Los héroes de la visera : 05
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Segunda parte - Capítulo I
Mientras, puestos en la faena sus cinco sentidos, encendía Julián el rico «caruncho», que especialmente para él traía doña Sofía, la estanquera de Torremolares, don Nazario, el señor cura, interrogóle con afectuosa complacencia:
-¿Qué tal van esas elecciones?
Sonrió el interpelado, lleno de fanfarronesca suficiencia, asegurando satisfecho:
-Lo que es esta vez se la jugamos de puño al Gobierno. O dejo de ser quien soy, o el acta se la lleva el marqués.
Reclinose en el mostrador y se dispuso, ante la respetuosa atención con que los demás le oían, a presentar los datos demostrativos de su tesis.
Estaba muy cambiado; el rostro, curtido por el sol, que constantemente le castigaba en cacerías y campestres faenas de propietario vigilante, hallábase surcado por profundas arrugas; la frente, descubierta por el flexible de anchas alas, echado hacia atrás, se había ensanchado por causa de la calvicie, iniciada en dos grandes entradas, agrandadas por las canas. Su cuerpo, airosísimo en otros tiempos, habíase amazacotado, y la curva que trazaba su oronda barriga de propietario rompía la antigua elegancia de la línea. El atavío burgués, agravado por pueblerina vulgaridad, acababa de completar la transformación del niño heroico que antaño se jugara la vida en las astas de un toro en ramplón y adocenado propietario rural.
Habían pasado años, muchos años, diez o doce, desde que en una tarde gloriosa, entre aclamaciones y gritos de horror de la canalla, cayera en la arena con un gesto magnífico de legendario luchador. Primero fue la convalecencia, una convalecencia penosísima, inacabable, en que, vuelto a la infancia, no podía valerse para nada y sólo vivía en el mimo de las manos femeniles. Nati había sido para él todo: una madre, una hermana y una esposa. Ella luchó palmo a palmo con la muerte para arrancarle su presa y luego defenderla contra nuevas asechanzas. Fueron diez meses de titánicos esfuerzos, y al fin, cuando, mejorado ya, pudo salir a la calle, aquel paseo acrecentó aún su desconsuelo. La tarde, de invierno, era fría y triste; en el cielo blanquecino se apagaba el sol lentamente; Julián, como un pobre guiñapo humano, descendió las escaleras apoyado en muletas, sostenido por Nati y una criada; después, con su querida al lado y encerrado entre los vidrios del coche, fue a la Moncloa; allí la desolación de los árboles esqueléticos, de las largas avenidas fangosas, de los estanques, llenos de liquen, le dieron ganas de llorar. La «Rubia» hablole melosa, acariciadora. El médico le recomendaba el campo para acabar de ponerse bien; reponerse del todo era aún obra larga; como ella tenía fortuna, pensaba comprar una finca cerca de Madrid; habíanla hablado de una casa de labor con buenas tierras. ¿Qué le parecía? Allí podría concluir de recobrar la salud; se irían en cuanto empezase el buen tiempo, pasarían el verano, y si él quería, el invierno también; luego...
La misma idea flotó un segundo, como un fantasma sangriento, por la imaginación de ambos: los toros. Él estuvo a punto de preguntar: «¿Y mi carrera?»; pero sintió miedo ante la evocación trágica que, como palabra de magia, podía destruir su felicidad, hecha de quietud y de halago, y calló. Nati pensó también en decir: «Luego... luego podrás volver a los toros»; pero al verle calló a su vez, temerosa de conjurar la desgracia.
El plan se realizó. Partieron para Torremolares en los primeros días del mes de abril. Julián iba muy mejorado, pero no bien aún. Resentíase algo del pecho, y la herida de la pierna obligábale a andar con muletas; pero, sobre todo, hallábase en un estado de debilidad lamentable. Poco a poco los aires del campo, la alimentación sana y nutritiva y la vida regalona iban curándole. Nati redoblaba sus mimos; su cariño parecía aumentarse con los días; con su voluntad perseverante de enamorada le iba envolviendo cada vez más en sus redes, secuestrando su voluntad, robándole el albedrío. Nunca le imponía su capricho, pero insensiblemente le hacía querer aquello que quería ella misma. Al llegar el otoño, y como él se hallase casi bien del todo, con sólo una ligera torpeza en la pierna, le ofreció volver a Madrid. Fue un rasgo de audacia de que se arrepintió casi inmediatamente. Julián vaciló un segundo; como un relámpago la gloria -una gloria canalla, hecha de oro, seda y sangre, saludaba por pasodobles, aplausos y alaridos- brilló ante él. Pero fue cobarde, y claudicó. No; pasarían el invierno allí, y luego, en primavera, verían.
Durante los largos meses invernales el torero, con esa flexibilidad propia de los espíritus hechos a todas las privaciones, fue adaptándose insensiblemente al medio.
Empujado por su querida, que oculta en las sombras de una discreta condescendencia actuaba de Destino, fuese interesando por las faenas agrícolas, apasionando con la caza y la equitación y encariñando con las consideraciones que entre los notables del pueblo merecía, como uno de los principales propietarios -allí diéronle por esposo legítimo de la Nati- de la comarca.
Y, por fin, cuando retornó el buen tiempo, Julián, hecho a tal vida, no volvió a hablar de toros. Pasaron los días; de tarde en tarde la visión de las plazas llenas de sol y de alegría le inquietaba. Rechazábala como algo absurdo, fuera de toda ley. Él era un hombre serio y todo aquello locuras.
Ahora, atento, discutía.
El señor cura objetó:
-¿Y si suspenden el Ayuntamiento?
-No se les da tiempo a enterarse.
Entró en el estanco una criada de las de refajo y rodete.
-Don Julián, la señora, que haga el favor de «dir».
-Voy -y despidiéndose de sus amigos, fuese camino de su casa.
En el amplio zaguán, adornado con plantas y mecedoras, le esperaba su querida. La vida sedentaria y la comida puebluna la habían engordado exageradamente. Bajo el matiné de encajes, adornado con lazos de seda -guardaba aún sus hábitos cortesanos-, dibujábanse sus pechos enormes, como bovinas ubres, y sus caderas formidables. En el rostro de luna llena, embadurnado de afeites que disimulaban mal sus cincuenta años, conservaba las huellas del llanto, que enrojecía sus ojos. Al entrar Julián salió a su encuentro tendiéndole un telegrama.
-Mi hermana Clotilde que se muere.
El ex torero quedó perplejo, temiendo adivinar. Ni se acordaba ya de Clotilde, ni casi de Madrid. Había llegado a encariñarse con la idea de vivir siempre en aquel rincón, sin imprevistos que viniesen a turbar su quietud, en una especie de sopor, viendo correr los días monótonos con la indiferencia de un faquir indio. Egoísta, queriendo inconscientemente guiar por sugestión las ideas de su amada, formuló:
-Lo siento. ¡Pobrecilla! ¡Qué le vamos a hacer!
Impaciente por aquella salida, la «Rubia» formuló:
-¿Qué le hemos de hacer? ¡Pues ir!
Sin atreverse a protestar abiertamente, insinuó una duda:
-Es que puede que lleguemos tarde.
Malhumorada por la pachorra, la otra interrogó a su vez agresiva:
-Bueno, ¿y qué? ¡Aunque lleguemos tarde!
-Pues viaje perdido.
-¿Y la chica?
-¡Ah...!
No se acordaba ya de aquella Amparito, único fruto superviviente de los amores de Clotilde y el «cantaor», alocada y locuaz, que conociera tan enredadora y dicharachera y que ahora ya debía ser una mujer.
Dulcificó Nati algo el tono:
-Ya ves cómo no hay remedio. Hay que irse a Madrid, hoy mismo.
No atreviéndose a protestar abiertamente, permaneció silencioso. Pero la idea del regreso a Madrid le horrorizaba. Era aproximarse a la lucha, ver de cerca gentes que dejó humildes y que tal vez hallaría vencedoras, contemplar el escenario de sus fracasados triunfos; era, en síntesis, «volver a vivir». Sentía que había muchas cosas en él que no estaban muertas, sino dormidas, y que iban a despertar; presentía la lucha con sus amarguras sin cuento, las inquietudes que turbarían el reposo animal de sus noches, y sintiéndose sin fuerzas, insinuó:
-Como el viaje será cosa de cuarenta y ocho horas, podías irte sola, y yo me quedaría cuidando esto.
-¡Me gusta la gracia! ¡Los demás, que nos amolemos, y su excelencia se queda aquí repanchigado para no molestarse! ¡No, hijo, no; a Madrid hoy mismo! ¡Pues estaría bonito! Pero ¿quién eres tú, vamos a ver, para ponerte a dar órdenes?
Era la primera vez que descargaba sus iras sobre la cabeza de Julián. Él sintió deseos de pegarla; pero ni aun para ello tuvo fuerzas. Una vez más rehuyó la batalla que la vida le brindaba, y calló tercamente.