Ir al contenido

Los héroes de la visera : 06

De Wikisource, la biblioteca libre.
Los héroes de la visera
de Antonio de Hoyos y Vinent
Segunda parte - Capítulo II

Segunda parte - Capítulo II

El viaje fue muy penoso. Hacía mucho calor en las llanuras castellanas, y el tren, un mixto que habían tomado para no tener que esperar a la noche, caminaba con una pesadez abrumadora. La Nati, nerviosa por el bochorno y las molestias de la marcha precipitada, molestias acrecentadas por su corpulencia y el hábito de vida sedentaria que había adquirido, rezongaba a cada instante, con cualquier pretexto. La temperatura le indignaba; los mosquitos sacábanle de quicio; las frecuentes y prolongadas paradas excitaban su nerviosidad. Sin motivo, por el más fútil pretexto, daba suelta a su contenida rabia con palabras acres, quejas, lamentos.

Pero en el fondo de aquel mal humor, provocado, al parecer, por incomodidades físicas, latía un hondo drama anímico, tanto más terrible cuanto más primitivo era el espíritu en que estallaba. En aquel ser moral, sin desbrozar aún, vivían latentes todos los impulsos iniciales: el egoísmo, la pereza, el exclusivismo; sacrificios y abnegaciones, como no estuviesen inspirados en un motivo egoísta -lujuria, necesidad o capricho-, eran ignorados allí. Y súbitamente llegaba lo terrible. Acababa de descubrir en el fondo de su alma una verdad cruel, monstruosa, absurda, que tronchaba su vida y arrancaba de súbito su única razón de ser. No quería a Julián.

Al principio le idolatró. Fue para ella, acostumbrada a triunfar, lo imposible, aquello en que ponemos todas las potencias del alma, los esfuerzos todos de la voluntad. Luego representó su cariño y su amor propio satisfecho, el temor de perderle, el peligro bordeado a cada paso de que la querencia de la gloria pudiese más que ella y se lo arrebatase; más tarde quedó la costumbre y el encanto de aquella vida serena. Pero Julián envejecía; según pasaban los días, era más suyo, más su juguete; las probabilidades de que pudiese huir disminuían, y Nati sentía al antiguo héroe como un pobre muñeco entre sus manos. Él mismo, sin darse cuenta, había detenido el majestuoso vuelo de la quimera, y cortándole las grandes alas y arrancándole las rampantes uñas, la convirtió en vulgarísima ave de corral. Poco a poco, ignorante del peligro, y creyéndose para siempre a cubierto, fue destruyendo la poesía, la heroica aureola que envolviole a los ojos de su querida, e inconsciente de él, rompiendo la magia del encanto. Hablaba de los toros como de una locura imposible, bromeaba sobre su pretérito entusiasmo, y reconociendo la superioridad de la hembra, entregábase a ella atado de pies y manos. Nati supo aprovechar aquella fuerza, y de esclava se convirtió en tirana. Ella, que antes temblaba ante una palabra del torero, volviose despótica, dominante. Ante el público todo seguía igual, pero en la intimidad del hogar ella ordenaba y a él le tocaba obedecer. Pero, sin embargo, las cosas parecían tranquilas en el concierto de aquellas vidas antes turbulentas, resbalando ahora serenas por su cauce. No era así; en el alma apasionada de la pecadora nacían inquietudes, deseos, curiosidades. Un anhelo de ideal, de amor, de ensueño, se apoderaba de ella de día en día. Por más que procuraba contemplar a su amante con los ojos de antaño, el espejismo se rompía y la imagen vulgar surgía ante ella con su frente calva y su redondo vientre de propietario rural. Pese a ello, aún la pereza, la querencia del reposo, le ataba; aún trataba de engañarse, pensando que en cuanto ella quisiese él volvería a sus toros, ella al Madrid de sus amores. Cuando...

Sobrevino la catástrofe. Nati, con una necesidad sentimental de enternecimiento, y aunque no le importaba gran cosa aquella loca de la Clotilde, que siempre fue una mala cabeza que sólo disgustos le acarreó, convenciose a sí misma de que sentía hondo dolor. Su anhelo de sacrificio llevole a pensar en la pobre huérfana, que en la edad más crítica quedaba abandonada «en el proceloso mar de la vida» (aquella imagen la había leído ella en un folletín), y dispúsose a ser su amparo y consuelo. ¡Ella sería su madre! A fuerza de abnegación y cariño le haría olvidar su triste orfandad. Se irían a vivir a Madrid (¿qué mejor pretexto?), y allí dedicaríase en alma y vida a educar a la huérfana (pues daba por sentado que sería huérfana en seguida y por descontado que estaría muy mal educada -¿qué podía esperarse de aquella loca de Clotilde?-); luego preocuparíase de su porvenir, de casarla y establecerla.

Y justamente cuando ella, sacudido instantáneamente el tedio, hacía tales proyectos, venía el estúpido de Julián con su pachorra... ¿Pero qué se había creído el niño, que ella no estaba allí más que para llenarle la andorga y que se diese buena vida? ¡Corriendo! ¡En eso estaba pensando!

Por primera vez, después de tantos años, sintió nacer un impulso de odio hacía él, una necesidad aviesa de mortificar, de hacer daño, y por vez primera también lloró el estéril sacrificio de los mayores años de su vida. ¡Los mismos padres del yermo, si hubiesen visto desvanecer su ensueño de cielo, hubiesen retornado al mundo con un gesto de ira para los años malgastados en un estúpido ensueño de ideal!

El convoy corría a través de grandes planicies áridas y pedregosas. Julián, en un rincón, dormitaba, la gorra caída y el chaleco desabrochado. Nati, al otro extremo del coche, se abanicaba con furor. De pronto encarose con él:

-¡Julián!

Despertó sobresaltado.

-¿Qué?

-¡Abróchate ese chaleco! ¡No te dará vergüenza! Si entrase alguien por casualidad...

-¡Como no sea el revisor...! -objetó él con buen sentido.

La «Rubia» no le hizo caso y siguió rumiando:

-Aunque no fuese más que por mí... ¡Vaya una consideración!... Pues lo que es en Madrid ya puedes tener cuidado de no avergonzarme.

-¡Para lo que vamos a estar!

Saltó furiosa:

-¡Toda la vida!

Irritado, a su vez, objetó Julián:

-¡Serás tú, porque lo que es yo...!

Nati echaba lumbre por los ojos. Le contempló un momento entre burlona y compasiva, y luego interrogó con ironía rabiosa:

-¿Y qué vas a hacer?

-Volverme al pueblo.

-¿Solo? -interrogó, cada vez con mayor ironía.

-Contigo.

-Me parece difícil.

-¿Por qué?

-Pues, hijo -rió la hembra-, porque no quiero volver a poner los pies en jamás de los jamases en el cochino pueblo. ¡Ya estoy harta de poblanchones!

Fue rotundo.

-Volveré solo.

-¿Y adónde, se puede saber? -formulaba la pregunta con una calma artificiosa, tras la que se sentía trepidar la ira.

-A casa.

Estalló.

-¡Ja, ja! ¡Que se te quite de la cabeza! ¡A casa! -siguió con sarcasmo-, ¡a casa! ¿Y cuál es tu casa, di, cuál es tu casa? ¡A casa! -parodiándole-, ¡a casa...! ¡Ja, ja! ¡Deje usted que me ría, hijo, deje usted que me ría...! ¡Ay qué gracia! ¡A casa! Pero ¿cuál es tu casa, la carretera o la plaza Real? Hijo, tu casa... ¡pues no eres tú nadie! La casa es mía, ¿estás? Las tierras, mías; ¿estás? El dinero, mío; ¿estás? ¡Y haré lo que me dé la gana; conque apunta!

Luego calló, abanicándose furiosamente.

Julián, anonadado, sin encontrar réplica, permaneció en silencio, mientras el tren entraba majestuosamente en la estación del Mediodía.