Los héroes de la visera : 04

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Los héroes de la visera  de Antonio de Hoyos y Vinent
Primera parte - Capítulo IV

Primera parte - Capítulo IV

Por primera vez, después de muchos días, la sensación de vacío, aquella rara sensación de columpiarse sobre un abismo, desapareció. Por primera vez también sintió, al intentar un cambio de postura, tan intensa punzada de dolor, que por un momento temió volver a hundirse en las sombras de la opresora noche en que viviera tantas horas de angustia. Y, sin embargo, volvió a ensayar el cambio de posición para experimentar la acre voluptuosidad de aquel dolor, porque era la voluptuosidad de vivir después de muchas horas de agonizar.

Tras unos momentos en que reconcentró su pensamiento para evocar los pasados lances, fue recordando la tarde triunfal y la espantosa cogida. Desde el momento en que por segunda vez caía en las astas del toro hasta aquel en que despertaba a la realidad, había un inmenso abismo que no sabía cómo llenar. Entreabrió los ojos, y al través de la neblina de su debilidad y de la reinante semipenumbra que el sol, colándose por las cerradas persianas y las caídas cortinas se empeñaba en destruir, trató de orientarse.

Era el lugar una habitación amplia y, al parecer, lujosa. Los muebles, grandes, forrados de telas ricas de tonos claros; en los muros espejos y cuadros chillones encerrados en dorados marcos, a que la luz arrancaba luminosos destellos; sobre un sofá, un mantón de Manila ponía su tapiz de flores. La cama donde reposaba era grande: una cama de matrimonio, suntuosa, de tallado nogal; la colcha, de damasco azul; las sábanas y almohadas, de fina batista con encajes. ¿Dónde estaba? Él tenía idea vaga de conocer aquel cuarto, pero la debilidad de su memoria no le permitía darse cuenta exacta.

La puerta abriose lentamente, y una figura de mujer avanzó hacia el lecho. ¿Soñaba? No. Aquella era la «Rubia». Estaba tan sólo un poco más delgada; amplia bata de seda blanca dibujaba su airosa silueta; el rostro pálido, un poco demacrado, tenía un encanto de melancolía que reverberaba en los grandes ojos azules, y los cabellos nimbaban de oro la frente, libre del artificio de los rizos. Con sordos pasos se acercó a él; sus manos, níveas y mimosas, con movimientos que más eran caricias, arreglaron el embozo y las almohadas, apartaron de la frente sudorosa los cabellos y se deslizaron por las mejillas exangües; después, con delicadezas de madre, se inclinó sobre él, y sus labios se posaron en la frente con un beso que apenas le rozó la piel. Por un instante sintiose envuelto en la suave fragancia de rosas que exhalaba la mujer, y estremecióse bajo la tibia sensación de los labios. Después ella, silenciosa siempre como un fantasma, se alejó, desapareciendo nuevamente.

¡Estaba en casa de la Nati! Pero aquella idea que días antes de su cogida le hubiese soliviantado, ahora, no sólo no le causaba indignación, sino que le daba una impresión de confianza extraña. Con las fuerzas, las rebeldías, la soberbia, el afán de libertad habían huido, y como un pobre niño enfermo buscaba halago y defensa. ¡En casa de la Nati! Ya no significaba estar en las manos de una querida despótica y absorbente que se alzaba como un obstáculo a su porvenir, sino que representaba en el desierto de su vida, ahora que no era sino un pobre guiñapo humano, cuidados, cariño, bienestar; era la seguridad de no ir a un Hospital ni de morirse solo como un perro.

Volvió a abrir los ojos, paseó lentamente la mirada por la alcoba, estudió con complacencia cada uno de los detalles y tornó a entornarlos soñoliento.

Pasos. Era la «Rubia», acompañada de un señor que debía de ser el médico. Ambos se aproximaron al lecho, y mientras él aparentaba, por insana curiosidad, dormir, empezaron a hablar. Primero la voz de su querida:

-¿Cómo le encuentra usted hoy, doctor; la verdad?

-Hoy no tocamos a las heridas. Con la cura de ayer está bien; ahora veremos ese pulso.

Hubo una pausa, durante la cual el médico le examinó el pulso con atención; después habló:

-De pulso, muy bien. Hoy es el primer día que está limpio de calentura.

-Entonces, ¿está salvado?- interrogó ella ansiosa.

-¿La vida? Completamente. Ya no hay peligro ninguno por esa parte. Ahora viene lo peor: una convalecencia muy larga; muchos dolores, punzadas... pero, en fin, con los cuidados de usted y valor... y como el mocito es un Cid -y la voz tornose halagadora.

-¿Y torear? -preguntó ella tímidamente.

Aquí latiole a Julián con un poco más de presteza el corazón, y redobló su atención.

-¡Qué sé yo! Eso, Dios y la naturaleza dirán; pero -hizo una pausa- me temo mucho que quede inútil.

¡Inútil! ¡No poder torear ya más, no oír los aplausos del público, ahora que había triunfado ya! Y, sin embargo, fuera debilidad, fuera estoicismo, la noticia le dejó frío. La única idea fue la del bienestar, la de la tranquilidad física. Mientras el médico y la «Rubia» se alejaban, una serie de imágenes de paz, de sosiego, de comodidad, le preocuparon. Interiores templados y confortables, lechos mullidos, mesas suntuosas, un hogar caliente, lleno de cariño y paz. La idea del frío y del abandono le horrorizó. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? No se sentía capaz de retornar a la lucha, y el pánico del mañana le acometió.

Nati había vuelto. Con pasos de gata atravesó otra vez la estancia, y sin hacer ruido instalose a su cabecera. Su mano, suave y regordeta, buscó con precaución la del herido. Él la estrechó débilmente, y abriendo los ojos murmuró:

-¡Nena!

Loca de alegría interrogó:

-¡Julián, Julián, vida mía! ¿Estás mejor?

Él, con una sonrisa pálida, aseguró:

-Muy bien.

Estalló la hembra en sollozos.

-¡Nene! ¡Cielo! ¡Mi gloria! ¿Me perdonas, di?

A su vez gimió él como un gozquecillo que se ve solo en el arroyo.

-¡No me dejes, nena, no me dejes!

Y ella, besándole con pasión, murmuró a su oído:

-¡Nunca, mi vida!

Después colocó su cabeza junto a la del herido, y en un murmurar de ternezas se durmieron sobre la misma almohada.