Los héroes de la visera : 02

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Los héroes de la visera  de Antonio de Hoyos y Vinent
Primera parte - Capítulo II

Primera parte - Capítulo II

-¡No vienen! -suspiró la Nati.

Eugenia, la «Corredora», trató piadosamente de infundir esperanzas a su amiga:

-¡«Jesús»! ¡Y no eres tú poco «súpita»! «Entoavía» es tiempo.

Un vaho de melancolía, de esa melancolía que es al bullicio de los festejos populares lo que el crepúsculo a los esplendores de un día estival, lo que el hastío al luminoso chisporrotear de la pasión y el cansancio al nervioso trepidar de las grandes explosiones de alegría, enseñoreábase de la castiza fiesta. Bajo el cielo de obscuro terciopelo azul, florecido de rosas de oro, en que la luna pendía como argentada cimitarra, teniendo por fondo la mole del Museo donde la «Maja desnuda» dormía el ensueño de otras populares zambras; entre el convencional encanto de los jardinillos del Prado y el romántico misterio de las frondas del Botánico, la verbena, una de las pocas verbenas que se celebran ya en aquellos típicos lugares, agonizaba. De tarde en tarde sonaban aún las cansadas notas de un piano de manubrio, que entonaba el vals de los besos o el ven y ven, el pregón de un vendedor o el estribillo de alguna canción obscena, tarareada por un borracho, y luego hacíase súbitamente extraño silencio. Las cortinas de lona iban cayendo sobre los puestos, cubriendo las hórridas baratijas verbeneras o las absurdas golosinas; las pestilentes luces de acetileno parpadeaban próximas a apagarse, poniendo extraños clarobscuros en los rostros avellanados de los viejos castellanos vendedores de torraos, garbanzos y nueces, o en las carátulas cubiertas de laberíntica red de arrugas de las comadres de los bajos barrios madrileños, dormidas tras sus tenderetes de flores y plantas, que esparcían en la polvorienta atmósfera fresco olor a romero y hierbabuena; el paseo, poco antes lleno de bullicio y alegría, estaba ahora desierto; sólo de tarde en tarde algún rezagado señorito, una pareja de mozas de rompe y rasga o una pandilla de golfos pasaban con aire de profundo aburrimiento. En las contadas freidurías, los mozos, negros por el humo y el sudor, despechugados, remangados los puños de la camisa y el pelo pegado a la frente, hablaban, apurando las colillas, mientras de las grandes sartenes ociosas se elevaban negras columnas de humo denso y mal oliente.

Al fondo de una de aquellas chocolaterías, la «Rubia», sentada ante un vaso de limón que se olvidaba de beber, permanecía abstraída, sin hacer caso del pintoresco charlar de su amiga. El rico mantón de Manila yacía en una silla a su lado, abandonado y maltrecho; la flora del jardín de los trópicos arrastraba por el suelo su polícroma guirnalda sin que su dueña prestase atención a ello. El rostro apoyado en la palma de la mano, en los ojos azules una nube de tristeza, Nati permanecía indiferente a cuanto le rodeaba. Las peinetas de brillantes sostenedoras del sabio artificio de su cabellera áurea, las soberbias orlas fulgurantes en las menudas orejas y la medalla del Carmen, que, rodeada de gruesos brillantes, pendía sobre su pecho, cubierto de tenues encajes que hondos suspiros hinchaban, como marinas espumas, eran pregonadores de las magnificencias dignas de una reina de Saba, de la beldad. Pero, pese a tales tesoros, estaba triste. Inútil que Eugenia, locuaz y veleidosa, narrárale interesantísimos chismes de vecindad; inútil que, abanicándose con furor, sin cesar de arrebujarse en el pañolillo de crespón negro, le hablase de sus adoradores: la Nati permanecía muda, fiel a su pena. Al fin murmuró tristemente:

-¡No vienen!

La otra redobló sus abanicazos y sus gestos, como si quisiese afirmar con los ojos, con las manos, con toda su persona, expresiva y pizpireta:

-¡Te digo que sí, que viene! Me lo ha «jurao» Cayetano, y lo que él promete...

La «Rubia», como si no la hubiese oído, repitió:

-No vienen, y nos vamos a ir. -Pero como si el cuerpo no obedeciese a su deseo, no se movió de su sitio.

-Vendrá, mujer, vendrá -ofreció la Eugenia. Luego, creyendo llegada la hora de las filosofías, abrió el grifo: -¡Señor! ¡Jesús me valga! ¡Mire usted que es mucho cuento! ¡Tú, que podías tener los hombres «asín», pues «chalá» por ese charrán, que te va a quitar la «vía»! ¡Si así es; si no hay que darle vueltas! En este mundo uno «quie» al que va más alante, el que va más alante, al que va más alante «entaovía», y «asín toas». No había más que volver la cabeza «pa» ser feliz... ¡Pues no!

La «Rubia» no la hacía caso. Pensaba en las tristezas del vivir. Veinte años luchando para ser algo, y el día en que con el riñón bien cubierto era «una señora», ir a enamorarse precisamente de la única persona para quien todo aquello era letra muerta.

Como querer, hasta entonces nunca quiso a nadie. Su vida fue una escuela de energía. Para algo habíase criado junto a aquella buena doña O, mayorazga de su madre, que las recogiera a ella y a su hermana. Doña O era buena; ¡vaya si era buena!; ¡buena como el buen pan!, pero dura, enérgica, inconmovible ante lo que ella creía «las cosas regulares». Solterona empedernida, con sus puntas y ribetes de avara, en su vida de fiadora, «a la antigua», había aprendido muchísimo a conocer el corazón humano en general y el de los hombres en particular. Sin moral ninguna definida, tenía la rigidez de las personas castas, que exentas ellas mismas de pasiones, no sienten benevolencia por las pasiones de los demás. «Hay que ser honradas... mientras convenga; y las chicas, a su lado, lo fueron. Ella no quería tonteos; nada de novios callejeros, que levantan los cascos a las mujeres; nada de bailes de candil, que no sirven más que para echarse mala fama; nada de verbenas ni romerías; eso ya vendría después. Junto a ella nada les había de faltar y podrían esperar tranquilas a que les saliese una buena proporción, y entonces ¡a casarse tocan!, si de casorio se trataba, y si no, pues (siempre que el candidato fuese persona de peso) por detrás de la iglesia, y ¡pelillos a la mar!

Así se hizo. Verdad que la «Rubia» tenía carácter para ello, pues su pobre hermana Clotilde prefirió, después de mil escenas con la vieja, que se consideraba defraudada, casarse con aquel tarambana de «Salvaorillo», bailador flamenco que le hacía pasar hambres sin cuento. Nati no; tuvo voluntad de esperar, y cuando surgió «la proporción», aquel vejestorio de marqués, lleno de achaques y alifafes, pero con más millones que pelos en la cabeza, se entregó a él sin compasión de sus diez y nueve triunfales años, sin un suspiro de pena ni una nostalgia de libertad. Y había vivido así veintiún años. Claro que se había divertido como cada hijo de vecino; claro que a la chita callando se había corrido sus grandes juergas; pero siempre discreta, prudente, sin comprometerse, y, sobre todo, sin querer a nadie, puesto que el amor es lo único que no se puede tener oculto, lo que tarde o temprano ocasiona la perdición. Tuvo cuanto quiso siempre, y tal vez en aquello estimaba el secreto de su invulnerabilidad. Con su dinero, su palmito, sus joyas y su posición de persona establecida, no hubo imposibles para su capricho. Y ahora...

El corazón le dio un brinco en el pecho, y en su oído sonó, como la fanfarria de un arcángel de gloria la voz de la corredora, que anunciaba, contenta de su diplomacia:

-¡Ahí vienen!

Por el paseo desierto avanzaban los dos hombres: Cayetano, vistosillo, con andares jaraneros; Julián, más serio, firme y bien plantado.

-Aquí me tienes. Tú dirás... -interrogó fríamente.

-Siéntate -imploró ella.

Secamente afirmó el torero:

-Estoy bien así.

Los ojos azules, llenos de infinita dulzura, se alzaron imploradores hacia él, mientras la voz, en que había la caricia de una súplica, murmuró:

-Siéntate, te lo ruego; hablaremos mejor.

Él, casi vencido por la humildad de la hembra bravía, se defendió aún.

-Me espera ese ahí.

Protestó suavemente:

-Déjale; ahora está entretenido con la Eugenia.

Era cierto; la chula y el maletilla se habían alejado discretamente unos pasos, y ganados al voluptuoso ambiente de la noche, ventilaban sus asuntos con más calor del que las buenas costumbres exigían. Julián, no hallando más pretextos para seguir en pie, sentose de mala gana frente a la madura beldad. Estiró las piernas, pegose un tirón de solapas, echó hacia atrás el blanco cordobés y tornó a formular su pregunta:

-¿Qué se te ofrece?

Permaneció la «Rubia» perpleja un momento, sin saber cómo comenzar la trascendental conversación en que le iba la felicidad, hasta que al fin el impulso mismo de la pasión, rompiendo hielos, marcó la ruta con una salida sentimental:

-¡Que te quiero, Julián; que te quiero con «toa» mi alma!

Glacialmente interrogó él:

-¿Y qué más?

Un poco desconcertada ante la inmutabilidad del amado, ella tornó a la carga:

-¿Y te parece poco? ¡Que te quiero «ma» que a mi «vía», «ma» que a mi alma, «ma» que a «Dió»!

Y como él permaneciese silencioso, prosiguió exaltándose:

-¿Y te parece poco, di, Julián, te parece poco? ¡El cariño es «too» en la «vía» -afirmó rotunda, contundente-. ¡El cariño es «ma» que el dinero, «ma» que la familia, «ma» que la salvación! Y yo te quiero, Julián, como no he «querío» nunca, como no se «pué» querer en el mundo.

Él se encogió de hombros:

-No «pué» ser. Ya lo sabes tú que no «pué» ser.

-Pero, ¿por qué, Julián, por qué? -interrogó la Nati, ansiosa, cruzando con ademán de súplica las manos regordetas, cargadas de fastuosos anillos.

Con despego replicó él:

-Ya te he dicho que no «pué» ser; no seas pelma.

Herida, más que en su amor propio, en su amor, gimió presa de romántica desesperación:

-¡Porque no me quieres! ¡Porque quieres a otra!

-No va por ahí; es que no «pué» ser.

-¡Julián! ¡Julián! ¡Si supieses lo que yo te quiero! ¡Pero a ti qué te importa mi querer! ¡No seas ingrato, Julián, no seas ingrato!

Con algún mayor calor se defendió él:

-Ingrato, no; te estoy «mu» agradecido a lo que hiciste por mí, y por eso he «venío» aquí.

-¡Yo no quiero tu agradecimiento!; el agradecimiento es bueno «pa» el pobre a quien damos una limosna o «pa» el amigo a quien hacemos un favor... pero pagar el cariño con agradecimiento es peor que dar una «puñalá» por la espalda. ¡Pobre cariño el que se contentara con el agradecimiento! Yo quiero que me quieras como yo te quiero a ti.

Él murmuró sombrío:

-No «pué» ser.

-¿Pero por qué, di, por qué?

-Porque no.

-Julián -musitó ella, tentadora-, conmigo tendrás lo que quieras, yo te daré dinero, alhajas, cartel; yo te haré torero...

-Los toreros se «jasen» en la plaza, frente a frente «der» toro, y no con las mujeres -ratificó él con energía.

-Ya lo sé -cedió Nati, siempre humilde-. Ya sé que tú eres valiente, muy valiente, y por eso te quiero; pero el dinero puede mucho, y yo daré dinero para que torees y te luzcas y te aplaudan... ¿Di, Julián, quieres?

Se limitó a murmurar:

-No «pué» ser.

-Pero ¿por qué?

-Porque no; porque quiero ser libre.

Hízose aún más humilde.

-Lo serás. Te juro, Julián, por la gloria de mi madre, que no te estorbaré para «na»; que sabré esperarte, que no te haré una queja, que cuando me quieras me tendrás y cuando no me iré «ar» último rincón, donde no te canse ni el ruido de mi voz.

Escéptico, encogiose de espaldas.

-«Too» eso son historias. Ahora porque no me tienes, porque sabes que no quiero; pero «aluego», «er» día en que yo me fuera contigo sería otro cantar, y empezaríamos con «achares» y con lloros y «desigencias». Si así «seis toas»; primero mucho «camelo», y después... Hoy ato un cabito, mañana otro, y cuando ya está uno «atao» y no «pué» removerse, como un gorrión «cogío» con lazo, entonces no hay más ama que la señora, y o se la da una «puñalá» «pa» escapar, o se hace uno un esclavo.

-Pero...

No la dejó meter baza, y con creciente energía reanudó en que ponía su pasión entera.

-¡No, no, y no! Yo no quiero ser el chulo de ninguna mujer; ni tuyo ni de otra; yo quiero ganarme la «vía» como se la ganan los hombres; yo quiero ser torero, y luego el toro y la afición dirán.

Perdida toda esperanza, la «Rubia», vencida de tristeza, se refugió en la súplica. El bello rostro contraído por la pena, en los azules ojos una lágrima y las manos cruzadas tendidas a él en una súplica desesperada, gimió:

-¡Julián, no me dejes! ¡Julián, mi niño bonito, mi cariño, mi gloria, por compasión, no me dejes! ¡Piensa que te quiero «ma» que a nada en el mundo! ¡Que no puedo vivir sin ti! ¡Yo seré tu esclava, tu criada, tu perro; besaré el suelo que pises; pero no te vayas, que no puedo vivir sin la luz de tus ojos! ¡Julián! ¡Julián! ¡Mátame, pégame, pisotéame, pero no me dejes sola!

Amanecía; el cielo, cobalto, comenzaba a palidecer; las estrellas se apagaban una a una, y sobre las arboledas del Botánico, que la luz matinal hacía de plata, la luna, como una hostia de milagro, descendía lentamente. Una claridad verdosa de acuárium envolvía las cosas, y en la lividez de la alborada el rostro de la pecadora aparecía devastado por los años, que la tristeza hacía retratarse en él. El negro artificio que daba vida a los ojos, haciendo brillar las pupilas azules como dos pálidos zafiros prisioneros en un estuche de terciopelo negro, se había deshecho con las lágrimas y trazaba obscuros surcos sobre las mejillas teñidas de carmín; los labios, perdida la pintura, palidecían; el rostro entero, libre del afeite, mostraba máculas y arrugas.

Julián se había puesto en pie. Un instante la contempló con lástima y sintió impulsos de ceder, pero su juventud venció egoísta. «¡Bah -pensó-, hombres no le faltarán para consolarse!» Y encarándose con ella, formuló:

-¡Vaya, adiós!

Casi se incorporó en un postrer esfuerzo.

-¡Julián!... - se dejó caer vencida, incapaz de luchar ya, y murmuró tristemente: ¡Adiós!

El espada reuníase a su amigo, y juntos se encaminaron hacia la plaza de Neptuno.

Ella le miró partir, mientras las lágrimas seguían deslizándose silenciosamente por las mejillas marchitas.

En el cielo pálido una línea de oro anunciaba la llegada del sol.