Los héroes de la visera : 01
Primera parte - Capítulo I
Cayetano hizo su aparición en la taberna y, encarándose con el «Carreterito», avisó:
-La «Rubia», que te espera ahí fuera.
Alzó la cabeza el torero con un gesto brusco, que echó hacia atrás la dorada onda dormida sobre la frente, y separando los ojos de las cartas formuló con impaciencia:
-La dices que se «ahueque», ¿estás tú? Y que haga el pijotero favor de dejarme en paz... ¡Ah! -añadió al ver que el otro se disponía a retirarse-, y tú que no me vengas con «embajás».
Salió el maletilla con jacarandosos andares toreros, orgulloso de su terno perla, de su cordobés flamante, de la jarifa corbata roja rayada de verde y, sobre todo, de su belleza de niño gitano, que le ayudaba a vivir en los años juveniles al amparo de las hembras de trapío con la misma alegre inconsciencia con que viven los pájaros en los días primaverales al amparo de los árboles vestidos de follaje; cayó nuevamente la cortina de rayado percal sobre el luminoso cuadro de la puerta, y el santuario de Baco quedó sumido en la semipenumbra, que hacía de él un oasis en el bochorno de la tarde estival.
En el recinto, menos sucio de lo que era de temer, reinaba, con las sombras bienhechoras, un acre olor a cueva y humedad, que subía del piso, prolijamente regado. Un zócalo imitación de roble, sosteniendo botellas de cuanto líquido crearon la naturaleza, la química y la mala fe de los taberneros, daba la vuelta al cuarto; grandes carteles taurinos, de hórridos colorines y figuras convencionales -corridas madrileñas, novilladas de Vista Alegre y Tetuán y pueblunos festejos taurinos-, adornaban los muros, empapelados de verde, y como presidiendo aquel templo de la «afición», y justificando su nombre de «Círculo Taurino», una cabeza de toro disecado miraba temerosa a los futuros astros de la coleta. Era el astado bruto el «Intencionaíto», miureño que echó a mejor vida al pobre «Remendao», un buen torero y buen cliente de la casa, que en ella vivió sus glorias y fatigas, mereciendo que en homenaje a su memoria el testuz de su enemigo fuese disecado y expuesto a la pública execración. Frente a la puerta, defendida del sol por la cortina, que mal cerrada dejaba colarse dos rayos de luz en cuyo dorado polvillo zumbaban los moscones su monorrítmica melodía, alzábase sobre el fondo de los anaqueles, cargados de frascos, el mostrador de cine. Tras él, don Elías, el amo, que en mangas de camisa dormía ese sueño que han dado en atribuir no sé si con razón a los justos.
Hallábase el establecimiento, a aquella temprana hora, vacío; las redondas mesas de pino, ilustradas por cien inscripciones trazadas con las puntas de las navajas, yacían abandonadas, rodeadas de incómodas banquetas, y sólo en un rincón el «Carreterito» jugaba al tute con Pozuelo, el «tocaor», y el «Niño de los Caireles». Reinaba en el recinto religioso silencio, únicamente interrumpido por el zumbido de los insectos y las palabras litúrgicas del juego: «¡Las cuarenta!» «¡Veinte en copas!» «¡Las diez de últimas!»
Cayetano volvía:
-¡Esa, que no se «quié dir»!
El «Carreterito» tiró las cartas con rabia y, alzando la cabeza, clamó.
-¡Pues que se «quee»! A mí no me da la gana de salir, ¿estás tú?
-¡Pero, hombre, Julián...!
-¡Qué hombre ni qué pajoleros mengues que te lleven! ¡Que no me da la gana, y que no, y que no! ¡Ya te he dicho que no me vengas con «embajás»!
El pecho echado hacia afuera ostentando la robusta musculatura de un joven gladiador, el ceño fruncido endureciendo la expresión un poco pueril del rostro, los ojos azules velados por súbita ira, tenía la apostura cruel de los luchadores que apartan de su camino el amor que puede detenerles en su marcha hacia la conquista del ideal.
Pozuelo y el de los «Caireles», ante la querencia de la guapa hembra, se habían alzado de sus asientos, y asomándose a la puerta, la piropeaban a su sabor, deslumbrados por su arrogante belleza matronil.
-¡Vaya una mujer, «Mare de Dió»!
-¡Señora, «tié usté» un perfil «berebere» que atufa!
Ella, espléndida, en la plenitud de su hermosura de Gracia de Rubens, cuya gama un poco pálida -oro, rosa y nieve- realzaban los magníficos solitarios fulgurantes en sus orejas, sonreía reclinada en la capota de la «manuela», aparentando complacencia, mientras sus ojos de turquesa inquirían ansiosos lo que pasaba tras de la cortina.
Cayetano mientras tanto volvía a la carga:
-¡Julián, no seas «asaúra», que te «quie da un recao»!
-¡Que se lo dé a su padre!
Nuevo Lucifer en la montaña, el chulo quiso tentarle:
-¡No desprecies, hombre, que está con er coche y te lleva de verbena y a cenar a la «Bombi»...! -misterioso y turbador-: Trae unos brillantes así de grandes -y cerraba el puño.
-Pues que te lleve a ti -desdeñó el torero.
-¡No me «quie llevá», que es por ti por quien está «chalá»! -aseguró, no sin secreta pena, el maleta.
-¡Pues a mí no me compra nadie por un duro! ¿Estás?
-¡Si no «é» un duro! -protestó, amante de la exactitud, sobre todo en cuestiones pecuniarias, el otro.
-¡Ni por diez, ni por veinte, ni por mil! Yo lo que tengo me lo gano con los toros, y mis «cornás» me cuesta, ¿estás? Y si la «Rubia» quiere chulos, que los busque, que gentes sin aprensión no le han de faltar.
El emisario insistió reprochador:
-¡Si te quiere a ti!
-¡Qué querer ni qué música! Pinturerías, y «na ma» que pinturerías. ¡Lo que ella «quie» y lo que «quién» todas es darse postín por ahí con un chulo a su vera! Pues si la señora -y en el despectivo acento con que matizaba de ironía aquella «señora» ponía todo el desdén de sus triunfales veinticinco años ante el crepúsculo, espléndido sí, pero crepúsculo al fin y al cabo, en que se hundía su adorada- «quie» un monete, que lo compre, porque lo que es a mí...
Partió el embajador a dar cuenta del fracaso de su misión; arrancó el coche, llevando a la ofendida beldad, y reintegrados a sus asientos Pozuelo y «Caireles», más Cayetano, que, acabada su misión, venía a echar un trago, discutieron el caso.
¡Parecía mentira! ¡Desdeñar a una «gachí» como aquélla, que además estaba «chalaíta» por él! ¡Y cuidado que valía la hembra! Con unos ojos como un cacho de cielo y una boca como una rosa y unas formas que quitaban el sentido (esto fue comentario de Cayetano, que se pirraba por las hembras de fachada). Y luego, que era una mujer a quien no dolían prendas; siempre dispuesta a gastarse veinte duros en una juerga, y muy capaz de lanzar a un hombre que le gustase y hasta de hacerle torero como se le metiese en el moño. ¡Y cuidado que estaba loca por Julián! ¡No había sino verlo! ¡Coches por acá, mantones por allá, y cada brillante como una nuez! Sí, Nati, la «Rubia», estaba pero que muy bien desde que el carcamal del marqués murió dejándola el riñón bien cubierto, y era persona para hacer la suerte de cualquiera.
Julián hubo de defenderse explicando su conducta.
¡Él no quería vivir de las hembras! Quedárase eso para los «desahogaos» que no pensaban más que en pasarlo bien, llenando la andorga sin trabajar; él tenía sed de gloria y de dinero y anhelaba ganarse el pan noblemente, como se lo ganan los hombres, frente a frente con el toro, jugándose la piel y quizá la vida. ¡Ah, las mujeres! ¡Las mujeres eran la perdición! Ellas convierten un héroe en un vencido. ¡Ay del que en los primeros pasos caía en sus manos! Con sus mimos hacían de luchadores, poltrones aficionados a la comodidad y el regalo; ellas, con celos y egoísmos, agrían el carácter, o con locuras y coqueterías tornan receloso y desconfiado; ellas con sus lágrimas transforman en cobarde al valiente; con sus caricias quiebran las fuerzas, y el que cae en sus garras de gata en ellas se convierte en juguete. Amaba a las mujeres sobre todo, pero no para transformarse en un monigote en su poder, sino para ser el macho fuerte que las toma y las deja a su sabor. ¡Pero líos, que atan y estorban, jamás! Una juerga, una noche de amor y... a otra. Por eso aspiraba a ser un gran torero, a ganar el oro a montones para gozar de la vida, para poseer, no aquellas cansadas cortesanas que en el ocaso se aferran a un amor que guardan a fuerza de sacrificios, sino las que él quisiese, nenas «pimpantes» como rosales en flor; cocotas, de esas de teatro, que quitan el sentido. Poseerlas para cubrirlas de brillantes y luego, harto de ellas, arrojarlas como a una muñeca rota; ser el domador y no la presa. Y después, cuando ya ahíto de aplausos y dinero, el cuerpo le pidiese reposo y el espíritu cariño, casarse con una mujercita dulce y buena, que ignorase lo que son pinturas y líos y aventuras y que le quisiese mucho. ¿Pero él irse a vivir con una de aquellas criaturas hartas de caer y de rodar, a compartir sus mentiras y enredos, a ver sus porquerías, sus mixtificaciones...? ¡Nunca! Antes volvía a morirse de hambre.
Mientras los demás discutían, Julián evocó involuntariamente su existencia. Desde muy niño se recordaba solo, viviendo de esas heterogéneas industrias con que los miserables engañan su hambre. No había conocido padres, y ni aun recordaba quién lo recogiera; veíase vivir en la enorme casa de vecindad amparado por unos y por otros, por gentes que se cobraban su buena obra en pequeños servicios, en recados, en encargos, en una hora de vigilancia. Aquel fue el cielo de la brutalidad. Los puntapiés, los cachetes, los tirones de orejas eran familiares. La bestialidad de los borrachos, el furor de las mujeres que buscaban una víctima inocente en quien desahogar la bilis acumulada por las palizas y el jornal de la semana gastado en vino, se desplomaron cien veces sobre él. Una tarde, por no sé qué sutiles artes de hamponería, asistió a una corrida de toros. Al volver, plantándose ante la señora Eulogia, una vecina que por aquellos días hacía veces de familia con él, aseguró muy serio:
-Yo quiero ser torero.
No sé si porque la atrevida afirmación le cogiese de mal talante, o si porque ella guardase algún secreto motivo de rencor a la castiza fiesta, el caso es que arremetió contra el futuro astro y le largó un mojicón.
-¡Toma, para que te acuerdes!
Y se acordó.
Sin embargo, aquellos constantes malos tratos le hicieron pensar en la conveniencia de probar fortuna por su cuenta. Tenía trece años, y a esa edad y con tal aprendizaje se es un hombre. Rodó. El toreo brillaba siempre para él como una tierra de promisión. En verano iba a los pueblos, se incorporaba a las cuadrillas; a fuerza de ruegos conseguía salir en alguna corrida de villorrio; en el invierno dedicábase a esos extraños comercios de los bajos fondos madrileños. Durante el día la Puerta del Sol y la calle de Sevilla eran su campo de operaciones; por la noche rodaba por las buñolerías y casas de dormir. Entonces conoció todo el horror de las pseudoviolaciones en que hembras marchitas, envejecidas, lúbricas como bacantes, saciaban su hambre en su pueril virilidad. Era un chulillo despierto y bien plantado y las bellas se lo disputaban. Aquel fue el cielo del amor. Estuvo a punto de sucumbir. Pero el fantasma de la Cárcel se alzó imponente ante él; una de aquellas arpías, por celos de sus compañeras, le acusó de haber afanado el reloj a un caballero y fue a la Modelo. Como era un luchador, aquello, en vez de vencerlo, le dio nuevos ánimos; cobró para siempre horror a la fácil vida de la galantería callejera y redobló su deseo de triunfar.
Al salir de aquella triste pesadilla pensó, sin abandonar sus sueños de victoria, en buscar un medio honrado de vida. Pero como los medios honrados de vida no son tan fáciles de hallar, hubo de volver al antiguo campo de sus aventuras, a la Puerta del Sol, escuela de truhanería, academia de pícaros y vivero de hampones.
Y fue porque tenía que ser. Por no sé qué sutiles manejos de la casualidad apareció en la plaza de Tetuán; su valor y guapeza le valieron aplausos; un revistero compasivo habló de él, y por obra y gracia de la suerte se encontró admiradores espontáneos que le defendieron convertido en un héroe de la «visera». Surgieron a sangre y fuego (y alguna vez a puñetazos) contra los ataques de no menos espontáneos adversarios; tuvo su cuadrilla: una cuadrilla atrabiliaria, pero cuadrilla al fin y al cabo, y pudo llamarse pomposamente matador de novillos-toros. Pero con todo aquello no se comía, y siguió pasando la pena negra. Afortunadamente para él, nuevos triunfos en el coso de Tetuán trajéronle contratas para algunas corridas en olvidadas plazas provincianas; su aura creciente proporcionole un apoderado -antiguo comerciante, pero hombre de grandes prestigios entre «la afición»-; el mismo periodista que le bombeara en su «début», halagado por su perspicacia, loó como merecían sus faenas, y hasta hizo alusión a no sé qué fantásticos compromisos con plazas de primer orden, y la vida comenzó a ser más fácil.
Entonces conoció a la «Rubia».
Fue una tarde de invierno, en la Bombilla. Hallábase él allí con unos amigos; en otra mesa Nati, con dos o tres mujeres de postín, y algunos caballeros. Acertó a encontrarse entre ellos el susodicho periodista, y él hizo la presentación, encantado de lanzar a su protegido.
Desde el primer momento la hembra se le comió con los ojos, envolviéndole en la mirada, llena de dulzura, de sus enormes pupilas de cielo. Él, perdida la cortedad al calorcillo de unas copas de «Agustín Blázquez», comenzó a «camelarla», y el idilio se hizo tan ostensible, que al volver, ya entre las sombras de la noche, el plumífero rió burlón, con ironía canalla al oído de Julián: «No te quejarás ¿eh? ¡Primero te proporciono las corridas y luego el traje de luces!»
El idilio duró tres días. Prisionero en el encanto de aquella mujer, que en los linderos de la vejez se aferraba a él con ansiosa pasión; cautivo en la dulzura de aquel amor lleno de mimo y de ternura, que se esforzaba en rodearle de una impenetrable atmósfera de tibio bienestar, comprendió que sus ideales peligraban. Nuevo Sansón, sintió la mano de Dalila acariciarle los cabellos, y comprendió que de seguir así estaba perdido, que al partir del lado de la encantadora, nuevo legionario después de Capua, no sería bueno para nada, y hecho a la comodidad y riqueza, se asustaría ante la vida. Cada hora que pasaba, Nati le amaba más; egoísta, lo quería entero para ella e intentaba cortar las amarras del porvenir. Era preciso huir, salvarse. Y una noche Julián salió del Paraíso para no volver. Ella le lloró. Loca de pasión, buscole por todas partes; pero él supo resistir y prefirió la pobreza, con la gloria por ilusión, de aquel vivir adormecedor. Sus desdenes fueron leña arrojada en la hoguera pasional de la cortesana, y vinieron los ruegos y las ofertas, y los reproches y las escenas; pero el torero desdeñoso siguió imperturbable su camino.
Llegaba. Sobre el blanco fondo de los carteles su nombre fulguraba en rojas letras de sangre. Ocho días después, ante el severo senado del circo madrileño, probaría sus arrestos y justificaría su naciente fama. Por eso la «Rubia», al sentir que le perdía para siempre, redoblaba sus esfuerzos con locas ansiedades de agonía.
Volvieron al juego.
Indudablemente, Pozuelo había aprovechado el ensimismamiento de Julián y el ardor oratorio de Cayetano y el «Caireles» para manipular en las cartas a su sabor, pues empezó a ganar de un modo descarado. Pronto los otros se llamaron a engaño. Cayetano, discreto, con la discreción que imponía la integridad y conservación de un físico que constituía, además de su orgullo, su capital y su renta, insinuó su extrañeza por aquella súbita veleidad de la suerte, el «Niño» pronunció la palabra trampa, y Julián, tal vez porque necesitase descargar en alguien su mal humor y fuese el gitano el que cogía más cerca, encarose con él:
-¡Oiga usted, tío charrán, a buscar primos se va usted a la plaza Mayor!
De un brinco se puso Pozuelo en pie:
-¡Haga el favor de no faltar! ¿Eh?
-Lo que voy a hacer es romperle esa cara de fuelle viejo «pa» que aprenda a no «jacer» trampas, ¿está usted?
-¡A mí! -rió el otro sarcástico-. ¡Ay, qué guasa, mare! ¡Ja, ja!
-¡Ahora mismo le escacharro el alma, tío tramposo!
Y «Carreterito», iracundo, cogió una botella.
-¡A mí! -tornó a reír Pozuelo-. ¡A mí ningún pijotero hijo de púa me pone mote! ¿Está «usté», prenda? Yo lo que como lo gano, y no necesito que ninguna «gachí» trasnochá me dé «er» alpiste.
Alzó Julián la botella en alto, y el tocador, retrocediendo un paso, empalmó la navaja. Los otros se precipitaron a sujetar a los contendientes y forcejearon con ellos. Al ruido despertó don Elías y, furioso por haber visto interrumpido de aquel modo su sueño, se encaró con los enemigos.
-¡Poquita bulla! ¿Eh? ¡Pues, hombre, ni que una casa decente como ésta fuera un «descampao»! ¡A ver si «sus» estáis quietos, o todo el mundo a la calle!
Acto continuo quiso enterarse de lo sucedido; pero el torero, iracundo, perdidos ya los estribos, acometió contra él.
-Y a usted, so ladrón, ¿quién lo mete en que le reviente al tío «repujao» este?
El amo le miró, fluctuando entre la ira y el desdén. Al fin, decidiéndose por éste, formuló despectivo:
-Mira, niño, cuando me pagues lo que me debes, hablaremos.
Y le volvió la espalda.
Cayetano y el otro lleváronse a Julián, cabizbajo y humillado, devorando su secreto despecho. Ya en la calle, y en pleno sol, el chulillo murmuró tentador:
-¡Y pensar que podías andar a «gofetás» con los duros con sólo «ecir» aquí «etá ete» cuerpo serrano que se ha de «comé» la tierra!
Sin alzar la vista del suelo, el torero musitó con voz concentrada:
-¡«Ante» me veo pidiendo limosna que comer el pan de esa mujer!