el amor es acidente
y que es gusto el que se escoja.
De todas amó a Fulgencia,
que era a su gusto conforme,
que parece, a ser posible,
que las almas se conocen,
mujer hermosa en estremo
y bien nacida, aunque pobre,
secreta en sus libertades
y astuta en sus condiciones.
Desde el día que Lupercio
comenzó a decille amores,
nació Lucrecia otra vez,
otra Porcia y Penelope.

SABINO:

Comenzaron a quererse,
creciendo amor desde entonces,
tanto que en otras es niño
y gigante en sus pasiones.
Diez vueltas dio vuelta Febo,
o discurrieron diez soles
del Aries al Pez, y fueron
las lunas diez veces doce,
mientras preso amor le tiene,
que dicen que cuando coge
abre una puerta de cera
y cierra cuatro de bronce.
Nacieron de aqueste trato
dos niños como unas flores:
llámanse Esteban y Enrique,
permita Dios que se logren.
Lupercio, viendo a los ojos
sus hijos y obligaciones,
ellos dos, y dos mil ellas,
quiere que la deuda cobren.
Casose con gran secreto,
y cree que corresponde
esto a ser noble y cristiano
y lo contrario se opone.

GERARDO:

¿Que se casó?

SABINO:

No lo dudes.

GERARDO:

Dime lo demás.

SABINO:

Casose
y vivía más contento,
libre de tantos temores.
Pero como a las espaldas
del bien siempre el mal se esconde
y el oro de la fortuna
se gasta y descubre el cobre,
comenzó un infame amigo
a traellos desconformes,
de manera que a Lupercio
le dijo dos mil traiciones.
La última fue de suerte
que el triste, una triste noche,
tomó sus hijos y fuese
por lo oculto deste monte.
Siguiole la triste dama,
mas no es posible que cobre
sus hijos ni su esperanza,
ni ellos vuelvan, ni ella torne.
Yo, que los iba siguiendo,
perdilos junto a la torre
que esta montaña atalaya,
dando suspiros y voces,
donde creo que ella ha muerto
por la maldad de aquel hombre
y que Lupercio y sus hijos...
¿Lloras?

GERARDO:

¿No quieres que llore?
Parte, Sabino, otra vez,
llama mi gente y pastores,
lleva toda aquesta aldea
si no quieres que me arroje
desta peña en este río
que de mis lágrimas corre;
ten lástima que estas canas
el suelo de yerba adornen.
¡Ay mis hijos!

SABINO:

Quiera el cielo
que los halle y tú los goces.
(Vase SABINO.)

GERARDO:

¡Cuán mal lo que dél está
quieren impedir los hombres!
Como la fortuna es vidrio,
cuando más luce se rompe.
¡Ay, Lupercio! ¡Ay, hijo mío!
Pues te llamo y no respondes,
no habrá bien que no me falte,
ni habrá mal que no me sobre.

(FULGENCIA entra en traje de serrana.)

FULGENCIA:

  Si a la desdicha valiera,
como la que yo he tenido,
mudar el traje y vestido
para que no conociera,
  cuán libre della quedara
de la manera que voy,
pues apenas de quien soy
sola una parte declara.
  Troqué el vestido... ¡Ay de mí!,
que hablaba sin ver que había
quien escuchar me podía.
¡Jesús! ¿Cortesano aquí?
  Pero este debe de ser
el señor de aquesta hacienda;
aún no sé si hablarle emprenda.

GERARDO:

¿Quién sois, hija?

FULGENCIA:

Una mujer.

GERARDO:

  ¿Qué buscáis?

FULGENCIA:

Dueño, señor,
que he perdido el que tenía,
quizá porque le servía
con tal cuidado y amor.
  Si vivís en esta aldea,
servíos de mi persona,
que mi desdicha me abona
para que fiadora sea,
  que, si me desamparáis,
según mi tristeza es fuerte,
luego me daré la muerte.

GERARDO:

¡Ay hija! ¿Tan triste estáis?

FULGENCIA:

  No tengo igual en el mundo.

GERARDO:

Por triste quiero acogeros,
por consolarme de veros
triste en mi dolor profundo.

FULGENCIA:

  Luego ¿triste estáis?

GERARDO:

Estoy
perdiendo a gran priesa el seso
del daño de un mal suceso.

FULGENCIA:

Sin duda a mi centro voy.
  ¿Qué daño os ha sucedido?

GERARDO:

He perdido un hijo honrado
por no haberle yo estimado
o no haberle merecido;
  y porque Dios me depare
lo que perdí, estoy contento
de daros acogimiento.

FULGENCIA:

Él os le traiga y ampare.
  ¿Es muy pequeño?

GERARDO:

Es ya hombre.

FULGENCIA:

¿Cómo se pudo perder?

GERARDO:

Por una mala mujer
que tiemblo en decir su nombre.

FULGENCIA:

  ¿Era en aqueste lugar?

GERARDO:

No, hija, en la villa fue,
adonde yo le embarqué
para perderle en la mar,
  que si aquí en aquesta sierra
adonde yo le he criado
le hubiera siempre guardado,
menos peligros encierra.

FULGENCIA:

  ¿Cómo, señor, se llamaba?

GERARDO:

Lupercio.

FULGENCIA:

¡Válame Dios!

GERARDO:

Hija, ¿conoceisle vós?

FULGENCIA:

Sí, señor, con él estaba.

GERARDO:

  ¿Cómo?

FULGENCIA:

Servile diez años
allí, en casa de Fulgencia,
y eso lloro en mi conciencia.
¡Ay, ay!

GERARDO:

¡Sucesos estraños!
  ¿Que le servistes?

FULGENCIA:

¿Pues no?

GERARDO:

Diz que se casó con ella.

FULGENCIA:

¿Merecíaselo ella?

GERARDO:

¡Ay hija, que le engañó!
  Pasan de seis mil ducados
los que de renta tenía.
Pero, contadme, hija mía,
sucesos tan desdichados.

FULGENCIA:

  De aquí a casa, señor mío,
os diré cuanto ha pasado.

GERARDO:

Basta, que al cielo han llegado
los suspiros que le envío.
  Sin este consuelo os llevo
por prenda suya también.

FULGENCIA:

¿Que este es padre de mi bien?
¡Oh cielo, cuánto te debo!
(Váyanse.)

(Entre LUPERCIO.)

LUPERCIO:

  Ásperos montes de tinieblas llenos
por resistir al sol con vuestras ramas,
cuevas de lobos y leones, camas
de sierpes, basiliscos y venenos;
cielo que con relámpagos y truenos
su intrincada maleza desenramas,
y por entre estos robles y retamas
quieres herir los infernales senos;
aguas que, despeñadas de la suerte
que el llanto mío, vais por campos rasos,
que no hay estío que su yerba queme;
si no es éste camino de la muerte,
decidme dónde van tan tristes pasos,
que quien desea morir, la vida teme.
(BELARDO entre con el vestido de FULGENCIA.)

BELARDO:

  ¿Hase vido igual ventura?
¿Que así me diese un vestido
tan costoso y tan polido?
Todo este mundo es locura:
  Lucinda, que sayal viste,
de aquesta seda se agrada,
y estotra, a seda enseñada,
quiere sayal pardo y triste.
  Esto ya es cosa entendida
y averiguado argumento,
y es que nadie está contento
del estado de su vida.
  ¡Oh cuál se le ha de poner
Lucinda, aunque al viejo asombre!

LUPERCIO:

Quiero pedir a este hombre
si trae algo de comer.
  Buen hombre...

BELARDO:

¡Válgame el cielo!
¿Quién sois?

LUPERCIO:

Soy un peregrino.
.................................
No temáis, no hayáis recelo.

BELARDO:

  ¿Qué? Yo no tengo temor.
[Aparte.]
¿Si habrá por adónde huya?
Dígame, por vida suya,
¿es ladrón o salteador?

LUPERCIO:

  ¿A ver aqueste vestido?

BELARDO:

[Aparte.]
Él me le quiere quitar.

LUPERCIO:

¡Ay triste!

BELARDO:

No hay qué mirar,
que en verdad que está polido
  y que, para no mentir,
para una novia se ha hecho,
mas viénele un poco estrecho
y llévole a hacer abrir.

LUPERCIO:

  ¿Quién te dio, villano infame,
este vestido?

BELARDO:

¡Ay señor!
¡Piedad!

LUPERCIO:

¿Qué piedad, traidor,
sin que tu sangre derrame?
  ¿Qué se ha hecho la mujer
a quien desnudaste?

BELARDO:

¡Ay triste!

LUPERCIO:

Di presto lo que la hiciste.

FELICIO:

Debímela de comer.

LUPERCIO:

  Di presto, o aquesta espada
te hará otra lengua en el pecho.

BELARDO:

Ni la desnudé ni he hecho
cosa en que fuese agraviada.

LUPERCIO:

  Pues ¿cómo hubiste el vestido?

BELARDO:

Señor, un novillo overo,
celoso insufrible y fiero
y de mi ganado hüido,
  la mató en esta sendeja
y dos pastores y yo,
luego al punto que espiró,
la llevamos a la igreja,
  y a mí me cupo del hato
esto que veis.

LUPERCIO:

¿Que un novillo
la ha muerto?

BELARDO:

Entre este tomillo
la dio la vuelta del gato,
  y aun en verdad que discierno
distintamente su mal,
que aquí ha destar la señal
por donde la metió el cuerno.

LUPERCIO:

  Suelta, ¡maldígate Dios!,
  villano, vil inorante,
o quítateme de delante,
porque haré, si me replicas,
lo que Hércules cuando Licas
de Deyanira, su esposa,
la camisa ponzoñosa
le trujo y le dio en presente.

BELARDO:

Yo me iré tan brevemente,
que su merced no lo vea.
¿Que para tan poco sea
que así me deje engañar?
¿Que este se me ha de quedar
con mi vestido? ¿Hay tal cosa?
¿Qué hará mi Lucinda hermosa?
Bañará en agua el jardín,
rosa, clavel y jazmín
de su rostro celestial.

LUPERCIO:

¿Hay pena y desdicha igual
como la que miro y toco?

BELARDO:

[Aparte.]
Basta, que este, haciendo el loco,
se queda con el vestido

LUPERCIO:

Villano, ¿que no eres ido?

BELARDO:

Esperad, que voy por gente.
(Vase BELARDO.)

LUPERCIO:

Trae diez, trae doce, trae veinte,
trae mil, trae el mundo todo,
porque ya yo estoy de modo
que no tengo qué temer.
¡Triste! ¿Qué habemos de hacer
muerta aquella que solía
ser alma por quien vivía
este espíritu cansado?
Que aunque es verdad que afrentado
di en venirme como loco,
no la he querido tan poco
que, aunque me agravia, la olvide.
¡Oh cielos! Venganza pide
la muerte de mi Fulgencia;
por eso dadme paciencia
o quitadme el sentimiento.
Toro feroz y sangriento,
que mueras corrido en coso,
¿cómo mataste celoso
a quien yo no di la muerte,
siendo mi celo más fuerte
y el dueño de aquella ofensa?
¡Plega a Dios que en recompensa
de tu contrario vencido
bramando vayas hüido
entre esta ciega espesura!
¡Plega a Dios que la figura
en que eres signo del cielo
caiga de su esfera al suelo
y mil pedazos se haga!
¿Qué habrá que me satisfaga?
¡Cielos! Fulgencia perdida,
¿para qué quiero la vida?
¿Hay alguno que la quiera?
¿No hay un áspid, una fiera?

LUPERCIO:

Mas ¿por qué me desespero
o me agravio? Pues ¿qué quiero?,
¿qué pretendo?, ¿qué me mata?
¿No fue a mis obras ingrata?
Pues ¿qué su muerte lamento?
Mas, ¡ay!, que sin fundamento
di crédito a un falso amigo
y, sin parte y sin testigo,
quise pronunciar sentencia
contra la humilde Fulgencia,
porque no pudo agraviarme
la que por solo buscarme
perdió la vida y la fama.
Parece que aquesta rama
con sus brazos me convida
a que me quite la vida
arrojando un lazo en ella.
Perdí mi Fulgencia bella,
perdí juntamente el alma,
pero ¿qué vitoria y palma
saco deste mal consejo
si mis tristes hijos dejo
en esta cueva escondidos,
adonde serán comidos
de algún oso o tigre fiero
o, si aquí me desespero,
la hambre podrá matallos?
Mejor será sustentallos
de aquestas silvestres frutas
y del agua destas grutas
áspera, fría y salobre,
pasando esta vida pobre
  en penitencia que abone
el haber muerto a Fulgencia,
si puede haber penitencia
que mi delito perdone.

(Entren BELARDO, FELICIO, SIRENO, ORFINDO, PINARDO.)

BELARDO:

  Digo que me le quitó,
y que con él se me va.

SIRENO:

¿No sabremos dónde está?

BELARDO:

Entre estas ramas quedó.

ORFINDO:

  Estos espesos castaños
un ejército cubrieran.

LUPERCIO:

Estos villanos se alteran
para aumento de mis daños.
  Quiero del monte salir
con mis hijos al aldea,
que ellos son causa que sea
hoy mi enemigo el morir,
  que si hijos no tuviera,
que son del alma pedazos,
o los matara en mis brazos,
o entre sus brazos muriera.
(Váyase LUPERCIO.)

PINARDO:

  Pardiez, Orfindo, si él era
salteador, no andaba a solas.
Ya que bandera enarbolas,
forme escuadrón tu bandera:
  no quede mozo ninguno
en San Germán que no venga.

FELICIO:

Como desto aviso tenga
no creo que falte alguno.
  Vendrá Peloro, Salicio,
Nemeroso, Alfesibeo,
Felinardo, Rosileo,
Pánfilo, Ergasto y Claricio,
  que cada cual por el cuerno
derriba al suelo un novillo.

BELARDO:

Pardiez que me maravillo
de vuestro engaño y gobierno.
  Cuando este salteador
tenga tres hombres, es todo.

ORFINDO:

Pues andemos de ese modo
todo el monte alrededor
  hasta que con él topemos.

BELARDO:

Orfindo ha dicho muy bien.
¿Viene Pinardo?

PINARDO:

También.
Seguidme todos.

ORFINDO:

Sí haremos.
(Vanse.)

(Entre LUPERCIO con sus hijos.)

LUPERCIO:

  Reliquias de aquel ángel que ya pisa
con su dorada planta las estrellas,
mirando aqueste llanto con su risa
y los suspiros con que llego a ellas,
no os espantéis si os traigo tan aprisa
cubriendo de agua vuestras frentes bellas,
que no guarda mi vida mas la vuestra
en fortuna tan áspera y siniestra.
  Hijos, estas pequeñas caserías
fueron de vuestro padre el nacimiento;
aquí gocé de mis primeros días
libre del mal que en los presentes siento;
todas aquestas huertas eran mías,
y cuanto por aquí refresca el viento,
pues hoja sin ser mía no se mueve,
ni oveja arroyo destos prados bebe.
  Mi padre quiso que a la corte fuese
al apuntar de mi primero bozo,
y el cielo quiso que a Fulgencia viese,
la madre vuestra y de mi honor destrozo,
y el amor quiso que a un traidor creyese,
libre y precipitado como mozo,
para perder, por tan ligera cosa,
vosotros vuestra madre y yo mi esposa.
  Llamemos pues, a ver si algún criado
de los que cuando está mi padre ausente
guardan su casa nos da un pan prestado
de limosna en la ocasión presente;
cual pródigo a sus puertas he llegado,
pero guardo ganado diferente,
que sois vosotros mis corderos tiernos
quejosos de mis ásperos gobiernos.
  ¡Ha de casa! ¡Ha, gente honrada!
¡Criados de buen señor!

FULGENCIA:

(Adentro.)
¿Quién está ahí?

LUPERCIO:

¡Qué furor!
Puerta rica al fin, cerrada.
  ¡Ah señora! ¿Habrá por dicha
para dos niños y un padre,
si acaso haber sido madre
os mueve a ver su desdicha,
  algún pedazo de pan?

FULGENCIA:

¿Hijos decís?

LUPERCIO:

Hijos digo
de madre muerta.

FULGENCIA:

¡Ay amigo!
¿Son los que con vós están?

LUPERCIO:

  Estos, mi señora, son.
(Salga FULGENCIA con un panecillo.)

FULGENCIA:

¡Cielos!, ¿qué es esto que veo?

LUPERCIO:

¡Ay Dios!, ¿si es de mi deseo
esta sombra o ilusión?
  ¿Esta no es Fulgencia? ¡Cielos!
¿Cómo en casa de mi padre?

FULGENCIA:

¡Hijos de mi alma!

LOS NIÑOS:

Madre.

FULGENCIA:

¡Suelta, traidor!

LUPERCIO:

Soltarelos;
  y cree que me ha pesado
que sea tu vida cierta;
aunque creyéndote muerta
mil lágrimas he llorado,
  muerta tú, pensó mi honra
estar soberbia y altiva,
pero aquí, viéndote viva,
vuelve a vivir mi deshonra.
  Y pues con haberte visto
vuelvo a ver mi deshonor,
vanamente con mi amor
a tus maldades resisto.
  ¿Tú con mi padre? ¿Tú aquí?
¿Tú viva? ¿Tú labradora?
¿Tú en mi casa? ¿Tú señora?
¿Tú darme limosna a mí?
  ¿Qué puede querer tu pecho
que agora a tu gusto cuadre,
sino deshonrar al padre
como al hijo, infame, has hecho?
  Algún Sinón de su casa
a ella trujo esta joya,
como el caballo de Troya,
que ya la enciende y abrasa.
  Pues tus hijos bien ha sido
dártelos, para que sean
los soldados que pelean
y de tu vientre han salido.
  Da ese pan a esas harpías,
que bien será de dolor;
podrán pelear mejor,
que ha que no comen tres días;
  que yo me vuelvo y quisiera
haber hallado la muerte
primero que hablarte y verte.

FULGENCIA:

¡Mi bien!

LUPERCIO:

Suelta.

FULGENCIA:

Espera, espera.
(Váyase LUPERCIO presto.)
  ¿Hay entre los fieros escitas,
Caribes o lotofagos,
ni en los abarimos lagos
crueldades más inauditas?
  ¿Hay hombre que quiera más
ni que se parezca menos?
Dime, cifra de venenos,
¿dónde huyes? ¿Dónde vas?
  Pero vete donde quieras,
cazador acobardado,
pues mis hijos he cobrado
como tigre en tus riberas.
  Anda, aborrece a Fulgencia
si te ha cansado su trato,
que yo te prometo, ingrato,
que vuelvas a la querencia.
  Huye y déjame con ellos,
que ya sospecho que vas,
villano, volviendo atrás
la cabeza para vellos.
  Anda pues, que si no sabes
quién son en esta ocasión,
las llaves del alma son:
tú volverás por las llaves.
  Hijos, pues os he cobrado,
buen Lupercio en vós me queda.

(Entre GERARDO.)

GERARDO:

¡Que un perdido hallar no pueda
quien guarda tanto ganado!
  ¡Ay larga desdicha mía!
Tebandra, ¿qué haces aquí?

FULGENCIA:

A dar este pan salí
a un pobre que lo pedía.

GERARDO:

  ¿Quién son estos niños?

FULGENCIA:

Son
sus hijos que aquí ha dejado
por no caminar cargado.

GERARDO:

¡Qué Benjamín y Absalón!

FULGENCIA:

  ¿Son bonitos?

GERARDO:

Como un oro.

FULGENCIA:

¿A esta traza eran tus nietos?

GERARDO:

Si ellos eran tan perfetos,
mayores pérdidas lloro.
  ¿A qué va el padre a la corte?

FULGENCIA:

A ver si un deudo que tiene
le socorre.

GERARDO:

A tiempo viene,
que más que deudo le importe.
  Avísame y le daré,
por estos niños no más,
cincuenta escudos.

FULGENCIA:

Harás
como quien eres, a fee,
  que es hombre que ha sido rico
y, de un traidor confiado,
se va triste y desterrado;
yo por él te lo suplico.

GERARDO:

  Mayores cosas, Tebandra,
son las que me has de pedir.

FULGENCIA:

Y yo os tengo de servir
de hoy más con más diligencia.

GERARDO:

  Hija, si no pareciere
Lupercio, quiero casarme,
porque no venga a heredarme
alguno que mal me quiere.
  Y si tengo de escoger,
yo no he menester dinero;
mi gusto, Tebandra, quiero,
y tú has de ser mi mujer.

FULGENCIA:

  Beso os, mi señor, las manos
por tan singular favor,
pero fáltame valor
y son pensamientos vanos.

GERARDO:

  Tebandra, para mis canas
esa virtud y gobierno
tienen valor casi eterno.

FULGENCIA:

Damas habrá cortesanas
  en quien hagáis elección.

GERARDO:

Tebandra, elección he hecho,
que tu noble y casto pecho
me ha robado el corazón.
  Tú has de mandar esta hacienda;
tus hijos la heredarán.

FULGENCIA:

No dice mal, que aquí están.

GERARDO:

Tú serás mi amada prenda.
  Voy agora ver si hay nueva
de aquel perdido; tú en tanto
guarda este secreto cuanto,
Tebandra, a mi honor se deba,
  que tú te verás señora
desta casa.

FULGENCIA:

Dios te guarde.
(Váyase GERARDO.)
¿Hay más fortunas que aguarde?
Mas ¿de qué me quejo agora?
  Que antes me ha venido bien
para hacer un nuevo engaño,
que me ha enseñado mi daño
a hacer engaños también.
  Yo quiero decir que sí
a este viejo en lo que intenta,
que ya se me representa
que engaño a Lupercio ansí;
  que como en torno de casa
por sus hijos ha de andar,
oirá a todos publicar
cómo su padre se casa,
  y sabiendo que es conmigo,
ha de entrar por estas puertas,
donde las del alma abiertas
acojan su dulce amigo.
  Vamos para que lo emprenda,
hijos, y tened consuelo,
que ya dice vuestro agüelo
que habéis de heredar su hacienda.
(Váyanse.)

(Entren SIRENO, FELICIO, PINARDO, con CELAURO herido, como que le ayudan, y BELARDO con la espada.)

FELICIO:

  Tened ánimo.

CELAURO:

No puedo,
que es esta herida mortal,
y la causa de mi mal
la que me da mayor miedo.
  Tengo a Dios muy ofendido,
y así, para el mal que siento,
os tomo por instrumento.

BELARDO:

Dad acá luego el vestido.

CELAURO:

  ¿Qué vestido?

BELARDO:

El que hoy aquí,
ruin hombre, me habéis tomado.

CELAURO:

En este punto he llegado
de la ciudad.

SIRENO:

¡Eso, sí!
  ¿Estáis cercano a la muerte
y negáis lo que es verdad?

CELAURO:

Tened, pastores, piedad
de mi mal áspero y fuerte.
  Mirad que es grande rigor
acabarme de matar.

BELARDO:

Luego, ¿quereisme negar
que no sois el salteador?

CELAURO:

  ¿Yo salteador?

BELARDO:

El que agora
un vestido me ha robado.

CELAURO:

Soy un caballero honrado
que en la ciudad vive y mora,
  que en busca de una mujer
voy por el mundo perdido.

BELARDO:

Dad acá luego el vestido.

FELICIO:

Que te engañas puede ser.
  Mira bien, hijo Belardo,
si es él quien te lo tomó.

BELARDO:

¡Voto al sol que me quitó
hasta el capotillo pardo!

CELAURO:

  Mira, hermano, que te engañas,
que soy caballero noble.

BELARDO:

¡Oh, que os cuelguen de ese roble
para que perdáis las mañas!

PINARDO:

  ¿Tú no sabes bien que es él?

BELARDO:

Como que vós sois Pinardo.

PINARDO:

Pues ¿qué aguardáis o qué aguardo?
Muestra, Sireno, el cordel.

FELICIO:

  No le ahorquéis, por vida mía,
sino atalde en esa rama.

BELARDO:

Perro salteador de fama,
hoy es de tu muerte el día.
  Aquí atado quedarás,
donde fieras o hambre fiera
te han de acabar.

SIRENO:

¿Si quisiera
darte el vestido?

BELARDO:

No hay más.
  ¡Voto a mi vida, Sireno,
que le ha de comer un lobo!
(Átenle a un árbol.)

PINARDO:

Aquí pagaréis el robo,
salteador de engaños lleno.

FELICIO:

  Harto mejor os sería
decir adónde tenéis
el vestido.

BELARDO:

Aquí estaréis,
ladrón.

CELAURO:

¡Ay desdicha mía!

SIRENO:

  Vámonos luego al aldea
y contémoslo a nueso amo.

FELICIO:

Camina, pues.

BELARDO:

Ese ramo
quiero que su horca sea.

PINARDO:

  ¡Pardiobre, con ella alinda!

SIRENO:

Y aun poco castigo ha sido.

BELARDO:

A él le mata el vestido
y a mí el amor de Lucinda.
(Váyanse dejándole atado.)

CELAURO:

  Fábricas de la tierra, polvo, nada,
vano, mortal, caduco fundamento,
esperanzas de viento, que en el viento
paráis al fin, en fin de la jornada;
máquina de soberbia levantada
en las [alas] del loco pensamiento,
razón dormida, ciego entendimiento,
señora voluntad desenfrenada;
Ícaro corazón, Faetonte pecho
que cara a cara el sol miró la suya,
hoy nuestro laberinto se ha deshecho.
¡Oh justo juez! ¿Quién mirará la tuya?
Ya de la muerte llega el paso estrecho.
Piedad, señor, que no hay adónde huya.

(Entre LUPERCIO.)

LUPERCIO:

  ¿Qué sirve huir de lo que voy siguiendo?
¿Por qué aborrezco lo que más adoro?
¿Qué me finjo contento cuando lloro?
Y ¿por qué sano, si me estoy muriendo?
¿Por qué, si soy culpado, reprehendo?
Si pobre soy, ¿por qué desprecio el oro?
¿Busco mi honor y pierdo mi decoro?
Y si vencido estoy, ¿vencer pretendo?
¿Por qué de lo que busco más me alejo
y huyo de gozarlo si lo toco?
Y si sé que es mi bien, ¿por qué me engaño?
Y si lo tengo ya, ¿por qué lo dejo?
Debe de ser porque el amor es loco
y, cansado del bien, procura el daño.

CELAURO:

  ¡Ah, caballero!

LUPERCIO:

¿Quién se queja?

CELAURO:

Un hombre
casi en el mortal tránsito.

LUPERCIO:

¡Oh, qué lástima!
¡Válame Dios!, ¿qué es esto?

CELAURO:

¡Cielo santo!
¿Es Lupercio?

LUPERCIO:

¿Es Celauro?

CELAURO:

Soy el mismo.

LUPERCIO:

Abrázame, querido hermano mío,
y dime la ocasión de tu desdicha.

CELAURO:

Desvíate de mí.

LUPERCIO:

¿Por qué, Celauro?
¿Qué tienes tú para que yo me aparte?
Aguarda, amigo, y con aqueste lienzo
te limpiaré la sangre.

CELAURO:

No la limpies,
si no quieres beberla, aunque es más justo
que te vengue de mí con ir corriendo
desde mi boca hasta tus pies.
(Desátale.)

LUPERCIO:

¿Qué dices?
¿He sido por ventura yo la causa
destas heridas por buscarme?

CELAURO:

El cielo
quiere que tenga vida hasta que sepas
cómo por causa tuya me castiga.

LUPERCIO:

¿Por causa mía?

CELAURO:

Escucha atentamente,
que quiere Dios que la verdad te cuente.
  Sin saber que era tu esposa
la desdichada Fulgencia,
en ella puse los ojos
y el corazón puse en ella.
Descubrile mis deseos,
pero su honrada vergüenza
me arrojó de sí más fácil
que el arco arroja las flechas.
Yo, con la de amor herido,
con celos quise vencerla
llevándote a hablar la dama
que fue mi hermana Leonela.
Hice que te oyese y viese,
pero puse al fuego leña,
volviéndose contra mí
las mismas armas secretas.
Después fingí lo que sabes,
Lupercio, de Otavio y de ella;
Otavio, que de mi hermana
goza y merece sus prendas,
porque en su vida la vio,
que de la carta las señas
mi hermana me las contaba,
que fue quien durmió con ella.
Cuando vi que te seguía
por estos bosques y peñas,
vine tras ella pensando
hacer a Fulgencia fuerza,
pero en lo bajo que cubren
retamas, brezos y adelfas
me toparon seis villanos,
dijera mejor seis fieras,
y, pidiéndome un vestido,
con cayados y con piedras,
llamándome salteador,
me han puesto desta manera.

LUPERCIO:

¡Ay de mí, triste Celauro!
¿Qué es posible que tú seas
la causa desta desdicha
y la ocasión de las nuestras?
¿Qué tú me hiciste el engaño
que tanta pena me cuesta?

CELAURO:

Yo soy, Lupercio piadoso,
y así mi maldad te ruega
desnudes aquesa espada
y me atravieses con ella
para que, muerto a tus manos,
tú mismo vengues tu ofensa.

LUPERCIO:

Celauro, yo no soy hombre
de los que en muertos se vengan,
sino de los que perdonan
a quien su maldad confiesa.
Tú has causado mi deshonra,
y yo tu muerte, aunque fuera
mejor escusar la causa.

CELAURO:

¿Tú mi muerte? ¡Oh gloria inmensa!
¿Cómo, señor? ¿Cómo, amigo?
Para que salga contenta
el alma que te ha ofendido
en ver que a tus manos muera.

LUPERCIO:

Ese vestido, Celauro,
fue de la triste Fulgencia,
que le llevaba a la villa
un villano de esa aldea.
Quitésele yo, pensando
consolarme con sus prendas,
y él ha juntado ese gente,
hijos de este monte y sierra,
que, teniéndote por mí,
te han dado muerte.

CELAURO:

Yo era,
Lupercio, el que merecía
la muerte que ya se acerca
y, pues lo permite Dios,
llévame a donde merezca
decirle esta culpa y otras.

LUPERCIO:

Ven, que mis hombros te llevan.
Dios sabe con qué piedad
soy de tu desdicha Eneas

CELAURO:

Eres noble, aún no conoces
la carga infame que llevas.
(Entren LEONELA y OTAVIO de camino, y GERARDO.)

GERARDO:

  De que honréis aquesta casa
estoy contento en estremo.

OTAVIO:

Antes enojarla temo
viendo lo que en ella pasa,
  que me han dicho que os casáis
y estará ocupada toda.

GERARDO:

Antes la casa y la boda
en esta ocasión honráis,
  porque, según es secreta,
hacer padrinos querría
a los que en mi casería
está mi hacienda sujeta,
  que son dos viejos honrados;
pero, pues habéis venido,
seréis padrinos, que ha sido
ventura de mis cuidados.
  Y pues solo vais a ver
de vuestra hacienda el agravio
o el aumento, amigo Otavio,
con vuestra hermosa mujer
  deteneos aquí dos días.

OTAVIO:

¿Qué dices, Leonela?

LEONELA:

Digo
que obedecer tal amigo
son honras vuestras y mías.
  Apadrinemos su boda.

GERARDO:

¡Hola! Sacadnos asientos.
(Entre FULGENCIA.)

FULGENCIA:

¡Con qué estraños pensamientos
este engaño se acomoda!

LEONELA:

  ¿Es la novia?

FULGENCIA:

Soy, señora,
vuestra esclava.

OTAVIO:

¡Gran presencia!

LEONELA:

¡Fulgencia amiga! ¡Fulgencia!

FULGENCIA:

 [Aparte a LEONELA]
Calla, mi Leonela, agora,
  y advierte al oído...

LEONELA:

Di.

OTAVIO:

A fee que es la novia hermosa.

GERARDO:

Sentaos, mi querida esposa,
y sentaos vós junto a mí.
(Sentados los cuatro, entre PINARDO.)

PINARDO:

  Par Dios, nuesamo, que me pesa mucho
de traeros acá tan tristes nuevas,
y en día de tan alto regocijo.

GERARDO:

¿Qué nuevas dices?

PINARDO:

Que Lupercio es muerto
a manos de unos fieros labradores
que, por salteador, en este monte
le mataron con palos y con piedras,
y un hombre hasta el lugar le trujo en hombros.

GERARDO:

¡Mísero yo! ¿Qué escucho?

FULGENCIA:

¡Oh triste nueva!
Afuera fingimientos y disfraces,
afuera enredos. ¡Ay de ti, Fulgencia!
Fulgencia soy, Lupercio fue mi esposo;
muerto Lupercio, ya Fulgencia es muerta.
Gerardo, ingrato padre de mi gloria,
esos niños que veis son nietos tuyos:
mira por ellos, sírveles de padre
más noble que lo has sido de Lupercio,
en tanto que el cuchillo deste estuche
pasa este pecho y abre puerta al alma.

GERARDO:

Tenelda, amigos, gente de mi hacienda.
Salid todos aquí, tenelda todos.
(Salgan pastores.)
Hija, ya que me falta mi Lupercio,
no pierda yo tu alegre compañía.
Serás mi hija, heredarás mi hacienda,
tus hijos son mis nietos.

OTAVIO:

¿Hay desdicha
que con esta, Leonela, se compare?
¡Ah señora Fulgencia!

LEONELA:

¡Ah mi Fulgencia!

FULGENCIA:

Dejadme, perros, que Lupercio es muerto.
¡Furia soy, ya no soy Fulgencia! ¡Afuera!

GERARDO:

¡Hija de mis entrañas, no te mates!
(SABINO entra.)

SABINO:

¡Albricias, mi señor!

GERARDO:

¡Oh, mi Sabino!
¿Qué albricias puede haber, Lupercio muerto?

SABINO:

Lupercio vive, y viene a toda prisa
a remediar la culpa que cometes
en que con su mujer quieres casarte.

GERARDO:

¿Lupercio vive?

FULGENCIA:

¡Ay Dios!

SABINO:

Lupercio vive,
que el herido es Celauro, y le han curado
y no son las heridas de peligro.

LEONELA:

¿Celauro herido? ¡Ay triste!, que es mi hermano.

SABINO:

No tengáis pena, que no son heridas
de peligro, cual digo.

OTAVIO:

A verle vamos.

SABINO:

Esperad, que traerle a casa quieren.

(Entre LUPERCIO desatinado.)

LUPERCIO:

  Si no fueras, padre ingrato,
mi padre, en esta ocasión
tomara satisfación
de la maldad de tu trato.
  ¿En qué ley cristiana o mora
se usa que püeda ser
casarte con mi mujer
como lo intentas ahora?

GERARDO:

  ¡Hijo mío!

LUPERCIO:

¡Esposo amado!

LUPERCIO:

Desvía, falsa, engañosa.

FULGENCIA:

Fue esta boda fabulosa
para darte algún cuidado.
  Tu padre con inorancia,
y yo por traerte aquí,
lo habemos trazado así,
que no hay cosa de importancia.

GERARDO:

  Desta manera, ¿yo soy
el engañado?

FULGENCIA:

Es forzoso.

GERARDO:

Pues quiero ser el quejoso,
que al fin de los dos estoy.

FULGENCIA:

  No harás, que los dos aquí
nos echamos a tus pies
para que perdón nos des.

GERARDO:

¡A un viejo engañar ansí!

LUPERCIO:

  Ea, señor, que aquí es justo
adviertas si justo ha sido
que haya a Fulgencia querido.

GERARDO:

Hoy alabo tu buen gusto.
  Tu disculpa y mi perdón
llegan juntos, y las nuevas
de tu vida.

LUPERCIO:

Que me debas
la de tu hermano es razón.
  Yo te contaré el suceso.

LEONELA:

Estoy, Lupercio, sin mí.
(FELICIO con los niños.)

FELICIO:

Los niños están aquí.

LUPERCIO:

¡Oh mi Enrique! Dadme un beso.

GERARDO:

  Suelta, que estos ya no son
tus hijos.

LUPERCIO:

¿Pues cúyos?

GERARDO:

Míos,
porque no aprendan tus bríos.

LUPERCIO:

Échales tu bendición.

GERARDO:

  Desde agora los señalo
mil ducados de alimentos,
y a vós, por los fingimientos,
dos mil, sin algún regalo.
  Doy quinientos a Sabino
con mi criada Armelinda.

FELICIO:

Y a Belardo con Lucinda.

GERARDO:

De la boda el pan y el vino,
  que hoy es día en que restauro
mis hijos.

FULGENCIA:

Todos te alaban.

LUPERCIO:

Aquí, senado, se acaban
Los embustes de Celauro.