Los héroes de la visera : 10

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Los héroes de la visera  de Antonio de Hoyos y Vinent
Segunda parte - Capítulo VI
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Segunda parte - Capítulo VI

El río humano que desde la plaza se desbordaba por la calle de Alcalá abajo le arrastraba, y Julián, aturdido, casi inconsciente, se dejó llevar sin darse aún exacta cuenta de su tragedia anímica.

En el esplendor de la tarde primaveral, envuelta en la suave neblina que el calor y el polvo tejían, y que el sol, al acostarse en occidente, teñía de oro; bajo el toldo azul del cielo, en que se apelotonaban como cúpulas de un palacio aladinesco algunas nubes de cobre, de nácar y rubí, el torrente de gentes, al parecer dichosas, rodaba entre ensordecedora algarabía. Por las aceras, casi obstruidas por los papanatas apostados allí para ver el desfile, pasaban grupos de hombres discutiendo las peripecias de la primera corrida de abono y loando con hiperbólico entusiasmo el triunfo completo, definitivo, indiscutible del «Niño de los Caireles». Por el arroyo pasaban en confuso remolino los coches y los autos con damas elegantes, aristocráticas aficionadas, hembras de trapío, «cocottes» de cartel, mozas de rompe y rasga, sportsmens, cómicos, artistas. El público, entre envidioso y burlón, reíase de los unos, criticaba a los otros, ponía un comentario sangriento a las historias murmuradas en voz baja de aquellos cuyas aventuras, saliendo del círculo en que vivían, transcendían a la calle. Allí iban en un auto la Montaraz y Julito Calabrés, siempre abracadabrantes, riendo y escandalizando; tras ellos, en un milord fantástico, la «Chelito», turbadora en su exuberante belleza; en un coche Aciscla Cortés, ascendida de florista callejera a entretenida de postín; frente a ella, en una victoria, medio tendida sobre los almohadones, la figura airosísima de la «Murillito», una «bailaora» sevillana con ojos de brasa.

Un gran movimiento de expectación. ¡Los toreros! Pasó en un fulgor de oro y colorines la calesa y el público prorrumpió en aplausos:

-¡Viva el «Niño de los Caireles»!

Julián, aturdido, desesperado, se lanzó por la calle de Villanueva, huyendo de la multitud.

Se había encontrado en la Plaza sin saber cómo. La voluntad, traidora, le había engañado, y él, que huyera hasta entonces de cuanto le recordaba el pasado, se halló allí. Desde que pisó el Circo, y en cuanto, en contacto con el público, sufrió la influencia del magnético fluido de curiosidad, de impaciencia y de entusiasmo, fue otro. El hombre que Nati había matado por arte de hechicería revivió. De nuevo sintió el ansia de gloria, el hambre de aplausos, de vítores, de miradas femeniles que eran caricias de mimo y flechazos de deseo. Allí estaban sus antiguos compañeros vestidos de oro y seda, airosos, arrogantes, con la arrogancia que les prestaba su valor y la conciencia de su triunfo. Allí estaban el «Niño de los Caireles» y Cayetano, el «Afortunadito», con miles de miradas fijas en ellos, miles de corazones palpitantes de simpatía y miles de manos dispuestas a aplaudirles, mientras él, obscuro y olvidado, contemplaba el espectáculo confundido con la masa anónima. ¡Ser torero! Ser torero significaba ser el héroe que mira cara a cara la muerte, tener a la multitud pendiente de los revuelos del capote, clavar un corazón de mujer en cada estocada. ¿Y por qué no había de serlo? ¿Viejo? No; con treinta y tantos años un hombre era joven aún. ¡Lo sería! Volvería a pisar la arena, a hacerse pasear en hombros como un vencedor, y el día del triunfo ofrendaría su vida a los pies de Amparito. ¡Porque sin Amparito no podía vivir! La amaba con toda su alma. Ella... ¡le amaría! Su guapeza, su valor, su arrojo conquistarían el corazón de la chiquilla.¿Quién sabe? ¡Tal vez le amaba ya! Todo aquello del «Morito» no era sino una chiquillada, un anhelo de ensueño y amor.

Ahora, mientras caminaba rápido hacia su casa, el ensueño tomaba consistencia. Lo primero, huir de la Nati, salir de su poder, aunque fuese para caer en la miseria. La pobreza... mejor; las privaciones espolean la voluntad y hacen de hierro a los hombres. Luego, a vencer o a morir, y, por fin, si salía victorioso, volver a buscar a Amparito y casarse con ella. ¿Por qué no? La nena sería la compañera soñada de su vida.

Llegaba. Rápido, sintiéndose joven y fuerte, saltando los escalones de tres en tres. La puerta estaba abierta y entró. En la antesala, nadie; en el comedor un corro de vecinas rodeaban a la criada, que llorosa y anonadada les contaba algo.

-¿Qué pasa? ¿Qué es esto?

Entre gemidos se explicó la «pobre chica»:

-La Amparito, que «sa escapao» con el «Morito», el novillero... La doña Nati, como loca, se...

No oyó el fin. Anonadado al ver desplomarse el alcázar de sus quimeras, penetró en el gabinete donde el traje de luces dormía su sueño de leyenda. El gran espejo de tres hojas reflejó su imagen entre la semipenumbra crepuscular. Y se vio tal como era: gordo, amarillento, rota, por el vientre burgués, la elegancia de la figura; la frente calva, el cabello cano.

Dejose caer en una silla y lloró. Lloró el amor de Amparito, la juventud que se había ido para siempre y la gloria que no vendría ya.