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Los héroes de la visera : 09

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Los héroes de la visera
de Antonio de Hoyos y Vinent
Segunda parte - Capítulo V

Segunda parte - Capítulo V

Mientras la nena bailaba, el público, aquel heterogéneo público de mamás, de damas de tronío y de chulos en estado de merecer, permanecía pendiente de ella, involuntariamente cautivo de su gracia pueril. Desde su rincón el «Morito», astro coletudo de quinta magnitud, flechábala con los ojos negros y ardientes. Fernández, el viejo saltarín y pinturero que regentaba la academia, contemplaba, cayéndosele la baba, a su discípula predilecta, mientras las demás aprendizas de Terpsícore cuchicheaban envidiosas.

Amparito bailaba con una gracia trágica, casi dolorosa; parecía que bailaba exasperada por una pena que desgarraba su corazón; había en sus gestos, rápidos, vibrantes, contenidos, un impulso de pasión bravía. Los ojos, negros, muy grandes, húmedos, aterciopelados, miraban alejarse un ensueño, y en el rostro, de una blanca transparencia de azucena, los labios rojos, delgados y sangrientos, sonreían. Prisionero en el negro atavío de luto, su cuerpo menudo y frágil, casi andrógino, se retorcía, temblaba, cimbreándose, imprimiendo a los bailes populares cierta majestad de arcaica danza sagrada.

Las lecciones de baile se habían reanudado. En complicidad con Julián, incapaz de negar nada a la chiquilla, Amparito había vuelto a sus clases de danza. El primer día la acompañó él mismo, pero se sintió ridículo. Aquel ambiente, sin saber por qué, recordábale cosas muy lejanas que deseaba olvidar; además, en su brusquedad de alimaña montaraz, la empalagosa finura de que blasonaban todas aquellas gentes, que luego, a la primera contrariedad, echaban finuras a rodar, y liándose la manta a la cabeza empezaban a escupir groserías, le irritaba los nervios.

Entonces propuso a su sobrina llevarla hasta la puerta y volver más tarde a recogerla, y como ella, encantada de aquella solución que le permitía hablar a solas con su novio, el «Morito», un torero que tenía «la mar» de porvenir, aceptase, así quedó acordado.

En un postrer vibrar de la guitarra, entre el loco repiqueteo de las castañuelas, Amparito tembló un momento, giró rápida luego, y por fin, en un paso de tragedia, desplomose en tierra.

Risueña, se alzó sacudiendo el vestido, pagó con sonrisas las justas alabanzas que con malévola envidia le tributaban las demás, y encaminose hacia el rincón donde su novio la esperaba.

-Vaya, aquí me tienes ya.

Él la contempló arrobado.

-¡Chiquilla, qué preciosa estás...! ¡Bailas como los mismos ángeles!

Bromeó ella.

-¡«Desajerao!» ¡Patoso! ¡Embustero!

El «Morito» murmuró con contenida pasión:

-¡Fea! ¡Negra! ¡Te quiero más...! El día que me roben tu querer me dejo echar las tripas fuera por un toro.

Protestó Amparito:

-¡Quita de ahí! ¡Pinturero! ¡Fantasioso!

Habló él:

-Te quiero... Mira, los días que estuviste sin venir creí que me las liaba. ¡Qué pena, negra, qué pena!

Gustosa, como todas las hembras, de verle temblar ante la idea de la ausencia, amenazó:

-Pues el día menos pensado... Gracias al tío, que es muy bueno.

No pareció entusiasmado el «Morito».

-¡Psch!

-¡Anda, sinvergüenza, golfo; di que no! -protestó ella, medio en serio medio en broma. Luego añadió-: Muy «buenismo», y además un gran torero.

-Lo fue.

-¿Y por qué no lo es ahora? Pues porque lo dejó por amor... ¡No serías tú capaz!

Él afirmó con convicción:

-¿De dejar los toros? No.

-¿Ni por mí?

-¡Ni por mi madre!

Suspiró amorosa:

-Así te quiero.

Las nobles damas que conducían a sus esmirriados vástagos a aquella escuela de buenas costumbres comenzaban a murmurar del aparte. ¡Hacía falta poca «lucha» para ponerse allí con aquellos secreteos! ¡Pero, señor, parecía mentira que hubiese gente con tan poquísima vergüenza para, teniendo como tenía la Nati el riñón abrigado, enviar a aquella criatura sola!

Notó Amparito los comentarios de las comadres, y encarándose con su amado propuso:

-¿Vamos? Me están cortando un traje verde, y todavía estoy de luto.

Salieron. En el portal reanudaron su idilio, mientras la chiquilla esperaba a Julián.

-¿Me querrás siempre, lucero?

-Siempre.

El torero la miraba al fondo de los ojos. Ella sonreía feliz. De pronto se puso seria.

-Ahí viene el tío. ¡Adiós!

-¡Adiós!

Julián lo había visto todo. Mientras caminaban por las calles angostas y tortuosas, que comenzaban a invadir las tinieblas nocherniegas, habló, ocultando su pena:

-¿Quién era el maletilla ese?

Sintiose Amparito profundamente ofendida por la denominación despectiva con que regalaban al dueño de su albedrío; pero obligada a disimular, escondió su despecho.

-Es el «Morito», un torero que toma lecciones de baile en la academia.

-¿Por qué estaba contigo? -tornó a interrogar Julián.

-¡Toma! Porque da lección ahí y hoy hemos acabado a la par.

Caminaron silenciosos un momento. El ex torero sentía una angustia desconocida, una opresión que le ahogaba, un dolor hondo, inmenso, inexplicable. Amparito, instintivamente, comenzaba a comprender. Al fin volvió a hablar Julián.

-¡Amparito, nena, no mientas ni me engañes! Mira que no merezco una traición -el tono era humilde, suplicante-. Dime la verdad: ¿es tu novio?, ¿te hace el amor...? ¿Lo quieres? -Las últimas palabras apenas las pronunció. La voz se le anudaba en la garganta, y sentía deseos de llorar.

Amparito, enternecida por el gran cariño que sentía latir en las palabras de aquel hombre, cuya tragedia adivinaba sin acertar a comprenderla, le alivió su corazón.

¡Sí que quería al «Morito»! Era su novio. Pero no fuera a creerse que era cualquier cosa. Era un gran torero, que había obtenido triunfos ruidosos en Carabanchel y Tetuán. ¡Y si viese el tío qué valiente! Y bueno, y con un corazón... Hacía el elogio del amado con entusiasta fervor, poniendo en sus palabras el alma toda.

De pronto calló, y deteniéndose clavó los ojos en el rostro de Julián. Había creído escuchar un gemido apagado.

Por la cara curtida del torero, cubierta ahora de mortal palidez, resbalaban dos lagrimones. La nena, con femenina intuición, lo comprendió todo.

La voz musical interrogó llena de dulzura compasiva:

-¿Por qué lloras? ¿Me quieres tú?

Julián gimió:

-¡Nena! ¡Nena! ¡Vida mía! ¡Con toda mi alma!